EMIGRANTES E ITINERANTES

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HOMILÍA EN EL JUBILEO DE LOS EMIGRANTES E ITINERANTES  

Viernes 2 de junio de 2000

  1. “Permaneced en el amor fraterno. No os olvidéis de la hospitalidad” (Hb 13, 1-2). El pasaje de la carta a los Hebreos que acabamos de escuchar relaciona la exhortación a acoger al huésped, al peregrino y al forastero con el mandamiento del amor, síntesis de la nueva ley de Cristo. “No os olvidéis de la hospitalidad”. Este mensaje resuena de modo particular hoy, amadísimos emigrantes e itinerantes, mientras celebramos este jubileo especial.

Os saludo con gran afecto, y os agradezco el haber respondido en gran número a mi invitación y a la del Consejo pontificio para la pastoral de los emigrantes e itinerantes. Saludo, de modo especial, a monseñor Stephen Fumio Hamao, presidente de vuestro Consejo pontificio, y le agradezco las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre al comienzo de la celebración. Saludo, asimismo, al secretario, monseñor Gioia, al subsecretario, a los colaboradores y a cuantos han contribuido a la realización de esta importante manifestación espiritual.

Entre vosotros se encuentran emigrantes de diversos países; refugiados, que han huido de situaciones de violencia y piden que se les reconozcan sus derechos fundamentales; alumnos extranjeros deseosos de perfeccionar su formación científica y tecnológica; gente del mar y del aire, que trabaja al servicio de los que viajan en barcos o en aviones; turistas interesados en conocer ambientes, costumbres y tradiciones diversos; nómadas, que desde hace siglos recorren los caminos del mundo; artistas de circo, que llevan a las plazas atracciones y sana diversión. A todos y a cada uno, mi abrazo más cordial.

Vuestra presencia nos recuerda que el mismo Hijo de Dios, al venir a habitar en medio de nosotros (cf. Jn 1, 14), se convirtió en emigrante:  se hizo peregrino en el mundo y en la historia.

  1. “Venid, benditos de mi Padre. (…) Porque (…) era forastero, y me acogisteis” (Mt 25, 34-35).

Jesús afirma que sólo se entra en el reino de Dios practicando el mandamiento del amor. Por tanto, no se entra en él en virtud de privilegios raciales, culturales y ni siquiera religiosos, sino por haber cumplido la voluntad del Padre que está en los cielos (cf. Mt 7, 21).

Amadísimos emigrantes e itinerantes, vuestro jubileo expresa con singular elocuencia el lugar central que debe ocupar en la Iglesia la caridad de la acogida. Al asumir la condición humana e histórica, Cristo se ha unido, en cierto modo, a todo hombre. Nos ha acogido a cada uno de nosotros y, con el mandamiento del amor, nos ha pedido que imitemos su ejemplo, es decir, que nos acojamos los unos a los otros como él nos ha acogido (cf. Rm 15, 7).

Desde el momento en que el Hijo de Dios “puso su morada entre nosotros”, todo hombre, en cierta medida, se ha transformado en el “lugar” del encuentro con él. Acoger a Cristo en el hermano y en la hermana que sufren necesidad es la condición para poder encontrarse con él “cara a cara” y de modo perfecto al final de la peregrinación terrena.

Por consiguiente, es siempre actual la exhortación del autor de la carta a los Hebreos:  “No os olvidéis de la hospitalidad; gracias a ella hospedaron algunos, sin saberlo, a ángeles” (Hb 13, 2).

  1. Hago mías, hoy, las palabras de mi venerado predecesor el siervo de Dios Pablo VI, quien, en la homilía de clausura del concilio ecuménico Vaticano II, afirmó:  “Para  la Iglesia católica nadie es extraño, nadie está excluido, nadie está lejos” (AAS 58 [1966] 51-59). En la Iglesia, como  escribió  desde  el  inicio el Apóstol de las gentes, no hay extranjeros  ni  huéspedes, sino  conciudadanos de los santos y familiares de Dios (cf. Ef 2, 19).

Por desgracia, se dan aún en el mundo actitudes de aislamiento, e incluso de rechazo, por miedos injustificados y por buscar únicamente los propios intereses. Se trata de discriminaciones incompatibles con la pertenencia a Cristo y a la Iglesia. Más aún, la comunidad cristiana está llamada a difundir en el mundo la levadura de la fraternidad, de la convivencia entre personas diferentes, que también hoy podemos experimentar durante este encuentro.

Ciertamente, en una sociedad como la nuestra, compleja y marcada por múltiples tensiones, la cultura de la acogida se debe conjugar con leyes y normas prudentes y clarividentes, que permitan valorar los aspectos positivos de la movilidad humana, previniendo sus posibles manifestaciones negativas. Esto hará que efectivamente se respete y acoja a todas las personas.

Con mayor razón en la época de la globalización, la Iglesia tiene una propuesta precisa:  trabajar para que nuestro mundo, del que se suele decir que es una “aldea global”, sea verdaderamente más unido, más solidario y más acogedor. Esta celebración jubilar quiere difundir por doquier como mensaje que el hombre y el respeto de sus derechos deben estar siempre en el centro de los fenómenos de movilidad.

  1. La Iglesia, depositaria de un mensaje salvífico universal, está convencida de que su tarea primaria consiste en proclamar el Evangelio a todos los hombres y a todos los pueblos. Desde que Cristo resucitado envió a los Apóstoles a anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra, sus horizontes son los del mundo entero. Los primeros cristianos comenzaron a reconocerse y a vivir como hermanos, en cuanto hijos de Dios, en el escenario pluriétnico, pluricultural y plurirreligioso del Mediterráneo.

Hoy no sólo el Mediterráneo, sino también todo el planeta se abre a las complejas dinámicas de una fraternidad universal. Queridos hermanos, vuestra presencia aquí en Roma subraya cuán importante es que Cristo y su evangelio de esperanza iluminen constantemente este fenómeno de crecimiento humano. Desde esta perspectiva debemos seguir comprometiéndonos, sostenidos por la gracia divina y la intercesión de los grandes santos patronos de los emigrantes:  desde santa Francisca Javiera Cabrini hasta el beato Juan Bautista Scalabrini. Estos santos y beatos nos recuerdan cuál es la vocación del cristiano en medio de los hombres:  caminar con ellos como hermano, compartiendo sus alegrías y esperanzas, sus dificultades y sufrimientos. Como los discípulos de Emaús, los creyentes, sostenidos por la presencia viva de Cristo resucitado, son, a su vez, compañeros de camino de sus hermanos que atraviesan dificultades, ofreciéndoles la Palabra que reaviva la esperanza en los corazones y compartiendo con ellos el pan de la amistad, de la fraternidad y de la ayuda recíproca. Así se construye la civilización del amor. Así se anuncia la esperada venida del cielo nuevo y la tierra nueva, hacia los que nos encaminamos.

Invoquemos la intercesión de estos santos patronos en favor de todos los que forman parte de la gran familia de los emigrantes e itinerantes. Invoquemos, de modo particular, la protección de María, que nos ha precedido en la peregrinación de la fe, para que guíe los pasos de todos los hombres y mujeres que buscan la libertad, la justicia y la paz. Que ella acompañe a las personas, a las familias y a las comunidades itinerantes. Que ella suscite cordialidad y acogida en el corazón de los residentes, y favorezca la creación de relaciones de comprensión y solidaridad recíprocas entre cuantos están llamados a participar un día en la misma alegría en la casa del Padre celestial. Amén.