La validez universal de la DSI es puesta en entredicho frecuentemente1. Nos preguntamos si este “corpus doctrinal”, nacido en el siglo pasado para responder a los problemas de la industrialización en Occidente, puede tener alguna actualidad para la solución de los problemas planteados por el encuentro de la civilización y la formación de una economía planetaria.
Reconociendo como dato de hecho que lo religioso y lo político son distintos en la sociedad contemporánea, la Iglesia se ha interrogado sobre su propio papel en una sociedad en la que los hombres están divididos por sus opciones filosóficas, por las religiones que practican y por las diferentes explicaciones de la vida a las que se adhieren.
Por eso la Iglesia debe armonizar el carácter exclusivo y universal que siempre ha atribuido al propio mensaje con la existencia de otras tradiciones religiosas y aprender a trabajar con los demás para la solución de los problemas de la sociedad, que han alcanzado hoy una dimensión mundial. Si efectivamente la solución de los problemas como el de la emigración o el de la colocación ha dependido durante largo tiempo de decisiones tomadas a escala regional o entre países desarrollados, hoy tales problemas exigen que estemos en buen acuerdo a escala mundial y que todos los Estados interesados tomen parte en ellas; por otra parte las decisiones tomadas deben llevarse a cabo por las poblaciones, por tanto deben modificar su mentalidad y entenderse sobre reglas nuevas que deben guiar las relaciones entre ellos.
La búsqueda de principios comunes para asegurar la coexistencia pacífica de los pueblos debe llevar a la formulación de lo que podríamos llamar una doctrina social universal, es decir, a “principios de reflexión”, a “criterios de juicio” y a “directrices de acción” que permitan a los hombres de una determinada época interpretar los acontecimientos del mismo modo y dotarse de reglas comunes de conducta moral2. Algunos ven el proceso en el que el mundo está empeñado, como destinado a indicar el fin de las religiones tal como han sido entendidas tradicionalmente; las consideran “particulares”, pese a su pretensión de universalidad, y auspician el día en el que una “fe nueva” nacerá del encuentro entre ellas . Aquí nos encontramos ante una búsqueda del antiguo sueño al que la Sociedad de Naciones había pretendido dar cuerpo, es decir, dar a la razón “una infraestructura moral para el nuevo equilibrio” de los pueblos, porque “no hay sociedad que no pueda hacerlo”4.
Este nuevo modo de ver las religiones induce a interrogarse sobre el papel desarrollado por la DSI en las transformaciones en curso; fundada sobre un mensaje revelado que ella aplica a la realidad social, ¿es posible colocarlo junto al de otras religiones que tienen la misma pretensión? El discurso sobre el universalismo ¿no es quizá entonces una de aquellas falsas pistas sobre las que se coloca periódicamente la humanidad para convencerse de poder resolver un problema nuevo recurriendo a esquemas pasados, en vez de revalorizarlos y reelaborarlos con vistas a las transformaciones de la sociedad que debe integrar en su visión?5 Ninguna respuesta puede darse sobre el papel actual de la DSI hasta que no se aclare la noción misma de universalidad y hasta que se haya precisado las cualidades a las que debe responder una doctrina social para poder proclamarla universal.
La crisis de lo universal
Las leyes que gobiernan el crecimiento de la sociedad industrial son ajenas al mundo de la religión. Parece que las reglas éticas que prevalecen se formulan en otras instancias más apropiadas, para darles una formulación universal. La ONU es uno de los laboratorios donde se vienen elaborando. Las religiones ¿no están quizá ahora llamadas a abandonar su pretensión de desarrollar un papel universal, reconociendo que este viene hoy ejercido por otras instancias, aunque su responsabilidad en tal sector no este definida del todo?
La DSI siempre ha reconocido que las instituciones internacionales deberían desarrollar una función moral en la sociedad6; pero tal función no está todavía demasiado clara y hoy es contestada. La Declaración Universal de los Derechos del hombre, con frecuencia presentada como la carta ideológica de un mundo nuevo, ha sido objeto de reserva desde el momento de su adopción por parte de los delegados tanto del mundo comunista como de la Arabia Saudita en nombre del Islam7. Si la oposición de los países comunistas no se ha hecho sentir jamás, la filosofía de los derechos humanos de la ONU se ve siempre acusada de reflejar las concepciones del Occidente, y los representantes de los otros sistemas de civilización dicen actualmente cada vez más claro que no se reconocen en tal filosofía . Así algunos exponentes de Asia, para quienes la noción de deber es primaria en la organización de las relaciones sociales9 de los gobiernos de África, que ponen en el mismo plano los derechos de los individuos y de los pueblos10, del islam, que afirma que la shari’a debería ser la norma interpretativa de los derechos del hombre como los ha definido la ONU11.
Los occidentales han seguido una pista falsa cuando han pensado que los principios que habrían guiado la marcha de una organización mundial habrían sido extraída de su filosofía, que es la del individualismo. Estas no han visto que el universalismo que le atribuían tenía sus límites y que no era necesario que los otros pueblos aceptasen con los ojos cerrados para que fueran reconocidos como “civiles”. Tal pretensión de ser el guía ideológico del mundo entero se descubre especialmente en el sector de los derechos humanos. Su formulación señala indudablemente un punto de llegada pero permanece abierta la cuestión de saber cómo esto último está llamado a desenvolverse en un mundo en completa transformación cultural13.
Muchos políticos o juristas, como también buena parte de la opinión pública occidental, piensan que la universalidad no puede concebirse fuera de su propia perspectiva. Como afirmaba el ministro alemán Helmut Schafer: “nosotros medimos a todos los Estados sobre el standar internacionalmente reconocido de los derechos del hombre. Ningún Estado puede pretender estar vinculado por vocación a conceder la precedencia a la ideología propia del Estado, a la religión propia del Estado o a las tradiciones culturales propias”14.
La civilización occidental se ha construido en estos últimos siglos sobre la idea de progreso, idea tan profundamente arraigada en los espíritus que los occidentales están persuadidos que las otras civilizaciones no pueden esperar nada mejor que hacerse semejantes a ellos. Tal convicción implica en consecuencia un juicio de valor que lleva a considerar todas las otras culturas como inferiores y a considerar la occidental como superior y la única que está llamada a abrir el camino hacia una condición mejor. Esta concepción no está ausente de la declaración de un alto funcionario de la ONU en su comentario a la sentencia sobre el preámbulo de la Carta que confía a la ONU la “promoción de la justicia social”. Tras haber recordado que la misión de esa institución internacional era la de “preservar, tutelar y defender la dignidad de la persona humana” y de dar a tal objetivo un “contenido concreto” para hacer de ella “pilar de una sociedad internacional estable”, añadía que uno de los aspectos más extraordinarios de la Declaración universal de los derechos del hombre derivaba del hecho de haberse revelado universalmente aplicable y concerniente a la humanidad entera15. Si es verdad que ningún Estado puede hoy pretender ser miembro a pleno título de la comunidad internacional, si rechaza las normas éticas adoptadas por ésta y que comportan el principio de la dignidad del hombre y de su inviolabilidad, no son muchas menos la maneras de entenderlos, mientras el modo de afrontar las causas casi judiciales a las que da lugar su aplicación no logra dar una interpretación uniforme y admitida por todos. Los Estados se refieren efectivamente a su derecho reconocido de elegir el propio sistema sociopolítico y no es la última contradicción de la actual vida internacional afirmar, por un lado, la universalidad de los principios de la coexistencia de los pueblos y, por otro, reconocer igual derecho de cada uno a dotarse del sistema político que les conviene16.
Hay oposición entre la interpretación ortodoxa de los principios de la doctrina social internacional y la aceptación del hecho que cada civilización pueda tener los propios caminos para organizar una sociedad humana. Si durante largo tiempo se han guardado las apariencias y reservaban una especie de primacía a la concepción de la ONU y occidental de la sociedad internacional, se han disuelto tales apariencias con la adopción por parte de los Estados africanos de una Carta llamada no sólo de los derechos del hombre, sino también de los pueblos, y también con las Declaraciones islámicas de los derechos del hombre que subordinan su contenido a la sahari’a . Mientras la concepción occidental hace de los derechos del hombre un absoluto que el individuo puede oponer al Estado, la correlación que las otras civilizaciones establecen entre deberes y derechos de los individuos y de las comunidades amenaza con llevar a sacrificar los Derechos individuales en favor de los comunitarios y a hacer perder su valor absoluto al derecho de cada ser humano de llegar a ser más humano de cuanto no lo haya sido hasta ahora . El conflicto sobre los derechos del hombre recordado ahora, y por tanto sobre la función de una doctrina social universal, mira en primer lugar a la DSI, construida de hecho según la matriz occidental tanto si se considera en sus antecedentes como en su actual formulación.
Origen occidental de la DSI.
La dificultad para reconocer un destino universal a la DSI proviene del hecho de estar históricamente enraizada en la civilización mediterránea hasta el punto de parecer que hace cuerpo con ella. El cristianismo no sólo trae sus instrumentos del análisis de la realidad social -los conceptos de persona, de bien común, de justicia, que están en la base de sus enseñanzas- sino que ha tenido una parte predominante en su formación; hasta el corpus de principios y de nociones que ella propone ha sido elaborado para resolver los problemas nacidos de la industrialización y se encuentra, por eso mismo, ampliamente influenciada por los prejuicios propios de tal civilización.
Las filosofías del Occidente consideran todo el hombre como un ser autónomo en el seno del universo y justifican así la influencia que él ejerce sobre el mundo; incluso aquellas que se han prefijado con el fin de combatir la religión dependen de este sistema de pensamiento a cuya construcción el cristianismo ha contribuido en gran parte. El laicismo anticlerical se sitúa en tal perspectiva; o sea, acepta los términos del análisis de la cultura mediterránea, pero modifica la relación en la que tales términos han sido organizados por el cristianismo. En lugar de considerar al hombre como responsable en los designios de Dios de “inscribir la ley divina en la vida de la ciudad terrena”19, lo invita a liberarse de tal dependencia y a conquistar la propia libertad; por eso la política inspirada por el laicismo ha ampliado siempre los sectores de la propia autonomía.
Substrayendo lo político, lo económico, lo social y finalmente la vida familiar a las exigencias de las normas de orden religioso, impone una visión unidimensional de la existencia rechazada por otras civilizaciones.
El hombre de la civilización occidental es el que se acepta a sí mismo como una “unidad activa” (Perroux) en el mundo; pero tenemos dos modos de concebirla: o él conquista su libertad contra Dios, o la ejercita en comunión con Dios, pero en ambos casos, es él el que decide libremente la orientación que dará a su acción en relación con los dos polos entre los que se coloca, el mundo y Dios. Puesto que el deber-ser fundamental del hombre es llegar-a-ser el artífice de su propio destino , es indispensable que disponga de los medios para realizarlo y por tanto que el derecho de disponer sea inherente a su naturaleza y, como tal, capaz de oponerse a los otros. Según la expresión de Pío XI: “el hombre en cuanto persona posee derechos dados por Dios que deben ser tutelados de cualquier atentado de la comunidad que tuviese por fin negarlos, abolirlos o impedir su ejercicio”22.
Estas palabras de Pío XI muestran hasta que punto la DSI se ha formado y desarrollado en simbiosis con la filosofía mediterránea. El hecho de que ésta se funde sobre el concepto del hombre entendido como un individuo universal le da fuerza sobre los demás . Por eso no hay que asustarse que los cristianos hayamos compartido la idea de la superioridad de la cultura occidental y de su misión de abrir a los otros pueblos al progreso que ella representaba. El resultado ha sido que se ha confundido el cristianismo con una cultura particular, que sólo podía conducir al rechazo de su doctrina social por poblaciones que, bajo el influyo de Occidente, tomaban conciencia de su identidad cultural y de la ignorancia que de ella tenía Occidente.
La necesidad de respetar los usos de los diversos pueblos ha sido frecuentemente subrayada por los Papas en el curso de la historia. Benedicto XV fue indudablemente el primer Para en la época moderna contemporánea que recuerda tal necesidad en su encíclica Maximum illud (1919), en la que se insistía sobre la urgencia de liberar a las misiones de su ligazón con las potencias coloniales y de promover un clero autóctono. El Concilio Vaticano II ha retomado tal enseñanza en el decreto Adgentes sobre las misiones y en la constitución Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo. Juan Pablo II ha recodado tales orientaciones en la encíclica Redemptoris missio (1990) sobre el deber misionero. Estas directrices recientes y concretas muestran la dificultad que el discurso social de la Iglesia debe afrontar y por qué, a pesar de ello, su núcleo debe poder expresarse en las culturas de los pueblos donde es predicado el Evangelio.
¿Son insuperables los obstáculos al universalismo?
Toda doctrina social puede verse como un código de comportamiento fundado sobre una determinada visión de la existencia. Tal doctrina no parece, a priori, universalizable, porque todas las culturas son diversas y se consideran como únicas. Esto sería un obstáculo al universalismo de la DSI, si tal dificultad no fuera superable y si no se pudiera encontrar un camino que le permitiera satisfacer las aspiraciones fundamentales del género humano de realizar la propia unidad, garantía de paz. Se pueden distinguir tres niveles en toda doctrina social, cuyos confines son con frecuencia difíciles de determinar: el de las directrices concretas e inmediatas, el de los principios de política social que sirven de referencia en una determinada sociedad y el de las opciones fundamentales que lo justifican.
Las directrices concretas e inmediatas.
Las posiciones particulares asumidas por los actos sociales en nombre de una doctrina social no son generalizables por sí mismos; son el resultado de una opción entre una pluralidad de opciones sobre las que la Iglesia normalmente no se pronuncia, porque tal elección depende ampliamente de las circunstancias de tiempo y de lugar. Son los agentes sociales los que, sobre el terreno, tienen la tendencia a consagrar sus opciones particulares y a presentarlas como obligatorias para cualquier conciencia de buena fe; así ha sucedido con ciertos Movimientos por la paz, a propósito del desarme unilateral o de la renuncia a las armas nucleares . Por lo demás son numerosos los ejemplos de la atención con la que la Iglesia no permite identificar la propia enseñanza con una determinada opción particular: en tiempos recientes, Pablo VI, incluso exhortando a realizar un serio esfuerzo para el desarrollo, no se ha pronunciado por ninguna estrategia particular; tampoco Juan Pablo II se ha hecho defensor de ninguna solución determinada sobre el desarme o la vuelta a la paz en las zonas de guerra; ni uno ni otro han impuesto una línea política, pero han invitado a los hombres a actuar de una manera responsable.
Los principios de política social.
El segundo nivel de la acción social es el de los principios, el de los valores que una sociedad se da, para resolver los problemas que surgen en ella, y que se consideran aceptados por todos. Estos principios son considerados fundamentales y universales, aunque sean peculiares de un área cultural. Podemos tener modalidades diferentes de aplicación como por ejemplo la libertad de asociación, la igualdad entre ciudadanos o el sistema democrático, pero se reconocen como comunes y hacen posible el diálogo social. Pero no es necesario hacerse ilusiones sobre su destino universal, porque, en realidad, tales valores y tales modos de razonar que les acompañan son ininteligibles en culturas construidas sobre presupuestos diferentes; así en el pasado aztecas y españoles han permanecido extraños los unos a los otros, porque su lógica para ver el mundo no les permitía encontrarse25.
Las directrices o hipótesis que guían la acción.
El hecho que las directrices de la Iglesia en materia social se adapten en cada época requerirá que la proyección universal se limite si no existiera un nivel más profundo de las doctrinas sociales, aquel en el que las conciencias unen las directrices o hipótesis que guían la acción a la interpretación de la vida, que consideran como absoluta y que no se atreven a poner en entredicho. Aunque nos pueda parecer sorprendente a primera vista, a ese nivel es posible ver una universalización de las doctrinas sociales; lo que no supone que se esté en situación de separar la explicación fundamental de la existencia de los principios de acción y de aplicaciones concretas en las que se traducen en un determinado momento histórico. La revisión aquí propuesta permite retomar la crítica a las religiones de haber sido factores de guerra26; permite a los creyentes distinguir lo que han tenido durante mucho tiempo confundido, el acto religioso profundo que les motivaba y que no es objeto de discusión, y las aplicaciones inmediatas que han hecho posible tratarlo. La confusión entre estos dos aspectos han contribuido ampliamente a la aspereza de las guerras de religión porque los intereses políticos de quienes las declaraban estaban cubiertos por el sello de la verdad; en nombre de los valores declarados absolutos y de los que se afirmaba la perspectiva universal, han reforzado el mesianismo de la mentalidad occidental.
En todas las culturas volvemos a encontrar la percepción de un límite insuperable por el que los hombres, como las comunidades que forman, saben que el orden fundamental se destruiría si se pusiera en duda la verdad que han recibido y a la que se han adherido. El hombre religioso sabe que no tiene derecho a alejarse de la verdad que ha encontrado y que dicta a su conciencia para actuar según el orden y el bien. Este análisis psicológico caracteriza a todo ser humano en cuanto tal; muestra cómo la verdad básica de toda existencia consiste en la obligación de hacer la verdad en la propia vida, y eso libremente; tal experiencia es común a todos los hombres y lo hace partícipe de idéntica condición. Este es el dato fundamental que toda organización social debe respetar. Por tanto, más allá de todas las diferencias de religión, está la disposición fundamental que hace que cada hombre, para ser fiel a su naturaleza, debe dedicarse a la búsqueda de la verdad y que sólo puedan ser justas las instituciones sociopolíticas que creen las condiciones para cumplir del mejor modo tales obligaciones.
El análisis, de la conciencia religiosa, realizado ahora, muestra el error de quienes intentan resolver los contrastes entre las religiones recurriendo sólo al análisis sociológico. Ciertamente no se niega que el sentimiento religioso pueda ser importante en la sociedad, porque ofrece motivaciones que se demuestran válidas para servir al bien común; y así entienden tutelarlas y piensan eliminar las causas de separación de que han podido ser objeto en el pasado, proponiendo aceptar lo que tienen en común y olvidando sus particularidades. La colaboración entre las religiones no se instaura en la esfera de los principios sino en otra más profunda, la de la identidad humana. Las religiones no ofrecen motivaciones suplementarias en el plano humano para realizar la justicia o para la paz que querían como un plus sobre la aportada por la razón; su presencia en la sociedad no debe verse de manera espacial, como si sirviera para embellecer lo que es ya suficiente por sí mismo. Su modalidad de acción es interior; ello imprime un carácter de absoluto que la sola razón no puede ofrecer al altruismo, al deber, a la solidaridad. La religión explicita el porqué del compromiso: propone una interpretación global que pretende incluir el carácter de absoluto que algunos quieren dar a la interpretación que se funda sobre la sola razón.
Para el cristiano “lo religioso es la conciencia que el ser histórico saca del propio sentimiento y de la propia libertad, en cuanto ambos lo constituyen en relación con el Absoluto”27; y esta relación con el Absoluto o Transcendencia que el creyente inscribe en la realidad; en este nivel se sitúa el punto de encuentro de las religiones.
Caminos hacia lo universal.
La unidad del mundo se construye a través del diálogo; que es posible porque en cada hombre es innato el sentido del Absoluto y que hoy actúa en la vida internacional, donde la Iglesia se presenta como una instancia de universalización. La aspiración de la humanidad hacia un mundo unificado y pacificado es innata en la naturaleza humana; incluso si el encuentro de civilizaciones que hasta ahora se había ignorado, da lugar con frecuencia al inicio de relaciones de predominio y de defensa, llega el día en que se buscan los caminos de una coexistencia respetuosa de las aspiraciones esenciales de cada uno; porque, más allá de su diversidad, los hombres entienden que don fundamentalmente iguales y que comparten valores comunes. Pablo VI ha deducido de ello que todos comparten una misma vocación y ha dado razón de ello recordando este dicho de Pascal: el hombre supera infinitamente al hombre .
El hombre supera infinitamente al hombre; es decir, la diversidad de las manifestaciones del fenómeno humano no debe impedir nuestra visión, que debe saltar más allá de los sistemas interpretativos de la existencia. Estos son los medios para asegurar el desarrollo integral de todos los hombres y de cada hombre. Tal búsqueda, cual es el deber ser de cada uno de ellos, le hace solidario de un mismo destino. Pero Pablo VI advierte inmediatamente que su esfuerzo puede conducirlo a una dirección falsa y que cada individuo como cada sociedad pueden llegar a ser ciegos hasta el extremo de trabajar contra ellos mismos. Así sucede cada vez que Dios y el sentido del Absoluto son rechazados tanto por la vida privada como por la vida pública. El motivo es que tal exclusión va contra la aspiración fundamental del hombre, suprimiendo el fundamento de su comunión con los otros. La apertura del hombre hacia el Absoluto es el fundamento de la vida social, porque, en virtud del vínculo de la conciencia con la Verdad, estos se encuentran para ser solidarios en la búsqueda. El diálogo encuentra aquí su profundo significado. Si “cada uno tiene el derecho de honrar a Dios según el dictamen de la recta conciencia, y por tanto el derecho al culto de Dios, privado y público”, todos comparten la misma obligación de hacer siempre la verdad en su vida. El dato de su práctica social con esa exigencia lleva a los hombrees a establecer entre ellos relaciones pacíficas. El cristianismo debe encontrar el puesto propio en esta marcha colectiva hacia la unidad. En el cumplimiento de su misión universal se encuentra un obstáculo en el particularismo de la cultura, porque cada una es empujada a identificar la propia enseñanza sobre la vida humana, que para ella está fuera del tiempo, con la doctrina social que ha elaborado en determinadas circunstancias históricas. Una doctrina social no puede hoy, por tanto, esperar a cumplir una función universal si no se somete a una operación crítica para separar lo que en ella corresponde a su experiencia fundamental y permanente del hombre de aquello que es una aplicación transitoria.
La convivencia pacífica de los fieles de diversas religiones no debe verse como una forma nueva de indiferentismo religioso. No se trata de una actitud que tiende a sostener, que no tendríamos ninguna diferencia entre ser budista, católico o animista. Se trata de una coexistencia activa en la que cada tradición cumple su propia tarea dentro de las instancias de universalización en las que participa. La primera de tales instancias está constituida por las instituciones internacionales, regionales o mundiales, cuya función puede verse como la de un recipiente, porque en su seno se encuentran hombres que se inspiran en una fe o en filosofías diversas para dar una solución a los problemas de la sociedad. Se encuentran allí no para discutir sobre los propios méritos de su sistema de explicación global de la existencia; sino porque saben que sus razones de vivir constituyen para ellos la obligación moral de poner remedio a ciertas situaciones y que las soluciones a realizar exigen la colaboración de todos, cualesquiera que sean sus motivaciones. Las grandes calamidades, como son los campos de refugiados, la carestía, la guerra en esta o en aquella región, son conocidos por todos como “hechos morales”, o sea, como hechos que miran directamente a la conciencia y la empujan a actuar30. Tal experiencia es fundamental para modificar la perspectiva con la que se ve hoy la función de la DSI.
El lugar específico al que los cristianos son inducidos a tener en el diálogo con los hombres de inspiración humanista o con los fieles de otras religiones debe ser precisado ahora. Es obvio efectivamente que ellos no pueden pretender un lugar privilegiado en nombre de la verdad que dicen poseer, precisamente porque ésta no está reconocida como tal por sus compañeros. Además, para los responsables o los organizadores de un programa de ayuda a los refugiados o a las víctimas de una calamidad natural ellos están allí en virtud de su competencia y no de su afiliación religiosa. Hoy en día las acciones públicas se cumplen en condiciones tales que un laicismo de hecho parece que se le impone a cualquiera que tome parte en ello.
El peligro estaría aquí en que los creyentes dejasen lo religioso en la esfera exclusiva de lo privado. El Concilio Vaticano II ha visto bien cómo tal peligro no es sólo aparente, porque ha denunciado la “separación entre la fe profesada y la vida diaria como un de los más graves errores de nuestro tiempo” . Efectivamente demasiados cristianos y han tendido a olvidar la dimensión religiosa de la DSI, empeñados como estaban en practicar las recomendaciones del momento y en pensar que bastaba cumplir sus obligaciones sociales, conservando una orientación general de servir a Dios. Entraban así inconscientemente en la mentalidad laica que creían combatir, porque reducían la religión a ser simplemente una razón subsidiaria para la acción social; no veían la función universalizante de la DSI.
La DSI es la proyección de la visión de fe sobre las realidades sociales. Los principios y las directrices que propone en un determinado momento traducen la respuesta de los cristianos a las aspiraciones de la humanidad hacia una mayor justicia, verdad, liberta y solidaridad. También la formación que ofrece está destinada a desarrollarse con las “fases de la historia”. La revisión constante a la que se somete hace de ella un principio de universalización, porque la conduce a superar la fragmentación de los pueblos producida por sus intereses políticos opuestos y por sus culturas y tradiciones diferentes. Acogiendo “las aportaciones positivas fraguadas por las generaciones precedentes” , constituye algo nuevo, basándose en la fe común de los creyentes que pertenezcan a cualquier raza. Todos tienen como fin hacer las instituciones sociales más aptas para ayudar a los hombres a crecer en humanidad, material y espiritualmente. El método que usan para alcanzarlo hace diversa a la DSI de todas las demás doctrinas y le confiere calor universal. En lugar de hacer a las propias enseñanzas prisioneras de los prejuicios de una sola cultura, acepta poner en tela de juicio las relaciones que pueda haber establecido con una u otra de ellas para dar a sus enunciados una respuesta, la más universal posible, a los problemas mundiales. El hecho que las Iglesias particulares asuman una parte cada vez más activa en este esfuerzo acelera el proceso de universalización.
La dimensión escatológica de la DSI es la razón de su universalismo. Los cristianos comprometidos en la vida profesional no deben demostrar que las enseñanzas de la Iglesia son justas. Ellos anuncian el Evangelio unificando su acción religiosa y su acción social de tal manera que hacen descubrir a aquellos miembros de la comunidad de los creyentes; no una relación vaga con el Absoluto, sino una certeza derivada de la intimidad personal; no una sumisión servil a un código escrito, sino una reacción que se ha podido llamar amor; no un sentimiento de superioridad que espera que los otros alcancen la Verdad de la que ellos serían los únicos poseedores, sino de humildad en la búsqueda de lo que ella representa para los otros. La DSI es verdaderamente universal, en el sentido que, para traducir la Alianza de Dios con la humanidad en nuevas culturas, pone en discusión aquellas formas concretas que le han sido dadas en el pasado y que se oponen ahora a la construcción de una comunidad de los pueblos.
NOTAS AL PIE
1.-Cfr. recientemente A. PIERIS, “Three inadequacies of the social Encyclicals” in Vidyajyoti. Journal of Theological Reflection. 46 (1983) n. 2, 73-94.
2.- Juan Pablo II, enc. Sollicitudo Rei Socialis (30 dic. 1987), nn. 8 y I, in Civ. Catt. 1988 I 463 y 459.
3.-W. F. SCHULTZ, “Universalité et Religion” m ONU. DEPARTEMENT DE L’INFORMATION, L’Universalité est-elle menacée? (GV.F. 86.0.3, p. 187): De su encuentro las religiones mismas resultarán cambiadas, modificadas, repensadas. No es que cada fe intentará justificarse con las otras; sino que de este empeño nacerá una fe nueva” (La cursiva es del texto).
4.-N. POLITIS, La morale internationale, Neuchatel, La Baconniere, 1943, 24. El autor define, desde otro punto de vista, la regla de la moral internacional como una “regla de conducta que, incluso no formando parte del derecho internacional, es observada generalmente por los Estados civiles y reconocida por ellos como indispensable para la tutela de sus intereses permanentes y esenciales” (Ibid, 51); _cfr. J. VERNETTE, “La questión de Dieu dans le contexte actuel de retour au religieux”, in Documentation Catholique 91 (1993) 193) 339-343.
5.- La dificultad y la necesidad de adaptación de la DSI a los cambios que se suceden en la sociedad han sido estudiados desde un punto de vista teológico por Pío XII en su mensaje de Navidad 1956; un comentario filosófico-teológico, parágrafo a parágrafo, lo ha propuesto G. FESSARD, Libre méditation sur un message de Pie XII, Paris, Plon, 1967.
6.- L. TAPARELLI. Saggio teoretico di diritto naturale appoggiato sul fatto, Roma, La Civiltá Cattolica, 1949, 8a ed., n. 1,362 y ss. (1848-431, 5 vol.); más reciente JUAN XXIII, enc. Pacem in terris (11 abril 1963), nn. 136-145, m Civ. Catt. 1963 II 134-136; CONCILIO VATICANO II, const Gaudium et Spes, especialmente los nn. 8 y 84.
7.-L. BRESSAN, Liberta religiosa nel diritto internazioale. Dichiarazioni e norme internazionali, Padova, CEDAM, 1989, 55, 78, 243.
8.-Tal tendencia se percibía ya en el volumen de K. VASAK, La dimensión internationale des droits de l’homme, Paris, UNESCO, 1978, 780.
9.-N. SINH, “L’Asie et les droits de l’homme”, ibid, 702-706.
10.-N. NGIMBI, ” Charte africaine des droits et des peuples (1981)” in Revue de l’Institut des droits de l’homme, (Lyon, Facultés Catholiques), 1989, n. 3, 42-56; L. KÜHNHARDT, Die
Universalitat der Menschenrechte. Studie zur ideengeschichtlichen Bestimmung eines politischen Schlüsselbegriffes, München, Orlog, 1987, 408.
11.- Cfr., p.e., la Declaración de los derechos humanos en el islam adoptada por los ministros de AA. EE. de los Países islámicos, reunidos en El Cairo el 5 agosto 1990: “Rechazando el papel civilizador e histórico de la comunidad islámica (Unnah), la mejor comunidad que Dios ha creado es que ha dado a la humanidad una civilización universal y equilibrada […] para guiar a una humanidad inmersa en la confusión […] y para ofrecer soluciones a los problemas crónicos de esta civilización materialista; deseando contribuir a los esfuerzos de la humanidad que tiende […] a afirmar la propia libertad y el propio derecho a una vida digna en armonía con la sahari’a (ley) islámica”.
12.- J. JOBLIN, “La Chiesa e i diritti umani: quadro storico e prospettive future” m Civ. Catt. 1989 II 326-341; ID., “L’Eglise et les drotis de l’homme” in PONTIFICIO CONSIGLIO DELLA GIUSTIZIA E DELLA PACE, Les droits de l’homme et l’Eglise, Cittá del Vaticano, Libr. Ed. Vaticana, 1991, 11-48.
13.-J. JOBLIN, “Il contributo dell’Africa alla dottrina sociale della Chiesa” in Civ. Catt. 1965 II 325-337; ID., “Diritti dell’uomo, ateismo e istituzioni cristiane”, ibid, 1981 III 118-132.
14.-Declaración hecha ante la subcomisión del Bundestag para los derechos del hombre y para la ayuda humanitaria el 24 de junio de 1987 y retomada en C. MUCH, “Die Afrikanische Charta del Menschenrechte und der Rechte der Vólker” in Zeitschrift für Internationale Politik (Bonn), 1988, n. I, 26, nota 17.
15.- J. MARTENSON (subsecretario general para los derecho del hombre en la ONU), “Discurso” tenido en Londres el 8 de marzo de 1988, in Objective Justice, U.N. Department of Public Information, 1988, june, 42-50.
16.-El art. 2.1 de la Carta afirma que “la Organización se funda sobre la igual soberanía de todos sus miembros”; la misma filosofía se encuentra en el Acta final de Helsinki que afirmaba la igualdad de todos los Estados miembros y el respeto de los derechos inherentes a la soberanía: cfr. G. RULLI,
Per un’Europa senza frontiere: da Yalta a Helsinki, Roma, Adnkronos, 1985, 374.
17.- Antes de adoptar la Declaración del Cairo, el islam había intentado en diversas ocasiones conciliar su noción de derechos del hombre con la noción de la ONU: cfr. el número especial de
Islamocristiana, 1983, n. 9.
18.-J. HERSCH, “L’universalité des droits de l’homme, défi pour le monde de demain”, in CONSEIL DE L’EUROPE, Universalité des droits de l’homme dans un monde pluraliste, Strasbourg, 1990, 110.
19.-CONCILIO VATICANO II, const. Gaudium et spes, n. 43,2.
20.-J. JOBLIN, “Diritto, morale, consenso sociale” in Civ. Catt. 1987 III 369-381; E. POULAT, “Liberté, Laicité. La guerre des deux France et le principe de la modernité, Paris, Cerf, Cujas, 1987.
21.- PABLO VI, enc. Populorumprogressio (26 marzo 1967), nn. 15, 18 y ss. in Civ. Catt. 1967 II 16-18.
22.-PÍO XI enc.Mit brennender Sorge (Con viva ansia) (14 marzo 1937), n. 8, in Civ. Catt. 1937 II 208.
23.-T. TEODOROV. La conquista dell’America. Il problema dell’altro, Torino, Einaudi, 1992.
24.-Un ejemplo de tal amalgama se encuentra en la proposición: El arma atómica es intrínsecamente perversa, y por tanto no es lícito servirse de ella, poseerla, producirla. El card. Casaroli ha tomado distancias de tal posición en su intervención en la segunda Sesión Especial de la ONU sobre el desarme, el 7 de junio de 1982; cfr. J. JOBLIN, “I problemi dei Movimenti per la pace oggi” jn Civ. Catt. 1984 IV 334-346.
25.- T. TEODOROV. La conquista…, cit., 117: “El dinero como equivalente universal no existe entre los tarascos (indios); es inevitable, por tanto, que toda la estructura del poder español desaparezca completamente”; sobre la lógica y sobre el mundo propio de las poblaciones llamadas prelógicas cfr. R. LENOBLE, Histoire de l’idee de nature, Paris, Michel, 1969, 35-64.
26.-Por ejemplo, P. LÉVY, “Les religions facteurs de Paix, facteurs de Guerre” in Cahiers CRESUP (Louvain, Université), 1979, n. 2.
27.-G. FESSARD, Libre méditation…, cit., 52.
28.-PABLO VI, enc. Populorumprogressio, cit., n. 42, in Civ. Catt. 1967 II 27.
29.-JUAN XXIII, enc. Pacem in terris (11 abril 1963), n. 13, in Civ. Catt. 1963 II 108.
30.-JUAN PABLO II, enc. Sollicitudo Rei Socialis, cit., n. 9, in Civ. Catt. 1988 I 464.
31.-CONCILIO VATICANO II, const. Gaudium et spes, n. 43,1.
32.-JUAN PABLO II, enc. Laborem exercens, título del cap. III, in Civ. Catt. 1981 IV 50.
33.-PIO XII, “Mensaje de Navidad 1956”; cfr. el comentario de G. FESSARD, Libre méditation…, cit., 49.