Ratzinger se pregunta si en la democracia debe existir un núcleo no relativista. La respuesta es sí, ya que todos aceptan que los derechos humanos no están subordinados al imperativo del pluralismo, lo que significa que un fundamento de verdad resulta imprescindible para la supervivencia de la democracia.
A modo de síntesis, Ratzinger afirma que el Estado no es por sí mismo fuente de verdad y de moral; y que su finalidad no puede consistir en la promoción de una mera libertad, sin conexión con la verdad, si no quiere quedar rebajado, como afirma san Agustín, al nivel de una eficaz banda de ladrones. Y subraya que la Iglesia no debe erigirse en entidad política, si no quiere transformarse en Estado.
Fuente: JOSEPH RATZINGER, libro «VERDAD, VALORES, PODER» (Piedras de toque de la sociedad pluralista)
Tras el hundimiento de los sistemas totalitarios, que han dejado su huella en nuestro siglo, se ha impuesto en gran parte de la tierra la convicción de que, aunque la democracia no crea la sociedad ideal, en la práctica es el único sistema de gobierno adecuado. La democracia consigue la distribución y el control del poder, y ofrece la más alta garantía contra la arbitrariedad y la opresión, y el mejor aval de la libertad individual y el respeto a los derechos humanos. Cuando hablamos en nuestros días de democracia, pensamos ante todo en este bien: la participación de todos en el poder, que es expresión de libertad. Nadie debe ser objeto de dominio ni convertirse en un ser subyugado por otro. Cada cual debe aportar su voluntad al conjunto de la acción política. Solo como cogestores podemos ser ciudadanos realmente libres. El verdadero bien que se persigue con la participación en el poder es, pues, la libertad e igualdad de todos. Pero como el poder no puede ser ejercido diariamente por todos de forma directa, es preciso delegarlo temporalmente. Aunque la delegación del poder se hace durante un plazo determinado, hasta las siguientes elecciones, requiere controles para que siga mandando la voluntad colectiva de los que han delegado el poder y no se independice la voluntad de los que lo ejercen. Muchos se paran al llegar aquí y dicen: cuando esté garantizada la libertad de todos, se habrá alcanzado el fin del Estado.
De ese modo se declara que el fin auténtico de la comunidad consiste en otorgar al individuo la capacidad de disponer de sí mismo. La comunidad no tiene ningún valor intrínseco. Existe únicamente para permitir al individuo que sea él mismo. Pero la libertad individual sin contenido, que aparece como el más alto fin, se anula a sí misma, pues solo puede subsistir en un orden de libertades. Necesita una medida, sin la que se convierte en violencia contra los demás. No sin razón los que persiguen un dominio totalitario provocan una libertad individual desordenada y un estado de lucha de todos contra todos para poder presentarse después con su orden como los verdaderos salvadores de la humanidad. La libertad necesita, pues, un contenido. Lo podemos definir como el aseguramiento de los derechos humanos. De manera más precisa podemos definirlo también como la garantía de la prosperidad de todos y del bien de cada uno. El súbdito, es decir, el que ha delegado el poder, «puede ser libre si se reconoce a sí mismo, es decir, si reconoce su propio bien en el bien común perseguido por los gobernantes».
Estas reflexiones permiten que aparezcan, junto a la idea de libertad, dos nuevos conceptos: lo justo y lo bueno. Aquella y estos, es decir, la libertad como forma de vida democrática y lo justo y lo bueno como contenido suyo, se hallan entre sí en un estado de tensión, que representa el contenido esencial de la lucha actual por la forma legítima de democracia y de política. En primer lugar, hay que decir que pensamos en la libertad, ante todo, como el verdadero bien del hombre. Los demás nos parecen hoy día discutibles, algo de lo que se puede abusar con extremada facilidad. No queremos que el Estado nos imponga una determinada idea de bien. El problema aparece más claro todavía cuando aclaramos el concepto de bien mediante el de verdad. En la actualidad, el respeto a la libertad del individuo parece consistir esencialmente en que el Estado no decida el problema de la verdad. La verdad, también la verdad sobre el bien, no parece algo que se pueda conocer comunitariamente. Es dudosa. El intento de imponer a todos lo que parece verdad a una parte de los ciudadanos se considera avasallamiento de la conciencia. El concepto de verdad es arrinconado en la región de la intolerancia y de lo antidemocrático. La verdad no es un bien público, sino un bien exclusivamente privado, es decir, de ciertos grupos, no de todos. Dicho de otro modo: el concepto moderno de democracia parece estar indisolublemente unido con el relativismo, que se presenta como la verdadera garantía de la libertad, especialmente de la libertad esencial: la religiosa y de conciencia.
A todos nos resultan razonables estas ideas. Sin embargo, si consideramos las cosas con más atención, surge la pregunta sobre si no es preciso que exista un núcleo no relativista también en la democracia. ¿No se ha construido la democracia en última instancia para garantizar los derechos humanos, que son inviolables? ¿No es la garantía y aseguramiento de los derechos del hombre la razón más profunda de la necesidad de la democracia? Los derechos humanos no están sujetos al mandamiento del pluralismo y la tolerancia, sino que son el contenido de la tolerancia y la libertad. Privar a los demás de sus derechos no puede ser un contenido de la justicia ni de la libertad. Eso significa que un núcleo de verdad —a saber, de verdad ética— parece ser irrenunciable precisamente para la democracia. Hoy día preferimos hablar de valores que de verdad para no entrar en conflicto con la idea de tolerancia y el relativismo democrático. Pero la pregunta planteada más arriba no se puede eludir con esa dislocación terminológica, pues los valores derivan su inviolabilidad del hecho de ser verdaderos y corresponder a exigencias verdaderas de la naturaleza humana. Ahora surge la pregunta con más fuerza todavía: ¿Cómo se pueden fundamentar los valores válidos para la comunidad? O, expresado con el lenguaje de nuestros días: ¿cómo justificar los valores fundamentales que no están sujetos al juego de las mayorías y minorías? ¿Cómo los conocemos? ¿Qué es lo que se sustrae al relativismo? ¿Por qué y cómo? Estas preguntas forman el centro de la actual disputa en que se halla enzarzada la filosofía política en su lucha por la verdadera democracia. Simplificando un poco las cosas se podría decir que hay dos posiciones fundamentales enfrentadas entre sí, las cuales aparecen bajo diversas variantes y a veces coinciden parcialmente la una con la otra. De un lado, la posición relativista radical, que quiere apartar completamente de la política, por considerarlos perjudiciales para la libertad, los conceptos de bien y de verdad. El «derecho natural» es rechazado como sospechoso de connivencia con la metafísica y como perjudicial para mantener consecuentemente el relativismo. Según eso, no hay en última instancia otro principio de la actividad política que la decisión de la mayoría, que en la vida pública ocupa el puesto de la verdad. El derecho solo se puede entender de manera puramente política, es decir, justo es lo que los órganos competentes disponen que es justo. En consecuencia, la democracia no se define atendiendo al contenido, sino de manera puramente formal: como un entramado de reglas que hace posible la formación de mayorías y la transmisión y alternancia del poder. Consistiría esencialmente, pues, en un mecanismo de elección y votación. A esta interpretación se opone la segunda tesis, según la cual la verdad no es un producto de la política (de la mayoría), sino que la precede e ilumina. No es la praxis la que crea la verdad, sino la verdad la que hace posible la praxis correcta. La política es justa y promueve la libertad cuando sirve a un sistema de verdades y derechos que la razón muestra al hombre. Frente al escepticismo explícito de las teorías relativista y positivista, descubrimos ahora una confianza fundamental en la razón, que es capaz de mostrar la verdad.
Se puede atestiguar muy bien lo esencial de ambas posiciones en el proceso contra Jesús, a saber, en la pregunta que Pilato hace al Redentor: «¿Qué es la verdad?» (Jn 18,38). Nada menos que el eminente defensor de la posición rígidamente relativista, el Profesor de Derecho austríaco emigrado a América, Hans Kelsen, ha expuesto inequívocamente su opinión en unas reflexiones sobre el texto evangélico.
Más tarde tendremos que ocuparnos de nuevo de su filosofía política. De momento nos contentaremos con echar una mirada a su modo de interpretar el texto aludido.
La pregunta de Pilato es, a su juicio, expresión del necesario escepticismo del político. De ahí que sea de algún modo también una respuesta: la verdad es inalcanzable. Para percibir que Pilato la entiende así, basta con reparar en que no espera respuesta. En lugar de eso se dirige a la multitud.
Así quedaría sometida, según Kelsen, la decisión del asunto en litigio al voto popular. Kelsen opina que Pilato obra como perfecto demócrata. Como no sabe lo que es justo, confía el problema a la mayoría para que decida con su voto. De ese modo se convierte, según la explicación del científico austríaco, en figura emblemática de la democracia relativista y escéptica, la cual no se apoya ni en los valores ni en la verdad, sino en los procedimientos. El que en el caso de Jesús fuera condenado un hombre justo e inocente no parece inquietar a Kelsen. No hay más verdad que la de la mayoría. Carece de sentido, pues, seguir preguntando por alguna otra distinta de ella. En cierto momento Kelsen llegó a decir que habría que imponer esta certeza relativista con sangre y lágrimas si fuera preciso. Tendríamos que estar tan seguros de ellas como Jesús lo estaba de su verdad.
Muy distinta, y más convincente desde el punto de vista político, es la interpretación del texto que ha dado el gran exegeta Heinrich Schlier. Heinrich Schlier hizo su interpretación en un momento en que el nacionalsocialismo se disponía a tomar el poder en Alemania. La interpretación de Schlier fue un testimonio consciente contra aquella parte de la cristiandad evangélica dispuesta a poner la fe y el pueblo en el mismo plano. Schlier hace observar que Jesús reconoce sin reservas en el proceso el poder judicial del Estado que representa Pilato. Pero también lo limita cuando dice que el poder no le viene a Pilato de sí mismo, sino «de lo alto» (19, 11). Pilato vicia su poder y el del Estado en el momento en que deja de percibirlos como administración fiduciaria de un orden más alto, que pende de la verdad, y lo utiliza en beneficio propio. El gobernador deja de preguntar por la verdad y entiende el poder como puro poder. «Al legitimarse a sí mismo, dio su apoyo al asesinato legal de Jesús».