En 1975, Franqois Xavier Nguyén Van Thuán fue nombrado por Pablo VI arzobispo de Ho Chi Minh (la antigua Saigón), pero el gobierno comunista definió su nombramiento como un complot y tres meses después lo encarceló.

Durante trece años estuvo encerrado en las cárceles vietnamitas. Nueve de ellos, los pasó en régimen de aislamiento.

Una vez liberado, fue obligado a abandonar Vietnam a donde no pudo regresar, ni siquiera para ver a su anciana madre.

A pesar de tantos sufrimientos, o quizá más bien gracias a ellos, este arzobispo, Franqois Xavier Nguyén Van Thuán, fue un gran testigo de la fe, de la esperanza y del perdón cristiano.

Monseñor Nguyen van Thuan (1928- 2002)

En una celda sin ventanas

Durante mi larga tribulación de nueve años de aislamiento en una celda sin ventanas iluminado en ocasiones con luz eléctrica durante días enteros, o a oscuras durante semanas, sentía que me sofocaba por efecto del calor, de la humedad. Estaba al borde de la locura. Yo era todavía un joven obispo con ocho años de experiencia pastoral. No podía dormir. Me atormentaba el pensamiento de tener que abandonar la diócesis, de dejar que se hundieran todas las obras que había levantado para Dios. Experimentaba una especie de revuelta en todo mi ser.

Sólo Dios

Una noche, en lo profundo de mi corazón, escuché una voz que me decía: ¿Por qué te atormentas así? Tienes que distinguir entre Dios y las obras de Dios. Todo aquello que has hecho y querrías continuar haciendo: visitas pastorales, formación de seminaristas, religiosos, religiosas, laicos, jóvenes, construcción de escuelas, misiones para la evangelización de los no cristianos…, todo esto es una obra excelente, pero son obras de Dios, no son Dios. Si Dios quiere que tú dejes todas estas obras poniéndote en sus manos, hazlo inmediatamente y ten confianza en ÉL. ÉL confiará tus obras a otros, que son mucho más capaces que tú. Tú has escogido a Dios, y no sus obras.

Esta luz me dio una nueva fuerza, que ha cambiado totalmente mi manera de pensar y me ha ayudado a superar momentos que físicamente parecían imposibles de soportar. Desde aquel momento, una nueva paz llenó mi corazón y me acompañó durante trece años de prisión. Sentía la debilidad humana, pero renovaba esta decisión frente a las situaciones difíciles, y nunca me faltó la paz. Escoger a Dios y no las obras de Dios. Este es el fundamento de la vida cristiana, en todo tiempo.

De este modo, comprendo que mi vida es una sucesión de decisiones, en todo momento, entre Dios y las obras de Dios. Una decisión siempre nueva que se convierte en conversión. La tentación del pueblo de Dios siempre consistió en no fiarse totalmente de Dios y tratar de buscar apoyos y seguridad en otro sitio. Esta es la experiencia que sufrieron personajes tan gloriosos como Moisés, David, Salomón…

La Biblia habla claramente. Esta fue la gran experiencia de los patriarcas, de los profetas, de los primeros cristianos, evocada en el capítulo 11 de la Carta a los Hebreos en la que aparece en 18 ocasiones la expresión por la fe y una vez la expresión con la fe. Esta es también la clave de lectura que permite comprender la vida de tantos hombres y mujeres que en estos dos mil años de cristianismo han dado su vida hasta el martirio. Entre todos estos ejemplos, destacó el de María, mujer que optó por Dios, abandonando sus proyectos, sin comprender plenamente el misterio que estaba teniendo lugar en su cuerpo y en su destino.

Respuesta al mundo de hoy

Escoger a Dios y no las obras de Dios: esta es la respuesta más auténtica al mundo de hoy, el camino para que se realicen los designios del Padre en nosotros, en la Iglesia, en la humanidad de nuestro tiempo. Es posible que quienes optan por Dios tengan que pasar por tribulaciones, pero aceptan perder los bienes con alegría, pues saben que poseen bienes mejores, que nadie les podrá quitar.

Después del arresto

Después de que me arrestaran en agosto de 1975, dos policías me llevaron en la noche de Saigón hasta Nhatrang, un viaje de 450 kilómetros. Comenzó entonces mi vida de encarcelado, sin horarios. Sin noches ni días.

En nuestra tierra hay un refrán que dice: Un día de prisión vale por mil otoños de libertad. Yo mismo pude experimentarlo. En la cárcel todos esperan la liberación, cada día, cada minuto. Me venían a la mente sentimientos confusos: tristeza, miedo, tensión. Mi corazón se sentía lacerado por la lejanía de mi pueblo. En la oscuridad de la noche, en medio de ese océano de ansiedad, de pesadilla, poco a poco me fui despertando: Tengo que afrontar la realidad. Estoy en la cárcel. ¿No es acaso este el mejor momento para hacer algo realmente grande? ¿Cuántas veces en mi vida volveré a vivir una ocasión como ésta? Lo único seguro en la vida es la muerte. Por tanto, tengo que aprovechar las ocasiones que se me presentan cada día para cumplir acciones ordinarias de manera extraordinaria.

En las largas noches de prisión, me convencí de que vivir el momento presente es el camino más sencillo y seguro para alcanzar la santidad. Esta convicción me sugirió una oración: Jesús, yo no esperaré, quiero vivir el momento presente llenándolo de amor. La línea recta está hecha de millones de pequeños puntos unidos unos a otros. También mi vida está hecha de millones de segundos y de minutos unidos entre sí. Si vivo cada segundo la línea será recta. Si vivo con perfección cada minuto la vida será santa. El camino de la esperanza está empedrado con pequeños momentos de esperanza. La vida de la esperanza está hecha de breves minutos de esperanza. Como Tú, Jesús, quien has hecho siempre lo que le agrada a tu Padre. En cada minuto quiero decirte: Jesús, te amo, mi verdad es siempre una nueva y eterna alianza contigo. Cada minuto quiero cantar con toda la Iglesia: Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo…

Mensajes escritos en un calendario

En los meses sucesivos, cuando me tenían encerrado en el pueblo de Cay Vong, bajo el control continuo de la policía, día y noche, había un pensamiento que me obsesionaba: ¡El pueblo al que tanto quiero, mi pueblo, se ha quedado como un rebaño sin pastor! ¿Cómo puedo entrar en contacto con mi pueblo, precisamente en este momento en el que tienen tanta necesidad de un pastor? Las librerías católicas habían sido confiscadas; las escuelas cerradas; los maestros, las religiosas, los religiosos desperdigados; algunos habían sido mandados a trabajar a los campos de arroz, otros se encontraban en las regiones de nueva economía en las aldeas. La separación era un shock que destruía mi corazón.

Yo no voy a esperar -me dije-. Viviré el momento presente, llenándolo de amor. Pero, ¿cómo?. Una noche lo comprendí: Francois, es muy sencillo, haz como san Pablo cuando estaba en la cárcel: escribe cartas a las comunidades. Al día siguiente, en octubre de 1975, con un gesto pude llamar a un niño de cinco años, que se llamaba Quang, era cristiano: Dile a tu madre que me compre calendarios viejos¿ Ese mismo día, por la noche, en la oscuridad, Quang me trajo los calendarios y todas las noches de octubre y de noviembre de 1975 escribí a mi pueblo mi mensaje desde el cautiverio. Todas las mañanas, el niño venía para recoger las hojas y se las llevaba a su casa. Sus hermanos y hermanas copiaban los mensajes. Así se escribió el libro El camino de la esperanza.

El camino hacia la santidad

Cuando salí, recibí una carta de la madre Teresa de Calcuta con estas palabras: Lo que cuenta no es la cantidad de nuestras acciones, sino la intensidad del amor que ponemos en cada una. Aquella experiencia reforzó en mi interior la idea de que tenemos que vivir cada día, cada minuto de nuestra vida como si fuera el último; dejar todo lo que es accesorio; concentramos sólo en lo esencial. Cada palabra, cada gesto, cada llamada por teléfono, cada decisión, tienen que ser el momento más bello de nuestra vida. Hay que amar a todos, hay que sonreír a todos sin perder un solo segundo.