El Espíritu de Sacrificio es la tercera dimensión del Amor del Mandamiento Nuevo de Cristo.

Si pensamos en un grupo de cristianos en el que están en honor las virtudes de Pobreza y de Humildad, y cada uno comparte con los demás los bienes de cualquier naturaleza que tiene, dándose todo a todos; al mismo tiempo que acepta y asume a los demás, tal como son, recibiéndolos íntegramente como un puro don de Dios, se comprende que una sociedad así ha de ser algo maravilloso y entusiasmador; algo así como el cielo en la tierra. Pero ¡atención! que aquí está el peligro, ya que esta tierra no es, ni puede ser, el cielo.

Si una sociedad así se tomara como un fin en sí misma, fácilmente degeneraría en un “ghetto”; y entonces el cristianismo dejaría de ser levadura, ni sería luz del mundo, y la sal se habría hecho sosa.

La reunión de los Pobres y de los Humildes no tiene simplemente como finalidad el estar reunidos y el gozar de las delicias de esta reunión, sino la de implantar progresivamente el Reino de Dios y su Justicia en este mundo, tal como se nos manda pedir en el “Padre Nuestro”: Venga a nosotros tu Reino, y hágase tu Voluntad así en la tierra como en el cielo.

Si el Espíritu de Pobreza y el Espíritu de Humildad son las dos dimensiones del Amor cristiano que producen la “Comunión de Afectos”, el Espíritu de Sacrificio es el elemento dinámico que determina la “Comunión de Acción”. Y por una de estas paradojas tan corrientes en el cristianismo, puede afirmarse que la renuncia es la base para las actividades más dinámicas.

Veamos, en primer lugar, cómo se manifestó esta virtud básica en la vida mortal del Salvador.

No hay que extenderse en excesivas consideraciones para afirmar que la renuncia fue la línea dominante de su existencia humano-divina. Era Dios con todas sus prerrogativas y Hombre en toda su perfección; y apareció no como uno de tantos, sino como el último.

Claro está que no renunció por renunciar, sin más, ya que esto sería absurdo; renunció por Amor. Y pudo decir, en verdad, Yo he vencido al mundo.

Por Amor al hombre renunció a la majestad divina en su persona encarnada; y por Amor al Padre renunció a la dignidad de su naturaleza humana cubriéndola con todos los pecados y abyecciones de la humanidad, renunciando incluso a la propia vida. Renunció al éxito como Maestro, dejando que fuera El Espíritu Santo el que abriera los entendimientos y los corazones de “los suyos”. Jesús no podía renunciar al pecado, por ser impecable, pero pudo renunciar a su impecabilidad, tomando sobre sí todos los pecados de toda la humanidad.

El Dueño y Señor de todo renunció a todo para “conquistar” la voluntad libre del hombre, mediante el Amor. Cierto que muchos hombres, abusando de nuestra libertad, no nos hemos dejado querer por Cristo, y en esto estriba nuestra infinita miseria; pero no es menos cierto que otros muchos (los Santos) han hallado su glorificación por haber entrado libremente en la zona del Amor de Cristo, cuyo primer paso consiste en la renuncia total: Negarse a sí mismo.

El Espíritu de Sacrificio no se puede referir a la zona de lo ilícito. Por ejemplo: el no robar, no matar, no fornicar… no es nunca un sacrificio. El “sacrifico” exige que la víctima sea sin mancha, que sea lícita. Por ejemplo: presentar la mejilla izquierda al que nos hirió en la derecha, cuando sería perfectamente lícita la defensa propia; o entregar la túnica cuando tenemos perfecto derecho a pleitear por el manto.

Se trata de renunciar a nuestro derecho por Amor. Esto se expresa perfectamente en la oración sublime de Jesús: Que no se haga mi voluntad, oh Padre, sino la tuya.

Estas ideas no podríamos aceptarlas, como personas razonables que somos, si la experiencia de dos mil años no las avalara. Y aún así, con demasiada frecuencia nos imaginamos que podemos promover el triunfo de la causa de Cristo, no mediante la renuncia por Amor, sino mediante la imposición del temor.

Es evidente que sólo puede renunciar a su voluntad aquél que tenga alguna voluntad. Y cuanto más razonable y humanamente justa sea la voluntad, más valor tendrá como víctima pura y sin mancha que se inmola ante Cristo para poderle decir: Que se haga tu voluntad sobrenatural y no la mía natural. Esto no es tarea de abúlicos.

Nos damos perfecta cuenta de los efectos bienhechores que esta actitud de renuncia ha de reportar a la vida individual del Cristiano (ascética) y en la vida colectiva del grupo cristiano, reunidos para promover el Reino de Dios y su Justicia.

Ordinariamente, cuando nos reunimos algunas personas para realizar una tarea común, cada uno la enfocamos desde nuestro propio punto de vista, y como somos limitados, las diferencias de pareceres son inevitables. Cada uno defiende su criterio como el más acertado, y si todos nos mantenemos intransigentes no habrá tarea común posible. Casi siempre cada uno transige un poco (doliendo mucho), y así puede hacerse algo, siempre con un poco de amargura. Todo esto que acabo de indicar se refiere a tareas puramente humanas, en las que olvidamos deliberadamente su aspecto sobrenatural.

Lo malo es que me parece que hacemos lo mismo cuando se trata de tareas que queremos relacionar con el Reino de Dios y su Justicia.

Pues bien; lo primero que hay que afirmar es que para el bautizado consciente y consecuente no hay ninguna tarea puramente humana. El comer, el beber, el trabajar, el divertirse, el descansar… todo, todo hay que hacerlo en orden a Jesucristo.

Siendo ello así, pensemos en un grupo de cristianos con Espíritu de Sacrificio, en el que se planea una actuación cualquiera, y en el cual cada uno expone su plan, lo más madurado posible, pero renuncia a defenderlo y acepta lo que propongan los demás, como mayor garantía de que lo que acepten todos los demás es la voluntad de Dios. Si todos van con este espíritu de renuncia, ¿qué pasará? Pues pasará que, en verdad, en verdad estarán reunidos en nombre de Cristo, y Cristo estará en medio de ellos, y las decisiones que tomen serán la voluntad de Dios, con el éxito asegurado. Y todos habrán encontrado la Paz, y se sentirán instrumentos de la sabiduría amorosa de Dios, y no de la propia ignorancia egoísta.

Ordinariamente se consideran sacrificios aquellas incomodidades tales como dar dinero, o abstenerse de tales o cuales cosas, o aguantar flaquezas ajenas, o practicar ciertas obras de misericordia, que hay que hacerlo porque esta mandado y hay que cumplir… Aquí caen bien, seguramente, aquellas palabras que parecen tan desconcertantes: Cuando hayáis hecho todo lo que está mandado, decid: Siervos inútiles somos. La zona gloriosa empieza cuando, después de haber hecho todo lo que está mandado por quien tiene autoridad para mandar, se renuncia a la propia voluntad natural para hacer la voluntad sobrenatural de Dios, en un verdadero “acto” de Fe. Entonces ya puede decirse: Vivo yo, pero es Cristo quien vive en mí.

Este Espíritu de Sacrificio, estas renuncias por Amor, no conducen a un abatimiento de la personalidad, ni a un apocamiento, sino a todo lo contrario: conducen a la libertad radiante y esplendorosa de los hijos de Dios.

Fuente: Cooperatismo Integral (1959)-  (Guillermo Rovirosa)

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