“Quien no hace política, hace pasivamente la política del poder establecido. No es posible desentenderse del compromiso político por el Bien Común sin degradarse y hacerse cómplices de la injusticia. No es posible ser neutral.”
Manuel Arrebola
En el paradigma neocapitalista, el poder busca suprimir la conciencia colectiva del pueblo como protagonista de la vida política y de la historia, eliminando el sentido de responsabilidad personal y comunitaria respecto a las situaciones de injusticia y explotación que tal paradigma genera. Para ello, se necesita despolitizar al pueblo, eliminar o degradar su vocación política.
Pero la vocación del hombre es buscar la verdad, la bondad y la belleza. Y esta ley moral la tiene inscrita en su propia esencia, por mucho que la soterren las artimañas del poder. Tenemos impreso en nuestro corazón el fundamento de la vocación política como llamada al amor político o caridad política, es decir, el amor de la persona en tanto que nace y vive en la polis, en una comunidad humana organizada y orientada hacia el bien. Es la búsqueda del Bien Común y no la dominación y la explotación de unos sobre otros lo que nos hace humanos.
Sin embargo, se ha conseguido el objetivo de que veamos la política como algo que es solo para los políticos. Así, es muy corriente oír frases como «yo no quiero saber nada de política», «a mí no me va la política», «yo soy apolítico», sin darnos cuenta de que, como dice Mounier, «quien no hace política hace pasivamente la política del poder establecido».
No es posible desentenderse del compromiso político por el Bien Común sin degradarse y hacerse cómplices de la injusticia. No es posible ser neutral. Si no nos comprometemos por el bien y la justicia somos cómplices del mal y más pronto que tarde deberemos responder por ello. Lo resumía perfectamente Antonio Machado: «Haced política, porque si no la hacéis, alguien la hará por vosotros y probablemente contra vosotros».
Podemos delinear brevemente algunos de los mecanismos que hoy en día perpetran en nosotros este rechazo por lo político y cancelan la vocación hacia la construcción del Bien Común:
1.º El ansia de autorrealización personal desplaza a la comunidad, destinataria de la política, y, paradójicamente, a la propia persona en cuanto ser comunitario y político
Hoy en día se está destruyendo −como también lo hacían los totalitarismos clásicos, aunque con otros métodos− tanto la vida pública como la propia persona. Por una parte, el capitalismo actúa como disolvente de los vínculos comunitarios. Por otra, suprimido cualquier vínculo intersubjetivo, el individuo queda reducido a la condición de agente creador de su propio proyecto de autorrealización personal. La absolutización e hipertrofia de la subjetividad conduce, paradójicamente, a la disolución del sujeto, a su ‹‹vaciado ontológico››. Al identificarse la naturaleza humana y la libertad –entendida como simple potencialidad desiderativa– la esencia de lo humano ha quedado por entero vaciada. Al final, esta libertad hipertrofiada genera una honda insatisfacción en el sujeto, al constatar este que aquella era un espejismo. Lo deja suspendido en su mero deseo, en la indeterminación de una voluntad voluble, incapaz de aterrizar y consumarse.
El objetivo de lo político se reduce así a la defensa de lo propio y lo particular, en tanto que lo común se considera una mera agregación de intereses individuales. Este sujeto descomprometido rechaza cualquier vínculo estable. De esta manera, ya no vive con y para el otro, sino que se separa del otro, al que acaba degradando a categoría insustancial frente al valor absoluto del yo.
Pero tras este fantasma de libertad no hay decisiones autónomas. Es el ‹‹Poder›› quien se ha colado por la puerta de atrás subido en un caballo de Troya que se llama Libertad. La autonomía no es más que apariencia bajo la cual se oculta sutilmente la imposición de designios cuyo origen está más allá del espacio íntimo de la reflexividad. La posmodernidad no ha liberado al sujeto, sino que lo ha expuesto al más cruel sometimiento, como ya adelantaron Horkheimer y Adorno en Dialéctica de la Ilustración. Su ‹‹soberanía›› es el caldo de cultivo propicio para la ideologización de los individuos, alentada desde arriba, que los lleva a una incomunicación cada vez mayor. Se les separa de la realidad y se produce una renuncia a la libertad interior para pensar.
2.º El fomento de la autoexplotación encubre a los explotadores y desactiva a los explotados, apagando así uno de los motores de la acción política
El lugar en el que se desenvuelve el individuo ha sido definido por el filósofo germano-coreano Byung-Chul Han –en su obra La sociedad del cansancio– como una ‹‹sociedad del rendimiento››. En ella, el sujeto se autoexige un rendimiento máximo que acaba en una pelea contra sí mismo. En esta sociedad ya no hay lucha de clases sino lucha contra uno mismo. El capitalismo neoliberal ha convencido al sujeto para que sea él mismo quien se autoexplote. Además, el que fracasa se culpa a sí mismo y se avergüenza. Se cuestiona a sí mismo, pero no al paradigma neoliberal que fomenta, necesita y se aprovecha de dicha explotación y tales fracasos. Los medios globales nos convierten a cada uno de nosotros en empresarios de nosotros mismos y globalizan el estilo neoliberal. Al capitalismo ya no le basta con que los individuos asuman su lugar como productores y consumidores. Les pide ser emprendedores de sí mismos, que conviertan en mercancía su cuerpo, su sexualidad, sus pulsiones…
La esclavitud de la autoexplotación la invocamos como ‹‹libertad». El individuo explotado, por tanto, no reconoce la necesidad de la política –de ahí su despolitización– porque no reconoce a un agente frente al que ejercerla. Tal es la sutileza del sistema totalitario actual. Tal fenómeno es obra de la psicopolítica, según la cual, según Byung-Chul Han, la psique es una fuerza productiva que se controla mediante la seducción; no se la reprime, sino que se estimula. Y esto provee de gran estabilidad al sistema.
Hoy no hay ninguna multitud cooperante capaz de convertirse en ‹‹masa revolucionaria global››. En este ejercicio de autoexplotación perpetuo, hoy competimos todos contra todos y esto conlleva un enorme aumento de la productividad, pero destruye la solidaridad y el sentido de comunidad.
Además, no es posible generar individuos comprometidos políticamente si están agotados, depresivos o aislados. Por el aislamiento del sujeto del rendimiento, explotador de sí mismo, se neutraliza el ‹‹nosotros›› político con capacidad para la acción común.
Esta mentalidad neoliberal se ha propagado también entre los empobrecidos del Tercer Mundo. ¿Por qué no hay más levantamientos, protestas y revoluciones? Es cierto que la represión disciplinaria y la violencia física corporal les siguen atenazando, pero no son capaces de sostener el control por sí solas: también en el Tercer Mundo los empobrecidos se aíslan y se vuelven narcisistas. También se autoinculpan y se acusan a sí mismos por su situación de miseria.
3.º La mercantilización de la vida desplaza la donación y el compromiso, base de la vida política
El capitalismo ha convertido a los individuos en ‹‹una colección de Robinsones Crusoes››, como quería Milton Friedman. Un conglomerado de individuos soberanos y atomizados, relacionados entre sí por el mercado. Entendidos de este modo por el capitalismo los vínculos humanos, no pueden existir los fines comunes ni las metas colectivas que movilicen una acción política. Sin esa meta común, las relaciones humanas se convierten en un conflicto permanente, pues la consecución que pretende cada individuo de sus intereses privados lleva a una competición permanente. Ante esto, evidentemente, todos los demás se convierten en potenciales amenazas a la libertad. No se entiende el significado de la donación y el compromiso por el bien de la sociedad y en especial por aquellos de sus miembros que están en peor situación.
El capitalismo configura el deseo humano y las relaciones con los demás y con Dios, explica Daniel M. Bell Jr. en La economía del deseo. Los deforma y los distorsiona. Su orden de actuación, además de económico, es, sobre todo, ontológico, afecta al ordenamiento del ser y al tejido de la realidad. Concebida la realidad como dinámicas y flujos de deseo, es fácil entender la sutileza con la que ha penetrado esta antropología hoy en día en la psique de los individuos. Si se mira con esas lentes, es más fácil entender por qué las formas tradicionales de acción política están hoy en crisis.
A la manera de una sociedad mercantil, la vida política ha quedado reducida a la satisfacción de necesidades y a la obtención de ventajas individuales identitarias fruto de acuerdos voluntarios entre las partes contratantes, en la persecución de sus intereses personalísimos.
4.º La virtualización de nuestro entorno distorsiona la objetividad, esencial para el diálogo democrático
La virtualidad de la vida que hoy se promueve genera una desconexión con la realidad material. Hannah Arendt en Verdad y Política expone su convencimiento de que los hechos, a pesar de su índole frágil, son «obstinados», de que tienen una extraña «resistencia», «resultado de algún desarrollo necesario que los hombres no pueden evitar –y por tanto no pueden hacer nada con respecto a ellos–». El orden digital enmascara la firmeza de lo fáctico, incluso la firmeza del ser. El mundo digitalizado, es decir, informatizado, es todo menos obstinado y resistente. Más bien se deja moldear y manipular a voluntad. La digitalidad es diametralmente opuesta a la facticidad.
De este modo, perdemos nuestra capacidad para entender y procesar el mundo más allá de nuestra experiencia vital inmediata, impidiendo el debate racional –base de la política democrática– que siempre tiene lugar en relación con una realidad objetiva, no modificable por las posiciones subjetivas o ensoñaciones de los participantes en el debate, apoyadas en imágenes manipuladas mediante inteligencia artificial o en datos generados por encuestas amañadas.
5.º El «tsunami» de información contaminada bloquea la reflexión como base del diálogo y la construcción de marcos de referencia compartidos que orienten el pensamiento
El ejercicio de la política en democracia es algo lento, supone el esfuerzo de dialogar, razonar, etc., sobre la base de información objetiva y veraz. Pero la difusión viral de información, los memes, los tuits… tienen su propia temporalidad, su propia velocidad, así como su propia lógica, que va más allá de la verdad y la mentira. El esfuerzo y el tempo del conocimiento y la percepción son sustituidos por el placer efímero de la distracción. Los razonamientos ceden al intercambio de likes, de gustos e inclinaciones, de valoraciones instantáneas. El tsunami de información y opiniones al que estamos expuestos está destruyendo, paradójicamente, nuestra capacidad de percepción de la realidad, nuestra capacidad de reflexión y nuestra capacidad de ‹‹compasión›› con el que sufre, con el débil. Es una esfera pública virtual hueca, sin sustancia político-democrática real.
La racionalidad discursiva hoy se ve amenazada por la comunicación afectiva. Los afectos, la emotividad, son más rápidos que la racionalidad. Antes de que un proceso de verificación de una noticia falsa se ponga en marcha, ya ha provocado lo que buscaba: apoderarse de las capas prerreflexivas, instintivas y emotivas del comportamiento, que van por delante de las acciones conscientes. La subjetividad sobrecargada acaba al final refugiándose en el alivio y la seguridad que las teorías de la conspiración o los negacionismos proporcionan. No son los mejores argumentos los que prevalecen ya, sino la información con mayor potencial de excitación (por ejemplo, las fake news generan más impacto que los hechos, o un fragmento de información descontextualizado y manipulado puede ser más efectivo que un argumento bien fundado).
6.º La omnipresencia de las redes privadas desintegra la esfera pública, el ecosistema esencial de la vida política
La estructura rizomática de los medios digitales, sin centro, hace que la esfera pública se desintegre. La red no forma una esfera pública: multiplica los espacios privados. Origina una comunicación sin comunidad. Ningún público político puede constituirse a partir de followers e influencers. Por tanto, nuestra atención ya no se centra en las cuestiones relevantes que competen a todos, al bien común y en especial a los más débiles. Y no puede hacerlo por cuestiones estructurales. Los enjambres digitales no forman un colectivo responsable y políticamente activo. Los followers se dejan llevar por sus influencers para convertirse en ganado consumista.
Desintegramos sin pretenderlo la esfera pública al publicar sin cesar información privada en nuestros escaparates móviles. Se producen zombis del consumo y exhibicionismo, en lugar de ciudadanos críticos y capacitados.
7.º El fomento del narcisismo, origen del autoadoctrinamiento, suprime la capacidad de escucha, esencial al diálogo democrático
Según Hannah Arendt, el pensamiento político es «representativo» en el sentido de que «el pensamiento de los demás está siempre presente». La representación como presencia del otro en la formación de la propia opinión es constitutiva de la democracia como práctica discursiva: «Me formo una opinión tras considerar determinado tema desde diversos puntos de vista, recordando los criterios de los que están ausentes; es decir, los represento». En el discurso democrático es necesaria la imaginación, que me permite «ser y pensar dentro de mi propia identidad tal como en realidad no soy». El pensamiento que lleva a la formación de la opinión es, según Arendt, «genuinamente discursivo», por cuanto hace igualmente presente la posición del otro. Sin la presencia del otro, mi opinión no es discursiva, no es representativa, sino autista, doctrinaria y dogmática. En el Estado totalitario construido sobre una mentira total, decir la verdad es un acto revolucionario.
El discurso requiere separar la opinión propia de la identidad propia. Los individuos que no poseen esta capacidad discursiva se aferran desesperadamente a sus opiniones, porque, de lo contrario, su identidad se ve amenazada. Por ello, el intento de hacerles cambiar de opinión está condenado al fracaso. No oyen al otro o no lo escuchan. Pero la práctica del discurso consiste en escuchar. La crisis de la democracia es ante todo una crisis del escuchar. La crisis actual de la acción comunicativa se debe al hecho de que el otro está en trance de desaparición.
Este hecho priva a la opinión de la racionalidad comunicativa. La expulsión del otro refuerza la compulsión autopropagandística de adoctrinarse con las propias ideas. Este autoadoctrinamiento produce infoburbujas autistas que dificultan la acción comunicativa. Si la compulsión de la autopropaganda aumenta, los espacios del discurso se ven cada vez más desplazados por cámaras de eco en las que la mayoría de las veces me oigo hablar a mí mismo.
8.º La banalidad hedonista impide el compromiso
Las grandes razones morales ya no movilizan. Vivimos despreocupadamente, inmersos en el sinsentido de la vida, desde una indiferencia brutal hacia el otro. Es esa banalidad del mal que Arendt define en Eichmann en Jerusalén. Cuando ella indaga las razones de ese alto cargo de las SS para llegar a identificarse tan intensamente en la empresa de la solución final, acaba entendiendo que el propio Adolf Eichmann se niega al diálogo silencioso que efectúa el alma consigo misma. Es decir, se niega a ser persona y, al hacerlo, pasó a ser su propia víctima, renunciando sin saberlo a una de sus grandes facultades por ser tal: la capacidad de pensar.
9.º La perversión del lenguaje, que entorpece el pensamiento crítico
George Orwell tenía claro que el totalitarismo y la perversión del lenguaje estaban directamente relacionados. En su novela 1984 lo ejemplificó a través de la ‹‹neolengua››. El propósito no era otro que modificar la forma de pensar para que cualquier ‹‹pensamiento herético›› fuese ‹‹inconcebible›› en la medida en que el pensamiento depende de las palabras. ¿Cómo se conseguía? En primer lugar, inventando palabras nuevas, después eliminando las que fueran ‹‹indeseables›› y, por último, despojando a otras de cualquier ‹‹significado heterodoxo›› a los ojos del pensamiento dominante.
En estos momentos el lenguaje juega un papel protagonista en el ‹‹totalitarismo blando›› que las ideologías intentan imponer. La matraca con el lenguaje inclusivo no es casual, como tampoco lo es llamar ‹‹muerte digna›› a un acto homicida como la eutanasia; o despojar de significado a palabras como ‹‹matrimonio›› y ‹‹familia››, desnaturalizándolas. Lo que denunciaba Orwell se cumple hoy a rajatabla.
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Pero no todo está perdido. Como dice el Papa Francisco, ‹‹No hay sistemas que anulen por completo la apertura al bien, a la verdad y a la belleza, ni la capacidad de reacción que Dios sigue alentando desde lo profundo de los corazones humanos››. Benedicto XVI planteaba la necesidad de volver a liberar la conciencia y restaurar el sentimiento de culpa, aunque en estos tiempos suene totalmente fuera de lugar. La culpa, tanto individual como colectiva, «rompe la falsa tranquilidad autosatisfecha de la conciencia» que impide la autocrítica y provoca una incapacidad terrible para escuchar la profundidad del propio espíritu y nos lleva al final a ser dependientes de las opiniones dominantes. Por tanto, si no escuchamos al Dios que está escondido en nuestro corazón, en esa voz de la conciencia, la moral queda desnuda y los juicios sobre lo bueno y lo malo quedan a merced de la ley, basada en mayorías fluctuantes. La afirmación activa de lo Absoluto nos compromete. Sin eso, ¿para qué luchar? La democracia no es compatible con el nihilismo. Presupone un discurso de la verdad. Hay que devolver la moral a la esfera pública y destruir esa división embustera que levantó la Ilustración entre lo público y lo privado.
Fuente: Revista Id y Evangelizad nº 134.