Hay cinco parágrafos interesantes en la encíclica Laudato sin con los que Francisco reconstruye lo que llamaríamos una ética del trabajo.
Plantea el trabajo como valor y lo hace desde una perspectiva que podríamos llamar fenomenológica que recuerda las filosofías de la acción de Hannah Arendt o la filosofía social de Richard Sennett. Al igual que Arendt y toda la tradición aristotélica, el trabajo es pensado no en términos de intercambio, sino en términos de acción, es decir, desde una filosofía de la intervención humana en la realidad. Son análisis integrales que plantean el trabajo no como trabajo manual o trabajo con la tierra, sino como «actividad transformadora» (LSI 25).
El recuerdo de la tradición monacal, donde el trabajo manual tiene un sentido espiritual, modula también la ética sólida que andábamos buscando. La articulación de trabajo y recogimiento vuelve a los hombres más cuidadosos y respetuosos del ambiente, e «impregna de sana sobriedad nuestra relación con el mundo» (LS 126). Destaco aquí el término «sobriedad» para ir marcando una nota más del perfil antropológico y ético que la encíclica nos muestra.
Para no descuidar esta ética del trabajo, nuestra responsabilidad tiene que afrontar desafíos como el del paro, la industrialización o digitalización que producen las máquinas y los peligros que acarrea la desnaturalización de esta actividad. Se desnaturaliza el trabajo cuando, en los procesos de producción, solo se plantea la libertad económica de unos pocos y no de todos. A veces resulta necesario que la política ponga límites a quienes tienen mayores recursos y poder financiero para que las prácticas de la libertad económica se ajusten a las teonas, es decir, para que planteemos una libertad económica de todos. Cuando la libertad económica aparece solamente proclamada y se desentiende de las condiciones «reales» asistimos a una instrumentalización de la libertad económica que «deshonra a la política» (LS 129)
La ética del trabajo constituye el puente más adecuado entre lo que en términos gerenciales llamamos «capital humano» y «capital social». Francisco utiliza de nuevo el término «capital social» que ya aparecía en la Caritas in veritate de Benedicto XVI y lo vincula directamente con el trabajo. El paro y la disminución de puestos de trabajo contribuye al progresivo desgaste del capital social, definido, de nuevo, como «conjunto de relaciones de confianza, fiabilidad y respeto de las normas, que son indispensables en toda convivencia civil» (LS 128). El trabajo es un elemento básico en la construcción de la identidad, es una necesidad, parte del sentido de la vida en esta tierra, camino de maduración, de desarrollo humano y de realización personal (LS 128).
Estas reflexiones, que parecen planteadas para contextos socioeconómicos o sociolaborales, también tendrían que plantearse con otros contextos profesionales, tecnocientíficos y académicos. Por un lado, la encíclica reconoce que los procesos de innovación biológica y tecnológica han reducido el sufrimiento; por otro constata la precarización, las migraciones y los daños producidos por los transgénicos en los trabajadores del campo. Ahora bien, la encíclica se desentiende de una ética del trabajo de los investigadores y tecnólogos, como si la ética del trabajo estuviera pensada para quienes solo hacen trabajo manual y no quienes innovan e investigan con responsabilidad. Cuando se habla de la innovación biológica a partir de la investigación no se cuenta con los trabajadores de estos sectores, como si la investigación y el desarrollo tecnológico en estos sectores no tuviera «empleados» o «trabajadores».
La encíclica pretende situar a la técnica en su lugar adecuado como mediación entre la naturaleza y la cultura. La encíclica es muy crítica con la «tecnocracia», no con la técnica. Podemos decir que Francisco quiere evitar la demonización (la técnica es un peligro para la solidez de la ética que buscamos) y la divinización (la técnica es la salvación del nuevo orden global). Más técnica reclama más responsabilidad, lo que no solo significa mayores y mejores controles, sino mayores compromisos con mejores convicciones. No estamos únicamente ante la necesidad de un nuevo orden legal, sino ante un nuevo orden moral.
Demonizan la técnica los defensores de una ecología profunda que diluyen a la especie humana con el resto de las especies, como si la vuelta y regreso a la vida natural se identificara con un viaje de domingo al campo. Divinizan la técnica los defensores del posthumanismo cuando diluyen la frontera entre tecnología y naturaleza porque consideran que la cultura tecnológica de la globalización ha suprimido lo natural. Unos y otros comparte una simplificación y, por consiguiente, un reduccionismo ético que deberíamos evitan Y es aquí donde aparece, de nuevo, la urgencia de una ética de la responsabilidad y el cuidado centrada en la dignidad «especialísima» de las personas (LS 43).
En la reconstrucción del antropocentrismo moderno, Francisco asigna un papel especial a la tecnocracia. Resulta curioso comprobar que no se refiere a ella cuando habla de la innovación biológica (LS 130-136), sino cuando plantea la relación entre política y economía. El poder y gobierno de la técnica no está planteado en el campo de las ciencias de la naturaleza, sino en el campo de las ciencias sociales, donde la Política parece someterse a la Economía y ésta someterse a lo que llama «paradigma eficientista de la tecnocracia». Ambas disciplinas siguen una orientación desviada y se nos invita a un proceso de reorientación que me he atrevido a llamar «naturalización». Si la Política depende exclusivamente de la Economía se desnaturaliza, de la misma forma que se produce una desnaturalización de esta cuando alteramos el «valor real» de las cosas.
Esta apelación al «valor real» frente a la actividad financiera especulativa y la riqueza ficticia deben ser tomadas muy en serio en el futuro de la Doctrina Social de la Iglesia. No se nieva el valor de la economía financiera ni la legitimidad de la riqueza, se reivindica la necesidad de acudir al «valor real» de las cosas. En el fondo, resuena critica de Marx y David Ricardo a la economía capitalista donde el «valor de cambio» desplaza al «valor de uso». La respuesta a la crisis financiera no ha supuesto un baño de realidad, no se han replanteado ni repensado los criterios obsoletos «que siguen rigiendo el mundo»:
«La producción no es siempre racional, y suele estar atada a variables económicas que fijan a los productos un valor que no coincide con su valor real. Eso lleva muchas veces a una sobreproducción de algunas mercancías, con un impacto ambiental innecesario, que al mismo tiempo perjudica a muchas economías regionales. La burbuja financiera también suele ser una burbuja productiva. En definitiva, lo que no se afronta con energía es el problema de la economía real, la que hace posible que se diversifique y mejore la producción, que las empresas funcionen adecuadamente, que las pequeñas y medianas empresas se desarrollen y creen empleo» (LS 189).
El horizonte de evolución que podríamos llamar «vida biográfica» está desnaturalizado, el progreso está desnortado y desenfocado, como si hubiéramos perdido el rumbo. No estamos utilizando la técnica para reordenar y cambiar el modelo de desarrollo global. Necesitamos redefinir (de nuevo) el progreso y no quedarnos en la tibieza de soluciones medias o «términos medios», como quienes plantean la relación entre naturaleza/renta financiera o preservación/progreso.
La tecnocracia, que vuelve a situarse junto a la lógica de las finanzas y la maximización de las ganancias, fortalece un discurso que da la espalda a la «calidad real de la vida de las personas». La tecnocracia se presenta junto al discurso del crecimiento económico y contribuye a romper con la realidad. Recursos importantes como el márketing, la imagen o la responsabilidad social de las empresas tienen que estar al servicio de la realidad, no la instrumentaliza técnicamente buscando falsos equilibrios o términos medios.
«El discurso del crecimiento sostenible suele convertirse en un recurso diversivo y exculpatorio que absorbe valores del discurso ecologista dentro de la lógica de las finanzas y de la tecnocracia, y la responsabilidad social y ambiental de las empresas suele reducirse a una serie de acciones de marketing e imagen» (LS 194).