Al empezar el año 1954, en los momentos en que toma posesión de su delicado cargo el nuevo Consiliario Nacional de la HOAC, es interesante mirar atrás para considerar algunos de los aspectos de la personalidad tan exuberante, dentro de su sencillez, de nuestro primer Consiliario Nacional: Monseñor Eugenio Merino.
Quizá el mayor beneficio que le debemos, en el orden de las ideas, sea el de habernos machacado sin descanso (a los que estábamos a su alrededor) con perseverancia que a veces se nos antojaba pesadez, con la fórmula de vida cristiana resumida en su frase lapidaria: VEINTICUATRO HORAS DIARIAS DE VIDA HONRADA EN GRACIA SANTIFICANTE.
La primera parte de esta fórmula exige la valorización de las virtudes sencillas y ordinarias de veracidad a ultranza, de hacer honor a los compromisos contraídos, de fidelidad a los hombres y a Dios, de amor a la justicia, de compadecer (padecer-con) a los desgraciados, de sencillez y naturalidad en las relaciones humanas, de evitar toda forma de hipocresía (por acreditada que esté), etc.
La segunda parte exige adquirir conocimientos sólidos sobre la doctrina de la Gracia, lo cual va estrechamente ligado a la necesidad de conocer las ideas fundamentales sobre la Encarnación del Verbo y la Redención; la posición del cristiano ante las tres divinas Personas de la Trinidad Beatísima y la función maternal de la Santísima Virgen en la vida del hombre sobre la tierra.
Todo eso, ¡claro está! no constituye ninguna novedad en la Iglesia de Jesús. La novedad de don Eugenio consistió en recordarlo sin descanso a los que, tácitamente, nos hemos ido poniendo de acuerdo en olvidarlo.
LO QUE NO ES HONRADO, NO ES CRISTIANO, repetía suavemente la voz leve de don Eugenio. Aunque el que lo haga sea la persona más considerada de todos. Los signos exteriores de la piedad y de la devoción (como las hojas de los árboles) son muy hermosos y útiles para sostener la vida honrada, en Gracia; pero no sirven como sustitutivo. Las hojas son el esplendor del árbol, pero ellas solas no son el árbol.
Nadie podrá negar que estos son, seguramente, los puntos más olvidados de los testimonios vivientes de Cristo de estos tiempos, caracterizados por un tipo de gestos y palabras que con demasiada frecuencia no van acompañados de una vivencia de vida honrada a base de la Moral Natural más rudimentaria. ¿A quién podrá extrañar, por tanto, que el mundo no acepte como verdadero el testimonio que pretendemos dar de Cristo tantos y tantos que nos pregonamos cristianos y cuya honradez no destaca para nada sobre la vida y costumbres de los paganos de hoy?
¿Y cómo podrá ejercer su acción la Gracia a través de un pueblo que solamente tenemos a Dios en los labios, pero al que no damos entrada (todas sus exigencias) en nuestro corazón?
¿No toma caracteres de evidencia el hecho de que la causa real y profunda de los males que afligen hoy a la humanidad no está tanto en las actividades de los malos cuanto en la falta de honradez de los que farisaicamente nos presentamos a nosotros mismos como los buenos?
¡Qué bien entendían a don Eugenio sus auditorios de obreros cuando nos hablaba de estas cosas! Con la gran ventaja de que nuestra mentalidad no nos permite mantenernos en el terreno de los puros conceptos y quedarnos tan contentos. Como el hombre que, en frase de Santiago el Menor, mira su rostro en un espejo, y en seguida se olvida de lo que ha visto…
Si en el orden personal los hoacistas debemos a don Eugenio el habernos afirmado en la roca sólida de lo más profundo (y elemental) del Evangelio, en el aspecto de la obra nos enseñó con sus palabras, y sobre todo, con su actuación, a valorizar la virtud cardinal de la prudencia.
Nos enseñó con claridad que la prudencia no es la virtud que regula las complicidades con las injusticias, sino la que preside y hace eficaz la lucha que todo cristiano debe afrontar para la implantación del Reino de Dios y SU JUSTICIA. Ni la prudencia está para justificar las cobardías, las deserciones y las traiciones, sino para hacer verdaderamente fuerte la virtud cardinal de la fortaleza.
Así aquel anciano semiciego de escasa salud aparece hoy en nuestro recuerdo como el prototipo del hombre fuerte y del justo. Nunca se arredró ante nada ni ante nadie, cuando tenía la justicia de su parte. Y ciertamente que no fueron pocas ni leves las ocasiones en que pudo manifestar estas cualidades en los tiempos azarosos para la vida de la HOAC en que la Providencia nos lo deparó como nuestra mente ordenadora.
Las GRACIAS COMBATIVAS eran lo que él pedía (y nos enseñaba a pedir a nosotros) para la HOAC. Gracias combativas para no caer en el funcionarismo apostólico ni en las soluciones de comodidad, ni en la resignación ante la injusticia social.
Treinta años sin poder leer le permitieron a aquella mentalidad poderosa y ágil elaborar las síntesis maravillosas de vida cristiana y de espíritu evangélico que nos llegaban como un eco fiel de la voz tremenda que resonó en Palestina hace veinte siglos.
Esto nos ha hecho comprender que la lectura es buena, pero que no basta. Los que se pasan el día entre libros, lejos de la vida, son seres humanos tan frustrados como los que andan sumergidos en la vida, lejos de la corriente universal de las ideas.
Don Eugenio, en su realidad viviente, nos enseñaba que este equilibrio entre los libros y la vida (que en él fue debido a la ceguera física) debemos conseguirlo los hoacistas mediante la prudencia, virtud cardinal que preside el método de encuesta.
Guillermo Rovirosa