Fraternidad, justicia y fidelidad

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Para poder hablar de fraternidad universal, para tratar de vivirla, hay que conocer bien la narración bíblica de Caín y Abel, de la que ya hemos hablado a propósito de las guerras. Los celos impulsan a Caín a matar a su hermano, con lo que realiza un acto de extrema injusticia contra él. Sigue la inevitable ruptura de la relación entre Caín y Dios mismo, así como entre Caín y sus semejantes y entre Caín y la Tierra, de la que es expulsado. Todo eso se sintetiza en el dramático coloquio con Dios, que le pide cuentas de su hermano: «¿Dónde está Abel?». Caín dice que no lo sabe, y Dios insiste: «¿Qué has hecho? ¡La voz de la sangre de tu hermano grita a mí desde el suelo! Sé maldito, lejos de este suelo» (Gn 4, 9-11).

Son palabras que manifiestan que descuidar la tarea de cultivar y mantener una relación correcta con el prójimo, hacia el cual tenemos el deber de cuidarlo y guardarlo, destruye la relación interior de la persona humana consigo misma, con los demás, con Dios y con la Tierra.

Si estas relaciones son maltratadas, si la justicia del respeto y del convivir no habita en la Tierra, toda la vida está en peligro, según la Biblia.

Esto es lo que enseña también la narración de Noé, cuando Dios amenaza con eliminar a la humanidad por su persistente incapacidad de vivir según la justicia y la paz: «Ha venido para mí el final de todo hombre, porque la tierra, por causa de ellos, está llena de violencia» (Gn 6, 13).

Estos antiguos relatos, que se pierden en la noche de los tiempos y que tienen un profundo simbolismo, encierran ya una convicción muy sentida hoy por la opinión pública y analizada por los estudiosos: todo está en relación, y el cuidado auténtico de nuestra misma vida y de nuestras relaciones con la naturaleza es inseparable de la fraternidad, de la justicia y de la fidelidad para con los demás (LS 70).

Análogamente (LS 164), desde mediados del sigo pasado, superando no pocas dificultades intelectuales y académicas, se ha ido afirmando la tendencia a concebir el planeta como una única patria y a la humanidad como un único pueblo que ocupa una casa común.

Es la idea de un mundo interdependiente, como explicó bien, por ejemplo, el politólogo Benjamin Barber, lo cual no solo significa convencerse de que las consecuencias nocivas de los estilos de vida, de la producción a toda costa y del consumo compulsivo afectan a todos, sino que ante todo significa hacer que las soluciones que vayan surgiendo se propongan a partir de una perspectiva global y no solo defendiendo los intereses de unos pocos países, que suelen ser los más fuertes económica y políticamente.

La interdependencia nos obliga a pensar en un único mundo, en un proyecto común.

Un mundo donde vive un «hombre-mundo»: la persona humana que contiene en su corazón a toda la humanidad, como Jesús. Interdependencia que «intensifica y hace especialmente evidentes los vínculos que unen a la familia humana» (CDSI 33) y que pone de manifiesto «un nuevo modelo de unidad del género humano» (SRS 40), como ya escribía Juan Pablo II.

Papa Francisco (Laudato Sí  70,164)