En tiempos de globalización, posmodernidad y neoliberalismo, los vínculos que han conformado nuestras naciones tienden a aflojarse y a veces hasta a fracturarse, dando lugar a prácticas y mentalidades individualistas, al “sálvese quien pueda”, a reducir la vida social a un mero “toma y daca” pragmático y egoísta. Como esto trae serias consecuencias, las cosas se hacen más y más complicadas, violentas y dolorosas a la hora de querer paliar esos efectos. Así se realimenta un círculo vicioso en el cual la degradación del lazo social genera más anomia.
¿Qué es ser un pueblo?
Más que una palabra es una llamada, una con-vocación a salir del encierro individualista, del interés propio y acotado, de la lagunita personal, para volcarse en el ancho cauce de un río que avanza y avanza reuniendo en sí la vida y la historia del amplio territorio que atraviesa y vivifica.
Una geografía y una historia
Ser un pueblo: habitar juntos el espacio. Aquí tenemos, entonces, una primera vía por la cual relanzar nuestra respuesta al llamado: abrir los ojos a lo que nos rodea en el ámbito de lo cotidiano. A quienes nos rodean: recuperar la vecindad, el cuidado, el saludo. Romper el primer cerco del mortal egoísmo reconociendo que vivimos junto a otros, con otros, dignos de nuestra atención, de nuestra amabilidad, de nuestro afecto. No hay lazo social sin esta primera dimensión cotidiana, casi microscópica: el estar juntos en la vecindad, cruzándonos en distintos momentos del día, preocupándonos por lo que a todos nos afecta, socorriéndonos mutuamente en las cosas de todos los días.
La dimensión espacial, además, se vincula enseguida con otra, tan fundamental como aquella, si no más: la del tiempo hecho historia. Legado y responsabilidad que se plasman en valores y en símbolos compartidos.
La reconstrucción del lazo social, la respuesta al llamado de ser un pueblo, el “meterse” a hacer algo en el campo del bien común, implica tanto una escucha atenta del legado de los que nos precedieron como una gran apertura a los nuevos sentidos que los que vienen detrás generan o proponen. Es decir, un compromiso con la historia. No hay sociedad viable en la contracción del tiempo a un puro presente.
Una decisión y un destino
Ahora bien: la dimensión histórica del sentido de pueblo no se refiere sólo al modo en que el pasado es comprendido y asumido desde el presente, sino también en la apertura al futuro bajo la modalidad del compromiso con un destino común. Lo “común” de la comunidad del pueblo sólo puede ser “de todos” si al mismo tiempo es “de cada uno”.
“¿Quién es mi prójimo?” La relación cara a cara. El Buen Samaritano. (Le 10, 29-37)
Porque la única forma de reconstruir el lazo social para vivir en amistad y en paz es comenzar reconociendo al otro como prójimo, es decir, hacernos prójimos. ¿Qué significa esto? La ética fundamental, que nos dejó elementos invalorables como la idea de “derechos humanos”, propone tomar al hombre siempre como fin, nunca como medio.
Amar al prójimo haciéndose prójimo es lo que nos constituye en seres humanos, en personas. Reconocer al otro como prójimo no me “aporta” nada particular: me constituye esencialmente como persona humana; y entonces, es la base sobre la cual puede constituirse una comunidad humana y no una horda de fieras.
Primera pista, entonces: creer que todo hombre es mi hermano, hacerme prójimo, es condición de posibilidad de mi propia humanidad. A partir de esto, toda la tarea que me compete es buscar, inventar, ensayar y perfeccionar formas concretas de vivir esta verdad.
¿Cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer?” La dimensión institucional. El Juicio Final (Mt 25, 31-43).
La parábola del juicio final viene a hacernos descubrir otras dimensiones del amor que están en la base de toda comunidad humana, de toda amistad social. Quisiera llamar la atención sobre un detalle del texto: los que habían sido declarados “benditos” por el Hijo del hombre por haberle dado de comer, de beber, por haberlo alojado, vestido o visitado, no sabían que habían hecho tales cosas. Es decir: la conciencia directa de haber “tocado” a Cristo en el hermano, de haber sido realmente prójimo del Señor herido al costado del camino, no se da más que “a posteriori”, cuando “todo se ha cumplido”. ¡Nunca sabemos del todo cuándo estamos alcanzando realmente a las personas con nuestras acciones! No lo sabemos, desgraciada o felizmente, hasta que esas acciones han producido sus efectos.
Obviamente, esto no se refiere a lo que directamente podemos hacer como respuesta al “cara a cara”, lo cual es fundamental; sino a otra dimensión que está ligada a esta primera actitud. “¿Cuándo te hemos dado de comer, de beber, etc.?”, se trata de un amor que se hace eficaz “a la larga”, al final de un trayecto. En concreto, me refiero a la dimensión institucional del amor. El amor que pasa por instituciones en el sentido más amplio de la palabra: formas históricas de concretar y hacer perdurables las intenciones y deseos. ¿Cuáles, por ejemplo? Las leyes, las formas instituidas de convivencia, los mecanismos sociales que hacen a la justicia, a la equidad o a la participación… Los “deberes” de una sociedad, que a veces nos irritan, nos parecen inútiles, pero “a la larga” hacen posible una vida en común en la cual todos puedan ejercer sus derechos, y no sólo los que tienen fuerza propia para reclamarlos o imponerse.
¿Qué es lo que hace que muchas personas formen un pueblo?
– En primer lugar, hay una ley natural y luego una herencia.
– En segundo lugar, hay un factor psicológico: el hombre se hace hombre en la comunicación, la relación, el amor con sus semejantes. En la palabra y el amor.
– Y en tercer lugar, estos factores biológicos y psicológicos se actualizan, se ponen realmente en juego, en las actitudes libres. En la voluntad de vincularnos con los demás de determinada manera, de construir nuestra vida con nuestros semejantes en un abanico de preferencias y prácticas compartidas. Lo “natural” crece en “cultural”, “ético”; el instinto gregario adquiere forma humana en la libre elección de ser un “nosotros”. Elección que, como toda acción humana, tiende luego a hacerse hábito (en el mejor sentido del término), a generar sentimiento arraigado y a producir instituciones históricas, hasta el punto que cada uno de nosotros viene a este mundo en el seno de una comunidad ya constituida (la familia, la “patria”) sin que eso niegue la libertad responsable de cada persona.
Y todo esto tiene su sólido fundamento en los valores que Dios imprimió a nuestra naturaleza humana, en el hálito divino que nos anima desde dentro y que nos hace hijos de Dios. Esa ley natural que nos fue regalada e impresa para que “se consolide a través de las edades, se desarrolle con el correr de los años y crezca con el peso del tiempo”. Esta ley natural, que -a lo largo de la historia y de la vida- ha de consolidarse, desarrollarse y crecer es la que nos salva del así llamado relativismo de los valores consensuados. Los valores no pueden consensuarse: simplemente son. En el juego acomodaticio de “consensuar valores” se corre siempre el riesgo, que es resultado anunciado, de “nivelar hacia abajo”, entonces ya no se construye desde lo sólido sino que se entra en la violencia de la degradación. Alguien dijo que nuestra civilización, además de ser una civilización del descarte es una civilización “biodegradable”.