¿Qué se entiende exactamente por la hipoteca social de la propiedad privada?

 

Rafael Mª Sanz de Diego, sj

La expresión “sobre toda propiedad privada grava una hipoteca social” la pronunció por vez primera el Papa Juan Pablo II en su discurso inaugural de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (Puebla de los Angeles [México] 28-1-1979). Llamó inmediatamente la atención por su novedad. Más tarde, el Papa la repitió literalmente en varias ocasiones.

¿Qué quiso decir con esta formulación, novedosa respecto al lenguaje anterior de la Doctrina Social de la Iglesia? En realidad ha expresado, de forma distinta, la enseñanza tradicional de la Iglesia que, separándose del capitalismo y del marxismo, defiende la propiedad privada de los bienes de producción, pero no la considera un derecho absoluto ni incondicional.

En aras de la claridad recordaré primero la enseñanza tradicional de la Iglesia a que acabo de aludir, refiriéndome a la vez a su controversia con las ideologías liberal y marxista. En un segundo momento haré ver cómo la expresión de Juan Pablo II que nos ocupa es una “traducción” posible y ajustada de esta enseñanza.

 

La discusión sobre el derecho de propiedad

Sin remontarnos a la antigüedad —aunque el problema es tan antiguo como el hombre— cuando la industrialización plantea de forma nueva el eterno problema de la justicia social, el capitalismo acepta sin crítica y más tarde justifica la vieja tradición —eclesiástica, jurídica y antropológica— que da por bueno el derecho de propiedad de los bienes de producción. ¿Ante quién y contra quién debe justificarlo? Ante el marxismo que vió en este derecho la causa de todas las injusticias y de todas las alienaciones económicas. Frente a la propiedad privada defendían la propiedad colectiva en sus diversas formas: estatalización, entrega a cooperativas o sindicatos, o reparto a los trabajadores.

La Doctrina Social de la Iglesia defendió, desde Rerum Novarum (1891), la licitud de la propiedad, con una cierta dosis de crispación ante unos revolucionarios que pretendían destruir los cimientos en los que se asentaba la sociedad: la religión, la autoridad, la familia y la propiedad. Reflejan esta crispación la acumulación de argumentos, que vienen de Santo Tomas, y el tono empleado en los números 2-11 de la citada encíclica. Cuarenta años más tarde, Pío XI en Quadragesimo Anno (1931), seguía defendiendo con más calma el derecho de propiedad, pero recalcaba a la vez la función social de ésta. En esta misma onda se movió la enseñanza de Pío XII.

Como en tantas otras ocasiones, Juan XXIII fue innovador en este aspecto. En Mater et Magistra (1961) continúa defendiendo la propiedad y hace ver que los regímenes políticos que la niegan, niegan a la vez las libertades individuales. Pero subraya con énfasis que toda propiedad está orientada hacia su función social. Y con realismo y sentido común ha precisado antes que otros valores económicos tienen más importancia que la propiedad: el poder de decisión sobre los bienes, no siempre unido a su propiedad, la preparación para obtener un puesto de trabajo o la Seguridad Social. Es decir, en el siglo XX ya no se plantea la discusión sobre la propiedad como en el siglo anterior.

El Concilio Vaticano II se enfrentó con la cuestión de la propiedad desde perspectivas nuevas. En lugar de partir de la Ley Natural, la razón o el derecho, hincó sus raíces en la revelación. Por ella sabemos que Dios es el creador del mundo y del hombre. Puesto que Dios es coherente, ha creado al mundo para que sirva al hombre. De ahí se deduce que los bienes de la tierra tienen un destino universal: su finalidad primordial es hacer posible la existencia humana. Luego todo hombre tiene derecho a encontrar en los bienes de la tierra los medios para subsistir. Y este destino universal de los bienes de la tierra es el punto de partida, un dato anterior al derecho a la propiedad privada de esos bienes. (Gaudium et Spes, 69). Se trata, sin duda de la afirmación más novedosa del Concilio en esta materia, aunque venía ya preparada por la doctrina social anterior.

Este planteamiento nuevo es el que ha inspirado desde entonces la enseñanza social de la Iglesia. Pablo VI dirá tajantemente que el derecho de propiedad no es para nadie un derecho incondicional ni absoluto (Populorum progressio, 23), porque está siempre subordinada al destino universal de los bienes. Y ésta ha sido la enseñanza de Juan Pablo II en Laborem exercens, 14, donde subraya la diferencia entre el pensamiento de la Iglesia y el del colectivismo y el capitalismo, aunque respecto a éste “la diferencia consiste en el modo de entender el derecho de propiedad”, que Iglesia y capitalismo afirman. Significativamente en Centesimus Annus el título del capítulo en el que se abordan los problemas económicos es: La propiedad privada y el destino universal de los bienes.

 

La formulación de Juan Pablo II

Afirmar que “sobre toda propiedad privada grava una hipoteca social”, equivale a expresar de forma nueva, concisa e interpelante las dos afirmaciones básicas de la doctrina social de la Iglesia en esta materia:

  • Tiene sentido y es lícita la propiedad privada, incluso de los bienes de producción, que es la que históricamente se ha discutido.
  • Pero el derecho a ella no está exento de gravámenes. En concreto del de su función social, que haga real el destino universal de los bienes.

Un inmueble hipotecado sigue siendo propiedad de su dueño. Pero si éste no cumple con sus obligaciones o deudas (avaladas mediante la hipoteca de ese bien) deja de ser efectiva su propiedad y pasa al acreedor o a quien tiene derecho al fruto de las obligaciones contraídas por el dueño. Paralelamente, en el campo moral —en el que se mueve la doctrina social de la Iglesia— la propiedad de los bienes de producción “se justifica moralmente cuando crea, en los debidos modos y circunstancias, oportunidades de trabajo y crecimiento humano para todos” (Centesimus Annus, 43).

Y deja de justificarse cuando no hace posible el destino universal de los bienes y el derecho a su uso común (Laborem exercens, 14,3).

Sin citar la expresión papal, pero reproduciendo fielmente su contenido, el Catecismo de la Iglesia Católica aborda así la cuestión de la propiedad:

  • Los bienes de la tierra están destinados a todo el género humano. Y la apropiación de esos bienes es legítima para garantizar la libertad y dignidad humanas (2402).
  • “El derecho a la propiedad privada, adquirida por el trabajo o recibida de otro por herencia o regalo, no anula la donación original de la tierra al conjunto de la humanidad. El destino universal de los bienes continúa siendo primordial, aunque la promoción del bien común exija el respeto de la propiedad privada, de su derecho y de su ejercicio” (2403).
  • El hombre “debe considerar las cosas externas que posee legítimamente no sólo como suyas, sino también como comunes, en el sentido de que han de aprovechar no sólo a él sino también a los demás” (Gaudium et Spes, 69,1). La propiedad de un bien hace de su dueño un administrador de la providencia para hacerlo fructificar y comunicar sus beneficios a otros (2404).

La “hipoteca social” de la propiedad privada se aparta del marxismo al reconocer la legitimidad de la propiedad y descartar —desde lo que el Papa llama con frecuencia “la subjetividad del hombre y de la sociedad”— su colectivización como el mejor camino para la justicia. A la vez, supera al capitalismo rígido que considera la propiedad como intangible. En vez de confiar en el Estado como el único regulador de la justicia, la Doctrina Social de la Iglesia prefiere que sea cada hombre el responsable solidario de que los bienes de la tierra cumplan su destino universal. No se trata de un mero consejo moral de libre aplicación: está en juego la misma esencia social de toda propiedad, su destino universal. La terminología jurídica —”hipoteca”— es metafórica, puesto que el Papa habla desde una perspectiva moral, pero quiere subrayar la necesidad de hacer real la esencia social de toda propiedad.