La Iglesia es una comunidad de hombres que se han convertido

1915
“El hombre es asimismo imagen del Dios-Trino, ya que está hecho para la comunión de diversas personas en una misma vida, tal como se realiza naturalmente en la familia y tal como las comunidades están llamadas a realizarlo, por una decisión voluntaria de sus componentes. Una auténtica comunidad de cristianos refleja verdaderamente la imagen de Dios.”

 

Carta – Prólogo del  Rdo. P. Yves M.-J. Congar, O.P. al libro “No hay vida cristiana sin comunidad” 

Ha tenido usted conmigo la deferencia de pedirme una introducción. ¡Como si el Abbé Michonneau tuviera necesidad de ser introducido! Como si, entre mi prosa y la de usted, los lectores no prefirieran espontáneamente la auténtica, obedeciendo a una especie de instinto que no falla, y del que Bernanos daba la fórmula en “Juana, relapsa y santa”: Nuestra Iglesia es la Iglesia de los Santos… En ella respetamos los servicios, la intendencia, los prebendados, los estrategas y los cartógrafos, pero nuestro corazón va hacia aquellos que se dejan matar… Usted ha encontrado una fuente, y ha construido un camino que conduce hacia ella, ¡y ahora resulta que acude a un cartógrafo para que le eche una mano!

Todo lo que el cartógrafo puede hacer es reconocer que el explorador no se había engañado y que, efectivamente, existe una fuente en el lugar en que éste la encontró. Pero para saber si el agua es buena, el cartógrafo se fiará antes de su paladar que de los tubos de ensayo. El agua fresca y rica no necesita publicidad, ya que lleva consigo la evidencia de su virtud vivificante.

Éste es su descubrimiento, la experiencia que usted ha hecho: la realización de una auténtica comunidad de cristianos produce con su sola existencia la propagación del Evangelio; lleva en sí misma la evidencia de una verdad que los hombres necesitan en las secretas profundidades de su alma, ya que responde en ellos a una necesidad: la necesidad de realizarse a sí mismos con los otros, gracias a los otros, y ayudando a los otros a ser ellos mismos y a realizarse.

Esta necesidad no es de ahora, sino de siempre; lo que ocurre es que las circunstancias actuales del mundo la hacen más urgente. La vida, en efecto, se socializa, pero a un nivel de cosas colectivas en las que los hombres pueden disfrutar de servicios anónimos apreciables, sin que ello los humanice ni les haga entrar en comunión profunda. ¿Quién podrá oponerse al pago de los servicios médicos por la Seguridad Social? ¿Pero quién no querrá que, además de pagar las facturas, la Seguridad Social se interese por los enfermos y por sus enfermedades?

La vida socializada presenta, por otra parte, sus exigencias y sus monotonías; la vida moderna, con su constante tendencia a superar las normas existentes, estraga los nervios. El individuo busca una compensación en actividades ad hoc, pero corre el riesgo de no buscarla más que en diversiones, o en momentos de evasión, en lo que realmente no entra en comunión con otros hombres, Ya sea que, de hecho, huya de ellos, o que se entregue a diversiones colectivas, cuya estructura mecánica impide que sean personalizantes, o que puedan ser instrumentos de comunión.

Pero el caso es que los hombres  hemos sido hechos para vivir en comunión. Somos felices cuando hacemos algo con otros, o los unos por los otros. En este intercambio, se aporta y se recibe a la vez, en él los hombres nos realizamos. A veces es la tarea que hay que llevar a cabo la que determina los esfuerzos que hay que juntar. Y de aquí sale un equipo. Varios que se aplican a una misma tarea, en la que cada uno se responsabiliza de una parte, solidariamente con los demás. Esto crea una unanimidad, al menos de orden práctico, y aparece un nosotros en el terreno de la acción. En el equipo, y gracias al equipo, cada uno puede agotar su compromiso.

Unicamente los héroes y los santos interiorizan y personalizan totalmente su ideal: en ellos, el personaje real, el personaje íntimo, coincide perfectamente con el personaje ideal, el que se desea, y según el cual se quisiera ser estimado por los demás. Pero ordinariamente los hombres no viven íntegramente sus convicciones más que cuando se encuentran empujados y como forzados por el hecho de encontrarse y de actuar en medio de los demás. Tienen necesidad de testigos; lo cual no s necesariamente presunción ni fariseísmo. Eso es un aspecto de verdad, e incluso de salud, dada la estructura normal de la acción humana: así nos ayudamos los unos a los otros a correspondernos con lo mejor de nosotros mismos.

Cuando aquello que se hace con otros llena la propia vida y le da un sentido profundo, el equipo adquiere las características de una verdadera comunidad. Ninguna estructura social montada sobre móviles externos puede llegar a ser una verdadera comunidad. La vida crea el orden, pero el orden no crea la vida según frase de Saint-Exupéry. Es preciso que esto proceda a la vez de dentro y de fuera, de abajo y de arriba, es menester que se conjuguen determinadas estructuras o circunstancias con motivaciones espirituales, o convicciones internas. El papel del sacerdote tal como usted los describe, su arte de las artes, es el de ser el mediador de estas convergencia, procediendo a la vez por organización y por sugestión, haciendo desear las estructuras o los comportamientos comunitarios, conduciendo poco a poco hacia ellos a los fieles, uno a uno y todos a la vez.

Un sacerdote así debe tener sus convicciones muy firmes, pero debe evitar el ser sistemático. Su manuscrito, querido Padre Michonneau, ha venido a mis manos en el momento en que yo terminaba la lectura de la Vida del Mahatma Gandhi de Louis Fischer. Muchos rasgos de Gandhi me han sorprendido y encantado, pero de una manera particular el siguiente: Gandhi no era en nada un hombre de sistema (excepto, quizá, en su régimen alimenticio).

Sus convicciones eran firmísimas, y, por su admirable esfuerzo de reforma interior, había conducido su personalidad, incluyendo el cuerpo, a una educación completa a sus convicciones, a estar totalmente a su servicio. De esta manera se adaptaba a las circunstancias con una especie de libertad soberana respecto a lo que hubiera podido ser un programa de tipo mecánico; sí siempre estaba en situación de seguir su ideal, según las posibilidades y circunstancias. Nada de sistema, sino una persona viva que transformaba pacientemente su ambiente a partir de su propia transformación sin imponer nunca nada al exterior.

Padre Michonneau: Usted tiene una idea fija que le obsesiona y la expone en este libro con riesgo de hacerse pesado, pero usted carece de sistema, usted se deja guiar por los datos que aparecen en cada situación. Usted trata de darse cuenta de las cualidades de cada uno para encaminarlas a la obra del Reino de Dios propia de la parroquia, sin forzar a los fieles a entrar en unas estructuras prefabricadas. Me ha impresionado mucho lo que usted expone referente a las relaciones entre los militantes y la parroquia, distinguiendo entre los militantes que se comprometen al servicio de la parroquia y aquellos otros militantes de la parroquia, animados y sostenidos por la parroquia, pero que asumen libremente unas actividades que desbordan los límites parroquiales.

Cuando se trata de relaciones religiosas cuya perfección nos ha sido revelada y debe realizarse en Jesucristo, el ideal comunitario aparece como una ley de una rigurosidad extrema. Bajo el punto de vista cristiano, el puro individualismo es un imposible. Todos somos responsables de los demás. Un comportamiento cristiano arranca, en gran parte, de la convicción de que nuestras jornadas son cosas que debemos hacer los unos por los otros, y cada uno en beneficio de todos. Pero hay que profundizar más todavía.

Orígenes, que no fue solamente un genio cristiano, sino que supo confesar su fe en el año 250, no hacía más que traducir las exigencias evangélicas cuando escribía: Únicamente puede encontrarse al Hijo de Dios en la comunidad de los fieles, ya que únicamente vive en medio de los que están unidos. Orígenes atribuía a la asamblea cristiana todo lo que el catecismo nos enseña referente a la Comunión de los Santos.

Y es que, efectivamente, hay que llegar a este nivel para darse cuenta del papel de la comunidad cristiana, referente a la cual no es abusivo hablar de misterio en su sentido fuerte. Los Padres de la Iglesia pregonan la idea de que todos los fieles llevan, no solamente en lo externo y en su actividad, la responsabilidad de una pequeña parcela, o incluso del amplio mundo en que están situados, sino, también, internamente y en conexión con el Dios de Amor, la carga de la salvación de los hombres.

De esta manera todos se aplican -¡ y no solamente el clero!- en la función de maternidad espiritual por la cual los hombres nacen en Jesucristo al mundo de la vida, y según Dios. ¿Cómo? Por su amor, su oración, su penitencia, de los que el Espíritu de Dios nunca está ausente, si son auténticos. Aquí san Agustín aporta una precisión que no dejará de alegrarle. Padre Michonneau. Constatando que en la Escritura unas veces se da a los fieles el nombre de hijos, y otras de padres o madres, distribuye así los papeles, sabiendo bien que en lo espiritual se confunden las categorías de parentesco: Somos -dice- hijos de la Iglesia si se nos considera como individuos, pero todos ejercitamos su papel de maternidad espiritual si se nos considera comunitariamente, en nuestra unidad de comunidad cristiana cuyo vínculo es la caridad.

He aquí, pues, cómo de esta manera el cartógrafo da la razón al prospector. Es dogmáticamente cierto que la comunidad engendra a los cristianos.

Pero aún hay más, ya que el dogma cimenta, con una precisión sorprendente, lo que revela la experiencia. Y lo hace aportando la razón más radical, tomada en el mismo nivel en el que nuestro ser de criaturas depende de nuestro Creador. Si estamos hechos, aun hablando en términos naturales, para intercambiar y entrar en comunión unos con otros, es porque estructuralmente hemos sido hechos a imagen de Dios. ¡Oh! ¡Cuán admirable e inagotablemente profunda es la afirmación del Génesis (1, 26-27)! Bien se fija usted en ello al evocar un recuerdo del Seminario: Dios, aunque es Uno, no es en manera alguna un solitario, sino que es Tres, siempre y perfectamente juntos; es Comunión, es Familia.

El hombre no es solamente imagen de Dios en la estructura y las propiedades de una naturaleza que en cada individuo se realiza de manera igual, siendo espiritual, inteligente, libre, creador; ya que en él una misma realidad se manifiesta en conciencia, inteligencia y voluntad, o amor. El hombre es asimismo imagen del Dios-Trino, ya que está hecho para la comunión de diversas personas en una misma vida, tal como se realiza naturalmente en la familia y tal como las comunidades están llamadas a realizarlo, por una decisión voluntaria de sus componentes. Una auténtica comunidad de cristianos refleja verdaderamente la imagen de Dios.