(Ildefonso Camacho).
En este trabajo me propongo analizar el orden económico en los años sesenta según la “Populorum progressio”. Lo que en este caso cambia es el marco histórico: el problema ahora no es sólo el subdesarrollo de los pueblos del Sur, sino la crisis mundial donde este subdesarrollo se vuelve mucho más carente de perspectivas. Veremos cómo esta problemática se refleja en los documentos de la Iglesia, y especialmente en las dos últimas encíclicas sociales de Juan Pablo II. Es cierto también aquí, como ya constataba hablando de Pablo VI, que no hay un análisis sistemático de la situación mundial, pero en sus textos hay elementos más que suficientes para rastrear sus puntos de vista, como base para la reflexión moral, que es su objetivo directo. Comenzaré, por tanto, describiendo el contexto histórico para analizar, en la segunda parte, la toma de posición oficial de la Iglesia a través de dichos documentos de Juan Pablo II.
I. El contexto: globalización y desigualdades
Estamos tan habituados a hablar de crisis, que quizás ya el término ha perdido gran parte de su capacidad de significación. Desde mediados de los 70 la palabra se repite por doquier. Pero hay que reconocer que, sin negar que la crisis sigue existiendo, sus características van evolucionando. Mantengamos, pues, de la crisis el hecho de que atravesamos una etapa de cuestionamiento y transformación de las estructuras sociales y económicas que se consolidaron en los 50 y 60; más aún, lo dilatado de la crisis hace que ésta afecte ya a la misma cultura de nuestro tiempo.
Pero quizás haya otras fórmulas más significativas para expresar lo que está ocurriendo en estos momentos. De entre ellas, la más adecuada me parece la de globalización, que con tanta profusión se emplea hoy.
La globalización es, ante todo, un hecho. Pero no es sólo eso. Se presenta además, desde determinadas posturas ideológicas, como un ideal que hay que potenciar a cualquier precio. Me parece esencial distinguir estos dos niveles con toda claridad, para no pasar imperceptiblemente del primero al segundo. De momento, detengámonos en el primero: el hecho de la globalización.
1. La globalización como hecho
Y, ante todo, hagamos un esfuerzo por clarificar conceptos. Porque todos sabemos, más o menos, a qué nos referimos cuando usamos esa palabra, pero no nos resulta tan fácil formular con precisión su alcance y su novedad. Para llegar a la globalización algunos autores distinguen hasta tres niveles sucesivos, que responden a un proceso de décadas y que ayuda a descubrir la novedad de la situación actual1.
Con el término de internacionalización se remite a una tendencia ya antigua en la economía moderna: a la generalización de intercambios que se realizan entre los países, tanto comerciales (materias primas, productos semielaborados y elaborados, servicios), como financieros, de ideas y de personas. Dichos intercambios tienen como base los actores nacionales: sobre ellos los gobiernos pueden desempeñar y de hecho desempeñan un papel esencial. Su fundamento teórico está en la división internacional del trabajo y en la teoría de las ventajas comparativas aplicada al comercio.
La multinacionalización supone algo más: ahora ya se produce una transferencia y una deslocalización efectiva de recursos —de capital ante todo y, en una menor medida, de la mano de obra— de una economía nacional a otra. Las unidades productivas de un país crean capacidad de producción en otro país mediante filiales directas o cooperación con otras empresas. Esta nueva tendencia responde a una lógica diferente: la de expansión del mercado: Según ella, la combinación de los factores de producción no puede limitarse a los espacios nacionales. Su agente fundamental son las empresas transnacionales. El poder de estas empresas de influir o de controlar la economía de otro país explica que los gobiernos hayan tomado medidas para limitar la entrada masiva o estratégica de este tipo de empresas.
Pero lo ocurrido en los últimos 15 o 20 años es tan masivo y abarca tantos ámbitos que ya no puede ser explicado con los conceptos anteriores. Es ahora cuando conviene el nuevo término de mundialización o globalización1. Se designa con él a ese complejo entramado de lazos múltiples e interconexiones que unen a los Estados y las sociedades, tan característico del actual sistema mundial; es más, se trata de un proceso en el cual acontecimientos, decisiones y actividades que tienen lugar en un punto del planeta acaban por tener importantes repercusiones sobre los individuos y las colectividades que viven muy lejos de allí.
La manifestación más decisiva de la mundialización es el cuestionamiento de lo nacional. No se trata propiamente de su desaparición, pero sí de que tiene que compartir las funciones que antes se le encomendaban de forma casi exclusiva con otras dimensiones superiores. Por ejemplo, la identidad nacional ya no determina tan adecuadamente la existencia y la personalidad de los individuos y de los grupos sociales. La historia nacional (la lengua, la cultura, el sistema educativo, la red de comunicaciones y hasta los equipos deportivos) ya no constituye tan decisivamente el núcleo en torno al que la sociedad se construye. Más importante es lo que ocurre en el terreno económico: desde el punto de vista estratégico el escenario por excelencia ha dejado de ser el espacio nacional y pasa a serlo el espacio mundial. Esta mundialización de la economía mina uno de las bases principales del Estado-nación: el mercado nacional. Todo ello afecta, finalmente, al Estado nacional, que ya realiza con dificultad su función esencial de ser la forma última de organización política y social. No es que el Estado nacional haya desaparecido, ni es previsible que desaparezca a corto plazo. Pero ya no puede pretender jugar ese papel hegemónico de otros tiempos.
En resumen, esta intensificación de las relaciones, que comenzó por lo que antes designamos como internacionalización, llega a un nivel en que tienden a ser superados los límites tradicionalmente puestos por los Estados para dejar paso a un mundo en el que prevalecen las relaciones libres entre los sujetos, los cuales son cada vez menos los Estados y cada vez más los entes económicos.
2. Una aproximación a las causas de la globalización
Si de la descripción de los hechos pasamos a preguntarnos por las causas de la globalización, es frecuente que se mencione en primer término el progreso tecnológico, sobre todo con el desarrollo de la tecnología de la información en su doble dimensión de procesamento de los datos y comunicación de los mismos. Evidentemente sin los avances espectaculares de la informática no sería posible haber alcanzado los niveles de globalización actuales. Pero cabe preguntarse si la técnica es la causa última o es sólo un instrumento muy eficaz. Soy más bien partidario de este último punto de vista. Y eso exige buscar en otro lugar las causas de este fenómeno que la revolución tecnológica reciente ha impulsado con fuerza.
El descalabro del colectivismo —simbólicamente figurado en el derrumbamiento del muro de Berlín— supone un golpe decisivo para todo modelo de sociedad basado en una confianza radical en la función del Estado. Lo que ocurrió en los países comunistas no puede ser interpretado sino como la inviabilidad definitiva de aquel modelo. Automáticamente tiende a vincularse con el triunfo definitivo del sistema alternativo. La conclusión es sin duda precipitada, pero tiene una base de razón por cuanto esos han sido los dos modelos reales en confrontación. No es impensable que existan otras alternativas, pero están por crear y traducir en fórmulas prácticas de organización de la economía.
Además, en un primer momento al menos, la desaparición de los regímenes colectivistas implica el fin de la división del mundo en dos bloques: por consiguiente, un paso decisivo en la eliminación de las barreras fronterizas. La tendencia de los países excomunistas a imitar el modelo occidental, eludiendo todo esfuerzo por hacer una crítica de sus deficiencias, eliminó otras muchas barreras, ya no geográficas o políticas, sino ideológicas.
Con todo, hay razones para seguir pensando que las conclusiones que se sacaron de los acontecimientos de 1989 eran precipitadas. ¿Qué había ocurrido con el modelo alternativo? También estaba atravesando una crisis de amplias proporciones.
De una parte, el Estado de bienestar, el modelo del que toda Europa occidental se enorgulleció por su capacidad de integración social tras décadas de profundos conflictos sociales, empezaba a dar síntomas de haber llegado al techo de sus posibilidades. A la larga se estaba volviendo un mal gestor económico: era acusado de burocratismo, de ineficiencia, de ahogar cada vez más a la iniciativa privada; pero, sobre todo, de ser cada vez más impotente para hacer frente a la competencia creciente de los mercados mundiales. Las críticas no eran injustificadas, aunque subrayaran de forma desproporcionada las deficiencias reales del modelo e ignorara sus virtudes.
De otra parte, los esfuerzos hechos en los países del Sur por orientar sus economías hacia sistemas mixtos con una fuerte presencia del Estado tampoco habían llevado a resultados mejores. El modelo estructuralista, elaborado por la CEPAL para América Latina había derivado en gobiernos de tipo populista, que en modo alguno fueron capaces de superar las difíciles condiciones de la segunda mitad de los 70. La crisis de la deuda exterior a comienzos de los 80 sirvió de justificación a drásticas medidas, primero de estabilización y luego de ajuste, impuestas por los organismos internacionales (FMI y Banco Mundial) como condición para ayudar a salir de tan crítica situación. Tales medidas suponen un desmantelamiento del Estado para someter a aquellas economías tan desarticuladas a la terapia inmisericorde del choque exterior, es decir, de la competencia de los mercados.
Si se exige que el Estado renuncie a esa presencia tan beligerante que había mantenido en las economías nacionales para dejar el timón de la economía al libre juego de los mercados, con más fuerza aún se invoca el mercado mundial como el mejor regulador de toda la economía planetaria. Consecuentemente se postulaba que los gobiernos procedieran a una apertura sin restricciones de las economías nacionales para su integración total en ese gran sistema mundial único.
Con estos datos últimos en realidad estamos entrando en la justificación que se hizo de los cambios que conducirían inexorablemente a la globalización. Pero, antes de abundar en ello, hagamos un breve recuento de los efectos de este proceso de mundialización.
3. Los efectos de la globalización
Ante todo, el mapa mundial ha cambiado. Y la razón principal no es la emergencia de nuevos países (consecuencia de la desmembración de la uRSS o de Yugoslavia), sino la reestructuración de fuerzas. Al mundo bipolar de hace una década ha sucedido un mundo multipolar con tendencia a ser tripolar. En este sentido se habla de la tríada para señalar que hay tres polos vertebradores de la sociedad mundial —Estados unidos, la unión Europea y el sudeste asiático (con el Japón como centro)—, en torno a los cuales tienden a alinearse los demás países. La supremacía militar de Estados Unidos —todavía indiscutible— no va ya acompañada por la supremacía económica o tecnológica de otros tiempos.
Pero la globalización ha propiciado además una nueva división internacional del trabajo. En virtud de ella ya no vale la contraposición simple entre Norte y Sur, Norte desarrollado frente a Sur subdesarrollado. Ni vale tampoco hablar de primer, segundo y tercer mundo, porque el segundo ha dejado de existir, mientras que el tercero se ha diversificado considerablemente. Desde la crisis del petróleo de los 70 y la consiguiente revolución en los sistemas relativos de precios, nuevos países han entrado en los mercados de producción ocupando sectores tradicionalmente copados por las economías industrializadas.
Por otra parte, la caída del comunismo ha supuesto para el Sur quedarse sin otro modelo que el occidental capitalista. Eso le ha obligado a hacer suyos todos los presupuestos del mismo. Pero un modelo que tanto privilegia la competitividad ha terminado por romper la unidad que existió en otro tiempo entre los países subdesarrollados (cuando todavía muchos se consideraban “no alineados” y pensaban en un sistema alternativo). La competitividad ha terminado fragmentando al Sur, justamente cuando los países industrializados hacen más esfuerzo por integrarse entre sí. Por eso hoy ya no se puede hablar de “Sur”. Hay “sures” distintos: están los nuevos países industrializados del sudeste asiático (los “tigres asiáticos”), que han entrando en abierta competencia con los países industrializados tradicionales; están los países productores de petróleo, con alto PIB por habitante, pero con escaso desarrollo; están los nuevos países pobres del antiguo segundo mundo (excomunistas); están los países que intentan reconvertir su economía para acelerar su reintegración al Norte (México, Argentina, Brasil, India, China…); y está, por fin, el Sur que sigue siendo pobre, cada día más pobre (una buena parte de América Latina y de Asia, pero sobre todo África, donde la miseria crónica se une a conflictos militares entre etnias y entre Estados)2.
Todo esto no puede ocultar que la globalización tiene consecuencias positivas. La eliminación de barreras y el fomento de los intercambios a todos los niveles es, en principio, enriquecedor. La misma competencia económica es un estímulo para la creatividad y una eficaz medicina contra la inercia al cambio y a la innovación.
Pero la globalización, cuando se implanta en un mundo desigual, estimula las desigualdades, lejos de reducirlas. Precisamente en la década del primer impulso globalizador, los años 80, estas desigualdades avanzaron hasta extremos alarmantes, poniendo de relieve la ambigüedad de este fenómeno. Lo reconoció ya el Banco Mundial en aquel Informe que publicó en 1990 y que tanta sorpresa causó por el contraste que marcaba con la que había sido la tónica de esta institución en los años anteriores:
“Una mirada retrospectiva al decenio de 1980 nos dice que gran parte del mundo puede considerarse afortunado (…). Sin embargo, para millones de personas que se cuentan entre las más vulnerables del planeta, los últimos diez años ofrecen un panorama bastante más desalentador (…). Para muchos de los pobres del mundo, los años ochenta fueron una década perdida; un desastre, sin lugar a dudas”3.
Muy recientemente el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo ha reconocido que la globalización tiene ganadores y perdedores. Los hechos de estos últimos años —donde han proliferado los “apóstoles de la globalización— lo confirman: no sólo han aumentado las diferencias entre los países en desarrollo, sino que los países industrializados se han visto sorprendidos por niveles de desempleo insoportables y/o un incremento inesperado de la pobreza. Es cierto que la desigualdad no es intrínseca a la globalización, pero ésta aumenta los riesgos, aunque aumente también las oportunidades de recompensa4.
La globalización es, por otra parte, selectiva. No todos los países se han beneficiado por igual porque tampoco todos han podido participar en las mismas proporciones. Por el contrario, tanto los intercambios comerciales como los financieros tienden a concentrarse en los países con más recursos, provocando una dinámica incontenible de exclusión. Antes se hablaba mucho de explotación, y se la criticaba en la medida en que suponía que el desarrollo de unos se hacía a costa de otros (obligados a mantenerse en el subdesarrollo). Hoy la exclusión significa que hay países y regiones que no cuentan ya para nada; que están al margen incluso de los mecanismos de explotación.
4. La globalización como objetivo: neoliberalismo económico
Pero la globalización no es sólo un hecho, cuyas causas y efectos he intentado exponer. Es también un modelo que se propone como objetivo y como ideal. Es una teoría. Por eso se presenta, no sólo como algo inevitable, sino también como lo mejor: y eso se hace “con un aire de inevitabilidad y convicción abrumadora”5.
Los principales promotores de la globalización son los neoliberales. Se les conoce con este nombre porque buscan su inspiración en la tradición de los grandes autores liberales. Pero se distinguen de ellos por la prioridad que conceden a lo económico. De hecho, los principales representantes de esta escuela son economistas, y muchos de ellos tienen la pretensión de interpretar desde la economía toda la conducta humana hasta construir un modelo de sociedad. Tal posición sintoniza bien con el economicismo que caracteriza a nuestra cultura y contribuye a su legitimación.
Su pensamiento puede sintetizarse en los puntos que siguen6:
a) El valor supremo es la libertad individual, que hay que salvaguardar por encima de todo. Se reconoce, por consiguiente la primacía de la actuación de los agentes individuales, sean personas o empresas privadas, sobre las acciones de la sociedad organizada en grupos informales o formales, de las asociaciones políticas o del mismo gobierno.
b) El mercado se considera la mejor forma de coordinar las acciones individuales para conseguir un nivel global de riqueza mayor: porque —se piensa— el mercado maneja más datos e interpreta mejor la información de consumidores y productores que cualquier organismo de planificación o de gobierno.
c) La eficiencia está asegurada por el principio de la racionalidad de búsqueda del beneficio, ya que dicha racionalidad obliga siempre a analizar los costes.
d) No sólo por coherencia con la primacía de la libertad individual, sino también como efecto de la experiencia de la ineficiencia de toda acción gubernamental, ésta debe ser lo más limitada posible. Ocurre, además, que los agentes tienen expectativas racionales que les llevan a reaccionar de antemano ante las previsibles medidas del gobierno, esterilizándolas casi por completo.
Desde estos presupuestos es lógico que se critique todo modelo en el que el Estado tiene un protagonismo fuerte. Y se critica ante todo al Estado de bienestar, acusándolo de ineficiencia y despilfarro: su aumento continuo del gasto público es, además, una amenaza directa contra la actividad individual. Pero se critica también al modelo estructuralista que muchos países del tercer mundo establecieron para salir del subdesarrollo: se les acusa de haber ignorado el mercado para refugiarse en la burocracia de los funcionarios gubernamentales o de los organismos internacionales, más confortable pero más ineficiente también.
No cabe duda que tales críticas están fundamentadas porque denuncian deficiencias reales de los sistemas llamados mixtos. Son una llamada de atención, llena de realismo, frente a una confianza excesiva y hasta ingenua en el Estado, sin sospechar siquiera que éste puede desvirtuarse en sus funciones como consecuencia de las incompetencia de gobernantes o funcionarios o de la corrupción de unos y otros. Si esto no justifica la propuesta radical de eliminar el Estado, exige un cuestionamiento muy a fondo de sus innegables deficiencias.
Sus propuestas concretas de actuación tienen mucho que ver con los presupuestos previamente sentados, compartiendo también su mismo grado de radicalismo. La consigna clave es liberalizar. Esto implica a escala estatal dos cosas: reprivatizar y desregular; en una palabra, devolver el protagonismo y la confianza a la iniciativa privada. A escala planetaria el objetivo va a ser la integración en un único sistema mundial, lo que exige eliminar todas las barreras comerciales y arancelarias.
Cuando estas propuestas se concretan a los países en desarrollo, se formulan las directrices siguientes7:
a) Ante todo, privatizar, porque esa es la forma eficaz de eliminar las deficiencias de las empresas públicas.
b) Devolver el protagonismo al mercado, lo que significar respetar los mecanismo de éste para la determinación de los precios de bienes y servicios públicos y de productos básicos, ya que es la única vía para estimular la actividad de los productores y racionalizar el uso de los recursos escasos.
c) Liberalizar el comercio exterior, porque sólo así aflorarán las ventajas comparativas.
d) Establecer un sistema legal y judicial adecuado para proteger la libertad y garantizar la actividad empresarial.
e) Reducir las dimensiones del Estado para que disminuya el gasto público, que es uno de los frenos principales a la inversión privada.
f) Fomentar la educación y la salud, pero por medios que aseguren la libertad de las familias y penalicen el mal servicio; por tanto, no a través de los presupuestos públicos.
5. El debate sobre el modelo neoliberal en América Latina: ¿alternativa?
El modelo neoliberal descrito fue puesto en práctica en muchos países de América Latina en los momentos de la crisis de los 80. Algo tiene que ver, por tanto, con la “década perdida” del informe del Banco Mundial mencionado más arriba. Como tal modelo, vino a sustituir al propuesto desde el grupo estructuralista de la CEPAL (Comisión Económica para América Latina de las Naciones Unidas), que tan malos resultados dio en las décadas anteriores. Pero este organismo latinoamericano ha hecho autocrítica de su propia propuesta y la ha reelaborado, lanzándola de nuevo a la opinión pública en 1990. Es lo que se conoce como alternativa neoestructuralista*. La comparación con el modelo neoliberal es ilustrativa: ante todo, para mostrar que son posibles propuestas diferentes; en segundo lugar, para ver cuáles son los objetivos y valores que se priman en cada una de ella (que es lo que determinar! a el decidirse por una o por la otra)8.
Hay que comenzar reconociendo que existe un consenso de base: es el punto de partida del que ambos análisis arrancan. Este consenso puede sintetizarse así:
1°) Estamos metidos en una gran crisis que exige reaccionar: es preciso hacer un diagnóstico para aplicar luego una terapia.
2°) Las alternativas hay que buscarlas dentro del capitalismo, ya que hoy no existe otro sistema alternativo.
3°) No hay desarrollo sin crecimiento económico: por tanto, una política de crecimiento económico es imprescindible.
Supuesta esta base común, en el diagnóstico aparecen ya las diferencias. Los neoliberales consideran que la raíz de la crisis es interna: está en el Estado distorsionador, que impide el funcionamiento del mercado. Los neoestructuralistas, en cambio, aceptan las causas internas (el Estado funcionó mal: se creyó que era el motor del desarrollo para todos, pero de hecho estaba uniendo un paternalismo desmovilizador a una actitud de servicio a los intereses de un grupo), pero detectan también una componente externa derivada de la difícil conyuntura que atravesaba la economía mundial, así como de sus rasgos estructurales.
Desde este análisis de la situación ¿hacia dónde se quiere caminar? Para los neoliberales el objetivo es, indiscutiblemente, el crecimiento económico; la distribución de los frutos de ese crecimiento es automática, ya que de ella se encargan las mismas fuerzas del mercado. Para los neoestructuralistas, es evidente que hay que crecer, pero no es menos evidente que, además, hay que controlar la distribución. Más aún, para ellos, si no hay cierta equidad distributiva, el crecimiento es a la larga inviable: por consiguiente, una distribución equitativa es condición para el crecimiento económico mismo.
Supuestos los objetivos, ¿qué medios o qué estrategias aplicar? Para los neoliberales lo fundamental es dejar funcionar al mercado: tanto en el interior (reduciendo el Estado a sus dimensiones mínimas mediante una acción decidida reprivatizadora y desreguladora) como hacia el exterior (provocando, mediante la apertura de las fronteras y la eliminación de las barreras, un choque modernizador que tendrá efectos beneficiosos a medio plazo para la competitividad de la economía nacional)9. Los neoestructuralistas son, en contraste, mucho más cautelosos: para crecer y distribuir hay que combinar la acción del Estado y del mercado, y esto exige una revisión en profundidad de la función que desempeñó el Estado en la etapa anterior. Este debería orientar ahora su actividad a promover la modernización mediante el aumento de la productividad (con políticas efectivas que no se limiten a someter la economía al choque exterior) y una inversión tan masiva como posible para crear capital humano (donde la educación primaria y la salud preventiva deberían ocupar lugares prioritarios).
6. Nuevos conceptos para una economía globalizada
La reflexión surgida a partir del hecho de la globalización ha conocido otros derroteros, no tan estrechamente vinculados a la exaltación incondicional de este fenómeno contemporáneo. Se trata, más bien, de ver las luces y sombras de este proceso, las oportunidades y las amenazas, siempre con una atención especial a cómo el crecimiento económico (que la globalización favorece) repercute sobre los distintos países y sobre los diferentes grupos dentro de un mismo país.
Si queremos situar históricamente esta línea de reflexión hay que remontarse a los años más duros de la crisis. Las circunstancias de finales de los 70 y comienzos de los 80 desplazaron el interés de todos los gobiernos hacia las políticas de estabilización y de ajuste estructural. La estabilización fue el primer objetivo a corto plazo: con el fin de reducir los déficits presupuestario y comercial. Casi sin solución de continuidad se comenzó a insistir en el ajuste a largo plazo para adaptarse a las nuevas condiciones de la economía mundial en proceso acelerado de globalización.
Estas urgencias desplazaron a un segundo término durante todo este período la preocupación por los pobres. El aumento a corto plazo de la pobreza fue considerado por algunos como el precio a pagar por la estabilidad a largo plazo y el crecimiento económico. Pero fueron muchas las voces de protesta que se levantaron (sindicatos, iglesias, ONG, OIT) exigiendo que se distribuyera la carga del ajuste de forma más equitativa y la preocupación por los seres humanos volviera a ser el centro de atención (y no sólo un elemento adicional del conjunto de políticas de ajuste).
En este marco hay que situar el primer informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo publicado en 1990. Su tarea central consistió en definir un nuevo concepto de desarrollo, el desarrollo humano, entendido como “el florecimiento pleno y cabal de la capacidad humana”10.
Al concepto de desarrollo humano se llega desde la crítica de un desarrollo entendido sólo como crecimiento económico y medido a través de indicadores del tipo de la renta per cápita. En contraste con este enfoque, se propone un concepto diferente de desarrollo:
“El verdadero objetivo del desarrollo es ampliar las oportunidades del progreso de los individuos. El ingreso es un aspecto de estas oportunidades —un aspecto de suma importancia—, pero no lo es todo en la existencia humana. Igualmente importantes pueden ser la salud, la educación, un buen entorno físico y la libertad, para no mencionar sino unos cuantos componentes del bienestar”11.
Acorde con ese planteamiento, se ha elaborado un nuevo indicador más adecuado para medir esta realidad más compleja: el Indice del desarrollo humano. Ha sido definido en función de tres variables: la capacidad adquisitiva (que corrige el dato más primario de los ingresos per cápita con el nivel medio de precios de cada país), el nivel educativo (combinando la tasa de alfabetización y la media de años de estudios) y la salud (mediante la esperanza de vida)12.
Un concepto complementario del anterior, el desarrollo sostenible, fue puesto en circulación por el Informe Brundtland13. El punto de partida sobre el que asienta está muy bien expresado en este pasaje del Informe, que subraya cómo el desarrollo actual genera no sólo pobreza y desigualdad, sino también deterioro del medio ambiente:
“Muchas tendencias del desarrollo actual hacen que sea cada vez mayor el número de personas pobres y vulnerables, y deterioran el medio ambiente. ¿Cómo puede ser tal desarrollo de utilidad para el siglo venidero, que duplicará el número de habitante y deberá valerse del mismo medio ambiente?
La conciencia de estos hechos amplió nuestra visión del desarrollo. Dejamos de verlo en el contexto restringido del crecimiento económico de los países en desarrollo y nos dimos cuenta de que hacía falta una nueva vía que sostuviera el progreso humano no sólo en ciertos lugares y durante ciertos años, sino en todo el planeta y hasta un futuro lejano. De este modo el ‘desarrollo sostenible’ se convierte en un objetivo no sólo de las naciones ‘en desarrollo’, sino también de las naciones industriales”.
Este planteamiento da pie para definir el desarrollo sostenible, que el citado informe presenta así:
“Está en manos de la humanidad hacer que el desarrollo sea sostenible, es decir, asegurar que satisfaga las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las futuras generaciones para satisfacer las propias”.
En esta misma línea de elaboración teórica, pero siempre buscando su traducción en parámetros cuantitativos y evaluables, el PNUD puso en circulación en su informe de 1994 el concepto de seguridad humana. Lo que se pretende con él es ir más allá de una seguridad basada sólo en la protección de las fronteras frente a amenazas exteriores14. Porque para la mayor parte de la humanidad la inseguridad deriva más de preocupaciones acerca de la vida cotidiana que del temor a un cataclismo mundial. Esa seguridad humana se mueve en dos niveles: seguridad contra amenazas crónicas (hambre, represión…) y seguridad contra alteraciones súbitas y dolorosas de la vida cotidiana (en el hogar, en el empleo…). Si el desarrollo humano es definido como un proceso de ampliación de la gama de opciones de que dispone la gente, la seguridad humana significa que la gente puede ejercer esas opciones en forma segura y libre, y que puede tener relativa confianza en que las oportunidades que tiene hoy no desaparecerán totalmente mañana. Es una seguridad, sin duda, que no se logra mediante los armamentos, sino mediante un desarrollo humano sostenible.
Por fin, en el informe del PNUD que se ha hecho público en estos meses hay una nueva aportación, también complementaria del desarrollo humano: la pobreza humanar15 Si el desarrollo humano fue definido como el proceso de ampliación de las opciones de la gente, la pobreza humana se da siempre que se niegan las oportunidades y las opciones más fundamentales para ese desarrollo. Se va más allá de la pobreza de recursos económicos, que ha sido el parámetro tradicionalmente utilizado para definirla. Y se busca un indicador que refleje mejor esta falta de acceso a las oportunidades que la sociedad ofrece en principio a todos sus miembros.
En otro sentido complementa este concepto al de desarrollo humano. Si éste último se fija en el progreso de una comunidad en su conjunto, la pobreza humana se concentra en la situación y el progreso de los miembros de esa comunidad que sufren mayores privaciones.
Si me he detenido en estos datos más técnicos es porque me parece que ellos son una buena expresión de nuevos esfuerzos que se realizan hoy para poner a punto nuevos conceptos capaces de hacer operativas las preocupaciones de nuestra época en el contexto de la globalización. Un paso nos queda todavía que dar para captar el alcance de estos avances.
7. ¿Se puede hablar de nuevas estrategias para esta economía globalizada?
La globalización está conduciendo también a una conciencia creciente que los grandes problemas de la humanidad tienen que ser afrontados solidariamente. Ningún país ni gobierno está en condiciones de responder adecuadamente a ellos, dadas las dimensiones que alcanzan. Esta conciencia es todavía incipiente y débil en cuanto a la voluntad política que la acompaña. Pero constituye un nuevo horizonte que empieza a desplegarse tímidamente, y que es conveniente detectar e impulsar.
Dicha toma de conciencia tiene una expresión cualificada en las numerosas Conferencias mundiales que las Naciones Unidas han organizado en estos últimos años. Vaya por delante su escueta enumeración:
Junio 1992, Río de Janeiro: III Conferencia de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo.
Junio 1993, Viena: Conferencia Mundial de Derechos Humanos.
Septiembre 1994, El Cairo: III Conferencia Mundial sobre Población y Desarrollo.
Marzo 1995, Copenhague: Cumbre de Naciones Unidas sobre Desarrollo Social.
Septiembre 1995, Pekín: IV Conferencia Mundial sobre la Mujer: Acción para la Igualdad, el Desarrollo y la Paz.
Junio 1996, Estambul: Conferencia de las Naciones Unidas sobre los asentamientos humanos.
Estas Conferencias han sido muy criticadas, y justamente por cierto. Las críticas más repetidas se refieren a sus costes económicos y, sobre todo, a la vaguedad de los textos y la falta de compromiso para la financiación de los programas. Probablemente la ambigüedad de muchas formulaciones que se encuentran en sus documentos es el precio a pagar por el consenso: y el consenso es importante si se quieren sentar las bases para estrategias comunes.
Pero es en este último punto donde radica a mi entender el principal interés de estos encuentros. Porque a través de ellas han ido aflorando, no sólo los problemas, sino sobre todo ciertos puntos de convergencia que podrían ser de enorme importancia para el futuro: además de ser base para estrategias conjuntas frente a esos problemas, constituyen la materia prima para elaborar una ética mundial, consecuente con la dimensión mundial de los problemas.
Por eso, entre los aspectos positivos de dichas Conferencias hay que destacar, en primer lugar, el hecho mismo de la celebración. Significa una toma de conciencia a nivel mundial de los problemas globales, que ha impactado a la opinión pública y ha provocado ciertos compromisos por parte de los gobiernos. Las Conferencias fueron además precedidas de reuniones intergubernamentales a nivel continental y de otras reuniones de grupos de expertos: estos encuentros fueron un lugar fecundo para debatir ideas, de las que salieron los documentos que luego habrían de ser debatidos por las Conferencias mismas.
Por otra parte —y es también un factor positivo a destacar— con motivo de estas conferencias tuvieron lugar otras conferencias paralelas promovidas por las ONG, que sirvieron de complemento y contrapunto a los debates oficiales. También fueron lugar para una confrontación fecunda de ideas. En el fondo —y ello debería ser sobremanera estimado— estos encuentros paralelos son una importante expresión de la toma de conciencia de la sociedad civil y de su creciente protagonismo incluso a escala mundial: así queda claro que no sólo los gobernantes tienen cosas importantes que decir sobre el presente y el futuro de la humanidad.
Tanto en los foros oficiales como en los paralelos —más en estos últimos— se han oído fuertes críticas contra las instituciones internacionales de Bretton Woods (sobre todo en Copenhague). Y es importante que esto ocurra desde instancias tan diferentes, cuando se trata de instituciones tan decisivas para la humanidad.
Ahora bien, en mi opinión el resultado más esperanzador de estas Conferencias es la toma de conciencia de las exigencias implícitas en la globalidad. Esta es un hecho insoslayable; de ningún modo es un ideal, a no ser que sea sometida a control por parte de la humanidad organizada; y para que esto pueda llegar a ser efectivo un día hay que empezar por lo que en estas Conferencias parece haber ido imponiéndose: el convencimiento de que los problemas globales sólo se pueden abordar desde respuestas globales.
II. “Sollicitudo rei socialis” y “Centesimus annus”: exigencias éticas desde y para una realidad económica
Mantengo para esta segunda parte el mismo título que escogí en mi trabajo anterior sobre El orden económico en los sesenta según la “Populorum progressio”. Creo que sigue reflejando bien lo que encontramos en los dos grandes documentos sociales de esta época, “Sollicitudo rei socialis” y “Centesimus annus”: un acercamiento a la realidad desde la preocupación ética. Tomando como base esa realidad, de modo preferentemente inductivo, se elabora una rica reflexión ética, que pretendo sintentizar en las páginas que siguen.
En lugar de estudiar ambos documentos por separado, lo haré simultáneamente. Así se captará mejor cómo el cambio de situación en el transcurso de pocos años introduce importantes diferencias en el análisis ético.
1. Dos encíclicas, dos situaciones
Entre las dos encíclicas transcurrieron sólo 4 años escasos. Pero fueron dos fechas separadas por un acontecimiento decisivo: la caída del muro de Berlín y el colapso del sistema colectivista. Si en “Sollicitudo rei socialis” Juan Pablo II estudia un mundo dividido en dos bloques, “Centesimus annus” se centra en el capitalismo como único sistema superviviente16.
Este cambio no es accidental para la primera de las dos encíclicas mencionadas, ya que Juan Pablo II toma la división del mundo en bloques como la clave para interpretar las grandes desigualdades Norte-Sur. La contraposición frontal entre Oriente y Occidente —que es política, económica, ideológica y militar— induce en la grandes potencias “a asimilar y a agregar alrededor de sí, con diversos grados de adhesión y participación, a otros países o grupos de países” [SRS 20c]. Los países subdesarrollados, por su parte, se ven privados de su propia autonomía y reducidos a piezas de esta gran maquinaria mundial controlada y conducida por los grandes [SRS 22b]. El Papa no duda es calificar esta situación de “imperialismo” y de “neocolonialismo” [SRS 22c].
En resumidas cuentas, el conflicto Norte-Sur tiene para Juan Pablo II su origen en el conflicto del Norte entre las dos grandes potencias y las ideologías que representan. Con este enfoque se llega a una síntesis entre las dos grandes perspectivas que han marcado durante este siglo el análisis mundial, el conflicto de las ideologías (Este-Oeste) y el conflicto entre mundo rico y mundo pobre (Norte-Sur): ahora se pone de relieve que no son dos temas independientes, sino que se entienden mejor cuando se los considera conjuntamente. No hay que ocultar, sin embargo, que esta interpretación de las cosas no es aceptada por muchos, para quienes el subdesarrollo del Sur es consecuencia exclusiva de sus propias deficiencias y errores.
En cualquier caso este debate se modifica de raíz desde 1989. A partir de esa fecha ya no hay dos bloques, sino un único sistema dominante: el capitalismo. El capitalismo siempre fue el modelo que sirvió de marco a la economía mundial, aunque a escala estatal se buscaran modelos mixtos mercado-Estado: porque a nivel mundial no hay una instancia equivalente, que pueda realizar tareas de control como hace el poder estatal dentro de sus propias fronteras. Pero, a partir de 1989, el capitalismo se presenta además como el único paradigma para las economías nacionales, y especialmente para las que salen en estado crítico de la experiencia colectivista.
“Centesimus annus” será consecuente con este nuevo marco. Su preocupación ahora será —aparte de buscar alguna explicación al fracaso del colectivismo— proceder a un nuevo examen del capitalismo desde la perspectiva ética. Juan Pablo II no se deja llevar del optimismo de los que exaltan la apoteosis del capitalismo; reconoce que el final abrupto del colectivismo no ha resuelto todos los problemas, ni en particular los más graves [CA 35d, 42c].
2. El tema central: el capitalismo
Es evidente que el capitalismo es el tema central en “Centesimus annus”. Pero, aunque no sea tan evidente, también lo es en “Sollicitudo rei socialis”. La razón ya la insinué en el apartado anterior: a escala mundial y para regular el funcionamiento de la economía internacional, no hay otro sistema que el capitalista. Porque la iniciativa toda la tienen los agentes económicos particulares, que, a este nivel, son también los Estados: en efecto, éstos últimos actúan en defensa de intereses propios, mientras que ninguna institución se responsabiliza de forma efectiva de los intereses globales (i.e., de la humanidad). Para “Sollicitudo rei socialis”, por consiguiente, más allá de la contraposición de bloques y de modelos, no existe sino un sistema único de dimensiones mundiales que actúa según los cánones del capitalismo imperialista [SRS 22c].
Después de 1989, ya no queda duda de que el capitalismo es el sistema único. Y lo es, no sólo a escala mundial (donde lo fue siempre), sino también como alternativa para las economías nacionales. En este último sentido “Centesimus annus” alude a diferentes modelos, aunque no lo haga de forma sistemática. Tomando como horizonte temporal el período que comienza tras la segunda guerra mundial, fecha que Juan Pablo II escoge porque significa el comienzo de la expansión del comunismo [CA 19a], recuerda en primer lugar a los países en los que se ha instaurado este sistema, pero también a los que optaron por la vía de un capitalismo más humano (libre mercado con correcciones) o a los quisieron salir del subdesarrollo con fórmulas más o menos socialistas de inspiración marxista [CA 19-20]. La búsqueda de modelo se plantea de nuevo para los países que salen ahora del comunismo y sigue siendo una cuestión no resuelta para los subdesarrollados [CA 42a]. Esta circunstancia hace más urgente la pregunta, por mucho que no tengamos muchas alternativas para escoger: ¿es aceptable el capitalismo?
3. El análisis ético del capitalismo: ¿es aceptable o no?
Para responder a esta cuestión, hay que meterse de lleno en la “Centesimus annus”. Y digo “meterse de lleno” porque es preciso en mi opinión, recoger y sistematizar los distintos datos dispersos que el texto ofrece.
Y lo primero que hay que destacar es el método de análisis que se emplea. A diferencia de todos los documentos anteriores, incluidos los del propio Juan Pablo II, capitalismo y colectivismo se contemplan ahora no sólo como un sistema económico, sino como un conjunto compacto de tres sistemas: sistema económico, sistema político y sistema ético-cultural17. En lo que sigue vamos a ceñirnos al análisis del capitalismo, aunque podría hacerse algo semejante viendo como se aplica este método al colectivismo18.
En pocas palabras, cabe decir que “Centesimus annus” analiza y critica el sistema económico de capitalismo —la economía de mercado— así como su sistema político —la democracia pluralista—. Las deficiencias de uno y otro no radican ni en el mercado ni en la democracia en cuanto tales, sino en el sistema de valores (o sistema ético-cultural) que inspira a ambos.
En cuanto sistema económico, la economía de mercado no presenta para Juan Pablo II problema ética alguno:
“Si por ‘capitalismo’ se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de ‘economía de empresa’, ‘economía de mercado’, o simplemente de ‘economía libre’” [CA 42b].
Si el capitalismo fuera sólo eso, no habría dificultad alguna para aceptarlo. Pero no es sólo eso. Es también una forma de entender a la persona y a su libertad: ésta se considera, por encima de todo, como libertad en el ámbito económico, hasta el punto de que el ejercicio de la libertad en este terreno se erige en obstáculo para el desarrollo de la libertad humana integral (de todos). El capitalismo, en la medida en que hace realidad esa comprensión de la realidad, no es aceptable:
“Pero si por ‘capitalismo’ se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa” [CA 42b].
Tenemos ahí formulada, de modo sintético, la postura de “Centesimus annus” sobre el capitalismo actual en cuanto sistema económico. Otros pasajes insisten en este análisis fijando su atención expresamente en el mercado: los estudiaremos en seguida. Pero antes conviene dejar constancia de dónde está la raíz última del problema: más allá del mercado mismo. En efecto:
“La causa hay que buscarla no sólo y no tanto en el sistema económico mismo, cuanto en el hecho de que todo el sistema sociocultural, al ignorar la dimensión ética y religiosa, se ha debilitado, limitándose únicamente a la producción de bienes y servicios” [Ca 39d].
Claramente se expresa aquí que, para Juan Pablo II, los problemas del capitalismo proceden, no tanto del sistema económico, cuanto del sistema ético-cultural. Ya lo había dicho en el pasaje transcrito más arriba. Pero ahora está más claramente expresado que la dificultad radica en la concepción del ser humano y de la libertad:
“Todo esto se puede resumir afirmando una vez más que la libertad económica es solamente un elemento de la libertad humana. Cuando aquélla se vuelve autónoma, es decir, cuando el hombre es considerado más como un productor o un consumidor de bienes que como un sujeto que produce y consume para vivir, entonces pierde su necesaria relación con la persona humana y termina por alienarla y oprimirla” [CA 39e].
Juan Pablo II traslada al ámbito de la libertad lo que, en otras ocasiones, expresa en términos generales: el error de subordinar la condición humana en su integridad a lo meramente económico. Cuando lo económico pierde su carácter instrumental, al servicio de la persona, termina anulando a ésta. Y no estamos ante una afirmación meramente hipotética, sino ante la denuncia de hechos muy reales, de cada día. Es más, éste no es un problema de hoy, sino algo que viene arrastrando la sociedad moderna a lo largo de toda la era industrial. En dos ocasiones lo destaca la encíclica invocando el magisterio de León XIII: la primera vez, al conmemorar la encíclica Rerum novarum, cuando subraya que los males criticados por ésta proceden “de una libertad que, en la esfera de la actividad económica y social, se separa de la verdad del hombre” [CA 4e]; más adelante, cuando analiza los acontecimientos que se han desarrollado a lo largo del siglo XX [CA 17a]. En ambos casos destaca cómo la “Rerum novarum” hay que leerla en el marco de todo el magisterio de León XIII y de su concepción de la libertad: por eso cita en nota a pie de página una serie de documentos de dicho pontífice, entre los que ocupa un lugar preferente su encíclica sobre la concepción cristiana de la libertad (“Libertas praestantissimum”)19.
En cuanto al sistema político del capitalismo, el modo de proceder en el análisis es igual. El sistema político en sí —la democracia pluralista— no ofrece dificultades:
“La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que se asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernadores la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica”[CA 46a].
Las dificultades comienzan —como en el caso del sistema económico— cuando la democracia es alimentada por una falsa concepción de la libertad. En este caso dicho error consiste en hacer de la libertad el último criterio para la determinación de la verdad mediante el juego político de las mayorías:
“Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos. A este propósito, hay que observar que, si no existe una verdadera última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia” [CA 46b].
A lo largo de este análisis queda claro que las dificultades de Juan Pablo II al capitalismo no proceden ni del mercado ni de la democracia, sino del concepto de libertad que inspira de hecho a ambos. A este concepto de libertad la encíclica contrapone continuamente la concepción cristiana de la libertad y de la persona. El capitalismo invierte los fines y los medios: en ese sentido, aliena al ser humano. Sólo desde una concepción cristiana es posible reconocer el valor y la grandeza de la persona en sí misma y en el otro, así como el hecho de que “es mediante la propia donación libre como el hombre se realiza auténticamente a sí mismo” [CA 41c]. La libertad en el terreno económico ha de quedar subordinada a la libertad integral del ser humano, que es la que conduce a su verdadera realización como persona. Además la persona y la sociedad han de reconocer que existe una verdad última en cuya aceptación consiste la auténtica libertad humana, más allá de intereses de grupo o equilibrios de poder político [CA 46d].
Cabe ahora volver sobre la pregunta de antes: ¿es aceptable éticamente el capitalismo? Si las dificultades vienen del sistema ético-cultural y de su forma de entender la libertad humana (no de la economía de mercado ni de la democracia política), es aquí donde habría que centrar la atención. Evidentemente sería pueril pensar que esa concepción errónea de la libertad podría ser recambiada por la cristiana. No es previsible que, en una sociedad tan plural como la nuestra, esa confrontación termine con la eliminación de uno de los actores. Más bien habría que pensar en una tensión permanente entre dos formas de entender la libertad y en una actitud crítica desde posiciones cristianas frente a la ideología que inspira al sistema de organización de nuestras sociedades (todas ya) tras la caída del colectivismo. Tal ideología no es sino el liberalismo, sobre todo en su versión actual que tanta primacía concede a lo económico (neoliberalismo). En la “Centesimus annus” tenemos, pues, elementos muy fecundos para un debate a fondo con el neoliberalismo tan en boga hoy. En este sentido, no parece coherente el esfuerzo de negar las diferencias, identificando precipitadamente el pensamiento cristiano con las intuiciones más esenciales del liberalismo (invocando, por ejemplo, la importancia que conceden uno y otro a la libertad humana)20. La euforia que ha seguido en ciertos ambientes a la caída del colectivismo y a la subsiguiente crisis del pensamiento marxista conduce a veces a esta identificación, que, en mi opinión, es injustificada, al menos si se invoca el pensamiento de Juan Pablo II. En cambio, si estas diferencias se reconocen honestamente, el diálogo y la tensión subsiguientes serán, a la larga, más fecundo para todos.
El análisis del capitalismo que precede puede todavía enriquecerse con nuevos elementos, referidos más concretamente al mercado. “Centesimus annus” lo analiza con cierto detalle, aunque también aquí sea preciso recoger pasajes dispersos en distintos lugares de la encíclica.
En principio se acepta que el mercado “sea el instrumento más eficaz para colocar los recursos y responder eficazmente a las necesidades” [CA 35 a]21.
Es en el orden práctico, en cambio, donde surgen las dificultades. Aunque eficaz para asignar recursos y responder a necesidades, no siempre lo hace adecuadamente. En efecto, le mercado no atiende todas las necesidades, sino sólo aquéllas que son “solventables”; tampoco todos los recursos son colocados eficazmente, sino sólo aquéllos que son vendibles. En la medida en que esta doble función no queda siempre garantizada, el mercado no es aceptable sin más. Porque —y aquí está la razón última de su insuficiencia— el mercado sólo obedece a la regla de los intercambios equivalentes, la cual no basta para garantizar la justicia debida al ser humano, ni impide que muchos queden excluidos:
“Es un estricto deber de justicia y de verdad impedir que queden sin satisfacer las necesidades humanas fundamentales y que perezcan los hombres oprimidos por ellas. Además, es preciso que se ayude a estos hombres necesitados a conseguir los conocimientos, a entrar en el círculo de las interrelaciones, a desarrollar sus aptitudes para hacer valer sus capacidades y sus recursos personales. Por encima de la lógica de los intercambios equivalentes y de las formas de justicia que los regulan, existe algo que es debido al hombre porque es hombre, en virtud de su eminente dignidad. Este algo debido conlleva inseparablemente la posibilidad de sobrevivir y la de aportar una contribución activa al bien común de la humanidad” [CA 34a]22.
El texto es claro y supone un análisis riguroso del funcionamiento del mercado, ajeno a posiciones radicalizadas e favor o en contra, casi siempre movidas por “a priori” ideológicos. Por eso, lo que se busca “es una sociedad basada en el trabajo libre, en la empresa y en la participación”, la cual “tampoco se opone al mercado, sino que exige que éste sea controlado oportunamente por las fuerzas sociales y por el Estado, de manera que se garantice la satisfacción de las exigencias fundamentales de toda la sociedad” [CA 35b]. Es decir, la aceptación del mercado no impide reconocer que éste debe ser sometido a control por parte de las fuerzas sociales y del Estado, porque el mercado no puede ser la última palabra en el funcionamiento de una economía que aspira a ser humana.
Cuando más adelante se habla de la intervención del Estado en la economía, se le reconoce el deber de “proveer a la defensa y tutela de los bienes colectivos, como son el ambiente natural y el ambiente humano, cuya salvaguardia no puede estar asegurada por los simples mecanismos de mercado” [CA 40a]. La provisión de estos bienes colectivos tampoco queda garantizada por el mercado, lo que supone una nueva limitación de éste:
“He ahí un nuevo límite del mercado: existen necesidades colectivas y cualitativas que no pueden ser satisfechas mediante sus mecanismos; hay exigencias humanas importantes que escapan a su lógica; hay bienes que, por su naturaleza, no se pueden ni se deben vender o comprar»” [CA 40b].
Pero estas limitaciones no obstan para reconocer los valores del mercado, los cuales quedan enumerados a continuación en un deseo manifiesto de matizar el juicio mediante una equilibrada presentación de razones a favor y en contra:
“Ciertamente, los mecanismos de mercado ofrecen ventajas seguras; ayudan, entre otras cosas, a utilizar mejor los recursos; favorecen el intercambio de los productos y, sobre todo, dan la primacía a la voluntad y a las preferencias de la persona, que, en el contrato, se confrontan con las de otras personas. No obstante, conllevan el riesgo de una ‘idolatría’ del mercado, que ignora la existencia de bienes que, por su naturaleza, no son ni pueden ser simples mercancías” [CA 40b].
Creo que ningún otro documento oficial de la Iglesia ha precisado con tanto cuidado las ventajas e inconvenientes del mercado. De acuerdo con ellos será difícil alinear a Juan Pablo II entre los entusiastas o entre los enemigos a ultranza de la economía de mercado. Para él, el mercado ofrece ventajas, pero también inconvenientes: por eso no puede ser criterio último para el funcionamiento de la economía, sino que tiene que estar subordinado a otros criterios más humanos, lo que le obliga a someterlo al control de la sociedad y del Estado.
5. El tema de fondo: los valores
La referencia de “Centesimus annus” a la libertad, que es tan central en la encíclica, nos permite avanzar hacia otra de las aportaciones de Juan Pablo II en los dos documentos que estamos estudiando. Para él, el fondo de los graves problemas que padece nuestro mundo —ya sea el de los escandalosos contrastes entre “hiperdesarrollo” y subdesarrollo, ya el del modelo de organización económica— radica en los sistemas de valores que legitiman todo eso, y no sólo en las instituciones y mecanismos de funcionamiento de la economía.
En “Sollicitudo rei socialis”, una vez expuesta la situación e interpretada desde el conflicto de dos grandes ideologías, se procede a denunciar el sistema de valores que sustenta todo eso. El pasaje tantas veces citado de las estructuras de pecado [SRS 36ab] identifica dichas estructuras como “el afán de ganancia exclusiva, por una parte; y por otra, la sed de poder, con el propósito de imponer a los demás la propia voluntad; a cada una de estas actitudes podría añadirse, para caracterizarlas aun mejor, la expresión: ‘a cualquier precio’” [SRS 37a].
Este exclusivizar el afán de ganancia y la sed de poder implica unos modos de comportamiento marcados por la conciencia de que el otro es siempre el que disputa lo que uno aspira a conseguir. Y todo ello podemos identificarlo como ese sistema de valores que regula espontáneamente la actuación de las personas, y que en este caso se articularía en torno a la competitividad. Esta denuncia no implica el rechazo de la competitividad como valor, sino sólo cuestionar el hacer de ella el valor supremo de la vida, al que se le concede prioridad sobre todos los demás.
La propuesta de Juan Pablo II va en la línea de un valor alternativo que sirva de nuevo eje estructurante: la solidaridad. Y éste se define precisamente como “la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” [SRS 38f]. Este “sentirse todos responsables de todos” es la base desde la que es posible construir y legitimar unas instituciones que no deriven en los escándalos que tanto marcan nuestro mundo.
En “Centesimus annus” la propuesta va en la misma dirección. Ya quedó expuesta en el apartado anterior: no son las instituciones (economía de mercado y democracia política) la raíz última del problema, sino el sistema ético-cultural (o sistema de valores) que subyace; y en él es el concepto de libertad el que falla. Queda, pues, patente la similitud de enfoque de ambos documentos, lo que hace destacar más esa constante en el pensamiento de Juan Pablo II: su preocupación por el mundo de los valores en cuanto sustrato legitimidor de las instituciones23.
6. Algunas propuestas para la economía mundial
Hemos visto cómo “Centesimus annus” apuntaba a una remodelación del capitalismo corrigiendo el concepto de libertad que le inspira. Se piensa, en primer término, en la organización de la economía nacional. “Sollicitudo rei socialis”, por el contrario, concentra su atención en la economía mundial: por eso, quiero concluir mencionando algunas de las concreciones que acompañan a su propuesta global de solidaridad.
Están mencionadas en un pasaje donde enumera las reformas deseables de instituciones internacionales, a cada una de las cuales dedicara después una breve explicación. Nos basta con la enumeración:
“la reforma del sistema internacional de comercio, hipotecado por el proteccionismo y el creciente bilateralismo; la reforma del sistema monetario y financiero mundial, reconocido hoy como insuficiente; la cuestión de los intercambios de tecnologías y de su uso adecuado; la necesidad de una revisión de la estructura de las organizaciones internacionales existentes, en el marco de un orden jurídico internacional” [SRS 43b].
En realidad, no encontramos en esta lista sugerencias nuevas y originales. Todo está ya en múltiples documentos e informes de organismos internacionales y de instituciones privadas sin ánimo de lucro. Sin embargo, el hecho de que oficialmente la Iglesia asuma todo ello no carece de valor; y mayor interés tiene aún el que lo presente como iniciativas que sólo serán viables si se atiende a los sistemas de valores que están detrás. No se trata de ignorar las necesarias reformas institucionales, sino de señalar que, para hacerlas más efectivas, hay que trabajar también en este otro nivel de los valores. Se despliega así un interesante campo de actuación para muchas personas e instituciones que se sienten desbordadas por los mecanismos que gobiernan la economía mundial: todas ellas pueden ahora comprender que algo —y algo esencial— pueden hacer en el ámbito concreto en que se mueven por muy modesto que sea.
El recorrido que hemos realizado aconseja concluir con dos categorías éticas que complementan la solidaridad y que expresan cómo Juan Pablo II concibe la función de la Iglesia en este terreno, así como el alcance de la Doctrina Social de la Iglesia.
“Sollicitudo rei socialis” pone la Doctrina Social en relación con la evangelización, por tanto, con la misión misma de la Iglesia [SRS 41i]. Al mismo tiempo se define con bastante precisión el campo propio de la Doctrina Social de la Iglesia:
“La doctrina social de la Iglesia no es, pues, una ‘tercera vía’ entre el capitalismo liberal y el colectivismo marxista, y ni siquiera una posible alternativa a otras soluciones menos contrapuestas radicalmente, sino que tiene una categoría propia. No es tampoco una ideología sino la cuidadosa formulación del resultado de una atenta reflexión sobre las complejas realidades de la vida del hombre en la sociedad y en el contexto internacional, a la luz de la fe y de la tradición eclesial. Su objetivo principal es interpretar esas realidades, examinando su conformidad o diferencia con lo que el evangelio enseña acerca del hombre y su vocación terrena y, a la vez, transcendente, para orientar en consecuencia la conducta cristiana” [SRS 41g].
Si no propone alternativas concretas de organización de la sociedad, lo que sí ofrece son criterios desde los que enjuiciar y mejorar esos modelos reales. La solidaridad, tal como fue expuesta más arriba, tiene esa función. En conexión con ella, una lectura de la Doctrina Social de la Iglesia en perspectiva internacional [SRS 42a] permite reconocer dos nuevas categorías. La primera es la opción o amor preferencialpor los pobres, ineludible cuando se contempla la realidad de la pobreza hoy y aplicable, no sólo desde presupuestos cristianos, sino desde la ética más elemental [SRS 42bc]. Pero ésta opción, si quiere ser operativa, tiene que vincularse al destino universal de los bienes [SRS 42e].
Sólo si todos los bienes de que hoy dispone la humanidad son considerados como base para el bienestar de todos, y sólo si se atiende con ellos a sacar de la pobreza a los que más hundidos en ella están, estaremos construyendo un mundo de paz en la justicia. Y en el fondo ése es el ideal de desarrollo humano que la Iglesia oficialmente propone, apoyando así propuestas que se hacen de otras plataformas y denunciando las graves contradicciones de un mundo con riquezas crecientes pero con una pésima distribución de las oportunidades de disfrutar de ellas.
NOTAS
1Sigo aquí las orientaciones de: Groupe de Lisb onne, Limites a la compétitivité. Pour un niveau contrat mondial. Sous la direction de Riccardo Pe trella Labor, Bruxelles 1995, 51-61.
2Cf. Groupe de Lisb onne, l.c., 90-96.
3Banco Mundia l, Informe sobre el desarrollo humano 1990. La pobreza, Washington 1990, 7.
4Progra m ade la s Na cione s Unidas pa rael De sa rrollo (PNUD), Informe sobre desarrollo humano 1997, Nueva York – Madrid 1997, 92-105. En estas páginas se hace un análisis muy crítico de los efectos de la globalización sobre el aumento de la pobreza humana en el mundo.
5Programa de las Nacione s Unidas para el Desarrollo, l.c., 92.
6Me inspiro esencialmente en L. Sebastián, El neoliberalismo. Argumentos a favor y en contra, en: Cris tia nism ei Justícia, El neoliberalismo en cuestión, Sal Terrae, Santander 1993, 22-24; cf. también H. G. Be doy., Proyecto socioeconómico neoliberal, en: Neoliberales y pobres. El debate continental por la justicia, Santafé de Bogotá, 1993, 123-152.
7Cf. L. de Se ab as tá n l. c., 26-27.
8Desarrollé esta comparación en mi artículo: América Latina tras la “década perdida” (Un estudio basado en la interpretación neoestructuralista), Revista de Fomento Social 47 (1992) 465-493.
9Entre los neoliberales hay diferentes grados de confianza en el mercado. Y están también los que encajarían dentro de la llamada —paradójicamente, por cierto— variante neoconservadora, que buscan una legitimación religiosa al capitalismo en su versión de capitalismo democrático avanzado. Entre ellos: M. Nova k, The Catholic Ethics and the Spirit of Capitalism. Free Press, New York 1993.
10La elaboración de este concepto encontró un apoyo importante en el trabajo teórico de Am artya Se n sobre lo que él llamó la promoción de la capacidad humana. Según él, el nivel de vida de una sociedad debe evaluarse, no por el nivel medio de ingresos, sino por la capacidad de las personas para vivir el tipo de vida que para ellos tiene valor. Tampoco los productos valen por sí mismos, sino por su carácter de medios para aumentar la capacidad en materia de salud, conocimientos, respeto por sí mismo y capacidad de participar en la vida de la comunidad.
11Cf. Programa de las Nacione s Unidas pa ra el De sarrollo (PNUD), Desarrollo humano: Informe 1991, Nueva York 1991, 37.
12Véase para todo esto Programa de las Nacione s Unidas pa ra el De sa rrollo (PNUD), Desarrollo humano: Informe 1990, Nueva York 1990;
13Comisión Mundia l del Me dio Am biente y De sa rrollo, Nuestro futuro común, Alianza, Madrid 1988.
14Este concepto ha sido elaborado por el Progra m a de la s Na cione s Unidas pa ra el De sa rrollo (PNUD), Informe sobre el desarrollo humano 1994, Nueva York 1994.
15Las ideas fundamentales están recogidas en: Progra m a de la s Na cione s Unidas pa ra el De sa rrollo (PNUD), Informe sobre desarrollo humano 1997, Nueva York – Madrid 1997, 17-27.
16Citaré ambas encíclicas en el texto entre paréntesis cuadrados: incluiré las iniciales de cada una (SRS, CA), seguidas del número y el párrafo correspondiente.
17La distinción de esas tres esferas ya la usó J. Ha be rm a s, Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, Amorrortu, Buenos Aires 1975; también, dentro del pensamiento neoconservador, M. Nova k, El espíritu del capitalismo democrático, Tres Tiempos, Buenos Aires 1983; The Catholic Ethics and the Spirit of Capitalism, Free Press, New York 1993.
18He estudiado esta encíclica de forma más sistemática en Creyentes en la vida pública. Iniciación a la Doctrina Social de la Iglesia, San Pablo, Madrid 1995, 135-166.
19Sería posible también encontrar elementos en “Centesimus annus” para un análisis parecido del colectivismo. Sólo que en este caso Juan Pablo II se vale del mismo esquema de tres sistemas, pero para explicar la causa última del fracaso de dicho modelo. Esta causa hay que encontrarla en el sistema ético-cultural que le inspiró (el marxismo), que tampoco entendió correctamente la libertad humana.
20Véase, por ejemplo, la conferencia pronunciada por R. Te rm es en el curso de verano de la Universidad Complutense (El Escorial, julio de 1991) con el título de La doctrina social y el espíritu del capitalismo. Crónica de un malentendido. Fue recogida en la obra del mismo autor Desde la libertad, Ediciones EILEA, Madrid 1997, 101-126.
21La idea se repite más adelante: la doctrina social “reconoce la positividad del mercado y de la empresa” [CA 43a].
22He corregido la traducción castellana (siguiendo el original latino, con la ayuda de los textos francés e italiano), ya que la versión oficial es difícilmente inteligible: no se capta que lo que el texto pretende es colocar, más allá de la justicia conmutativa (la de los intercambios equivalentes, o sea, la del mercado), la justicia como pleno reconocimiento de la dignidad humana. Y ésta comporta una doble dimensión: una, en la que el sujeto es beneficiario (sobrevive dignamente); otra, en la que es protagonista (contribuye al bien común). El texto latino permite la traducción propuesta: “Ante rationem permutationis rerum parium et ante iustitiae genera quae eius sunt propria, aliquid viget quod homini debetur quia homo est ob eius eminentem dignitatem. Hoc aliquid, quod debetur, potestatem flagitat qua quis superstes vivat et reapse ad bonum commune totius generis humani conducat”.
23Aunque he prescindido aquí de la “Laborem exercens”, en esa primera encíclica social de Juan Pablo ii tampoco está ausente el tema de los valores. Precisamente cuando hace la crítica de lo que llama el “primitivo capitalismo” destaca cómo el materialismo, antes de ser un sistema de pensamiento (tanto el materialismo vulgar como el científico o marxista), fue un modo de vida (materialismo práctico) [n. 13e].