“Nos hace falta construir los vínculos sociales en justicia y solidaridad, y para eso es muy importante que nos reconozcamos iguales en dignidad a los ojos de Dios y a los ojos de cada uno de nosotros.”
Monseñor Jorge Lozano
América Latina no es el Continente más pobre del Planeta, pero sí el de mayor desigualdad. La diferencia entre los pocos más ricos y los muchos más pobres ha tenido oscilaciones en las últimas décadas, pero permanece un escandaloso proceso de concentración económica.
Esto se favorece por el crecimiento del sector financiero por encima del productivo, con lo cual se deterioran las fuentes de trabajo, perjudicando especialmente a los más pobres.
Nos dice Francisco que “la inequidad no afecta sólo a individuos, sino a países enteros, y obliga a pensar en una ética de las relaciones internacionales” (LS 51).
Dividiremos esta reflexión en tres partes. La primera en torno a los fundamentos de la igualdad o desigualdad; la segunda, respecto de las desigualdades que podemos percibir hoy en Argentina; y la tercera, más breve, de conclusión.
Fundamentos de la igualdad
¿De qué hablamos cuando nos referimos a igualdad o desigualdad en la sociedad? ¿Qué queremos expresar?
Coincidiremos en que hay desigualdades no solamente aceptadas sino justamente necesarias. Por ejemplo, si organizamos un campeonato de fútbol para niños es indispensable que establezcamos franjas de edades, ya que no están en las mismas condiciones quienes tienen 7 años que los de 10; no da lo mismo conformar un equipo de fútbol con adolescentes de 12 años que de 17. Hay cuestiones que tienen que ver con el desarrollo, con el tiempo, y que marcan desigualdades que deben ser tenidas en cuenta. Lo mismo podemos considerar en el trabajo, no es lo mismo trabajar a los 20 años que a los 15 o a los 10, ni en el tipo de tarea ni en su legitimidad.
Pero hay otras consideraciones de la igualdad que tienen relación con nuestra propia naturaleza, con lo que somos nosotros. Desde la tradición judeo cristiana, reconocemos que la vida es un don de Dios, somos creados por él a su imagen y semejanza (Gén 1,26) y puedo afirmar con verdad que mi vida es un regalo de Dios, y le doy gracias por eso.
Simultáneamente debo decir que no solamente mi vida es un regalo de Dios sino también la de cada uno lo es para sí y para los demás. La vida de los demás también es un regalo de Dios para mí. San Juan Pablo II en aquella Carta Apostólica con que concluyó el Gran Jubileo del año 2000 decía que la espiritualidad de comunión da la capacidad de sentir al hermano como “uno que me pertenece”, y me ayuda a ver “todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un ‘don para mí’, además de ser un don para el hermano” (Nmi, 43).
Y demos un paso más aún. Debemos sostener al mismo tiempo que la vida del planeta es un regalo de Dios para toda la humanidad. “Para la tradición judío-cristiana, decir ‘creación’ es más que decir naturaleza, porque tiene que ver con un proyecto del amor de Dios donde cada criatura tiene un valor y un significado” (LS 76). Desde una perspectiva trascendente, es el fundamento de la igualdad de todos los seres humanos entre sí, y del destino universal de los bienes, uno de los principios fundamentales de la Doctrina Social de la Iglesia. Dios no me regala más a mí que a los demás: a todos nos da la vida y el mundo para la felicidad. Por eso nos dice el Papa que: “deberían exasperarnos las enormes ¡nequidades que existen entre nosotros, porque seguimos tolerando que unos se consideren más dignos que otros” (…). “Seguimos admitiendo en la práctica que unos se sientan más humanos que otros, como si hubieran nacido con mayores derechos” (LS 90).
Este don de Dios hace que contemplándonos en su mirada todos tengamos un valor que es absoluto en nuestra propia dignidad. Dios, cuando nos mira, ve a sus hijos.
Sin embargo, esto no significa que seamos idénticos unos de otros, sino que reconocemos también la diversidad. No somos fotocopias unos de otros, ni como tornillos fabricados en serie, porque nuestra igualdad se basa en reconocemos como imagen y semejanza de Dios.
Somos iguales y diversos con la originalidad que cada uno de nosotros tiene.
Esta igualdad fundamental entre nosotros es de origen, de destino y de camino.
Afirmamos que somos creados por amor y también que nuestro destino es la felicidad, no sólo en la vida eterna sino también en este mundo. Fuimos creados por Dios como parte de un proyecto de su amor, que tiene como finalidad nuestra felicidad. No somos seres surgidos al azar, ni producto de peleas mitológicas, ni tampoco arrojados en el mundo y sin amor. Esto lo reconocemos no sólo en la tradición judeo-cristiana sino también en muchos de nuestros pueblos originarios y otras confesiones religiosas.
También está expresado, con otro lenguaje, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Comienza su Preámbulo:
“Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana…”.
Y en el Artículo 1 ° de la misma Declaración expresa que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Esta Declaración ha sido elaborada como un instrumento que quiere ser garantía de paz y de justicia entre los pueblos.
El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia es un extenso volumen que reúne diversas orientaciones y enseñanzas del Magisterio Social. Allí se nos dice que “la vida social no es para el hombre una sobrecarga accidental, sino una dimensión esencial e ineludible” (CDSI, 384).
Reconocemos en nuestra naturaleza esta orientación a compartir la vida con los hermanos y a ser parte de una misma sociedad. Es la dimensión de igualdad en el camino. Por eso es legítimo que “soñemos como una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos” (FT 8).
Desigualdad e inequidad
La desigualdad en el plano social se introduce entre nosotros rompiendo, por un lado, el plan de Dios -si lo miramos desde una perspectiva creyente- y destruyendo la paz entre las personas y entre los grupos sociales o las naciones -si lo miramos en el contexto de la Declaración Universal de los Derechos Humanos recién citada y otros tratados internacionales-.
Las situaciones de exclusión persistentes en muchas regiones de nuestro país producen profundas desigualdades en el cuerpo social. Para revertir estas situaciones de escándalo no basta con buscar la igualdad, lo que tenemos que hacer es promover la equidad, que significa ayudar más a quien menos tiene. La inequidad y desigualdad tiene en nuestros barrios, en nuestras provincias, rostros concretos e historias que nos pueden resultar cercanas a muchos de nosotros.
Hay muchos adolescentes y jóvenes que se codean con la muerte de modo cotidiano. Veamos lo que expresa una canción de rock: “Estaba el diablo mal parado/ en la esquina de mi barrio/ al lado de él estaba la muerte con una botella en la mano”; para concluir diciendo “y más miedo que ellos dos,/ me daba el propio ser humano/ y quizás yo no esperaba a nadie/ y entre las risas del aquelarre/ el diablo y la muerte se me fueron amigando” (Balada del diablo y la muerte, La Renga).
Vienen a mi memoria rostros que vi en muchas comunidades indígenas y pobres criollos, de niños limpiando parabrisas o haciendo acrobacia en los semáforos. Gente sola que duerme en la calle o en estaciones de tren, o en el hall de hospitales. Ranchos con paredes de lona, plástico o cartón y pisos de tierra; sin agua potable.
Hace unos años escuché a una economista que proponía este ejemplo. En una maratón que corren 1.000 personas, todas salen del mismo punto de largada, por decir, el cero. Al mes siguiente o el año próximo, si se corre otra maratón, todos vuelven a salir del punto cero. En la vida, en cambio, no. El niño que al primer año de vida tuvo deficiencia alimentaria ya no alcanzará a desarrollar lo mismo que otro que nació el mismo día que él pero en otro lado. Al llegar a los 5 años las diferencias serán aún mayores, y también permanentes. Ya nunca se encontrarán en el mismo puesto de largada. Nunca hubo ni habra para ellos “igualdad de oportunidades”, ni en el cuidado de la salud, la vivienda, la educación, el trabajo.
El lugar geográfico en el cual se encuentra la cuna que recibe al bebé condiciona su futuro de una manera lapidaria. ¿Es esto justo?
Reconocemos que somos iguales en origen y en destino, salimos de las manos de Dios y estamos llamados a alcanzar la felicidad. Sin embargo, este proyecto de amor de Dios no se cumple ni se palpa de la misma manera en distintos lugares de nuestra patria y el mundo. No todos pueden acceder a compartir el mismo camino.
No es una problemática únicamente argentina. Decíamos que América Latina es el Continente más desigual del Planeta. El papa Francisco lo ve reflejado en nuestra región. “La disparidad de poder es enorme, los débiles no tienen recursos para defenderse, mientras el ganador sigue llevándoselo todo” (QAm 13). Y nos recordaba una expresión de san Pablo VI, “los pueblos pobres permanecen siempre pobres, y los ricos se hacen cada vez más ricos” (PP 57). Es necesario contraponerse a los intereses económicos miopes y a la lógica del poder de unos pocos que excluyen a la mayoría de la población mundial y generan pobreza y marginación. Nos decía el papa Francisco en noviembre de 2013: “mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz” (EG 56).
El Santo Padre exponía una realidad muy dura el 5 de febrero de 2020: “Se calcula que aproximadamente cinco millones de niños menores de cinco años este año morirán a causa de la pobreza. Otros 260 millones, de niños, carecerán de educación debido a la falta de recursos, debido a las guerras y las migraciones. Esto en un mundo rico, porque el mundo es rico. Esta situación ha propiciado que millones de personas sean víctimas de la trata y de las nuevas formas de esclavitud, como el trabajo forzado, la prostitución y el tráfico de órganos. No cuentan con ningún derecho y garantías; ni siquiera pueden disfrutar de la amistad o de la familia”. (Discurso de Francisco en el seminario “Nuevas formas de solidaridad”, 5 de febrero 2020).
Pero volvamos a la Argentina. Esta inequidad e injusticia que se da entre los niños en nuestra Patria debiera darnos vergüenza al contemplar estas situaciones.
Esto que hemos focalizado en la infancia podemos hacerlo extensivo a la familia pobre, a los ancianos que viven en la miseria.
Predicaba el Cardenal Jorge Mario Bergoglio en el Santuario de San Cayetano el 7 de agosto de 2001: “Las imágenes contrastantes que usa Jesús en las Bienaventuranzas me recuerdan a las que vemos en los noticieros: gente pobre en la calle y gente rica festejando fastuosamente, pobres perseguidos por reclamar trabajo y ricos que eluden la justicia y encima los aplauden; gente que llora por violencia y gente que tira comida…”.
Conclusión
Francisco nos pide no dejarnos vencer por el desaliento. “El principal mensaje de esperanza que quiero compartir con ustedes es precisamente este: se trata de problemas solucionables y no de ausencia de recursos. No existe un determinismo que nos condene a la inequidad universal. Permítanme repetirlo: no estamos condenados a la inequidad universal” (Francisco, Discurso en el seminario “Nuevas formas de solidaridad”).
Es importante buscar algunas respuestas efectivas. Alcanzarlas depende del modo en que cada uno de nosotros mira su vida y en el que nos ubicamos con respecto a la sociedad. En algunos autos veo una especie de calcomanía que refleja en dibujitos una “familia tipo”: papá, mamá, dos o tres niños, y agregan también al perro, el gato. A veces nuestro horizonte afectivo termina ahí y decimos “estos son los míos, y si los míos están bien, los demás no me importan”. Tenemos que aprender a cuidar el lenguaje, ya que los míos son todos, los nuestros son todos. Cuando decimos “nosotros estamos bien” o “estamos mal”, ¿a quién incluimos? ¿A mi familia, a mi edificio, a mi escuela, a mi ciudad, a la Patria, al continente, al mundo entero? Es importante aceptar que “no puedo reducir mi vida a la relación con un pequeño grupo, ni siquiera a mi propia familia, porque es imposible entenderme sin un tejido más amplio de relaciones: no sólo el actual sino también el que me precede y me fue configurando a lo largo de mi vida (…). Los grupos cerrados y las parejas autorreferenciales, que se constituyen en un “nosotros” contra todo el mundo, suelen ser formas idealizadas de egoísmo y de mera autopreservación” (FT 89).
Como insiste Francisco, “no es sano que nos habituemos al mal, no nos hace bien permitir que nos anestesien la conciencia social” (QAm 15).
Nos hace falta construir los vínculos sociales en justicia y solidaridad, y para eso es muy importante que nos reconozcamos iguales en dignidad a los ojos de Dios y a los ojos de cada uno de nosotros. El Cardenal Bergoglio usó una expresión que nos tiene que ayudar mucho a la hora de mirar la economía y pensarnos de cara al futuro. “Nunca vi un camión de mudanza detrás de un cortejo fúnebre. Mi abuela nos decía: ‘La mortaja no tiene bolsillos’” (7 de agosto de 2012). De este mundo no nos vamos a llevar nada material. Por eso es importante que consideremos de modo simultáneo la riqueza y la pobreza, y encender una a la luz de la otra.
El mismo Papa nos invitaba a “tocar la carne de Cristo sufriente en el pueblo” (EG 24). Para que haya equidad, y de parte de nosotros voluntad de cambio, tenemos que hacernos cargo de la pobreza. Toda forma de miseria es una violación al plan de Dios y una injusticia. Ojalá miremos al país desde una perspectiva federal, y logremos preparar en cada rincón una cuna donde valga la pena nacer para tener un futuro con equidad.
Fuente: Libro “Clamor de los pobres, gemido de la tierra. Despertar el sueño de una humanidad fraterna” (2021)