La DSI es el conjunto de enseñanzas que posee la Iglesia sobre los problemas de orden social, que el Magisterio escoge de la ley natural y de la revelación y que adapta a los problemas sociales de su tiempo con el fin de ayudar a los pueblos y a los gobiernos a organizar una sociedad más humana y conforme con el designio de Dios

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La «cuestión social» se remonta al comienzo de la historia humana, manifestándose asimismo en la primitiva comunidad cristiana, solicitando la intervención de sus pastores[i] [ii]. Con el paso del tiempo, surgieron cuestiones a las que la Iglesia tuvo que responder, en conformidad con el Evangelio: «La enseñanza social de la Iglesia es un desarrollo orgánico de la misma verdad del Evangelio. Es “el Evangelio social” de nuestro tiempo, así como la época histórica de los Apóstoles tuvo el Evangelio social de la Iglesia primitiva, y lo tuvo la época de los Padres, y más tarde la de santo Tomás de Aquino y de los grandes Doctores medievales. Lo ha tenido en fin el siglo XIX, henchido de grandes novedades y de cambios, de iniciativas y de problemas que han preparado el terreno a la Encíclica Rerum novarum. Conviene recordar que sólo Cristo revela plenamente el misterio humano, al tiempo que es necesaria la fe para «purificar» la razón, para la edificación de la sociedad. El encargo de enseñar auténticamente la fe ha sido confiado por Jesucristo al Magisterio de la Iglesia, como «columna y fundamento de la verdad»[iii]. Este magisterio en el ámbito social se denomina doctrina social de la Iglesia, una doctrina que quiere servir a la formación de las conciencias en la política y contribuir a que crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia, y, al mismo tiempo, la disponibilidad para actuar conforme a ella[iv].

El hecho de que no haya existido una doctrina social sistemática del Magisterio de la Iglesia no significa que no haya existido una Doctrina Social de la Iglesia (DSI) durante los diecinueve primeros siglos de la misma. La vida social de la Iglesia, la enseñanza de los Santos Padres y del Magisterio a lo largo de estos siglos manifiestan el interés social de una enseñanza y de su pastoral. El testimonio social de muchos cristianos durante los primeros siglos, puesto de manifiesto en la Carta a Diogneto, durante la Edad media y la renovación durante los siglos precedentes a la revolución industrial, como la atención a los hospitales, marginados, práctica de la limosna…, manifiestan que tras estos signos existe una doctrina social de la Iglesia eclesial y comunitaria. Desde su comienzo, la Iglesia ha testimoniado su doctrina social con sus obras, incluso antes que con la enseñanza teórica. La DSI nacerá con la misma Iglesia, cuya tarea ha sido siempre la de iluminar al hombre a descubrir la verdad y consagrarse a la difusión del Evangelio con el fin de servir a los hombres[v].

En la patrística, existe una oposición clara a lo que en nuestros tiempos se llamará «liberalismo económico», especialmente con la independencia moral de los Santos Padres, respecto a una proclamación del dominio de las riquezas y del lucro en la vida económica con la consiguiente subordinación de los valores morales y sociales a los materiales y de la exaltación del interés individual. Los SS.PP. proclaman la subordinación de la vida económica y social a las exigencias de la justicia y de la comunicación de bienes, la primacía de los valores humanos en la vida económica, el señorío del hombre sobre las riquezas y la exaltación de la utilidad común y no del interés particular como móvil de la acción económica. Por otro lado, estiman que las riquezas son moralmente indiferentes, su bondad y maldad dependen del uso que se haga de ellas. Asimismo, aparecen nuevos valores sociales: solidaridad, el dominio del mundo por el trabajo y el sentido de la igual dignidad de todos los hombres. Entre los signos de preocupación social, se encuentran: la atención al peregrino y al enfermo como verdadera acción evangelizados, la creación de los «fondos de piedad»[vi] o la práctica de la limosna.

La cuestión social tiene como punto de partida una «injusta situación». A pesar del progreso que se advierte en el mundo, la situación de muchos grupos no es la más idónea. Se entiende por «cuestión social» aquel problema suscitado por un grupo concreto, la injusta situación creada y el esfuerzo por resolverla y ordenarlo todo al bien común.

Qué es la Doctrina Social de la Iglesia

La DSI es el conjunto de enseñanzas que posee la Iglesia sobre los problemas de orden social, que el Magisterio escoge de la ley natural y de la revelación y que adapta a los problemas sociales de su tiempo con el fin de ayudar a los pueblos y a los gobiernos a organizar una sociedad más humana y conforme con el designio de Dios. Dicho de otro modo, «es el conjunto de las enseñanzas sobre la sociedad formuladas por el Magisterio de la Iglesia»[vii]. Según Juan Pablo II, la DSI es «la cuidadosa formulación del resultado de una atenta reflexión sobre las complejas realidades de la vida del hombre en sociedad y en el contexto internacional, a la luz de la fe y de la tradición eclesial»[viii]. El mensaje de Cristo se refiere al hombre completo, incluida su dimensión social. En esta misión se inscribe la DSI[ix], servicio de la caridad pero en la verdad[x]. La DSI posee la misma autoridad del Magisterio moral. Se trata de magisterio auténtico que exige la aceptación y adhesión de los fieles: «El peso doctrinal de las diversas enseñanzas y el asenso que requieren depende de su naturaleza, de su grado de independencia respecto a elementos contingentes y variables, y de la frecuencia con la cual son invocados»[xi]. Por tanto, las enseñanzas poseen un diverso grado de autoridad, debiéndose distinguir entre principios fundamentales, criterios de juicio y directivas de acción. Por lo demás, no todos los documentos magisteriales gozan de la misma autoridad, siendo mayor la de una encíclica que la de un discurso del Papa.

Objetivo de la Doctrina Social de la Iglesia

El objetivo de la DSI consiste en guiar la vida social a la luz de la Revelación, aplicando la verdad del Evangelio, evangelizando el ámbito social «para promover así una sociedad a la medida del hombre en cuanto que es a la medida de Cristo, más conforme al Reino de Dios»[xii]. Para conseguir exponer las bases teóricas y los medios prácticos de orden moral con el fin de edificar una sociedad según el designio divino, la actividad de la Iglesia, incluida su doctrina social, está orientada a conducir al hombre a Cristo[xiii].

La DSI se propone educar las conciencias y guiar la conducta personal para promover unas relaciones sociales humanas. Su finalidad es de orden religioso y moral[xiv]’: «la finalidad inmediata de la doctrina social es la de proponer los principios y valores que pueden afianzar una sociedad digna del hombre»[xv].

La expresión «doctrina social de la Iglesia» comienza a usarse en la primera mitad del siglo XX, teniendo una suerte variable. Se trata, en cualquier caso, de una doctrina elaborada y vivida por la Iglesia, como tarea del Magisterio capaz de unificar y promulgar el pensamiento cristiano en la esfera social.

Sujeto de la Doctrina Social de la Iglesia

El sujeto de la DSI es la comunidad cristiana en su diversidad de vocaciones y funciones: «La Doctrina social de la Iglesia es de la Iglesia porque la Iglesia es el sujeto que la elabora, la difunde y la enseña. No es prerrogativa de un componente del cuerpo eclesial, sino de la comunidad entera: es expresión del modo en que la Iglesia comprende la sociedad y se confronta con sus estructuras y sus variaciones. Toda la comunidad eclesial -sacerdotes, religiosos y laicos- participa en la elaboración de la doctrina social, según las diversas tareas, carismas y ministerios (…) La doctrina social no es sólo fruto del pensamiento y de la obra de personas cualificadas, sino que es el pensamiento de la Iglesia, en cuanto obra del Magisterio, que enseña con la autoridad que Cristo ha conferido a sus sucesores: el Papa y los Obispos en comunión con él»[xvi].

Fuentes de la Doctrina Social de la Iglesia

Las fuentes de la DSI son el derecho natural y la Revelación. El derecho natural aparece como el lugar de encuentro de todos los hombres. Las relaciones interpersonales descritas en las encíclicas están basadas en el derecho natural fundado en que todo hombre es persona, posee una naturaleza dotada de inteligencia y voluntad de la que dimanan derechos y deberes inalienables. La segunda fuente es la Revelación, que orienta la doctrina social hacia la comunión, y es la fuente decisiva de la DSI. Las disposiciones bíblicas más señaladas son: la alteridad, la fraternidad, la comunidad, la sociabilidad, la generosidad con el pobre y con el forastero, la misericordia, la gratuidad social. Ambas fuentes se complementan. Anular la Revelación haría de la doctrina social una mera ética social, y la supresión del derecho natural convertiría la enseñanza de la Iglesia en una ideología o en una praxis relativa: «La fe y la razón constituyen las dos vías cognoscitivas de la doctrina social, siendo dos las fuentes de las que se nutre: la Revelación y la naturaleza humana. El conocimiento de fe comprende y dirige la vida del hombre a la luz del misterio histórico-salvífico, del revelarse y donarse de Dios en Cristo por nosotros los hombres. La inteligencia de la fe incluye la razón, mediante la cual ésta, dentro de sus límites, explica y comprende la verdad revelada y la integra con la verdad de la naturaleza humana, según el proyecto divino expresado por la Creación, es decir, la verdad integral de la persona en cuanto ser espiritual y corpóreo, en relación con Dios, con los demás seres humanos y con las demás criaturas»[xvii]. Por lo demás, todo el contenido de la doctrina social de la Iglesia es accesible a la sola razón: la fe sólo añade un suplemento de certeza, de coherencia y de incentivo[xviii].

Principios de la Doctrina Social de la Iglesia

Respecto a los principios, siempre que la Iglesia interviene en la cuestión social lo hace apelando a principios que le son propios. Estos principios «constituyen la primera articulación de la verdad de la sociedad, que interpela toda conciencia y la invita a interactuar libremente con los demás, en plena corresponsabilidad contodos y respecto de todos»[xix]. Poseen un carácter basilar, puesto que se refieren a la realidad social en su conjunto, y son universales y permanentes, si bien su aplicación puede verse modificada en función de las circunstancias. Son normas prácticas de comportamiento y de estructuración social que se encuentran interrelacionadas.

Dignidad de la persona humana

El primero de ellos es la dignidad de la persona humana, sin olvidar los Derechos humanos como estilo de servicio al hombre y el bien común, absolutamente inseparable de la dignidad de la persona humana y razón de ser de los poderes públicos[xx]. La dignidad de la persona es la misma para todos y pertenece a todos porque se funda en «ser imagen y semejanza de Dios» y estar llamado a la comunión con Él. Esa dignidad es algo que procede de Dios y que Él concede al hombre en cuanto imagen suya. Compete promocionar esta dignidad de un modo especial a los poderes públicos, a las instituciones políticas y sociales. Por lo demás, esta dignidad esencial de todo ser humano es el fundamento de la igualdad radical de todos los hombres, y muestra la injusticia de cualquier discriminación social, política, religiosa o cultural: «En esto (la dignidad de la persona) son todos los hombres iguales, y nada hay que determine diferencias entre los ricos y los pobres, entre los señores y los operarios, entre los gobernantes y los particulares, pues “uno mismo es el Señor de todos” (Rm 10,12)». Sin caer en el error de un igualitarismo envidioso y utópico, deberá favorecerse una esencial igualdad entre todos los hombres.

Bien Común

El bien común es otro de esos principios, por el que entendemos como «el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección»[xxi]. El bien común es inseparable de la dimensión trascendente de la persona. Una visión sólo inmanente del bien común es incompatible con el verdadero desarrollo de la persona. El bien común terreno deberá estar incorporado al fin último del hombre que es Dios y no reducirse a los aspectos exclusivamente materiales de bienestar socioeconómico”. Dicho esto, tampoco conviene olvidar que la consecución del bien común deberá estar regulada por ley moral, y que, a pesar de cualquier cambio social, existen elementos fundamentales del bien común que permanecen inalterables: trabajar por la paz, proteger el medio ambiente o la prestación a servicios básicos para el normal desarrollo de la vida humana. Aquí también los poderes públicos juegan un papel esencial en la promoción del bien común: la razón de ser del Estado, su legitimidad y su tarea principal consiste en la edificación del bien común temporal, esforzándose por armonizar de un modo justo los intereses de los individuos y de de los distintos grupos. Todos, en fin, deberemos trabajar por la realización y consecución del bien común[xxii] [xxiii].

Destino Universal de los Bienes

Junto a ellos encontramos asimismo el principio del destino universal de los bienes[xxiv], el derecho al uso común de los bienes, salvando el legítimo y necesario derecho de propiedad privada. Un principio que resulta no sólo de la dignidad inalienable de todo ser humano (poseyendo así un carácter natural y universal, libre de la voluntad del Estado o de cualquier situación histórica), sino también del misterio de la creación: «Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa»[xxv]. La raíz última de esa destinación universal de los bienes es, por tanto, el hecho de que Dios ha dado la tierra a los hombres para su desarrollo, sin excluir ni privilegiar a nadie. Para el Magisterio de la Iglesia el principio del uso común de los bienes y su destino universal es el primer principio de todo el ordenamiento ético-social y el principio peculiar de la doctrina social cristiana[xxvi].

Del destino universal de los bienes se desprende el derecho a la propiedad privada. El uso privado de los bienes garantiza la autonomía personal y familiar, constituyendo una ampliación de la libertad humana, así como una de las condiciones de las libertades civiles[xxvii]. Por eso, el Magisterio social ha enseñado desde siempre el derecho a la propiedad privada y su hipoteca social, promoviendo el acceso equitativo de todos a la propiedad, de modo que cada persona y cada familia posean algunos bienes como propios[xxviii]. No se trata de un derecho absoluto, sino de un medio para realizar el principio del destino universal de los bienes: el dominio privado está subordinado a su original destino común.

Solidaridad

Otro principio fundamental de la doctrina social de la Iglesia es el de la exigencia de la solidaridad, derivada de la misma naturaleza humana[xxix] y de la creciente interdependencia mundial: «las nuevas relaciones de interdependencia entre hombres y pueblos, que son, de hecho, formas de solidaridad, deben transformarse en relaciones que tiendan hacia una verdadera y propia solidaridad ético-social que es la exigencia moral ínsita en todas las relaciones humanas»[xxx]. La solidaridad comporta la promoción de la dignidad de la persona humana, así como favorecer la libertad y responsabilidad de todos en sus relaciones sociales. La solidaridad, más allá de un mero sentimiento banal, debe comprenderse como verdadera virtud, es decir, como la determinación firme de empeñarse por el bien común con el fin de que todos seamos responsables de todos[xxxi]. Tenemos una deuda con la sociedad y estamos llamados a colaborar eficazmente con su desarrollo: «El principio de solidaridad implica que los hombres de nuestro tiempo cultiven aún más la conciencia de la deuda que tienen con la sociedad en la cual están insertos: son deudores de aquellas condiciones que facilitan la existencia humana, así como del patrimonio, indivisible e indispensable, constituido por la cultura, el conocimiento científico y tecnológico, los bienes materiales e inmateriales, y todo aquello que la actividad humana ha producido. Semejante deuda se salda con las diversas manifestaciones de la actuación social, de manera que el camino de los hombres no se interrumpa, sino que permanezca abierto para las generaciones presentes y futuras, llamadas unas y otras a compartir, en la solidaridad, el mismo don»[xxxii] [xxxiii].

Subsidiariedad

A continuación, y sin la pretensión de ser exhaustivos, se encontraría el principio de subsidiariedad10. La doctrina cristiana enseña que el Estado no debe sustituir la libertad y responsabilidad de las personas, ni las asociaciones más extensas impedir el dinamismo de las asociaciones menores. Esto se realiza a través del principio de la subsidiariedad[xxxiv]. Así lo enseña la Quadragesima anno: «Como no se puede quitar a los individuos y dar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con sus propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar (…). Por lo tanto, tengan muy presente los gobernantes que, mientras más vigorosamente reine, salvado este principio de función «subsidiaria», el orden jerárquico entre las diversas asociaciones, tanto más firme será no sólo la autoridad, sino también la eficiencia social, y tanto más feliz y próspero el estado de la nación»[xxxv]. En sentido positivo, el principio de subsidiariedad significa favorecer las iniciativas de los individuos a través de la ayuda, así como la creación de instituciones que faciliten una actuación autónoma; en sentido negativo, el principio de subsidiariedad implica no limitar el espacio de actuación de las personas y grupos menores, cuya libertad no debe verse despojada”3. Por otro lado, el principio de subsidiariedad está ligado al de participación, esto es, a la exigencia de realizar la propia parte en la edificación del bien social[xxxvi] [xxxvii]. Ello exige una paciente tarea educativa, una profunda formación moral para que la gestión de la vida social sea el resultado de una corresponsabilidad de todos en el bien común.

Participación

Consecuencia característica de la subsidiaridad es el principio de participación, que se expresa, esencialmente, en una serie de actividades mediante las cuales el ciudadano, como individuo o asociado a otros, directamente o por medio de los propios representantes, contribuye a la vida cultural, económica, política y social de la comunidad civil a la que pertenece. La participación es un deber que todos han de cumplir conscientemente, en modo responsable y con vistas al bien común.

La participación no puede ser delimitada o restringida a algún contenido particular de la vida social, dada su importancia para el crecimiento, sobre todo humano, en ámbitos como el mundo del trabajo y de las actividades económicas en sus dinámicas internas, la información y la cultura y, muy especialmente, la vida social y política hasta los niveles más altos, como son aquellos de los que depende la colaboración de todos los pueblos en la edificación de una comunidad internacional solidaria. Desde esta perspectiva, se hace imprescindible la exigencia de favorecer la participación, sobre todo, de los más débiles, así como la alternancia de los dirigentes políticos, con el fin de evitar que se instauren privilegios ocultos; es necesario, además, un fuerte empeño moral, para que la gestión de la vida pública sea el fruto de la corresponsabilidad de cada uno con respecto al bien común.

 

Al intervenir en la cuestión social, la Iglesia ejercita un derecho y cumple un deber[xxxviii] [xxxix] [xl]. En la cuestión social está en juego el bien común, y éste «abarca a todo el hombre, es decir, tanto las exigencias del cuerpo como las del espíritu» “6. Con sus intervenciones, la Iglesia intenta guiar a los hombres «para que ellos mismos den una respuesta, con ayuda también de la razón y de las ciencias humanas, a su vocación de constructores responsables de la sociedad terrena» “7.

La primera razón para una participación de la Iglesia es, como dijimos, la dignidad de la persona humana. La persona está en el centro de la cuestión social[xli] [xlii]. La preocupación social de la Iglesia se orienta «al desarrollo auténtico del hombre y de la sociedad, que respete y promueva en toda su dimensión la persona humana» “9. Es el hombre entero quien será objeto central de su misión: «todo lo humano nos pertenece»[xliii]. Es el recto conocimiento del hombre y de su destino lo que los cristianos pueden ofrecer. La Iglesia cumple un triple deber: anuncio de la verdad acerca de la dignidad del hombre y de sus derechos, denuncia de las situaciones injustas y cooperación en los cambios positivos de la sociedad hacia el verdadero progreso del hombre[xliv]. La Iglesia, con su doctrina, apoya al hombre a la luz de Cristo, hombre nuevo[xlv].

Una segunda razón que justifica la intervención de la Iglesia es el carácter moral de las realidades sociales y de la cuestión social; es decir, la cuestión social hay que comprenderla como un verdadero hecho moral. Todo acto libre posee connotación moral, en cuanto además de producir un efecto en el mundo influye en el modo de ser de quien lo realiza. En todos los problemas, quien está implicado es el hombre y sus acciones como ser personal moral y por ello susceptible de juicio moral[xlvi]. La causa de las situaciones injustas se encuentra en la conducta inmoral de las personas: «El pecado del hombre, es decir, su ruptura con Dios, es la causa radical de las tragedias que marcan la historia de la libertad»[xlvii]. Los pecados personales tienden a instaurar verdaderas «estructuras de pecado»[xlviii] que actúan como incentivos de otros pecados. Nuestros pecados personales hacen que nuestro mundo esté sometido a verdaderas estructuras de pecado que, teniendo su origen en acciones individuales, «van más allá de las acciones y de la vida breve del individuo. Afectan también al desarrollo mismo de los pueblos[xlix]. Por ello, si se quiere solucionar la cuestión social, tanto el pecado personal como el social, han de ser superados mediante un proceso de conversión, de transformación personal. Ante esta realidad enferma de la sociedad, por el contenido moral que conllevan las cuestiones integradas en la cuestión social, la Iglesia «no puede permanecer indiferente»[l]. Parece evidente que «los principios católicos en materia social se han convertido en patrimonio de toda la sociedad humana»[li]. Semejante servicio eclesial está dirigido al fortalecimiento de la unidad y de la verdad.

Por otro lado, la intervención social es una exigencia del Evangelio. La Iglesia es interpelada a un acercamiento a los hombres afectados por la cuestión social con entrañas de misericordia y a actuar eficazmente cumpliendo el mandato de su fundador divino que se conmovió al ver la multitud hambrienta. Sintiendo compasión de la muchedumbre, demostró que se preocupaba de las necesidades materiales de los pueblos[lii]. Con la luz del Evangelio, la Iglesia descubre la raíz del desorden social y señala que el único camino de restauración salvadora es «la reforma cristiana de las costumbres» [liii]°. Esta tarea debe desembocar en acciones transformadoras[liv]. De la confrontación entre el mensaje del Evangelio y los «signos de los tiempos» ha nacido la DSI.

La cuestión social es un deber del ministerio pastoral de la Iglesia. La Iglesia vive su ministerio pastoral como un derecho y un deber, a lo que no se puede renunciar. Permaneciendo en silencio falta a un deber y deja de ser la Iglesia[lv]. Por tanto, la misión de la Iglesia es la santificación del hombre, se ocupa también de las necesidades que la vida diaria plantea a los hombres, «no sólo de las que afectan a su decoro sustento, sino de las relativas a su interés y prosperidad, sin exceptuar bien alguno y a lo largo de las diferentes épocas»[lvi]. Esta fidelidad pastoral se convierte en una cooperación al progreso de la sociedad y del hombre[lvii].

Con lo dicho hasta ahora, está más que justificada la participación de la Iglesia en la cuestión social. Siempre que la Iglesia interviene en la cuestión social lo hace apelando a principios que le son propios, como ya hemos visto: la valoración de la dignidad de la persona humana, la relación existente entre moral y sociedad, la exigencia del Evangelio y la acción pastoral a favor del Reino de Dios.

El Catecismo de la Iglesia Católica se acerca al estudio de la DSI de diversas maneras. La primera de ellas se refiere a las fuentes, a la revelación como fuente de compromiso de la vida social135. Desde el Evangelio, la Iglesia descubre la dignidad del hombre como fundamento de la doctrina social136. La segunda clave profundiza en la dimensión moral de la Iglesia, la cual expresa un juicio moral, su naturaleza económica y social, cuando lo exigen los derechos fundamentales de la persona o la salvación del alma. El Catecismo observa asimismo el carácter permanente de la DSI como valor y como palabra sobre cuestiones económicas y políticas expuestas al vaivén de la historia137.

La DSI se convierte en un «corpus de doctrina» que se articula desde la praxis interpretativa de esta historia138. Finalmente, el Catecismo se refiere a la naturaleza de la DSI recogiendo las propuestas del contenido de la misma en una dimensión de gradualidad139.

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NOTAS:

[i]        Cfr. Hch 6, 1-6; 11, 28-30; 2 Ts 3, 6-15; St 5,1-6.

[ii]     Juan Pablo II, Homilía en el centenario de la «Rerum novarum», 19-V-1991, n. 5. Para profundizar en la evolución histórica del Magisterio social, puede verse: De Laubier, R, El pensamiento social de la Iglesia, Imdosoc, México 1986; De Torre, J. M., La Iglesia y la cuestión social: de León XIII a Juan Pablo II, Palabra, Madrid 1988; Sanz de Diego, R. M., Periodización de la Doctrina Social de la Iglesia y La evolución de la Doctrina Social de la Iglesia, en Cuadrón, A. A. (coord.), Manual de doctrina social de la Iglesia, BAC, Madrid 1993.

[iii]      1 Tm3,15.

[iv]    Cfr. Deus caritas est, n. 28 a. Para el estudio de las relaciones entre la ley moral, la conciencia y la libertad puede verse: García de Haro, R., La conciencia cristiana, Rialp, Madrid 1978.

[v]       Cfr. Octogésima adveniens, 48.

[vi]      Cfr. Tertuliano, Apologeticum 39,1-7-

[vii]    Cozzoli, M., Chiesa, vangelo e societá. Natura e método della dottrina sociale della Chie- sa, San Pablo, Ctnisello, Balsamo 1996, pp. 28-29.

[viii]    Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 41.

[ix]     Cfr. Messner, J., La cuestión social, Rialp, Madrid 1970; Camacho, I., Creyentes en la vida pública: iniciación a la doctrina social de la Iglesia, San Pablo, Madrid 1995; Melé, D., Cristianos en la sociedad: introducción a la doctrina social de la Iglesia, 2.a ed., Rialp, Madrid 2000; Hóffner, J., Doctrina Social Cristiana (L. Roos, ed.). Herder, Barcelona 2001; J. Souto Coel- ho (coord.), Doctrina social de la Iglesia: manual abreviado, 2.a ed., BAC-Fundación Pablo VI, Madrid 2002; R. Marx-H. Wulsdorf, Ética social cristiana: doctrina social de la Iglesia: perfiles, principios, campos de acción, Edicep, Valencia 2005; Colom, E., Curso de doctrina social de la Iglesia, 2.a ed., Palabra, Madrid 2006; Flecha, J. R., Moral social. La vida en comunidad. Sígueme, Salamanca 2007. De gran utilidad la síntesis: Congregación para la educación católica, Orientaciones para el estudio y enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en ¡a formación de los sacerdotes, 30-XII-1988. Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la doctrina social de la Iglesia, LEV, Ciudad del Vaticano 2005-

[x]       Cfr. Caritas in veritate, n. 5.

[xi]      Compendio, n. 80. CEC, n. 2037.

[xii]     Cfr. Compendio n. 63.

[xiii]    Cfr. Congregación para la doctrina de la fe, Instr. Donum veritatis, n. 14.

[xiv]    Cfr. Compendio, n. 82.

[xv]     Compendio, n. 580.

[xvi]    Compendio, n. 79; CEC, n. 2419; Octogésima adveniens, n. 4.

[xvii]   Compendio, n. 75.

[xviii]  Cfr. Compendio, n. 77.

[xix]    Compendio, n. 163.

[xx]    «De este trascendental principio, que afirma y defiende la sagrada dignidad de la persona, la santa Iglesia, con la colaboración de sacerdotes y seglares competentes, ha deducido, principalmente en el último siglo, una luminosa doctrina social para ordenar las mutuas relaciones humanas de acuerdo con los criterios generales, que responden tanto a las exigencias de la naturaleza y a las distintas condiciones de la convivencia humana como el carácter específico de la época actual, criterios que precisamente por esto pueden ser aceptados por todos» (Mater et magistra, p. 453).

[xxi]   Gaudium et spes, n. 26. Cfr. Mater et magistra, p. 417; Pacem in terris, pp. 272-273; Octogésima adveniens, n. 46; CEC, nn. 1905-1912; Compendio, n. 164.

[xxii] Cfr. Centesimus annus, n. 41.

[xxiii] Cfr. Forment, E., La filosofía del bien común, «Anuario filosófico» 27 (1994) 797- 816; Cotta, S., Postmodemidady bien común, «Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense» 87 (1997) 327-336; Colozzi, I., Ciudadanía y bien común en la sociedad multiétnicay multicultural, «Persona y derecho» 49 (2003) 185-202.

[xxiv]     Cfr. Gaudium et spes, 69.

[xxv]     Gaudium et spes, n. 69. Cfr. Centesimus annus, n. 31. El destino universal se refiere no sólo a los bienes materiales, sino también a los inmateriales. Existe, pues, la necesidad de promover tanto la prosperidad material cuanto el desarrollo espiritual de todo ser humano: cfr. Pacem in tenis, p. 273.

[xxvi]    Cfr. Populorum progressio, n. 22.

[xxvii]  Cfr. Gaudium et spes, 7\\Rerum novarum, pp. 101, 104; La Solemnidad, pp. 231-232; Pío XII, Radiomensaje de Navidad, 24-XII-1942: AAS 35 (1943) 17; Id., Radiomensaje, 1-IX- 1944; AAS 36 (1944) 253; Mater et magistra, pp. 426-429.

[xxviii]  Cfr. Rerum novarum, pp. 100-107; Gaudium etspes, 69, 71; Populorum progressio, 22-24; Laborem exercens, 14; Centesimus annus, 6, 30; CEC, 2402-2406; Compendio, 176-178.

[xxix]   Un artículo interesante sobre el concepto de solidaridad puede verse en; Argandoña, A., Razones y formas de ¡a solidaridad, en E Fernández (dir.), Estudios sobre la encíclica «Sollicitudo rei socialis», Unión Editorial, Madrid 1990, pp. 333-355.

[xxx]     Compendio, n. 193.

[xxxi]    Cfr. Sollicitudo rei socialis, n. 38. Cfr. Compendio, n. 193.

[xxxii]   Compendio, n. 195.

[xxxiii]  Cfr. Sollicitudo rei socialis, 39-40.

[xxxiv]  Cfr. Banús, E. (ed.), Subsidiariedad: historia y aplicación, Newbook, Pamplona 2000; J. T. Raga, El Estado de Bienestar ante el principio de subsidiariedad: el retomo a las fuentes de decisión, en Sánchez Macías, J. I. (coord.), Economía, derecho y tributación. Universidad de Salamanca, Salamanca 2005, pp. 29-62.

[xxxv]   Quadragesimo anno, p. 203. Cfr. Caritas in veritate, n. 57.

[xxxvi] «Con el principio de subsidiaridad contrastan las formas de centralización, de burocratización, de asistencialismo, de presencia injustificada y excesiva del Estado y del aparato público […]. La ausencia o el inadecuado reconocimiento de la iniciativa privada, incluso económica, y de su función pública, así como también los monopolios, contribuyen a dañar gravemente el principio de subsidiaridad. A la actuación del principio de subsidiaridad corresponden: el respeto y la promoción efectiva del primado de la persona y de la familia; la valoración de las asociaciones y de las organizaciones intermedias, en sus opciones fundamentales y en todas aquellas que no pueden ser delegadas o asumidas por otros; el impulso ofrecido a la iniciativa privada, a fin de que cada organismo social permanezca, con las propias peculiaridades, al servicio del bien común; la articulación pluralista de la sociedad y la representación de sus fuerzas vitales; la salvaguardia de los derechos de los hombres y de las minorías; la descentralización burocrática y administrativa; el equilibrio entre la esfera pública y privada, con el consecuente reconocimiento de la función social del sector privado; una adecuada responsabilización del ciudadano para «ser parte» activa de la realidad política y social del país»; Compendio, n. 187.

[xxxvii]                Cfr. Messner, J., Ética social, política y económica a la luz del derecho natural,  Madrid 1967, p. 338.

[xxxviii]              Cfr. Juan XXIII, Mater et magistra, 28.

[xxxix] Juan XXIII, Pacem in terris, 57.

[xl]       Juan Pablo II, Solucitudo rei socialis, Al.

[xli]       Cfr. Gaudium et spes, 1.

[xlii]      Sollicitudo rei socialis, 1.

[xliii]     Pablo VI, Ene. Ecclesiam suam, 91.

[xliv]     Cfr. Congregación para la doctrina de la fe, Libertatis conscientia, 5.

[xlv]      Cfr. Gaudium et spes, 10.

[xlvi]     Cfr. Sollicitudo rei socialis, 9.

[xlvii]    Libertatis conscientia, n. 37.

[xlviii] Juan Pablo II hablando del pecado social recuerda que «se trata de pecados muy personales de quien engendra, favorece o explota la iniquidad; de quien, pudiendo hacer algo por evitar, eliminar, o, al menos, limitar determinados males sociales, omite el hacerlo por pereza, miedo y encubrimiento, por complicidad solapada o por indiferencia; de quien busca refugio en la presunta imposibilidad de cambiar el mundo; y también de quien pretende eludir la fatiga y el sacrificio, alegando supuestas razones de orden superior. Por lo tanto, las verdaderas responsabilidades son de las personas» (Juan Pablo II, Ex. ap. Reconciliatio etpaenitentia, n. 16. Vid. AA.W, Strutture di peccato, Piemme, Casale Monferrato 1989; Illanes, J. L, Estructuras de pecado, en Fernández, F. (dir.), Estudios sobre la encíclica «Sollicitudo rei socialis», Unión Editorial, Madrid 1990, pp. 379-397; Nolan, A., Structures of sin, «Angelicum» 84 (2007) 625-637.

[xlix]     Cfr. Sollicitudo rei socialis, 36.

[l]          Ibidem, 14.

[li]         Quadragesima anno, 21.

[lii]        Cfr. Mater et magistra, 4.

[liii]       Quadragesimo anno, 54.

[liv]       Cfr. Ibidem, 48.

[lv]       Cfr. Rerum novarum, 12. Sagrada congregación para la educación católica, Orientaciones para el estudio y la enseñanza de la Doctrina Social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes (Roma 30-12-1988).

[lvi]       Mater et magistra, 2.

[lvii]      Cfr. Pío XII, La Solemnitá, 5.