JÓVENES

1849

HOMILÍA EN LA MISA PARA LOS JÓVENES EN EL  MONTE DE LAS BIENAVENTURANZAS

Viernes 24 de marzo

“¡Mirad, hermanos, vuestra vocación!” (1 Co 1, 26).

  1. Hoy estas palabras de san Pablo se dirigen a todos los que hemos venido aquí, al monte de las Bienaventuranzas. Estamos sentados en esta colina como los primeros discípulos, y escuchamos a Jesús. En silencio escuchamos su voz amable y apremiante, tan amable como esta tierra y tan apremiante como una invitación a elegir entre la vida y la muerte.

¡Cuántas generaciones antes que nosotros se han sentido conmovidas profundamente por el sermón de la Montaña! ¡Cuántos jóvenes a lo largo de los siglos se han reunido en torno a Jesús para aprender las palabras de vida eterna, como vosotros estáis reunidos hoy aquí! ¡Cuántos jóvenes corazones se han sentido impulsados por la fuerza de su personalidad y la verdad apremiante de su mensaje! ¡Es maravilloso que estéis aquí!

Gracias, arzobispo Butros Mouallem, por su amable acogida. Le ruego que transmita mis saludos cordiales a toda la comunidad greco-melquita que usted preside. Extiendo mi saludo fraterno a los numerosos cardenales, al patriarca Sabbah, así como a los obispos y sacerdotes presentes aquí. Saludo a los miembros de las comunidades latina, incluidos los fieles de lengua hebrea, maronita, siria, armenia, caldea y a todos nuestros hermanos y hermanas de las demás Iglesias cristianas y comunidades eclesiales. En particular, doy las gracias a nuestros amigos musulmanes, a los miembros de fe judía, así como a la comunidad drusa.

Este gran encuentro es como un ensayo general de la Jornada mundial de la juventud que se celebrará en Roma en el mes de agosto. El joven que ha hablado ha prometido que tendréis otra montaña, el monte Sinaí.

  1. Hace precisamente un mes, tuve la gracia de ir allí, donde Dios habló a Moisés y le entregó la Ley, “escrita por el dedo de Dios” (Ex 31, 18) en tablas de piedra. Estos dos montes, el Sinaí y el de las Bienaventuranzas, nos ofrecen el mapa de nuestra vida cristiana y una síntesis de nuestras responsabilidades ante Dios y ante nuestro prójimo. La Ley y las bienaventuranzas señalan juntas la senda del seguimiento de Cristo y el camino real hacia la madurez y la libertad espiritual.

los diez mandamientos del Sinaí pueden parecer negativos:  “No habrá para ti otros dioses delante de mí. (…) No matarás. No  cometerás adulterio. No robarás. No darás testimonio falso…” (Ex 20, 3. 13-16). Pero, de hecho, son sumamente positivos. Yendo más allá del mal que mencionan, señalan el camino hacia la ley del amor, que es el primero y el mayor de los mandamientos:  “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. (…) Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 37. 39). Jesús mismo dice que no vino a abolir la Ley, sino a cumplirla (cf. Mt 5, 17). Su mensaje es nuevo, pero no cancela lo que había antes, sino que desarrolla al máximo sus potencialidades. Jesús enseña que el camino del amor hace que la Ley alcance su plenitud (cf. Ga 5, 14). Y enseñó esta verdad tan importante aquí, en este monte de Galilea.

  1. “Bienaventurados -dice- los pobres de espíritu, los mansos, los misericordiosos, los que lloráis, los que tenéis hambre y sed de justicia, los limpios de corazón, los que trabajáis por la paz y los perseguidos“. ¡Bienaventurados! Pero las palabras de Jesús pueden resultar extrañas. Es raro que Jesús exalte a quienes el mundo por lo general considera débiles. Les dice:  “Bienaventurados los que parecéis perdedores, porque sois los verdaderos vencedores:  es vuestro el reino de los cielos”. Estas palabras, pronunciadas por él, que es “manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29), plantean un desafío que exige una profunda y constante metánoia del espíritu, un gran cambio del corazón.

Vosotros, los jóvenes, comprendéis por qué es necesario este cambio del corazón. En efecto, conocéis otra voz dentro de vosotros y en torno a vosotros, una voz contradictoria. Es una voz que os dice:  “Bienaventurados los orgullosos y los violentos, los que prosperan a toda costa, los que no tienen escrúpulos, los crueles, los inmorales, los que hacen la guerra en lugar de la paz y persiguen a quienes constituyen un estorbo en su camino”. Y esta voz parece tener sentido en un mundo donde a menudo los violentos triunfan y los inmorales tienen éxito. “Sí”, dice la voz del mal, “ellos son los que vencen. ¡Dichosos ellos!”

  1. Jesús presenta un mensaje muy diferente. No lejos de aquí, Jesús llamó a sus primeros discípulos, como os llama ahora a vosotros. Su llamada ha exigido siempre una elección entre las dos voces que compiten por conquistar vuestro corazón, incluso ahora, en este monte:  la elección entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte. ¿Qué voz elegirán seguir los jóvenes del siglo XXI? Confiar en Jesús significa elegir creer en lo que os dice, aunque pueda parecer raro, y rechazar las seducciones del mal, aunque resulten deseables o atractivas.

Además, Jesús no sólo proclama las bienaventuranzas; también las vive. Él encarna las bienaventuranzas. Al contemplarlo, veréis lo que significa ser pobres de espíritu, ser mansos y misericordiosos, llorar, tener hambre y sed de justicia, ser limpios de corazón, trabajar por la paz y ser perseguidos. Por eso tiene derecho a afirmar:  “¡Venid, seguidme!”. No dice simplemente:  “Haced lo que os digo”. Dice:  “¡Venid, seguidme!”.

Escucháis su voz en este monte, y creéis en lo que os dice. Pero, como los primeros discípulos en el mar de Galilea, debéis dejar vuestras barcas y vuestras redes, y esto nunca es fácil, especialmente cuando  afrontáis un futuro incierto y sentís la tentación de perder la fe en vuestra herencia cristiana. Ser buenos cristianos puede pareceros algo superior a vuestras fuerzas en el mundo actual. Pero Jesús no está de brazos cruzados; no os deja solos al afrontar este  desafío.  Está  siempre  con  vosotros para  transformar  vuestra  debilidad en fuerza. Confiad en él cuando os dice:  “Mi gracia te basta, pues mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza” (2 Co 12, 9).

  1. Los discípulos pasaron algún tiempo con el Señor. Llegaron a conocerlo y amarlo profundamente. Descubrieron el significado de lo que el apóstol san Pedro dijo una vez a Jesús:  “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68). Descubrieron que las palabras de vida eterna son las palabras del Sinaí y las palabras de las bienaventuranzas. Este es el mensaje que difundieron por todo el mundo.

En el momento de su Ascensión, Jesús encomendó a sus discípulos una misión y les dio una garantía:  “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes. (…) Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 18-20). Desde hace dos mil años los seguidores de Cristo han cumplido esta misión.

hora, en el alba del tercer milenio, os toca a vosotros. Toca a vosotros ir al mundo a predicar el mensaje de los diez mandamientos y de las bienaventuranzas. Cuando Dios habla, habla de cosas que son  muy  importantes  para  cada  persona,  para  todas  las  personas  del siglo XXI, del mismo modo que lo fueron para las del siglo I. Los diez mandamientos y las bienaventuranzas hablan de verdad y bondad, de gracia y libertad:  de todo lo que es necesario para entrar en el reino de Cristo. ¡Ahora os corresponde a vosotros ser apóstoles valientes de este reino!

Jóvenes de Tierra Santa, jóvenes del mundo, responded al Señor con un corazón dispuesto y abierto. Dispuesto y abierto, como el corazón de la más grande de las hijas de Galilea, María, la madre de Jesús. ¿Cómo respondió ella? Dijo:  “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).

Oh, Señor Jesucristo, en este lugar que conociste y amaste tanto, escucha a estos corazones jóvenes y generosos. Sigue enseñando a estos jóvenes la verdad de los mandamientos y de las bienaventuranzas. Haz que sean testigos gozosos de tu verdad y apóstoles convencidos de tu reino. Permanece siempre junto a ellos, especialmente cuando seguirte a ti y tu Evangelio sea difícil y exigente. Tú serás su fuerza, tú serás su victoria. Oh, Señor Jesús, tú has hecho de estos jóvenes tus amigos:  mantenlos siempre junto a ti. Amén.

XV JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD ACOGIDA DE LOS JÓVENES EN SAN JUAN DE LETRÁN

Martes 15 de agosto de 2000 

  1. “O Roma felix!” “¡Oh, Roma feliz!”.

Con esta exclamación, a lo largo de los siglos, innumerables multitudes de peregrinos, antes de vosotros, amadísimos jóvenes y muchachas que habéis venido para la XV Jornada mundial de la juventud, se encaminaban hacia la ciudad de Roma para arrodillarse ante las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo.

“¡Oh, Roma feliz!”. Feliz, porque fue consagrada por el testimonio y la sangre de los apóstoles san Pedro y san Pablo, quienes aún hoy, como dos “olivos lozanos” y dos “lámparas encendidas”, nos indican, junto con todos los demás santos y mártires, a Cristo, al que hemos venido aquí  a celebrar:  el Verbo que “se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14), Jesucristo, el Hijo de Dios, testimonio vivo del amor eterno del Padre a nosotros.

“¡Oh, Roma feliz!”. Feliz, porque también hoy este testimonio, que conservas, sigue vivo y se ofrece al mundo; en particular, se ofrece al mundo de las jóvenes generaciones.

  1. Os saludo a todos con afecto, jóvenes y muchachas, pertenecientes a la diócesis de Roma y a las Iglesias que están en Italia. Saludo al cardenal Camillo Ruini, vicario de Roma y presidente de la Conferencia de los obispos italianos, y le agradezco las palabras que me ha dirigido. También doy las gracias a los dos jóvenes romanos que me han saludado en nombre de todos vosotros.

Me alegra ver que habéis venido en tan gran número, y me congratulo con cuantos de vosotros han colaborado para que en este excepcional encuentro puedan participar muchachos y muchachas también de otros países.

Sé cuánto se han esmerado los jóvenes de las diversas diócesis italianas para preparar este momento de “intercambio de felicidad”. Ojalá que en esta ciudad, que conserva las tumbas y las memorias de quienes dieron testimonio del Salvador del mundo, todos los jóvenes se encuentren durante estos días con Jesús, que conoce el secreto de la verdadera felicidad y la prometió a sus amigos con estas palabras:  “Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud” (Jn 15, 11).

Queridos jóvenes, en este momento tan esperado y significativo, vuelvo espontáneamente con el pensamiento al primer encuentro mundial de la juventud, que tuvo lugar precisamente aquí, delante de la catedral de Roma. De aquí partimos también hoy para vivir una nueva experiencia a nivel mundial:  es el encuentro del comienzo de un nuevo siglo y de un nuevo milenio. Os deseo que el corazón de cada uno de vosotros se encuentre con Cristo, eternamente vivo.

  1. Jóvenes y muchachas romanos, hijos de la Iglesia que tiene como obispo al Sucesor de Pedro y que, como escribió san Ignacio de Antioquía, está llamada a “presidir en la caridad” (Ad Romanos, Introd.), sentíos comprometidos también durante estos días a acoger a los demás jóvenes que han venido desde todas las regiones del mundo. Entablad con ellos una amistad cordial. Haced que su estancia en Roma sea feliz, distinguiéndoos por el espíritu de servicio y por la acogida amistosa, según el estilo de los amigos de Jesús —Lázaro, Marta y María—, que a menudo lo hospedaban en su casa. Abrid las puertas de vuestros hogares a los peregrinos de esta Jornada mundial de la juventud, junto con los jóvenes de las doce diócesis confinantes con Roma, convirtiéndola en ciudad acogedora, casa amiga, para que también aquí, hoy, se realice un encuentro entre amigos:  entre todos nosotros y nuestro gran amigo, Jesús.
  2. Queridos jóvenes peregrinos del tercer milenio, vivid intensamente esta Jornada mundial. A través del contacto con numerosos coetáneos que, como vosotros, quieren seguir a Cristo, atesorad las palabras que os dirigirán los obispos, acogiendo la voz del Señor para fortalecer vuestra fe y testimoniarla sin miedo, conscientes de ser herederos de un gran pasado.

Al inaugurar vuestro jubileo, amadísimos jóvenes y muchachas, deseo repetir las palabras con las que comencé mi ministerio de Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal; quisiera que estas palabras guiaran vuestros días romanos:  “¡No tengáis miedo! ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo!”. Abrid vuestro corazón, vuestra vida, vuestras dudas, vuestras dificultades, vuestras alegrías y vuestros afectos a su fuerza salvífica y dejad que él entre en vuestro corazón. “¡No tengáis miedo! Cristo sabe lo que hay dentro del hombre. ¡Sólo él lo sabe!”. Lo dije el 22 de octubre de 1978. Lo repito hoy con la misma convicción, con la misma fuerza, viendo resplandecer en vuestros ojos la esperanza de la Iglesia y del mundo. Sí, dejad que Cristo reine en vuestras jóvenes existencias; servidle con amor. ¡Servir a Cristo es libertad!

  1. Inauguremos estas jornadas bajo la mirada de María santísima, a quien hoy contemplamos en su Asunción al cielo:  que el ejemplo de la joven Virgen de Nazaret os ayude a decir al Señor que llama a vuestra puerta, y desea entrar y permanecer con vosotros.

Poco antes de concluir el discurso, probablemente leyendo un cartel que rezaba:  “Il Papa, un giovane come noi”, “El Papa, un joven como nosotros” y respondiendo a las aclamaciones de los jóvenes dijo: 

El Papa vive desde hace ochenta años y los jóvenes lo quieren siempre joven. ¿Cómo hacerlo? Gracias por esta catequesis vuestra.

Os deseo que os sintáis bien aquí en Roma, que os sintáis siempre cerca de la Virgen Salus populi romani, que sintáis su cercanía maternal. Este es mi último deseo, porque debo trasladarme a San Pedro para dar la bienvenida, también en nombre vuestro, a cuantos han venido a Roma de todas las partes del mundo para celebrar y vivir con vosotros el jubileo de los jóvenes.

ACOGIDA DE LOS JÓVENES EN LA PLAZA DE SAN PEDRO

Martes 15 de agosto de 2000

 Queridos jóvenes y muchachas de la XV Jornada Mundial de la Juventud, queridos hermanos en el sacerdocio, religiosos, religiosas y educadores que los acompañáis: ¡Bienvenidos a Roma!

Agradezco al Cardenal James Francis Stafford las amables palabras que me ha dirigido. Con él saludo al Cardenal Camillo Ruini, a los demás Cardenales, Arzobispos y Obispos aquí presentes. Así mismo, doy las gracias a los dos jóvenes que han expresado elocuentemente los sentimientos de todos vosotros, queridos amigos congregados aquí desde tantas partes del mundo.

Os acojo con gozo, después de haber estado delante de la Basílica de San Juan de Letrán, la Catedral de Roma, para saludar a los jóvenes romanos e italianos. Ellos se unen a mí para daros su más fraterna y cordial bienvenida.

Vuestros rostros me recuerdan, y en cierto modo me hacen presente, a las jóvenes generaciones con las que he tenido la gracia de encontrarme en estos años de final de milenio a lo largo de mis viajes apostólicos por el mundo. A cada uno os digo: ¡La paz esté contigo!

La paz esté contigo, joven que vienes de África: de Argelia, de Angola, de Benin, de Burkina Faso, de Burundi, de Camerún, de Cabo Verde, del Chad, del Congo, de Costa de Marfil, de Egipto, de Eritrea, de Gabón, de Gambia, de Ghana, de la República de Guinea, de Jibuti, da Guinea Bissau, de Kenya, de las Islas Comores, de las Islas Mauricio, de Lesotho, de Liberia, de Libia, de Madagascar, de Malawi, de Mali, de Marruecos, de Mozambique, de Namibia, de Nigeria, de la República Centroafricana, de la República Democrática del Congo, de Ruanda, del Senegal, de las Islas Seychelles, de Sierra Leona, de Sudáfrica, de Sudán, de Suazilandia, de Tanzania, de Togo, de Uganda,de Zambia, de Zimbabue.

La paz esté contigo, joven que vienes de América: e las Antillas,de Argentina,de las Bahamas, de Belice,de Bolivia,de Brasil,de Canadá,de Chile,de Colombia,de Costa Rica, de Cuba,del Ecuador,de El Salvador,de Guatemala,de Haití,de Honduras,de México,de Nicaragua,de Panamá,del Paraguay,de Perú,de Puerto Rico,de la República Dominicana,de Santa Lucía,de San Vicente,de los Estados Unidos,de Surinam,del Uruguay,de Venezuela.

La paz esté contigo, joven que vienes de Asia:de Arabia Saudita,de Armenia,de Bahrein,de Bangladesh,de Camboya,de Corea del Sur,de los Emiratos Árabes Unidosde Filipinas,de Georgia,de Japón,de Jordania,de Hong Kong,de la India,de Indonesia,de Irak,de Israel,de Kazakistán,de Kirguizistán,de Laos,del Líbano,de Macao,de Malasia,de Mongolia,de Myanmar,del Nepal,de Omán,de Pakistán,del Katar,de Singapur,de Siria,de Sri Lanka,de Taiwán,de los Territorios Palestinos,de Tailandia,de imor Este,de Turkmenistán,de Uzbekistány de Vietnam.

La paz esté contigo, joven que vienes de Europa:de Albania, de Austria,de Bélgica,de Bielorrusia,de Bosnia-Herzegovina,de Bulgaria,de Chipre,de Croacia,de Dinamarca,de Alemania,de Inglaterra,de España,de Estonia,de Finlandia,de Francia,de Grecia,de Irlanda,de Italia,de Letonia,de Liechtenstein,de Lituania,de Luxemburgo,de Macedonia,de Malta,de Moldavia,de los Países Bajos,de Noruega,de Polonia,de Portugal, del Principado de Mónaco,de la República Checa,de la República de San Marino,de Rumanía,de Rusia,de Escocia,de Eslovaquia,de Eslovenia,de Suiza,de Suecia,de Turquía,de Ucrania,de Hungría,de Yugoslavia.

La paz esté contigo, joven que vienes de Oceanía:de Australia,de Guam,de Nueva Zelanda,de Papúa Nueva Guinea.

Saludo con particular afecto al grupo de jóvenes provenientes de los Países donde el odio, la violencia o la guerra todavía siguen marcando con el sufrimiento la vida de poblaciones enteras: gracias a la solidaridad de todos vosotros ha sido posible que ellos estén aquí esta tarde. A ellos les manifiesto, también en vuestro nombre, la cercanía fraterna de nuestra asamblea; con vosotros, pido para ellos y para sus pueblos días de paz en la justicia y la libertad.

Mi pensamiento se dirige también a los jóvenes de otras Iglesias y Comunidades eclesiales que están aquí esta tarde junto con algunos de sus Pastores: ¡Que esta Jornada Mundial sea una nueva ocasión de conocimiento recíproco y de súplica común al Espíritu Santo para implorar el don de la plena unidad de todos los cristianos!

Queridos amigos de los cinco Continentes, me alegra iniciar solemnemente con vosotros esta tarde el Jubileo de los Jóvenes. Peregrinos tras las huellas de los Apóstoles, imitadlos en la fe.

¡Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre!

  1. Queridos amigos que habéis recorrido con toda clase de medios tantos y tantos kilómetros para venir aquí, a Roma, a las tumbas de los Apóstoles, dejad que empiece mi encuentro con vosotros planteándoos una pregunta: ¿Qué habéis venido a buscar? Estáis aquí para celebrar vuestro Jubileo, el Jubileo de la Iglesia joven. El vuestro no es un viaje cualquiera: Si os habéis puesto en camino no ha sido sólo por razones de diversión o de cultura. Dejad que os repita la pregunta: ¿Qué habéis venido a buscar?, o mejor, ¿a quién habéis venido a buscar?

La respuesta no puede ser más que una: ¡habéis venido a buscar a Jesucristo! A Jesucristo que, sin embargo, primero os busca a vosotros. En efecto, celebrar el Jubileo no tiene otro significado que el de celebrar y encontrar a Jesús, la Palabra que se hizo carne y vino a habitar entre nosotros.

Las palabras del Prólogo de San Juan, que acaban de ser proclamadas, son en cierto modo su “tarjeta de presentación”. Nos invitan a fijar la mirada en su misterio. Estas palabras son un mensaje especial dirigido a vosotros, queridos jóvenes: “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios” (Jn 1,1-2).

Al hablar de la Palabra consustancial con el Padre, de la Palabra eterna engendrada como Dios de Dios y Luz de Luz, el evangelista nos lleva al corazón de la vida divina, pero también al origen del mundo. En efecto, la Palabra está en el comienzo de toda la creación: “Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe” (Jn 1,3). Todo el mundo creado, antes de ser realidad, fue pensado y querido por Dios con un eterno designio de amor. Por tanto, si observamos el mundo en profundidad, dejándonos sorprender por la sabiduría y la belleza que Dios le ha infundido, podemos ya ver en él un reflejo de la Palabra que la revelación bíblica nos desvela en plenitud en el rostro de Jesús de Nazaret. En cierto modo, la creación es una primera “revelación” de Él.

  1. El anuncio del Prólogo continúa así: “En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres y la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la vencieron” (Jn 1,4-5). Para el evangelista la vida es la luz, y la muerte – lo opuesto a la vida – son las tinieblas. Por medio de la Palabra surgió toda vida en la tierra y en la Palabra encuentra su cumplimiento definitivo.

Identificando la vida con la luz, Juan tiene también en cuenta esa vida particular que no consiste simplemente en las funciones biológicas del organismo humano, sino que brota de la participación en la vida misma de Cristo. El evangelista dice: “La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,9). Esa iluminación le fue concedida a la humanidad en la noche de Belén, cuando la Palabra eterna del Padre asumió un cuerpo de María Virgen, se hizo hombre y nació en este mundo. Desde entonces todo hombre que mediante la fe participa en el misterio de ese acontecimiento experimenta de algún modo esa iluminación.

Cristo mismo, presentándose como luz del mundo, dirá un día: “Mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de luz” (Jn 12,36). Es una exhortación que los discípulos de Cristo se transmiten de generación en generación, buscando aplicarla a la vida de cada día. Refiriéndose a esta exhortación San Pablo escribirá: “Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad (Ef 5,8-9).

  1. El centro del Prólogo de Juan es el anuncio de que “la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros” (Jn 1,14). Poco antes el evangelista había dicho: “Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron, les dio poder de hacerse hijos de Dios” (Jn 1,11-12). Queridos jóvenes, ¿estáis vosotros entre los que han acogido a Cristo? Vuestra presencia aquí ya es una respuesta. Habéis venido a Roma, en este Jubileo de los dos mil años del nacimiento de Cristo, para acoger dentro de vosotros su fuerza de vida. Habéis venido para volver a descubrir la verdad sobre la creación y para asombraros nuevamente por la belleza y la riqueza del mundo creado. Habéis venido para renovar en vosotros la conciencia de la dignidad del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios.

“Y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14). Un filósofo contemporáneo ha subrayado la importancia de la muerte en la vida humana, llegando a calificar al hombre como “un ser-para-la-muerte”. El Evangelio, por el contrario, pone de relieve que el hombre es un ser para la vida. El hombre es llamado por Dios a participar de la vida divina. El hombre es un ser llamado a la gloria.

Estos días, que pasaréis juntos en Roma en el ámbito de la Jornada Mundial de los Jóvenes, os tienen que ayudar, a cada uno de vosotros, a ver más claramente la gloria que es propia del Hijo de Dios y a la cual hemos sido llamados en Él por el Padre. Por eso es necesario que crezca y se consolide vuestra fe en Cristo.

  1. Esta fe es la que deseo profesar ante vosotros, amigos jóvenes, ante la tumba del Apóstol Pedro, al cual el Señor ha querido que sucediera como Obispo de Roma. Hoy yo en deseo deciros, el primero, que creo firmemente en Jesucristo Nuestro Señor. Sí, yo creo y hago mías las palabras del Apóstol Pablo: “La vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20).

Recuerdo cómo desde niño, en mi familia, aprendí a rezar y a fiarme de Dios. Recuerdo el ambiente de la parroquia, San Estanislao de Kostka, que yo frecuentaba en Debniki, Cracovia, dirigida por los padres Salesianos, de los cuales recibí la formación fundamental para la vida cristiana. Tampoco puedo olvidar la experiencia de la guerra y los años de trabajo en una fábrica. La maduración definitiva de mi vocación sacerdotal surgió en el período de la segunda guerra mundial, durante la ocupación de Polonia. La tragedia de la guerra dio al proceso de maduración de mi opción de vida un matiz particular. En ese contexto se me manifestaba una luz cada vez más clara: el Señor quiere que yo sea sacerdote. Recuerdo conmovido ese momento de mi vida cuando, en la mañana del uno de noviembre de 1946, recibí la ordenación sacerdotal.

Mi Credo continúa con mi actual servicio a la Iglesia. Cuando, el 16 de octubre de 1978, después de ser elegido para la Sede de Pedro, se me dirigió la pregunta: “¿Aceptas?”, respondí: “Obedeciendo en la fe a Cristo, mi Señor, confiando en la Madre de Cristo y de la Iglesia, a pesar de las grandes dificultades, acepto” (Redemptor hominis, 2). Desde entonces trato de desempañar mi misión encontrando cada día la luz y fuerza en la fe que me une a Cristo.

Pero mi fe, como la de Pedro y como la de cada uno de vosotros, no es sólo obra mía, adhesión mía a la verdad de Cristo y de la Iglesia. La fe es esencialmente y ante todo obra del Espíritu Santo, don de su gracia. El Señor me concede, como también hace con vosotros, su Espíritu que nos hace decir “Creo”, sirviéndose también de nosotros para dar testimonio de Él por todos los lugares de la tierra.

  1. Queridos amigos, ¿por qué al comenzar vuestro Jubileo he querido ofreceros este testimonio personal? Lo he hecho para aclarar que el camino de la fe pasa a través de todo lo que vivimos. Dios actúa en las circunstancias concretas y personales de cada uno de nosotros: a través de ellas, a veces de manera verdaderamente misteriosa, se presenta a nosotros la Palabra “hecha carne”, que vino a habitar entre nosotros.

Queridos jóvenes, no permitáis que el tiempo que el Señor os concede transcurra como si todo fuese casualidad. San Juan nos ha dicho que todo ha sido hecho en Cristo. Por tanto, creed intensamente en Él. Él guía la historia de cada persona y la de la humanidad. Ciertamente Cristo respeta nuestra libertad, pero en todas las circunstancias gozosas o amargas de la vida, no cesa de pedirnos que creamos en Él, en su Palabra, en la realidad de la Iglesia, en la vida eterna.

Así pues, no penséis nunca que sois desconocidos a sus ojos, como simples números de una masa anónima. Cada uno de vosotros es precioso para Cristo, Él os conoce personalmente y os ama tiernamente, incluso cuando uno no se da cuenta de ello.

  1. Queridos amigos, proyectados con todo el ardor de vuestra juventud hacia el tercer milenio, vivid intensamente la oportunidad que os ofrece la Jornada Mundial de la Juventud en esta Iglesia de Roma, que hoy más que nunca es vuestra Iglesia. Dejaos modelar por el Espíritu Santo. Haced la experiencia de la oración, dejando que el Espíritu hable a vuestro corazón. Orar significa dedicar un poco del propio tiempo a Cristo, confiarse a Él, permanecer en silenciosa escucha de su Palabra y hacerla resonar en el corazón.

En estos días, como si fuera una gran semana de Ejercicios Espirituales, buscad momentos de silencio, de oración, de recogimiento. Pedid al Espíritu Santo que ilumine vuestra mente, suplicadle el don de una fe viva que dé para siempre un sentido a vuestra vida, centrándola en Jesús, la Palabra hecha carne.

Que María Santísima, que engendró a Cristo por obra del Espíritu Santo, María Salus Populi Romani y Madre de todos los pueblos; que los santos Pedro y Pablo y todos los demás Santos y Mártires de esta Iglesia y de vuestras Iglesias os acompañen en vuestro camino.

VIGILIA DE ORACIÓN EN TOR VERGATA XV JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

Sábado 19 de agosto de 2000

  1. “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?” (Mt 16,15).

Queridos jóvenes, con gran alegría me reúno de nuevo con vosotros, con ocasión de esta vigilia de oración, durante la cual queremos ponernos juntos a la escucha de Cristo, que sentimos presente entre nosotros. Es Él quien nos habla.

“Y vosotros ¿quién decís que soy yo?”. Jesús plantea esta pregunta a sus discípulos en la región de Cesarea de Filipo. Simón Pedro contesta: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). A su vez el Maestro les dirige estas sorprendentes palabras: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt 16,17).

¿Cuál es el significado de este diálogo? ¿Por qué Jesús quiere escuchar lo que los hombres piensan de Él? ¿Por qué quiere saber lo que piensan sus discípulos de Él?

Jesús quiere que los discípulos se den cuenta de lo que está escondido en sus mentes y en sus corazones y que expresen su convicción. Al mismo tiempo, sin embargo, sabe que el juicio que harán no será sólo el de ellos, porque en el mismo se revelará lo que Dios ha derramado en sus corazones por la gracia de la fe.

Este acontecimiento en la región de Cesarea de Filipo nos introduce, en cierto modo, en el “laboratorio de la fe”. Ahí se desvela el misterio del inicio y de la maduración de la fe. En primer lugar está la gracia de la revelación: un íntimo e inexpresable darse de Dios al hombre; después sigue la llamada a dar una respuesta y, finalmente, está la respuesta del hombre, respuesta que desde ese momento en adelante tendrá que dar sentido y forma a toda su vida.

Aquí tenemos lo que es la fe. Es la respuesta a la palabra del Dios vivo por parte del hombre racional y libre. Las cuestiones que Cristo plantea, las respuestas de los Apóstoles y la de Simón Pedro, son como una prueba de la madurez de la fe de los que están más cerca de Cristo.

  1. El diálogo en Cesarea de Filipo tuvo lugar en el tiempo prepascual, es decir, antes de la pasión y resurrección de Cristo. Convendría recordar también otro acontecimiento durante el cual Cristo, ya resucitado, probó la madurez de la fe de sus Apóstoles. Se trata del encuentro con Tomás Apóstol. Era el único ausente cuando, después de la resurrección, Cristo fue por primera vez al Cenáculo. Cuando los otros discípulos le dijeron que habían visto al Señor él no quiso creer. Decía: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré” (Jn 20,25). Ocho días después, estaban otra vez reunidos los discípulos y Tomás estaba con ellos. Entró Jesús estando la puerta cerrada, saludó a los Apóstoles con estas palabras: “La paz con vosotros” (Jn 20,26) y acto seguido se dirigió a Tomás: “Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y nos seas incrédulo sino creyente” (Jn 20,27). Tomás le contestó: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20,28).

También el Cenáculo de Jerusalén fue para los Apóstoles una especie de “laboratorio de la fe”. Lo que allí sucedió con Tomás va, en cierto sentido más allá de lo que ocurrió en la región de Cesarea de Filipo. En el Cenáculo nos encontramos ante una dialéctica de la fe y de la incredulidad más radical y, al mismo tiempo, ante una confesión aún más profunda de la verdad sobre Cristo. Verdaderamente no era fácil creer que estuviese vivo Aquél que tres días antes había sido depositado en el sepulcro.

El divino Maestro había anunciado varias veces que iba a resucitar de entre los muertos y ya había dado también pruebas de ser el Señor de la vida. Sin embargo, la experiencia de su muerte había sido tan fuerte que todos tenían necesidad de un encuentro directo con Él para creer en su resurrección: los Apóstoles en el Cenáculo, los discípulos en el camino a Emaús, las piadosas mujeres junto al sepulcro… También Tomás lo necesitaba. Cuando su incredulidad se encontró con la experiencia directa de la presencia de Cristo, el Apóstol que había dudado pronunció esas palabras con las que se expresa el núcleo más íntimo de la fe: Si es así, si Tú verdaderamente estás vivo aunque te mataron, quiere decir que eres “mi Señor y mi Dios”.

Con el caso de Tomás el “laboratorio de la fe” se ha enriquecido con un nuevo elemento. La revelación divina, la pregunta de Cristo y la respuesta del hombre se han completado con el encuentro personal del discípulo con Cristo vivo, con el Resucitado. Ese encuentro pasa a ser el inicio de una nueva relación entre el hombre y Cristo, una relación en la que el hombre reconoce existencialmente que Cristo es Señor y Dios; no sólo Señor y Dios del mundo y de la humanidad, sino Señor y Dios de esta existencia humana mía concreta. Un día San Pablo escribirá: “Cerca de ti está la palabra: en tu boca y en tu corazón, es decir, la palabra de la fe que nosotros proclamamos. Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rm 10,8-9).

  1. En las lecturas de la Liturgia de hoy están descritos los elementos de los que se compone ese “laboratorio de la fe”, del cual los Apóstoles salen como hombres plenamente conscientes de la verdad que Dios había revelado en Jesucristo, verdad que habría modelado su vida personal y la de la Iglesia en el curso de la historia. Este encuentro romano, queridos jóvenes, es también una especie de “laboratorio de la fe” para vosotros, discípulos de hoy, para quienes confiesan a Cristo en los umbrales del tercer milenio.

Cada uno de vosotros puede encontrar en sí mismo la dialéctica de preguntas y respuestas que hemos señalado anteriormente. Cada uno puede analizar sus propias dificultades para creer e incluso sentir la tentación de la incredulidad. Al mismo tiempo, sin embargo, puede también experimentar una progresiva maduración de la convicción consciente de la propia adhesión de fe. En efecto, siempre en este admirable laboratorio del espíritu humano, el laboratorio de la fe, se encuentran mutuamente Dios y el hombre. Cristo resucitado entra en el cenáculo de nuestra vida y permite a cada uno experimentar su presencia y confesar: Tú, Cristo, eres “mi Señor y mi Dios”.

Cristo dijo a Tomás: “Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído” (Jn 20,29). Todo ser humano tiene en su interior algo del Apóstol Tomás. Es tentado por la incredulidad y se plantea las preguntas fundamentales: ¿Es verdad que Dios existe? ¿Es verdad que el mundo ha sido creado por Él? ¿Es verdad que el Hijo de Dios se ha hecho hombre, ha muerto y ha resucitado? La respuesta surge junto con la experiencia que la persona hace de su divina presencia. Es necesario abrir los ojos y el corazón a la luz del Espíritu Santo. Entonces a cada uno le hablarán las heridas abiertas de Cristo resucitado: “Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído”.

  1. Queridos amigos, también hoy creer en Jesús, seguir a Jesús siguiendo las huellas de Pedro, de Tomás, de los primeros Apóstoles y testigos, conlleva una opción por Él y, no pocas veces, es como un nuevo martirio: el martirio de quien, hoy como ayer, es llamado a ir contra corriente para seguir al divino Maestro, para seguir “al Cordero a dondequiera que vaya” (Ap 14,4). No por casualidad, queridos jóvenes, he querido que durante el Año Santo fueran recordados en el Coliseo los testigos de la fe del siglo XX.

Quizás a vosotros no se os pedirá la sangre, pero sí ciertamente la fidelidad a Cristo. Una fidelidad que se ha de vivir en las situaciones de cada día. Estoy pensando en los novios y su dificultad de vivir, en el mundo de hoy, la pureza antes del matrimonio. Pienso también en los matrimonios jóvenes y en las pruebas a las que se expone su compromiso de mutua fidelidad. Pienso, asimismo, en las relaciones entre amigos y en la tentación de deslealtad que puede darse entre ellos.

Estoy pensando también en el que ha empezado un camino de especial consagración y en las dificultades que a veces tiene que afrontar para perseverar en su entrega a Dios y a los hermanos. Me refiero igualmente al que quiere vivir unas relaciones de solidaridad y de amor en un mundo donde únicamente parece valer la lógica del provecho y del interés personal o de grupo.

Así mismo, pienso en el que trabaja por la paz y ve nacer y estallar nuevos focos de guerra en diversas partes del mundo; también en quien actúa en favor de la libertad del hombre y lo ve aún esclavo de sí mismo y de los demás; pienso en el que lucha por el amor y el respeto a la vida humana y ha de asistir frecuentemente a atentados contra la misma y contra el respeto que se le debe.

  1. Queridos jóvenes, ¿es difícil creer en un mundo así? En el año 2000, ¿es difícil creer? Sí, es difícil. No hay que ocultarlo. Es difícil, pero con la ayuda de la gracia es posible, como Jesús dijo a Pedro: “No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt 16,17).

Esta tarde os entregaré el Evangelio. Es el regalo que el Papa os deja en esta vigilia inolvidable. La palabra que contiene es la palabra de Jesús. Si la escucháis en silencio, en oración, dejándoos ayudar por el sabio consejo de vuestros sacerdotes y educadores con el fin de comprenderla para vuestra vida, entonces encontraréis a Cristo y lo seguiréis, entregando día a día la vida por Él.

En realidad, es a Jesús a quien buscáis cuando soñáis la felicidad; es Él quien os espera cuando no os satisface nada de lo que encontráis; es Él la belleza que tanto os atrae; es Él quien os provoca con esa sed de radicalidad que no os permite dejaros llevar del conformismo; es Él quien os empuja a dejar las máscaras que falsean la vida; es Él quien os lee en el corazón las decisiones más auténticas que otros querrían sofocar. Es Jesús el que suscita en vosotros el deseo de hacer de vuestra vida algo grande, la voluntad de seguir un ideal, el rechazo a dejaros atrapar por la mediocridad, la valentía de comprometeros con humildad y perseverancia para mejoraros a vosotros mismos y a la sociedad, haciéndola más humana y fraterna.

Queridos jóvenes, para estos nobles objetivos no estáis solos. Con vosotros tenéis a vuestras familias, a vuestras comunidades, a vuestros sacerdotes y educadores y a tantos de vosotros que, en lo oculto, no se cansan de amar a Cristo y de creer en Él. En la lucha contra el pecado no estáis solos: ¡muchos como vosotros luchan y con la gracia del Señor vencen!

  1. Queridos amigos, en vosotros veo a los “centinelas de la mañana” (cf. Is 21,11-12) en este amanecer del tercer milenio. A lo largo del siglo que termina, jóvenes como vosotros eran convocados en reuniones masivas para aprender a odiar, eran enviados para combatir los unos contra los otros. Los diversos mesianismos secularizados, que han intentado sustituir la esperanza cristiana, se han revelado después como verdaderos y propios infiernos. Hoy estáis reunidos aquí para afirmar que en el nuevo siglo no os prestaréis a ser instrumentos de violencia y destrucción; defenderéis la paz, incluso a costa de vuestra vida si fuera necesario. No os conformaréis con un mundo en el que otros seres humanos mueren de hambre, son analfabetos, están sin trabajo. Defenderéis la vida en cada momento de su desarrollo terreno; os esforzaréis con todas vuestras energías en hacer que esta tierra sea cada vez más habitable para todos.

Queridos jóvenes del siglo que comienza, diciendo “sí” a Cristo decís “sí” a todos vuestros ideales más nobles. Le pido que reine en vuestros corazones y en la humanidad del nuevo siglo y milenio. No tengáis miedo de entregaros a Él. Él os guiará, os dará la fuerza para seguirlo todos los días y en cada situación.

Que María Santísima, la Virgen que dijo “sí” a Dios durante toda su vida, que los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y todos los Santos y Santas que han marcado el camino de la Iglesia a través de los siglos, os conserven siempre en este santo propósito.

A todos y a cada uno de vosotros os imparto con afecto mi Bendición.

Quisiera terminar mi discurso, este mensaje, diciéndoos que esperaba desde hace tiempo encontrarme con vosotros, veros, primero por la noche, y luego por el día. Os doy las gracias por este diálogo, enriquecido con aclamaciones y aplausos. Gracias por este diálogo. En virtud de vuestra iniciativa, de vuestra inteligencia, no ha sido un monólogo, ha sido un verdadero diálogo.

Al final de la celebración, el Papa dijo:

Hay un proverbio polaco que dice: «Si vives con los jóvenes, también tú deberás ser joven» Así, regreso rejuvenecido. Una vez más os saludo a todos vosotros, especialmente a los que están más al fondo, en la sombra, y no ven nada. Pero si no han podido ver, ciertamente han podido escuchar este bullicio. Este bullicio ha impresionado a Roma y Roma no lo olvidará jamás.

HOMILÍA  MISA DE CLAUSURA XII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

Tor Vergata, domingo 20 de agosto de 2000

  1. “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68).

Queridos jóvenes de la decimoquinta Jornada Mundial de la Juventud, estas palabras de Pedro, en el diálogo con Cristo al final del discurso del “pan de vida”, nos afectan personalmente. Estos días hemos meditado sobre la afirmación de Juan: “La palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros” (Jn 1,14). El evangelista nos ha llevado al gran misterio de la encarnación del Hijo de Dios, el Hijo que se nos ha dado a través de María “al llegar la plenitud de los tiempos” (Gal 4,4).

En su nombre os vuelvo a saludar a todos con un gran afecto. Saludo y agradezco al Cardenal Camillo Ruini, mi Vicario General para la diócesis de Roma y Presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, las palabras que me ha dirigido al comienzo de esta Santa Misa; saludo también al Cardenal James Francis Stafford, Presidente del Pontificio Consejo para los Laicos y a tantos Cardenales, Obispos y sacerdotes aquí reunidos; así mismo, saludo con gran deferencia al Señor Presidente de la República y al Jefe del Gobierno Italiano, así como a todas las autoridades civiles y religiosas que nos honran con su presencia.

  1. Hemos llegado al culmen de la Jornada Mundial de la Juventud. Ayer por la noche, queridos jóvenes, hemos reafirmado nuestra fe en Jesucristo, en el Hijo de Dios que, como dice la primera lectura de hoy, el Padre ha enviado “a anunciar la buena nueva a los pobres, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación y a los reclusos la libertad… para consolar a todos los que lloran” (Is 61,1-3).

En esta celebración eucarística Jesús nos introduce en el conocimiento de un aspecto particular de su misterio. Hemos escuchado en el Evangelio un pasaje de su discurso en la sinagoga de Cafarnaúm, después del milagro de la multiplicación de los panes, en el cual se revela como el verdadero pan de vida, el pan bajado del cielo para dar la vida al mundo (cf. Jn 6,51). Es un discurso que los oyentes no entienden. La perspectiva en que se mueven es demasiado material para poder captar la auténtica intención de Cristo. Ellos razonan según la carne, que “no sirve para nada” (Jn 6,63). Jesús, en cambio, orienta su discurso hacia el horizonte inabarcable del espíritu: “Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida” (ibíd).

Sin embargo el auditorio es reacio: “Es duro este lenguaje; ¿Quién puede escucharlo?” (Jn 6,60). Se consideran personas con sentido común, con los pies en la tierra, por eso sacuden la cabeza y, refunfuñando, se marchan uno detrás de otro. El número de la muchedumbre se reduce progresivamente. Al final sólo queda un pequeño grupo con los discípulos más fieles. Pero respecto al “pan de vida” Jesús no está dispuesto a contemporizar. Está preparado más bien para afrontar el alejamiento incluso de los más cercanos: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6,67).

  1. “¿También vosotros?” La pregunta de Cristo sobrepasa los siglos y llega hasta nosotros, nos interpela personalmente y nos pide una decisión. ¿Cuál es nuestra respuesta? Queridos jóvenes, si estamos aquí hoy es porque nos vemos reflejados en la afirmación del apóstol Pedro: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68).

Muchas palabras resuenan en vosotros, pero sólo Cristo tiene palabras que resisten al paso del tiempo y permanecen para la eternidad. El momento que estáis viviendo os impone algunas opciones decisivas: la especialización en el estudio, la orientación en el trabajo, el compromiso que debéis asumir en la sociedad y en la Iglesia. Es importante darse cuenta de que, entre todas las preguntas que surgen en vuestro interior, las decisivas no se refieren al “qué”. La pregunta de fondo es “quién”: hacia “quién” ir, a “quién” seguir, a “quién” confiar la propia vida.

Pensáis en vuestra elección afectiva e imagino que estaréis de acuerdo: lo que verdaderamente cuenta en la vida es la persona con la que uno decide compartirla. Pero, ¡atención! Toda persona es inevitablemente limitada, incluso en el matrimonio más encajado se ha de tener en cuenta una cierta medida de desilusión. Pues bien, queridos amigos: ¿no hay en esto algo que confirma lo que hemos escuchado al apóstol Pedro? Todo ser humano, antes o después, se encuentra exclamando con él: “¿A quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”. Sólo Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios y de María, la Palabra eterna del Padre, que nació hace dos mil años en Belén de Judá, puede satisfacer las aspiraciones más profundas del corazón humano.

En la pregunta de Pedro: “¿A quién vamos a acudir?” está ya la respuesta sobre el camino que se debe recorrer. Es el camino que lleva a Cristo. Y el divino Maestro es accesible personalmente; en efecto, está presente sobre el altar en la realidad de su cuerpo y de su sangre. En el sacrificio eucarístico podemos entrar en contacto, de un modo misterioso pero real, con su persona, acudiendo a la fuente inagotable de su vida de Resucitado.

  1. Esta es la maravillosa verdad, queridos amigos: la Palabra, que se hizo carne hace dos mil años, está presente hoy en la Eucaristía. Por eso, el año del Gran Jubileo, en el que estamos celebrando el misterio de la encarnación, no podía dejar de ser también un año “intensamente eucarístico” (cf. Tertio millennio adveniente, 55).

La Eucaristía es el sacramento de la presencia de Cristo que se nos da porque nos ama. Él nos ama a cada uno de nosotros de un modo personal y único en la vida concreta de cada día: en la familia, entre los amigos, en el estudio y en el trabajo, en el descanso y en la diversión. Nos ama cuando llena de frescura los días de nuestra existencia y también cuando, en el momento del dolor, permite que la prueba se cierna sobre nosotros; también a través de las pruebas más duras, Él nos hace escuchar su voz.

Sí, queridos amigos, ¡Cristo nos ama y nos ama siempre! Nos ama incluso cuando lo decepcionamos, cuando no correspondemos a lo que espera de nosotros. Él no nos cierra nunca los brazos de su misericordia. ¿Cómo no estar agradecidos a este Dios que nos ha redimido llegando incluso a la locura de la Cruz? ¿A este Dios que se ha puesto de nuestra parte y está ahí hasta al final?

  1. Celebrar la Eucaristía “comiendo su carne y bebiendo su sangre” significa aceptar la lógica de la cruz y del servicio. Es decir, significa ofrecer la propia disponibilidad para sacrificarse por los otros, como hizo Él.

De este testimonio tiene necesidad urgente nuestra sociedad, de él necesitan más que nunca los jóvenes, tentados a menudo por los espejismos de una vida fácil y cómoda, por la droga y el hedonismo, que llevan después a la espiral de la desesperación, del sin-sentido, de la violencia. Es urgente cambiar de rumbo y dirigirse a Cristo, que es también el camino de la justicia, de la solidaridad, del compromiso por una sociedad y un futuro dignos del hombre.

Ésta es nuestra Eucaristía, ésta es la respuesta que Cristo espera de nosotros, de vosotros, jóvenes, al final de vuestro Jubileo. A Jesús no le gustan las medias tintas y no duda en apremiarnos con la pregunta: “¿También vosotros queréis marcharos?” Con Pedro, ante Cristo, Pan de vida, también hoy nosotros queremos repetir: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68).

  1. Queridos jóvenes, al volver a vuestra tierra poned la Eucaristía en el centro de vuestra vida personal y comunitaria: amadla, adoradla y celebradla, sobre todo el domingo, día del Señor. Vivid la Eucaristía dando testimonio del amor de Dios a los hombres.

Os confío, queridos amigos, este don de Dios, el más grande dado a nosotros, peregrinos por los caminos del tiempo, pero que llevamos en el corazón la sed de eternidad. ¡Ojalá que pueda haber siempre en cada comunidad un sacerdote que celebre la Eucaristía! Por eso pido al Señor que broten entre vosotros numerosas y santas vocaciones al sacerdocio. La Iglesia tiene necesidad de alguien que celebre también hoy, con corazón puro, el sacrificio eucarístico. ¡El mundo no puede verse privado de la dulce y liberadora presencia de Jesús vivo en la Eucaristía!

Sed vosotros mismos testigos fervorosos de la presencia de Cristo en nuestros altares. Que la Eucaristía modele vuestra vida, la vida de las familias que formaréis; que oriente todas vuestras opciones de vida. Que la Eucaristía, presencia viva y real del amor trinitario de Dios, os inspire ideales de solidaridad y os haga vivir en comunión con vuestros hermanos dispersos por todos los rincones del planeta.

Que la participación en la Eucaristía fructifique, en especial, en un nuevo florecer de vocaciones a la vida religiosa, que asegure la presencia de fuerzas nuevas y generosas en la Iglesia para la gran tarea de la nueva evangelización.

Si alguno de vosotros, queridos jóvenes, siente en sí la llamada del Señor a darse totalmente a Él para amarlo “con corazón indiviso” (cf. 1 Co 7,34), que no se deje paralizar por la duda o el miedo. Que pronuncie con valentía su propio “sí” sin reservas, fiándose de Él que es fiel en todas sus promesas. ¿No ha prometido, al que lo ha dejado todo por Él, aquí el ciento por uno y después la vida eterna? (cf. Mc 10,29-30).

  1. Al final de esta Jornada Mundial, mirándoos a vosotros, a vuestros rostros jóvenes, a vuestro entusiasmo sincero, quiero expresar, desde lo hondo de mi corazón, mi agradecimiento a Dios por el don de la juventud, que a través de vosotros permanece en la Iglesia y en el mundo.

¡Gracias a Dios por el camino de las Jornadas Mundiales de la Juventud! ¡Gracias a Dios por tantos jóvenes que han participado en ellas durante estos dieciséis años! Son jóvenes que ahora, ya adultos, siguen viviendo en la fe allí donde residen y trabajan. Estoy seguro de que también vosotros, queridos amigos, estaréis a la altura de los que os han precedido. Llevaréis el anuncio de Cristo en el nuevo milenio. Al volver a casa, no os disperséis. Confirmad y profundidad en vuestra adhesión a la comunidad cristiana a la que pertenecéis. Desde Roma, la ciudad de Pedro y Pablo, el Papa os acompaña con su afecto y, parafraseando una expresión de Santa Catalina de Siena, os dice: «Si sois lo que tenéis que ser, ¡prenderéis fuego al mundo entero!» (cf. Cart. 368).

Miro con confianza a esta nueva humanidad que se prepara también por medio de vosotros; miro a esta Iglesia constantemente rejuvenecida por el Espíritu de Cristo y que hoy se alegra por vuestros propósitos y de vuestro compromiso. Miro hacia el futuro y hago mías las palabras de una antigua oración, que canta a la vez al don de Jesús, de la Eucaristía y de la Iglesia:

“Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento que nos diste a conocer por medio de Jesús, tu siervo. A ti la gloria por los siglos.

Así como este trozo de pan estaba disperso por los montes y reunido se ha hecho uno, así también reúne a tu Iglesia desde los confines de la tierra en tu reino […]

Tú, Señor omnipotente, has creado el universo a causa de tu Nombre, has dado a los hombres alimento y bebida para su disfrute, a fin de que te den gracias y, además, a nosotros nos has concedido la gracia de un alimento y bebida espirituales y de vida eterna por medio de tu siervo […] A ti la gloria por los siglos” (Didaché 9,3-4; 10,3-4).

Amén.

A LOS JÓVENES DE SICILIA QUE PEREGRINARON AL SANTUARIODE LA VIRGEN DE LAS LÁGRIMAS

Amadísimos jóvenes de Sicilia: 

  1. Me alegra dirigirme a vosotros, mientras estáis reunidos para realizar una peregrinación jubilar especial al santuario de la Virgen de las lágrimas de Siracusa, que consagré hace seis años. He sabido con gran satisfacción que vuestro jubileo se celebra con la participación de los obispos de Sicilia, al término de sus ejercicios espirituales. Este hecho expresa el carácter fuertemente eclesial de la iniciativa y, más en general, el amor y la atención de la Iglesia que está en Sicilia a las nuevas generaciones. A todos vosotros, jóvenes sicilianos, y a vosotros, amadísimos hermanos obispos y sacerdotes, os dirijo mi saludo más afectuoso.

Vuestro jubileo regional, queridos jóvenes, está relacionado con la reciente Jornada mundial  de  la juventud que se celebró en Roma y, en particular, con la memorable vigilia del pasado 19 de agosto, en la que participasteis muchos de vosotros. Con este mensaje, quisiera reanudar el diálogo que entablé con los jóvenes en Tor Vergata. Entonces os dije: “Queridos amigos, veo en vosotros a los “centinelas de la mañana” (cf. Is 21, 11-12) en esta alba del tercer milenio”.

“Centinelas de la mañana”. Estas palabras del profeta Isaías os impresionaron, y las habéis elegido como tema de vuestra vigilia-peregrinación, para que estimulen y orienten vuestro compromiso. Me ha complacido la generosa adhesión con que habéis acogido mi propuesta. El corazón del Papa se alegra y da gracias a Dios, porque los jóvenes no sólo escuchan, sino que también acogen, reflexionan y, sobre todo, se esfuerzan por poner en práctica la palabra recibida, que no es palabra de hombres, sino palabra de Dios, operante en vosotros que creéis (cf. 1 Ts 2, 13).

  1. Porque vosotros, queridos jóvenes, queréis creer en Cristo. Como recordaréis, la fe fue el contenido fundamental de la gran vigilia de Tor Vergata. En Roma, ciudad de san Pedro y san Pablo, “encomendé” a la juventud de todo el mundo el compromiso de la profesión valiente de la fe en Cristo, una profesión por la que los Apóstoles y los mártires dieron la vida. Jóvenes de Sicilia, ¿estáis dispuestos también vosotros a dar la vida por esta fe?

Algunos piensan que adherirse a Cristo significa perjudicar su humanidad, disminuyendo su valor. No hay nada más falso. Más aún, como afirmé en Tor Vergata, “diciendo “sí” a Cristo, decís “sí” a todos vuestros ideales más nobles” (n. 6). Ciertamente, elegir a Jesús implica renunciar al pecado, pero el pecado no es realización de la naturaleza humana; al contrario, es su empobrecimiento. Dios no nos ha creado para el mal, sino para el bien, la verdad y la belleza, es decir, para él, nuestro Creador y Padre. Como escribe san Agustín:  “Nos has creado para ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones, I, 1, 1).

Por eso, queridos amigos, no tengáis miedo de dar a Jesús un sí total, como Pedro, Pablo, Francisco y Clara de Asís, como Águeda de Catania y Lucía de Siracusa, como santo Domingo Savio y Pier Giorgio Frassati, y como tantos otros testigos del Evangelio que han florecido a lo largo de los siglos también en vuestra Sicilia. En este siglo XX no han faltado en vuestra tierra luminosas figuras de creyentes, y su ejemplo sigue siendo para vosotros un punto de referencia al que debéis mirar para orientar vuestras opciones concretas. Muchachos y muchachas sicilianos, sostenidos por el testimonio elocuente de estos paisanos vuestros, recorred con valentía el camino de la santidad personal, alimentándoos asiduamente de la palabra de Dios y de la Eucaristía. Cuanto más santos seáis, tanto más contribuiréis a edificar la Iglesia y la sociedad.

  1. En vuestras comunidades parroquiales sed “piedras vivas” (1 P 2, 5), colaborando generosamente con los sacerdotes y entre vosotros. Aprended a asumir vuestras responsabilidades, y preparaos para ello en los grupos, en las asociaciones y en los movimientos laicales, entre los cuales recomiendo, en particular, la Acción católica, escuela de compromiso eclesial y civil. De este modo, daréis vuestra importante contribución al camino de la Iglesia en Sicilia, también con vistas al próximo Congreso eclesial regional, que se ocupará precisamente de los laicos.

Sed misioneros. La fe es un don que, compartido con los demás creyentes, crece y madura. Llevad el Evangelio a todos, especialmente a vuestros coetáneos y, en particular, a quienes son menos apreciados y atraviesan más dificultades. Que vuestras palabras vayan apoyadas siempre por las obras; que vuestra fuerza sea la de la verdad.

Resistid a las lógicas negativas que, por desgracia, dominan a veces en vuestro entorno. Recordad que Jesús dijo a sus Apóstoles:  “Os envío como ovejas en medio de lobos. Sed, pues, prudentes como las serpientes, y sencillos como las palomas” (Mt 10, 16). No os contentéis con ser pan fresco y fragante:  debéis ser levadura evangélica en la escuela y en la universidad, en el mundo del trabajo y en el del deporte, en vuestra familia y entre vuestros amigos. Con este propósito, comprometeos a participar en la vida pública y en las instituciones, manteniéndoos desprendidos de todo interés personal y trabajando siempre y exclusivamente por el bien común.

  1. El patrimonio natural y cultural de vuestra Sicilia es grande:  está confiado, de modo particular, a vosotros, jóvenes del tercer milenio. Conocedlo, reconocedlo, valoradlo. Tenéis la suerte de vivir en una región de las más ricas de historia: recurrid a esas raíces para acrecentar vuestra humanidad, asimilar y desarrollar los valores religiosos, artísticos, culturales y morales que habéis heredado. En esos valores también podéis hallar un terreno de encuentro con personas de otras nacionalidades y culturas, y renovar así la vocación de Sicilia a ser encrucijada de pueblos en el corazón del Mediterráneo.

La herencia más valiosa de ese patrimonio es, sin duda alguna, la fe en Cristo y el amor a su santísima Madre. El santuario al que os encamináis como peregrinos recuerda el misterio de las lágrimas de María y de Jesús mismo:  contemplad con el corazón este misterio, para constatar el amor inmenso de Dios, que envió a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados. Que esas lágrimas os purifiquen interiormente y os infundan la paz y la alegría que son don de Cristo y que nada ni nadie podrá quitaros.

Os pido que en vuestra oración también tengáis presentes mis intenciones; yo os aseguro mi cercanía espiritual. Como signo de mi gran afecto, os envío de corazón a cada uno de vosotros y a vuestros obispos la bendición apostólica, extendiéndola de buen grado a los sacerdotes, a vuestros familiares y a cuantos os acompañan por el camino de la vida diaria.

Vaticano, 18 de octubre de 2000