18/3/2016 – La caridad en la verdad

2920

caridad en la verdadConferencia impartida por  María Teresa Compte  el 18 de marzo del 2016 en el Aula de Doctrina Social de la Iglesia

Introducción

Tal y como pone de manifiesto Benedicto XVI desde su primera Encíclica Deus Caritas Est, hasta su última Encíclica Caritas in Veritate, la DSI es el instrumento idóneo y privilegiado con el que facilitar el encuentro y el diálogo entre la Iglesia y el mundo. En un mundo dominado por el espíritu técnico, la DSI puede facilitar la apertura a las verdades de la fe cristiana a través de un diálogo de amor.

La Doctrina Social de la Iglesia se presenta, pues, como un rico complemento para este diálogo, especialmente para con las ciencias humanas y sociales, desde las que se abordan las cuestiones políticas, económicas, culturales y espirituales que interpelan al hombre de nuestro tiempo[1]. Deus Caritas Est lo explica con estas palabras:

La doctrina social de la Iglesia argumenta desde la razón y el derecho natural, es decir, a partir de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano. Y sabe que no es tarea de la Iglesia el que ella misma haga valer políticamente esta doctrina: quiere servir a la formación de las conciencias en la política y contribuir a que crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y, al mismo tiempo, la disponibilidad para actuar conforme a ella, aun cuando esto estuviera en contraste con situaciones de intereses personales. Esto significa que la construcción de un orden social y estatal justo, mediante el cual se da a cada uno lo que le corresponde, es una tarea fundamental que debe afrontar de nuevo cada generación. Tratándose de un quehacer político, esto no puede ser un cometido inmediato de la Iglesia. Pero, como al mismo tiempo es una tarea humana primaria, la Iglesia tiene el deber de ofrecer, mediante la purificación de la razón y la formación ética, su contribución específica, para que las exigencias de la justicia sean comprensibles y políticamente realizables (DCE 28)

El propio Papa ha reconocido que esta certeza se ha ido afianzando en su quehacer teológico a medida que la DSI se le ha ido presentando como una aportación específica que la Iglesia hace al mundo para que en éste se pueda mejor realizar la justicia. Esta convicción profunda puebla el Magisterio contenido en la Encíclica Caritas in Veritate al vincular estrechamente el deber de solicitud por los más débiles, que la DSI ha formulado de manera magistral a lo largo de los tiempos, con la razón última de ser de ese deber moral que no es otra que el Mandamiento evangélico del amor[2].

Esta ligazón estrecha es la misma que, ya en el año 1986, establecía la Instrucción Libertad Cristiana y Liberación, siendo Prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe el entonces Cardenal Ratzinger, al hacer notar que es el Mandamiento supremo del Amor el que corona todo el edificio de la DSI. Ésta, de hecho, surge precisamente del encuentro entre el Mensaje Evangélico y los problemas que surgen en la vida de la sociedad (LC 72-73). Pasados los años, el Papa Benedicto XVI ha reorientado estas consideraciones hasta decir que la Doctrina Social de la Iglesia es fruto del compromiso de la Iglesia con el mundo como respuesta al dinamismo del Amor de Dios[3]. Así lo expuso ya en Deus Caritas Est (28).

El amor —caritas— siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa. No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo.[20] El Estado que quiere proveer a todo, que absorbe todo en sí mismo, se convierte en definitiva en una instancia burocrática que no puede asegurar lo más esencial que el hombre afligido —cualquier ser humano— necesita: una entrañable atención personal. Lo que hace falta no es un Estado que regule y domine todo, sino que generosamente reconozca y apoye, de acuerdo con el principio de subsidiaridad, las iniciativas que surgen de las diversas fuerzas sociales y que unen la espontaneidad con la cercanía a los hombres necesitados de auxilio. La Iglesia es una de estas fuerzas vivas: en ella late el dinamismo del amor suscitado por el Espíritu de Cristo. Este amor no brinda a los hombres sólo ayuda material, sino también sosiego y cuidado del alma, un ayuda con frecuencia más necesaria que el sustento material. La afirmación según la cual las estructuras justas harían superfluas las obras de caridad, esconde una concepción materialista del hombre: el prejuicio de que el hombre vive « sólo de pan » (Mt 4, 4; cf. Dt 8, 3), una concepción que humilla al hombre e ignora precisamente lo que es más específicamente humano.

La Iglesia, pese a las fragilidades de la naturaleza humana, es una compañía de amigos que no son moralmente indiferentes a la suerte de su prójimo. Este compromiso, animado y sostenido por el Mandamiento del Amor constituye, tal y como hemos aprendido en Solicitudo Rei Socialis y Centesimus Annus, en la Instrucción Libertatis Constiencia y, ahora, en Caritas in Veritate, la naturaleza teológica de la Doctrina Social de la Iglesia.

La caridad es la vía maestra de la doctrina social de la Iglesia. Todas las responsabilidades y compromisos trazados por esta doctrina provienen de la caridad que, según la enseñanza de Jesús, es la síntesis de toda la Ley (cf. Mt 22,36-40). Ella da verdadera sustancia a la relación personal con Dios y con el prójimo; no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas. Para la Iglesia —aleccionada por el Evangelio—, la caridad es todo porque, como enseña San Juan (cf. 1 Jn 4,8.16) y como he recordado en mi primera Carta encíclica «Dios es caridad » (Deus caritas est): todo proviene de la caridad de Dios, todo adquiere forma por ella, y a ella tiende todo. La caridad es el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es su promesa y nuestra esperanza (CiV 2).

La razón primordial de ser de la DSI es Dios y su Amor por el hombre. Todo comienza en el Logos, la razón primordial, como dice Deus Caritas Est, que, lejos de permanecer velada a los ojos de los hombres, se revela en su relación de amor con ellos. La verdad de Dios se da a conocer en su amor por el hombre. La caridad, dice Caritas in Veritate, es, de hecho, amor recibido y ofrecido. Una hermosa y, al mismo tiempo, sencilla manera de expresar la íntima relación que existe entre un Dios que se dona y un hombre que, consciente de ser el primer destinatario de ese Don, lo acoge para entregarlo y entregarse, él mismo también, a sus semejantes. Esta dinámica de caridad recibida y ofrecida es encauzada, comprendida y sistematizada por la Doctrina Social de la Iglesia (CiV 5). De hecho, dice Benedicto XVI, la DSI es “caritas in veritate in re sociale” (CiV 5) o “anuncio de la verdad del amor de Cristo en la sociedad”. Así pues la DSI es teología y antropología que pivotan sobre el principio último: la caridad en la verdad, luego concretada en principios prácticos de acción. Si la Doctrina Social de la Iglesia es testimonio de la caridad de Dios en las relaciones sociales, es, así mismo, el instrumento imprescindible para hacer presente a Dios en la vida social. Y no porque la DSI sea un programa cerrado que pueda o pretenda imponerse a la sociedad, sino porque es una propuesta de sentido, razonada y razonable, que sirve a la instauración de la convivencia.

Este propósito en el Magisterio social pasa por superar la tensión dialéctica en la que nos ha sumido la Modernidad y que, a día de hoy, no hemos conseguido superar. En la cuestión que nos ocupa, Benedicto XVI, especialmente en su tercera y última Encíclica, ha intentado contribuir a superar la dialéctica Caridad-Justicia. Este propósito, que cobra sentido en la formulación se sustenta entre tres pilares: la justicia-la caridad y la comunión (CiV 3).

La Comunión con Dios es el Amor

La comunión es un estilo de relación que no tiene que ver ni con la voluntad, como tampoco con el sentimiento, sino con el carácter espiritual de la sociedad humana, tal y como ya escribió en 1963 Juan XX en Pacem in Terris 35-36).

En las tres Encíclicas que el Papa publicó, el término comunión ocupa un lugar destacado. Y una buena clave hermenéutica para la comprensión del significado exacto de este término en el Magisterio de Benedicto XVI nos lo da su Homilía en la Fiesta del Baustismo del Señor del 8 de enero de 2006.

Si tuviera que glosar en una sentencia el significado teológico y, por lo tanto, antropológico, del término comunión diría, repitiendo a Benedicto XVI que la Comunión con Dios es el Amor o, dicho de otro modo, el Amor es comunión con Dios (DCE 4).

Ésta es una bella manera de explicar que antropología y teología cristiana constituyen las dos caras de una misma verdad: la verdad de Jesucristo anunciada en el Evangelio. Permítanme que traiga aquí una referencia histórica de extrema importancia para la comprensión de la naturaleza de la DSI, y que tiene al Cardenal Karol Wojtyla como protagonista.

En una entrevista concedida en el mes de mayo de 1978, el Cardenal Wojtyla le dijo a Vittorio Possenti lo siguiente:

Pienso que la fuerza sustancial de la Doctrina Social de la Iglesia -y en consecuencia de la doctrina social católica- está en su originalidad. Estoy convencido de esta originalidad, que entiendo también como adecuación específica con la realidad. Esta originalidad (o -si queremos especificidad) de la doctrina social católica corresponde a la originalidad del Evangelio mismo: en éste tiene su raíz y su fundamento. El Evangelio, en cambio, es original no sólo por su “teología”, sino también por su “antropología”. La constitución Gaudium et Spes lo hace notar en muchas ocasiones, pero sobre todo en el parágrafo 21. Por tanto el Evangelio es original por su modo propio de ver (o de revelar) la totalidad de los problemas del hombre, y naturalmente de los problemas del hombre en la dimensión de la comunidad, en la dimensión de la vida social. Aquí es necesario también hacer referencia a Gaudium et Spes, sobre todo al párrafo 24. Hoy se habla de cambio antropológico en la teología. Se podría decir -considerando ambos textos del Vaticano II aquí citados (que para la teología son una auténtica “mina de oro”)- que la antropología queda penetrada de manera particular por la teología. Ambos hechos dan testimonio de la originalidad del Evangelio, de la evangelización y por tanto de la Doctrina Social de la Iglesia, que toma impulso de aquí. Con la palabra originalidad intento entender también la adecuación específica a la realidad. Con el misterio de la Encarnación la realidad humana entera, y por tanto la realidad social, ha adquirido su dimensión divino -humana. Evidentemente no es este el único motivo de originalidad de la Doctrina Social de la Iglesia, aunque ella no deje de ser la razón más profunda. He dicho que la originalidad de esta doctrina consiste en la visión global, que le es propia, de los problemas del hombre. También aquí existen muchas razones. Por ejemplo la importancia enorme que para la Doctrina Social de la Iglesia tiene el dogma del pecado original, la conciencia de lo que libera a la praxis social de ilusiones “ideales” (véase Rousseau) y permite buscar la proporción justa entre el contenido del mandamiento y el consejo evangélico. Existen, siempre han existido, en el campo económico-social soluciones que parecen perfectas en sí, pero que después en la realidad, o en la praxis, se convierten en ocasiones de nueva injusticia, permiten que aparezca el mal bajo una nueva forma… Debemos tener siempre ante los ojos la escena de Ananías y de Safira en los Hechos de los Apóstoles. También me vienen a la mente las palabras escritas por León XIII en la encíclica Rerum novarum a propósito de las medicinas que pueden, a veces, manifestarse más peligrosos que la misma enfermedad. El campo social ha sido y seguirá siendo siempre terreno de continuas reformas. Es justo que sea así. Para determinar la dirección correcta de estas reformas me parece que es esencial conocer bien y en profundidad al hombre, “saber lo que hay en el hombre” como decía Cristo (Jo 2,25).

Este párrafo es extremadamente rico en significados y, por esto, un tesoro del que podemos extraer numerosas lecciones para la cuestión que nos ocupa.

En su última Encíclica Caritas in Veritate, Benedicto XVI hace una afirmación para algunos revolucionaria: “(…) hoy es preciso afirmar que la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica, (…)” (CiV 75) Se, trata, pues, de conocer al hombre y de conocer, en clave cristiana, al hombre que Jesucristo nos revela. Porque Cristo no es sólo la revelación definitiva del Padre, sino que es, también la revelación de sus hijos: los hombres.

¿Quién es el hombre? ¿Qué hombre?, se pregunta, la Iglesia. El hombre real, histórico y concreto, que trasciende el orden de lo creado y a quien Dios ama por sí. Ese hombre es, visto en su individualidad, un ser incompleto que anda al encuentro de su integridad. El relato de la Creación del Génesis lo explica de modo sublime. La ruptura con Dios despierta en el hombre el anhelo de la complementariedad que se resuelve en un encuentro personal con el otro sexo (DCE 11). El encuentro entre el hombre y la mujer es, pues, la imagen de una humanidad completa que se expresa en la unidad matrimonial y familiar. La común unión entre el hombre y la mujer tiene un carácter al mismo tiempo social y divino. Porque si Dios es la medida del amor humano, éste, expresado en la relación hombre-mujer, tiene un carácter social que se expresa en la capacidad del hombre de salir de sí, caminar hacia otros, unirse a ellos y comprometerse con ellos.

La comunión es, pues, la antítesis del individualismo. De hecho, ningún ser humano es una mónada (Cfr. Spe Salvi 45, 48), sino un ser de relaciones y de interacciones cuya integridad pasa por su capacidad de apertura total a los demás. Esta verdad sobre el hombre, iluminada por la verdad revelada por Dios en Jesucristo, es la conmovedora novedad de la revelación bíblica[4]. Y esta especificidad es la que la Iglesia católica se propone traducir en su Doctrina Social para dar testimonio del amor que Dios Padre dona a cada hombre. Al hacerlo así, la Iglesia contribuye “a dar fuerza a la verdad, mostrando su capacidad de autentificar y persuadir en la concreción de la vida social” (Caritas in Veritate 2, 6).

Si la Razón purifica la Fe y la Fe ensancha la Razón, bien podría decirse lo mismo de la relación Justicia-Caridad. Al menos eso es lo que intenta Benedicto XVI tanto en su primera, como en su tercera Encíclica. La Justicia y la Caridad, lejos de ser enemigas irreconciliables, son exigencias derivadas del mensaje del Evangelio que, concretadas en la Doctrina Social de la Iglesia, pueden ser asumidas y compartidas con validez universal.

¿Por qué la Iglesia católica debería quedar al margen de la lucha por la justicia? En cuanto institución religiosa inserta en el orden social, La Iglesia puede y debe proponer la verdad en la que cree a los hombres que con ella viven. No sólo porque la apología con humildad de la verdad cristiana, al decir del papa Benedicto XVI, sea un derecho de la Iglesia, sino porque es, ante todo y sobre todo, un deber nacido de las mismas entrañas del Evangelio. Y porque la justicia, aunque necesaria, es siempre imperfecta e insuficiente. No sucede lo mismo con el amor que la motiva.

El amor es la fuerza creadora que hace posible la entrega incondicional sin sustituir por ello la exigencia de la justicia. Es más, el amor exige la promoción de la justicia porque el reconocimiento y la afirmación categórica de la dignidad inalienable del ser humano obliga en conciencia a empeñarse por dar al hombre aquello que le es debido por el mero hecho de ser hombre. Y esta opción radical, que es el sentido más propio de la justicia, no pueden llevarla a cabo las instituciones, sino sólo el hombre real, histórico y concreto capaz de hacerse prójimo de sus semejantes. “Quien ama con caridad a los demás, dice Caritas in Veritate, es ante todo justo con ellos. No basta decir que la justicia no es extraña a la caridad, que no es una vía alternativa o paralela a la caridad: la justicia es « inseparable de la caridad », intrínseca a ella”.

Y ello es así, porque la Justicia

  1. Reconoce y respeta los legítimos derechos de las personas y los pueblos.
  2. Se ocupa de la construcción de un orden verdaderamente humano

La caridad, por su parte,

  1. supera la justicia, y
  2. la completa gracias a la lógica del don.

Mientras la justicia establece relaciones de reciprocidad como consecuencia de la determinación de los derechos y deberes de los hombres y los pueblos; la caridad sustenta relaciones basadas en la gratuidad y la misericordia. Por eso caridad y justicia, íntimamente unidas, son los motores que hacen posible la promoción del bien común en tanto que el mayor bien que, en libertad, pueden alcanzar todos y cada uno de los hombres que comparten el mismo mundo y la misma vida.

La promoción de la justicia pasa por la edificación de un orden humano hecho a la medida de la naturaleza racional y libre del ser humano. Y en este orden debería ocupar un lugar dominante, apunta Caritas in Veritate, la lógica del don o de la gratuidad frente a la lógica de la utilidad. Ésta es la propuesta cristiana que sólo se justifica en la medida en que consigamos entender y explicar al mundo en el que vivimos, que la gratuidad es la razón de ser de la Creación. Dios creó el mundo por amor, y por amor puso en manos del hombre los dos dones que éste necesita para conservar su existencia: la vida y el mundo. Pero esta lógica carece de sentido en un mundo en el que Dios está ausente como consecuencia de un estilo de vida en el que los dones divinos de la vida y la creación han perdido todo su significado. Ya en el año 1943, el teólogo francés Henri de Lubac lo expresó de modo sublime en su obra El drama del humanismo ateo, al explicar los cambios culturales que habían hecho de la muerte de Dios el requisito para el triunfo de la libertad humana. Esta antropología prometeica que, fascinada por la razón científico-técnica detesta la acción creadora de Dios, es la que, convertida en cultura, ha acabado expulsando a Dios del mundo por considerarlo superfluo e innecesario[5]. Pues bien, en la hora presente, la Iglesia está llamada a abrir este mundo, dominado por el espíritu técnico, a las verdades trascendentes de la fe cristiana a través de un diálogo amoroso que, como escribió Pablo VI en su primera Encíclica Ecclesiam Suam, permita que Iglesia y mundo se encuentren y se amen[6].

A eso es, por ejemplo, a lo que el Papa se refiere cuando en su última Encíclica insiste, sobremanera, en el sentido último del Magisterio de Populorum Progressio. Las exigencias de la justicia que brotan de las obligaciones asumidas en el interior de la conciencia son sólo la concreción práctica de la única verdad definitiva: el amor gratuito de Dios que llama a cada hombre a ser quien es y a serlo en plenitud. Y esta llamada, a la que el hombre debiera responder afirmativamente, exige, para su consecución, la existencia de unas condiciones de vida justas que hagan posible el desarrollo íntegro de la persona. En este sentido, como apuntábamos con anterioridad, lo definitivo en la DSI es el Amor. Y esta invitación a amar y a ser amado es la que la DSI debe colocar en el centro de la cuestión social. No porque pretenda sustituir los deberes de justicia que competen a las instituciones temporales de las que se dotan las sociedades, sino porque sólo la gratuidad propia del amor incondicional es capaz de dar más allá de lo que cada uno de nosotros merece por sus méritos, esfuerzos o competencias. El Mandamiento del Amor a Dios y al Prójimo no resta fuerza profética a la DSI, como algunos andan argumentando. ¿Hay algo más radical que la opción de Dios por el hombre y por cada hombre?

Qué aporta la comunión a la economía

No tiene mucho sentido aquí emplear tiempo afirmando y explicando que la DSi no tiene soluciones técnicas que ofrecer. No existe, por lo tanto, un modelo de economía de comunión consagrado desde la DSI como el modo cristiano por antonomasia; no se trata de eso. No existe un modelo cristiano de resolver las cuestiones económicas, pero sí existen principios inquebrantables que convenientemente aplicados a las circunstancias deben dar testimonio de la verdad cristiana sobre el hombre y sus relaciones sociales. Y esto porque la dignidad sigue siendo la medida de la justicia de los sistemas económicos. ¿Qué significa pues la expresión economía de comunión?

La expresión no aparece en Caritas in Veritate. No existe una economía de comunión consagrada por la DSI como modelo. Si como tantas veces ha enseñado el Papa hay tantas respuestas de Dios a los hombres como relaciones personales con Dios, no puede existir una única solución técnica a los problemas económicos que acechan a la humanidad. No se trata, pues, de un modelo, sino de unos principios que, convenientemente adaptados a las circunstancias, consigan resolver la dialéctica entre técnica económica y moral económica. Se trata, además, entre otras cosas, de aprender, de una vez por todas, como lo intentó el Concilio Vaticano II, que la acción del cristiano en el mundo pasa por encarnarse en el mundo y no alejarse de él. O, dicho en el lenguaje evangélico de Ecclesiam Suam por estar en el mundo sin ser del mundo.

Sin pretender la condena del mundo y, mucho menos, la condena de las relaciones económicas existentes, Caritas in Veritate sí persigue su purificación. Del mismo modo que Benedicto XVI ha pugnado desde los orígenes de su Pontificado por la conciliación entre Fe y Razón, Tradición y Cambio, Caridad y Justicia, Religioso y Laico, etc, etc,, en Caritas in Veritate se propone, también, acabar con la eterna antítesis entre Gratuidad y Utilidad.

Si nosotros nos preguntáramos ahora en voz alta por la razón de ser de la economía seguramente estaríamos todos de acuerdo en que la naturaleza de la economía es la utilidad o la productividad. Pero ¿es ésta su finalidad? Caritas in Veritate reconoce en su número 34 que lo útil y lo productivo están en la razón de ser de la economía y que, siendo así, se convierten en un problema cuando lo económico se reduce a la mera utilidad y productividad.

Esta visión reduccionista que se justifica a sí misma y se entiende como contraria y opuesta a la moral no sólo es injusta en sus consecuencias, sino que es, además, ineficaz e ineficiente. Y si esto es así es porque el proceso resolución de los problemas económicos ignora la verdad de las cuestiones económicas y parte de premisas falsas que hacen llevan al error.

El realismo cristiano como actitud y método de conocimiento enseña que es preciso conocer la realidad tal cual ésta es. Y para esto nada mejor que despojarse de toda interpretación ideológica, siempre apriorística y, por lo tanto, falsa.

En línea con las enseñanzas de la DSI desde Rerum Novarum hasta nuestros días, Caritas in Veritate profundiza en una línea de reflexión que desde el momento de implantación, desarrollo y consolidación del modelo de economía de mercado no ha dejado de insistir en el carácter meramente instrumental de la ley oferta-demanda.

A día de hoy nadie discute que las teorías de la elección racional no funcionan en el mercado. No existe un sistema perfecto de mercado al que asisten individuos aislados en busca de la satisfacción de sus necesidades. Este planteamiento es falaz, apriorístico y erróneo porque desconoce la naturaleza humana y, por lo tanto, las propias necesidades humanas.

En las transacciones económicas de mercado la absolutización de la regla de compra-venta según el esquema de la justicia conmutativa ignora, además, que no todos los objetos sometidos a contrato tienen la misma naturaleza. Otro error de cálculo que lleva a imponer con carácter universal una regla que cuya utilidad sólo se demuestra en determinadas condiciones.

Caritas in Veritate lo recuerda en su número 35 al recordar que:

El mercado está sujeto a los principios de la llamada justicia conmutativa, que regula precisamente la relación entre dar y recibir entre iguales. Pero la doctrina social de la Iglesia no ha dejado nunca de subrayar la importancia de la justicia distributiva y de la justicia social para la economía de mercado, no sólo porque está dentro de un contexto social y político más amplio, sino también por la trama de relaciones en que se desenvuelve. En efecto, si el mercado se rige únicamente por el principio de la equivalencia del valor de los bienes que se intercambian, no llega a producir la cohesión social que necesita para su buen funcionamiento. Sin formas internas de solidaridad y de confianza recíproca, el mercado no puede cumplir plenamente su propia función económica. Hoy, precisamente esta confianza ha fallado, y esta pérdida de confianza es algo realmente grave.

La función del mercado no es otra que la de asignación y distribución de recursos; y su finalidad es la de la satisfacción de las necesidades humanas. Pero, algo así es inalcanzable si la ley del mercado, en tanto que regla para la toma de decisiones económicas, no reconoce que “no puede producir lo que está fuera de su alcance. Ha de sacar fuerzas morales de otras instancias que sean capaces de generarlas” (CiV 35).

Visto así, las relaciones económicas constituyen un subsistema dentro del sistema de relaciones sociales que, aunque autónomo, no es independiente de la política. La promoción de la justicia, pues, como finalidad de la acción política implica el sometimiento de las relaciones económicas a la lógica del derecho. Sólo de este modo puede conseguirse un orden social digno de tal nombre en el que el sistema económico y financiero sean vistos en lo que son: instrumentos (Caritas in Veritate 36).

La doctrina social de la Iglesia sostiene que se pueden vivir relaciones auténticamente humanas, de amistad y de sociabilidad, de solidaridad y de reciprocidad, también dentro de la actividad económica y no solamente fuera o « después » de ella. El sector económico no es ni éticamente neutro ni inhumano o antisocial por naturaleza. Es una actividad del hombre y, precisamente porque es humana, debe ser articulada e institucionalizada éticamente.

El gran desafío que tenemos, planteado por las dificultades del desarrollo en este tiempo de globalización y agravado por la crisis económico-financiera actual, es mostrar, tanto en el orden de las ideas como de los comportamientos, que no sólo no se pueden olvidar o debilitar los principios tradicionales de la ética social, como la trasparencia, la honestidad y la responsabilidad, sino que en las relaciones mercantiles el principio de gratuidad y la lógica del don, como expresiones de fraternidad, pueden y deben tener espacio en la actividad económica ordinaria. Esto es una exigencia del hombre en el momento actual, pero también de la razón económica misma. Una exigencia de la caridad y de la verdad al mismo tiempo (CiV 36)

Fuera, pues, de todo planteamiento ideológico, y lejos de las viejas controversias entre mercado y Estado, Caritas in Veritate retoma las intuiciones del Magisterio de Centessimus Annus para devolver a la sociedad el protagonismo económico que le corresponde. No se trata, insisto una vez más, de diseñar un modelo, sino de purificar las nociones económicas que manejamos dentro de la Iglesia e, incluso también, dentro de las propias instituciones y centros católicos en los que se enseña economía o se enseña Doctrina Social de la Iglesia. Frente a la pura lógica del Mercado y a la lógica del Estado ¿cuál es la lógica económica de la sociedad? Dice Ci V que la sociedad es el ámbito “más apropiado para una economía de la gratuidad y de la fraternidad” (CiV 38). Con ello el Papa está arrojando luz sobre una pluralidad de iniciativas sociales con capacidad económica que las viejas ideologías y el Estado del Bienestar han ahogado. El pluralismo social debe y puede cobrar forma en el ámbito económico. Y ésta sí es una novedad o, mejor dicho, una actualización de la vieja doctrina de la Iglesia acerca de la sociedad vista como una pluralidad de órganos con funciones diferentes y una misma finalidad: la promoción del bien común.

La expresión democracia económica se refiere a una pluralidad de centros de poder económico que deben tener cabida y protagonismo en el amplio sistema de relaciones económicas. Entiendo, así mismo, que esta expresión le sirve al Papa para hablar del deber-derecho de las distintas iniciativas sociales en materia económica a tomar parte en algo junto a otros mostrándose dispuesto a “realizar la parte que a cada uno le corresponde en la comunidad”. Ésta actitud de solidaridad es el propio bien común en la medida en que el hombre asume sus deberes y obligaciones como contribución a la vida buena de la multitud. Ésta es la lógica dle Bien Común que, no es otra, que la lógica de la gratuidad o la comunión.

No se trata de renunciar al beneficio, sino de buscar el beneficio para la satisfacción de las necesidades humanas de acuerdo al principio del Destino Universal de los Bienes. Ésta es, dicho de otro modo, la reciprocidad existente entre derechos y deberes que la DSI ha interiorizado desde Rerum Novarum hasta nuestros días (Caritas in Veritate 39).

Comunión, comunicación, participación, relacionalidad, don y gratuidad son conceptos nuevos que tienen que ver, en el Magisterio de Benedicto XVI, no sólo con la teología y la teología moral, sino con la economía, la política y la sociología vistas desde una planteamiento nuevo que es el de las teorías o la teoría relacional. Éstas conciben al hombre y a la sociedad como una comunidad de relaciones de reciprocidad en las que el ejercicio de los deberes respectivos garantiza y refuerza el ejercicio de los derechos personales o individuales. Estas relaciones de reciprocidad sólo pueden darse desde la lógica de la gratuidad si dejamos de considerar el orden social como un simple agregado o yuxtaposición de individuos cuya vida en común es sólo la coartada para el ejercicio de derechos meramente individuales según un planteamiento mercantil y utilitarista al que hoy se han plegado las dos grandes ideologías que copan la vida cultural del Occidente: el mercantilismo liberal y la socialdemocracia.

Y esto pasa por:

  1. Reflexionar acerca de los límites del Estado del Bienestar. Se trata de repensar la relación entre el Estado y la sociedad para aceptar que en el orden social existen una variada expresión de cuerpos intermedios que son los que median entre la persona y la sociedad.
  2. Pensar la sociedad como una comunidad relacional que es fruto de la reciprocidad que resulta de la asunción de deberes, por parte de las personas y asociaciones que la conforman, como modo de reforzar los derechos de los mismos. Este modo de vincularse genera relaciones de solidaridad que se traducen al orden social. Lo que consigue que la mera interdependencia se transforme en el derecho-deber de vivir vinculado a los demás.
  3. Este modo de relacionarse genera un sentido de pertenencia e identidad que permite hablar de un sujeto social que merece ser reconocido en sus particularidades, que tiene derecho a gestionarse como un todo y a organizarse libremente de acuerdo al bien que le es propio.
  4. Las relaciones sociales así entendidas surgen fruto de un compromiso de donación y aceptación. Son por lo tanto relaciones gratuitas que generan expectativas de cuidado y atención preferencial.

[1] Deus Caritas Est (25-12-2006), 27.

[2] Pablo VI, Ecclesiam Suam (6 de agosto de 1964) 4, 25. Cfr..Benedicto XVI, Discurso al colegio de escritores cristianos de la revista la civilittá católica, 17-2-2006), Caritas in Veritate (29-6-2009) 4;

[3] CiV 5

[4] Deus Caritas Est 11; visita pastoral a a verona, discurso de su santidad Benedicto XVI a los obispos, sacerdotes y fieles laicos participantes en la iv asamblea eclesial nacional italiana

[5]Discurso de su santidad benedicto xvi a los obispos, sacerdotes y fieles laicos participantes en la iv asamblea eclesial nacional italiana jueves 19 de octubre de 2006

[6] pablo vi, ecclesiam suam, 6 de agosto de 1964, 4, 25. cfr. Benedicto XVI, discurso al colegio de escritores cristianos de la revista la civilittá católica, 17-2-2006), caritas in veritate 4;