El término “civilización del amor” viene de lejos. Fue acuñado por el papa Pablo VI y retomado por el documento de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (Puebla, 1979). Pablo VI consideraba que la civilización del amor es “la verdadera civilización” y la definía como “aquel conjunto de condiciones morales, civiles, económicas, que permiten a la vida humana una posibilidad mejor de existencia, una racional plenitud, un feliz destino…”. La asociaba a condiciones que elevan la condición humana: la solidaridad, la hermandad, la dignidad de la persona humana, la superación de toda discriminación o segregación, el servicio a la justicia, la firme voluntad de construir la paz.

En Puebla – Conferencia a la que asistió monseñor Romero – se retoma el desafío planteado por Pablo VI: construir una civilización alternativa basada en la justicia, la verdad y la libertad. La justicia distributiva, que supere la inequidad; la verdad, como principio de desenmascaramiento de la mentira; la libertad, de las estructuras opresoras que provienen del abuso del tener y del poder. Esas serán las dos referencias teológicas pastorales que tendrá presente monseñor Óscar Romero al momento de interpretar esa categoría a partir de la realidad latinoamericana y salvadoreña.

Un texto tajante para analizar la perspectiva del santo Romero en torno a la civilización del amor, lo representa la homilía del 12 de abril de 1979. Ahí, él muestra su adhesión al desafío histórico planteado por el magisterio episcopal de América Latina reunido en Puebla: “ser constructores abnegados de la civilización del amor”. Veamos cómo concreta esa afiliación.

Primero, la civilización del amor es una civilización con entrañas.

Es decir, atenta a los grandes clamores que brotan de la realidad. En esa línea monseñor Romero fue una persona ejemplar. Sin duda le impacto hondamente el sufrimiento del pueblo salvadoreño. Al sistema político y económico que lo generaba lo calificó de “desorden espantoso”, “pecado estructural”, “imperio del infierno”. Formas recias para señalar lo que produce la injusticia, la inequidad y la crueldad de la violencia.

Él consideraba que la Iglesia traicionaría su mismo amor a Dios y su fidelidad al evangelio si dejaba de ser defensora de los que en su momento llamó “el Divino traspasado”. Y en coherencia con ese amor y esa fidelidad, defendió y acompañó a las víctimas de ese sufrimiento. Un modo de hacerlo fue proclamando la necesidad de una nueva civilización que revirtiera los males predominantes.  Lo promulgó con sencillez y contundencia:

“¡Esta es la civilización verdadera! La que nos hace verdaderamente hombres humanos, cristianos, hijos de Dios, porque Dios es amor y la civilización que Dios quiere entre los hombres es la civilización del amor en la cual se involucra también, la justicia, la verdad y la libertad”.

Segundo, “la civilización del amor no es un sentimentalismo, es justicia y verdad”.

En el mensaje de los profetas, Dios y justicia están de tal forma interrelacionados que practicar la justicia es conocer a Dios, y conocer a Dios es practicar la justicia (Jer 22, 16). ¿Qué clase de justicia? En la Biblia, las personas a las que se les debe hacer justicia son generalmente los pobres, las viudas, los huérfanos, los migrantes. Todos ellos, víctimas de la injusticia. Monseñor Romero fue profeta de esa justicia y rogaba encarecidamente que cada uno de nosotros fuera un “devoto de la justicia”. Él unificó civilización del amor y justicia. Eso está claro en la siguiente formulación:

“Una civilización del amor, que no exigiera la justicia a los hombres, no sería verdadera civilización, no marcaría las verdaderas relaciones de los hombres. Por eso, es una caricatura de amor cuando se quiere apañar con limosnas lo que ya se debe por justicia. Apañar con apariencias de beneficencia cuando se está fallando en la justicia social. El verdadero amor comienza por exigir entre las relaciones de los que se aman, lo justo”.

Tercero, “la civilización del amor, opta por la no- violencia”.

Para monseñor Romero, es la fuerza amor, no la violencia, la que puede y debe reestructurar el mundo. Y como hemos visto, el amor en la visión del santo Romero, no se reduce a un sentimiento caritativo, a un alivio de urgencias individuales, a una actividad puramente paternalista. Es más bien una fuerza ética y profética que lleva a interpelar estructuras indolentes, promotoras de injusticia y exclusión. Es también, por otra parte, fuerza inspiradora de un modo de convivencia fundamentado en el respeto a los derechos de los pobres, la indignación por el daño injusto y la compasión ante el sufrimiento de las víctimas. Por ello llama a examinar lo que puede significar el amor cuando configura una civilización.

El santo Romero explicaba que ese amor – principio y fundamento de nueva civilización – “no es tolerar las cosas con una pasividad de muertos. Es reconocer y promover la propia dignidad, el valor de la igualdad de todos los seres humanos, para que nadie se deje masificar, para que todos nos reconozcamos como personas”.

Cuarto, la civilización del amor, aunque supone e implica un nuevo orden económico, social, político y cultural, sobrepasa las categorías de todos los regímenes y sistemas.

Si la asociamos a una forma histórica del reinado de Dios, podemos decir que es un concepto dinámico que no se agota en las bondades que puedan constatarse en los sistemas políticos y económicos prevalentes. En esta línea monseñor Romero afirmaba que, “la Iglesia no se identifica con ningún sistema político ni con ninguna organización política”. La razón: no absolutizar lo relativo y mantener un distanciamiento crítico e independiente frente a esos sistemas. No dejarse cooptar ni neutralizar en la opción por los empobrecidos y contra la pobreza. No olvidar a los pobres.

Por eso, en cuanto ideal cristiano, la civilización del amor es más afín a la solidaridad y a la comunidad que al enfrentamiento y el individualismo, más acorde al desarrollo de la persona que a la acumulación de cosas, más centrada en el punto de vista de los pobres que en el de los ricos y poderosos.

Quinto, “No tengamos miedo a vivir la alternativa de la civilización del amor”.

El papa Francisco, ha dado realidad actual a lo que formalmente es una posibilidad histórica. Ante la pandemia del coronavirus y la globalización de la indiferencia, ha propuesto la implementación de un proyecto alternativo de vida fundado en la justicia, la caridad y la solidaridad. Habla también de la “civilización del amor” que, para él, es una civilización de la esperanza. Esperanza “contra la angustia y el miedo, la tristeza y el desaliento, la pasividad y el cansancio”. Con vehemencia ha exhortado a no tener miedo a vivir esa alternativa, a construirla de forma cotidiana e ininterrumpida.

 

En monseñor Romero tenemos un ejemplo insigne de constructor abnegado (hasta dar la vida, siguiendo el ejemplo de Jesús) de la civilización del amor. Lo hizo en medio del rechazo y la persecución. Inspirado en la palabra, en la vida y en la donación plena de Jesucristo. Fortaleciendo el vínculo entre justicia, verdad y libertad como expresiones concretas del amor en su dimensión social.  Por eso ha sido llamado “el mártir por amor”. Y desde la concreción histórica debemos decir que lo fue por amor a los pobres, al evangelio, la verdad y la justicia. En un mundo sin entrañas esa forma de amar se constituye en fuente de inspiración e interpelación. Inspira a ser humano e interpela nuestros grados de deshumanización.

 

Carlos Ayala Ramírez

Profesor del Instituto Hispano de la Escuela de Teología (Santa Clara University)