La estructura política que haría que algo como el salario justo fuera posible no puede establecerse en la sociedad secular moderna, precisamente porque la ley del salario justo presupone un bien sustantivo del que todos los intercambios debieran dar testimonio.

 

D.Stephen Long.

         Para los teólogos, el mundo real no puede ser comprendido en términos de un orden social definido solamente por unos individuos que actúan movidos por unos fines inmanentes como la utilidad pero ese mundo “real” define el orden capitalista. Como ha sostenido Catherine Pickstock, el liberalismo y el capitalismo producen una “ciudad inmanentista”, en la que los ciudadanos son reducidos al estatus de individuos, y después son controlados visiblemente por un medio de la fuerza militar, o invisiblemente por medio de un cierto contrato escrito. Este control se da “invisiblemente mediante la «diseminación» de suposiciones que no se cuestionan sobre la  naturaleza de la realidad y del sujeto humano” El resultado es que la ciudad inmanente “erradica lo desconocido” y “coreografía  la espontaneidad”, pero bajo sus regulaciones está al acecho un nihilismo que acoge la muerte como la única certeza capaz de establecer las fronteras de la ciudad inmanente[1]. La economía capitalista se basa  en la muerte de Dios. Esto no es una revelación secreta; algunos de los arquitectos clave de la economía capitalista entendieron esto perfectamente, y lo afirmaron públicamente[2]. Poner en cuestión y dar nombre a los supuestos de la ciudad inmanente, constituye al menos un desafío a su pretensión de totalidad. Es un acto de caridad.

El conflicto entre la ciudad inmanente del capitalismo y la ciudad, representada por la Iglesia, cristaliza en la cuestión del salario justo. Mientras que la prohibición de la usura tiene tantas salvedades que se puede conceder fácilmente que no cuestiona en lo fundamental el orden social capitalista, la cuestión del salario justo no puede interpretarse tan fácilmente de ese modo. El salario justo presupone que es intrínsecamente malo que un empresario pague un salario menor del necesario para mantener a los trabajadores y permitirles realizar su propia contribución al bien común. Esta última salvedad es importante, porque muestra cómo la praxis del salario justo presupone la prioridad de un orden social caritativo. No sólo los ricos han de poder ser benefactores del bien común; todos los que trabajan deberían ser capaces de obtener recursos suficientes para poder ser asimismo benefactores. Ese orden social caritativo impide la jerarquía injusta que concede un poder indebido a los ricos simplemente porque tienen riquezas, aunque no tengan sabiduría o virtud. No pagando un salario justo, los empresarios pueden acumular grandes posesiones para sí mismos, por medio de los cuales pueden acaparar la práctica de la caridad. Pero acaparar la práctica de la caridad es al mismo tiempo violarla.

La economía capitalista no puede sino considerar que una práctica como el salario justo es una regla utópica propuesta por gente que no entiende el mundo real de la economía. Aunque la economía en cuanto disciplina está tan llena de conflictos y divisiones como pueda estarlo la teología, los economistas están quizás más unidos en torno a ciertos principios básicos. Uno de esos principios es que los salarios deben ser determinados por el mercado, y no por la intrusión de la autoridad política. Así, la mayoría de los economistas están en contra de que el estado fije ni siquiera un salario mínimo, no digamos un salario justo, porque el establecimiento de dicho salario producirá desempleo y baja productividad. Un salario mínimo es permisible sólo en la medida en que sea menor que el que el mercado soportaría de hecho si estuviera abandonado a sí mismo. Pero aquí es donde el orden social que presupone la teología entra en conflicto con el que presuponen los economistas.

John Milbank ha defendido que “la cultura secular de la modernidad aplasta” la esfera económica de la caridad entre una ética de “la integridad de la voluntad privada que respeta la libertad de los demás” y una política basada en la racionalidad maquiavélica, esto es, una política que no es otra cosa que la orientación formal hacia un poder que nunca se puede justificar desde unas pretensiones sustantivas de verdad o de bondad. Así pues, no existe ninguna distinción entre leyes coactivas y no coactivas. Todas las leyes son meras indicaciones de intereses formales mediante los cuales algunos buscan coaccionar a otros.[3] La estructura política que haría que algo como el salario justo fuera posible no puede establecerse en la sociedad secular moderna, precisamente porque la ley del salario justo presupone un bien sustantivo del que todos los intercambios debieran dar testimonio. Y ello presupone que esa ley no es meramente una convención arbitraria por la que el interés de alguien impera sobre los intereses de los demás. Presupone que los intercambios económicos deberían producir algo más que sólo riqueza (no algo menos). También deberían orientar nuestras acciones hacia fines virtuosos. Sin esos fines, esa ley no tiene sentido. ¿Por qué un empresario no debiera pagar nunca a un empleado una cantidad menor que el salario justo? Porque una acción así no puede orientarse hacia el bien de la caridad, que es la esencia de Dios tal como se ha revelado en Cristo. Una acción así no puede encuadrarse en la economía de Dios, que está definida por el signo central de Cristo, que es el intercambio de Dios con nosotros.

La única cuestión suscitada por la ética del secularismo moderno es la del pluralismo o la heterogeneidad de los fines. No todo el mundo comparte un bien común sustantivo fundamentado en la caridad. ¿Hemos de imponer entonces nuestra visión del bien sobre los demás? Una vez que está suscitada esa cuestión, y siempre lo está, estamos de nuevo atrapados en la ciudad inmanente con su espontaneidad coreografiada. Todo es lo mismo aun cuando supuestamente se afirme la diferencia.

Pero una economía de la caridad no puede ser impuesta a un pueblo. Eso, obviamente, no sería caritativo. Una ética teológica de la caridad no está pensada para un imperio, para ser impuesta coactivamente, ni siquiera mediante el poder coactivo que se consigue  reuniendo los votos suficientes para conseguir la victoria. Es una ética que considera que la Iglesia es la institución social dentro de la cual reside principalmente, si bien no de forma exclusiva. La primera cuestión para una ética de la caridad no es cómo estructurar un mercado global que adjudique los recursos escasos de la forma más eficiente posible. Esa cuestión finalizará inevitablemente en la adopción de la ética moderna del secularismo, que evita todo bien sustantivo. La primera cuestión es ésta: ¿cómo podemos participar en la vida de Dios, Uno y Trino, en una vida caracterizada por una donación que es caridad y bondad? Esto no conlleva vivir de forma imprudente , pero supone que las reglas que hemos recibido sólo pueden ser ignoradas poniendo en peligro las virtudes hacia las que apuntan: una vida de caridad. Ignorar esas reglas y olvidar las virtudes a que esas reglas nos señalan desembocará en que nuestras vidas estarán más definidas por la falsa catolicidad del mercado que por la verdadera catolicidad de la Iglesia. Los intercambios presuponen siempre alguna formación social. Así la Iglesia puede preguntar: ¿qué formación social hace inteligibles nuestros intercambios cotidianos? ¿Es ante todo el mercado global o la Iglesia Católica?

Fuente: (La Bondad de Dios. Teología, Iglesia y orden social. Pág 472-475)

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[1] Catherine Pickstock, After Writing : On the Liturgical Consummation of Pbylosophy, p.3

[2] Robert Skidelsky, John Maynard Keynes: The Economist As Saviour, 1920- 1937, Penguin, London, 1992, p. 170. Edición en español: Robert Skidelsky, John Maynard  Keynes, Alianza, Madrid, 1986

[3] John Milbank. Theology and Social Theory: Beond Secular reason, pp. 97-98