El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando él respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y admite que no se ha creado a sí mismo. Así, y solo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana
LA CRISIS ANTROPOLÓGICA Y LA TEOLOGÍA DE LAS VOCACIONES
DRA. MICHELE M. SCHUMACHER. Universidad de Friburgo (Suiza)
«La única manera de hablar del mal social es llegar de inmediato al ideal social», escribe G. K. Chesterton en su perspicaz libro Lo que está mal en el mundo. «El resultado de este título puede entenderse fácil y claramente. Lo que está mal es que no nos preguntamos qué está bien»1. En la Inglaterra de 1910 lo que faltaba —y esta carencia no ha hecho más que acentuarse en gran parte del mundo occidental desde entonces— era, en otras palabras, la noción de un bien normativo que gobernara la especie humana y los actos humanos. En realidad, en nuestros días, a diferencia de lo que ocurría en la época de Chesterton, se considera «normal», como el papa Juan Pablo II observó ya hace unos veinte años, conceder a las conciencias individuales —cada hombre por sí mismo— «el privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia» (VS 32).
Podríamos preguntarnos, entonces, ¿qué es el bien, el bien propiamente humano, el bien que define al ser humano como tal, es decir, de manera universal?
Para gran parte de la tradición filosófica y teológica del cristianismo, el bien se definía, en términos aristotélicos, como «aquello hacia lo que todas las cosas tienden [o desean]»2, y de ahí el primer principio de la ley natural que rige todas las acciones humanas: «Haz el bien y evita el mal»3. Lo cierto es que «todo apetito es solo del bien», nos enseña Tomás de Aquino4, y por eso el bien se entendía, principalmente, relacionado con todas las acciones humanas. Por el bien es por lo que se hacen todas las cosas5. Y nosotros, seres humanos, siempre que actuamos —incluso cuando actuamos de manera inconsciente— lo hacemos con un objetivo, que es sinónimo de bien. Construimos una casa con el objetivo de tener un hogar. Plantamos semillas con el objetivo de obtener una cosecha. Respiramos con el objetivo de llevar oxígeno a nuestros pulmones para que se distribuya por todo nuestro cuerpo. Y seguimos a Cristo porque en él encontramos «única bondad, plenitud de la vida, término último del obrar humano, felicidad perfecta», como describe Juan Pablo II la finalidad de la vida moral en Veritatis splendor (cf. n. 9). Y dado que, además, el que se presenta a sí mismo como «el camino, la verdad y la vida» en el Evangelio de Juan (cf. 14,6) es también el «bueno» en los evangelios de Mateo (cf. 19,10) y de Marcos (cf. 10,18), podemos concluir, con san Pablo, que «nos apremia el amor de Cristo» (2 Cor 5,14).
Para exponer el tema que se me ha asignado —la crisis antropológica y la teología de las vocaciones— comenzaré abordando la cuestión del bien que anima la antropología clásica con el fin de señalar (en un segundo momento) su ausencia, como lo que caracteriza más precisamente la crisis antropológica de nuestra época: nuestra visión de la persona humana (anthropos) ya no está determinada por un bien normativo (logos), que la caracterice por naturaleza. Sino que el bien se convierte el algo relativo, dentro de una comprensión reductiva de la naturaleza humana. Se trata de una naturaleza que vacila en su relación con la libertad humana y que tiende, por un lado, a la pura corporeidad (o incluso a las unidades más pequeñas de «materia» viva) en la completa omisión de la libertad y, por otro lado, a la libertad en la ausencia total de la naturaleza, que ha sido desterrada desde el principio. A continuación, después de hablar de estas dos tendencias aplicaré esta crisis antropológica a la teología de las vocaciones, abogando por el regreso del creador a su creación. Este regreso —y es mi esperanza— nos permitirá reconocer nuestros deseos más profundos de plenitud o la plenitud de la vida como obra del Autor divino, que nos atrae hacia Él llevando, al mismo tiempo, a plenitud la obra que Él comenzó el día que cada uno de nosotros llegó al mundo como hijo amado, a quien Dios llamó «muy bueno».
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El bien como perfectivo
Por volver a la cuestión del bien, precisamente como motivador de nuestros actos, pensemos en el hecho de que, en gran parte de la tradición filosófica y moral, el bien se consideraba como sinónimo de fin: telos, de donde deriva el concepto de teleología, que denota el movimiento natural de las criaturas hacia sus fines naturalmente perfeccionadores. De esto se deducía —siguiendo la misma lógica— que la bondad era como una cierta plenitud del ser, un estado perfeccionado de la naturaleza o la perfección de una criatura en particular, es decir, la actualización o puesta en acto de sus potencias naturales6. De manera que tratar sobre la naturaleza de una cosa, de acuerdo con su sentido etimológico —«naturaleza» procede de nascor, que significa «nacer»—, es hablar de aquello que ha nacido para ser. La meta o fin de una inclinación natural se entendía, pues, no solo como un bien atractivo, que atraía a la criatura según sus apetitos naturales, sino también, y sobre todo, como la criatura misma, que se perfecciona con ello. Porque, además, la forma natural que caracteriza a cada criatura según su especie se entendía como el lugar que albergaba sus potencias naturales en virtud de las cuales actuaba7, y su propio fin, y por consiguiente su bien, se consideraba como el florecimiento que ya estaba contenido dentro del capullo de la flor, el brote que estaba programado ya en la semilla, o el desarrollo de las fuerzas y potencias que están presentes en el alma humana. «El bien de cada cosa consiste en la perfecta operación de ella», enseña santo Tomás8.
Por tanto, cuando el bien se presenta como aquello que todos deseamos, «no se da a entender que todos los seres apetecen cada uno de los bienes, sino que cuanto se apetece tiene razón de bien»9. Y esto significa, al mismo tiempo, que las cosas no se desean solo porque sean objetiva u ontológicamente buenas en sí mismas (y consideradas como tales por nuestros apetitos sensibles o por nuestro apetito racional de la voluntad), sino también, y muy especialmente, porque son objetivamente (u ontológicamente) adecuadas, o convenientes, para nosotros. «El amor […] mueve a desear y buscar la presencia de lo amado como algo que le conviene y pertenece», explica santo Tomás10. En definitiva, una cosa se considera adecuadamente buena para mí cuando contribuye a mi plenitud o perfección: tal como está determinada —y aquí radica la clave determinante— por mi naturaleza (humana).
De este modo, se nos invita a eliminar del término perfección toda ambigüedad. Según la tradición metafísica cristiana, siguiendo los pasos de santo Tomás, la perfección designa la actualidad de una criatura y, por tanto, su «riqueza ontológica»11, o la plenitud de su ser, la realización o puesta en acto de sus facultades (corporales, espirituales y psicológicas) y, en definitiva, la plenitud de su naturaleza. En este sentido, apunta a la compleción de un proceso, y, por consiguiente, a una realización, logro o consumación prevista, como es típico de una obra de arte12. Citando de nuevo a santo Tomás de Aquino, «Perfecto es sinónimo de totalmente hecho»13. Después de todo, «perfecto» y «perfección» derivan del latín per-factum, que significa «completamente hecho». Por lo que respecta a los seres humanos, nosotros también somos buenos, o perfectos, siempre y cuando nuestras potencias o poderes estén actualizados, hechos acto. Y esto implica, a su vez, que hemos de alcanzar el fin para el que hemos sido creados: una vida de virtud, según Aristóteles; la visión de Dios, según la tradición cristiana.
La analogía con una obra en proceso no es invención mía. Las obras de la naturaleza (lo que santo Tomás denomina «arte divino») se entendían en términos de normas y técnicas que caracterizaban el arte humano, únicamente porque estábamos más familiarizados con este último. Pero la naturaleza se consideraba anterior respecto al arte, y este empleaba los elementos de la naturaleza teniendo en cuenta sus propiedades naturales y trataba de imitar el orden de la naturaleza hasta su fin perfectivo. Como dice santo Tomás: «Todo lo que está conforme con la naturaleza está ordenado por la razón divina, a la cual debe imitar la razón humana»14. La naturaleza es, por tanto, una especie de escuela en la que, como explica Serváis Pinckaers, «el hombre puede aprender a actuar con perfección, imitando a Dios»15, que es el «autor de la naturaleza»16 y su creador. Porque «todas las cosas creadas se comparan a Dios como las obras de arte al artista», explica santo Tomás17.
Esta analogía indica que Dios crea con intención, y es «causa de las cosas por su entendimiento y voluntad, como el artista lo es de sus obras»18. En otras palabras, Dios sabe lo que está haciendo, y su obra se completa cuando se asemeja perfectamente a su intención. Por eso contempla su obra con orgullo, considerándola, como leemos en el primer capítulo del Génesis, «buena» (cf. w. 4.10.12.18.21.25) e incluso —en el caso de la criatura humana—, «muy buena» (v. 31).
Gracias a esta analogía entre naturaleza y arte, santo Tomás pudo preservar la libertad y la acción humanas sin comprometer la libertad y la acción divinas. Por ejemplo, la Escritura dice que el Señor descansó el séptimo día de la Creación (cf. Gen 2,2), pero él, a pesar de todo, siguió actuando, dice santo Tomás, «no creando una nueva criatura, sino rigiendo lo creado e impulsándolo en su propia acción»19. Las acciones humanas y todo el cosmos visible que ordenan y aprovechan son, por tanto, «como «pasos» en el camino de nuestro regreso (reditus) a Dios, por el cual «el fin de la naturaleza humana, bienaventuranza y perfección» llegan a su cumplimiento a la vez»20. Al perseguir el bien que corresponde a nuestra naturaleza, cooperamos con el Creador en la obra permanente de nuestra creación: el perfeccionamiento de nuestra naturaleza y de nuestra persona. Como lo diría san Pablo: «Somos, pues, obra suya. Dios nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras, que de antemano dispuso él que practicásemos» (Ef 2,10).
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La crisis antropológica y el Dios ausente: naturaleza sin libertad
Si da la impresión de que me he desviado el tema sobre el que me habían pedido hablar, la crisis antropológica actual y la teología de las vocaciones, es porque estoy completamente de acuerdo con la idea de Chesterton: la crisis antropológica de nuestra época, como la de todas las épocas, solo puede medirse en términos del bien normativo (o natural) que puede faltar en ella. Porque, tal como dice santo Tomás con gran claridad, «hay que considerar el mal en razón del bien que lleva unido»21, dado que «el mal no es otra cosa que la privación de algún bien»22, en especial del bien que pertenece legítimamente a una cosa por naturaleza o que es particularmente adecuado o perfectivo de su naturaleza. Así, por ejemplo, la ceguera podría considerarse un mal para el ser humano, porque para él la visión es una perfección natural23. Ocurre lo mismo en el caso del pecado, tomado desde una perspectiva moral (y especifico, porque, en latín, peccatum, pecado, denota una desviación con respecto a cualquier bien normativo, de modo que es aplicable no solo a lo que falta metafísicamente, sino también al arte, por ejemplo, cuando se desvía de su fin)24. Por esto santo Tomás resume diciendo: «Pecar no es sino faltar al bien que a cada uno conviene por su naturaleza»25.
Es este el principio orientador del bien, propio de la naturaleza, el que realmente falta en muchas de las antropologías de nuestra época. Como el bien connatural: el bien que es adecuado, o al menos conveniente, al ser humano como tal; el bien que está especificado por nuestra naturaleza, porque contribuye a nuestra perfección, haciéndonos más humanos, al actualizar nuestras potencias y fortalecer nuestra virtud; y también el bien trascendente, que es el bien que nos estimula a superarnos a nosotros mismos, a ir hacia adelante, e incluso hacia arriba, para poder asimilarnos a él (al bien trascendente) al menos en la medida en que nos lo permita nuestra naturaleza.
En otras palabras, están ausentes la brújula y la estrella polar para orientar nuestro rumbo y llevarnos a un puerto seguro: si es que estamos dispuestos a admitir que existe un puerto seguro —es decir, un fin o destino connatural o supernatural—. Y dado que el concepto del bien forma una conexión intrínseca entre, por un lado, la acción divina y el arte (naturaleza) y, por otro, la acción humana y el arte (incluyendo el «arte» de comportarse bien, o ética), muchas antropologías actuales carecen también de la intrínseca conexión entre metafísica y ética: una conexión manifestada por la clásica ley ordo essendi est ordo agendi (el orden de la naturaleza es el orden del modo de obrar), que quiere decir: lo que algo hace refleja necesariamente lo que es, en cierto modo, y sus acciones, a su vez, contribuyen a su perfección.
Antes de pasar a considerar cómo se aplica esta ley a la naturaleza humana, reflexionemos sobre cómo entiende Aristóteles las naturalezas subracionales en acción:
Si es por un impulso natural y por un propósito por lo que la golondrina hace su nido y la araña su tela, que las plantas producen hojas para sus frutos y dirigen sus raíces hacia abajo para nutrirse y no hacia arriba, es evidente que este tipo de causa está operando en las cosas que son y llegan a ser por naturaleza26.
En cuanto al hombre, el Autor de la naturaleza lo ha hecho de tal manera que su intelecto y su voluntad están naturalmente inclinados a la verdad y al bien, como a su propia perfección, y por eso la tradición filosófica clásica se refería a estas inclinaciones naturales como «semillas de virtud (semina virtutum)». No podríamos estar más lejos de la famosa idea de David Hume que tan profundamente ha impregnado el pensamiento moderno y ahora el posmoderno: que un «debe» no puede derivar de un «es». Aquí es evidente la influencia de Hume: como nos lleva a creer que la naturaleza no inclina al hombre hacia la virtud, los filósofos posteriores deducen —como veremos— que la libertad humana ha de estar libre de cualquier constricción, incluyendo aquella que influiría en su inclinación hacia la perfección. Por el momento seguiremos analizando el fenómeno de la naturaleza en ausencia de libertad.
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La crisis antropológica y la naturaleza sin libertad
Un ejemplo de naturaleza pensada en ausencia de libertad es el argumento que plantea el famoso biólogo evolucionista y ateo declarado Richard Dawkins. Su argumento puede interpretarse casi como un ejemplo contrario al que hemos citado anteriormente de Aristóteles.
El verdadero proceso que ha construido la poderosa ilusión de un diseño intencional en alas, picos, ojos, instintos de anidación y todo lo demás que constituye la vida puede reducirse a la selección natural darwiniana. Darwin dedujo que los organismos que hoy viven existen porque sus antepasados tenían características que permitieron que ellos y su descendencia prosperaran, mientras que otros individuos menos aptos perecieron con poca o ninguna descendencia27.
¿Qué debemos pensar entonces —podríamos objetar— con el orden o los constantes patrones de comportamiento que observamos siempre en la naturaleza: el girasol que orienta su cabeza siguiendo el movimiento del sol durante el día; la gallina que sigue poniendo huevos hasta que llega a un determinado número, aunque se le retiren los huevos a diario; la madre humana, cuyo cuerpo produce leche inmediatamente después del nacimiento de su hijo, que, a su vez, nace con el instinto de mamar? Dawkins afirma que todos los patrones de orden son propios de la mente humana que observa más que de la naturaleza que dicha mente contempla:
Los seres humanos tenemos la finalidad grabada en el cerebro. Nos resulta muy difícil mirar algo sin preguntarnos «para qué sirve», cuál es su finalidad o qué propósito hay detrás. La necesidad de ver propósitos en todas partes es algo natural para un animal que vive rodeado de máquinas, obras de arte, herramientas y otros artefactos diseñados, y que es, además, un animal cuyos pensamientos conscientes están dominados por sus propias metas y objetivos […]. El mero hecho de que se pueda formular una pregunta no la hace automáticamente legítima o sensata28.
No estamos lejos de lo que argumentaban los filósofos de la Ilustración, para quienes la lógica de la causalidad final, que santo Tomás utilizó para demostrar la existencia de Dios, se emplea para negar que la naturaleza está en realidad inclinada. Porque —dicen— «las finalidades no poseen una fuerza causal inherente, sino solo a través de los espíritus que persiguen dichas finalidades»29. O, como el padre de la ciencia moderna, Francis Bacon, a quien se suele atribuir el establecimiento de las bases de su pensamiento ilustrado, afirma: «El espíritu humano se siente inclinado naturalmente a suponer en las cosas más orden y semejanza del que en ellas encuentra»30. Dicho con otras palabras, cualquier patrón, pauta o dirección hacia un fin que pueda pensarse que existe en la naturaleza puede remontarse en realidad, dice Bacon, a la mente humana, que superpone su propio deseo de orden sobre una naturaleza estrictamente carente de orden. Una vez más, este razonamiento es como el negativo de una fotografía del argumento positivo de Tomás de Aquino sobre la existencia de Dios, cuando escribe: «Las cosas mismas en tanto que se adecúan al entendimiento divino o están ordenadas por naturaleza a adecuarse al entendimiento humano»31.
Pero pensemos lo que ocurre cuando el Creador se aleja de su creación, según una idea Deísta de Dios, como, por ejemplo —tomando prestado a Voltaire—, un relojero que pone su máquina en movimiento y luego se retira al cielo. En un escenario como este es difícil, cuando no imposible, imaginar al Creador continuando su obra desde el interior de sus criaturas. Un Dios ausente como este difícilmente puede decirse que perfecciona a sus criaturas en el mismo proceso de atraerlas hacia sí mediante —en el caso de los seres humanos— su deseo natural de belleza, verdad y bondad, donde se halla su felicidad. En la doctrina de John Locke, por ejemplo, que se adscribe claramente a algunos aspectos del Deísmo, aunque su afiliación sigue siendo debatida, «la naturaleza, lo confieso, ha sembrado en el hombre un deseo de felicidad y una aversión a la desgracia»32, pero la felicidad en sí se reduce a tan solo una ecuación de placer y dolor. Citando a Locke:
La felicidad es, pues, en su grado máximo el más grande placer de que seamos capaces, y la desgracia, el dolor mayor; y el grado mínimo de lo que llamamos felicidad es ese estado en que, libres de todo dolor, se goza de un placer presente en grado de no poder satisfacernos con menos33.
En cuanto al hombre hobbesiano, está movido mucho más por el miedo —en especial el miedo a una muerte violenta— que por el bien o la virtud. Pero, lejos de exaltar la libertad humana eliminando la influencia permanente del Creador, Thomas Hobbes reduce a los seres humanos a «autómatas complejos, mecanismos similares a relojes [por volver aquí a la imagen de Voltaire] que están, por así decir, accionados por resortes», tal como Michael Alien Gillepsie describe la antropología del famoso secretario de Francis Bacon (Thomas Hobbes); «y cuando se libera la energía almacenada en esos «resortes» se impulsa el movimiento»34. Por consiguiente, la acción y el automovimiento humanos no son más que un engaño, pues en realidad nuestras acciones son únicamente reacciones desencadenadas por objetos externos. De ahí que lo que solemos denominar ejercicio de elección no sea más que el efecto de causas independientes del individuo humano y no un acto libre de la voluntad humana.
Lo que falta es, pues, la donación de la naturaleza humana en su doble sentido del término: como hecho (datum) y como don (donum). En palabras del cardenal Ratzinger:
[…] el hombre es reducido a objeto técnico por el propio hombre, diluyéndose cada vez más su humanidad. Cuando la técnica está cultivando embriones para disponer de material de investigación y para conseguir reservas de órganos que puedan utilizar después otras personas apenas, hay ya algún grito de horror. El progreso exige todo esto, y el objetivo es ciertamente noble: mejorar la calidad de vida de las personas, o al menos de aquellas que se pueden permitir este tipo de servicios. Pero cuando la persona es para sí misma, en su origen y en sus raíces, tan solo un objeto, cuando es producida y seleccionada en la producción en función del deseo y de la utilidad, ¿qué debe pensar el hombre del hombre? ¿Cómo relacionarse mutuamente?35.
Como si estuviera dando respuesta a esta pregunta, Richard Dawkins afirma que la vida humana, como toda vida, tiene «el único propósito de perpetuar la supervivencia del ADN»36. De acuerdo con estos principios ateos, Dawkins ha apartado por completo al Creador de su creación, y esta, a su vez, queda reducida a «naturaleza» desnuda, es decir, a mera materia.
En un universo de electrones y genes egoístas, fuerzas físicas ciegas y replicación genética, algunas personas resultarán perjudicadas mientras otras personas tendrán suerte, y no encontraremos ninguna pauta o motivo para ello, como tampoco ninguna justicia. El universo que observamos tiene precisamente las propiedades que podemos esperar que tenga si, en el fondo, no hay ningún diseño, ni finalidad, ni mal ni bien, nada más que una despiadada indiferencia […]. El ADN ni se preocupa ni sabe. El ADN existe, simplemente, y bailamos al son de su música37.
S. Lewis también lo expresó muy claramente: «Si el ser humano elige tratarse a sí mismo como materia prima, se convertirá en materia prima»38.
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La crisis antropológica y la libertad sin naturaleza
Para resumir lo anterior, la desaparición del bien normativo de la naturaleza en las antropologías moderna y posmoderna ha llevado a un antagonismo entre naturaleza y libertad, de ahí la vacilación actual entre una reducción estrecha de la naturaleza humana a mera «materia» en ausencia de libertad humana y una exaltación de la libertad humana, que se ejerce sobre una naturaleza reducida al ámbito puramente corporal. Por un lado, tal como observa el papa Juan Pablo II, «las constantes físico-químicas, los dinamismos corpóreos, las pulsiones psíquicas y los condicionamientos sociales parecen a muchos como los únicos factores realmente decisivos de las realidades humanas». Por otro lado, «la naturaleza humana, entendida así, podría reducirse y ser tratada como material biológico o social siempre disponible […] para el acto humano y su potencia», y de ahí el desafío de transformarla y superarla por parte de la ciencia moderna (cf. VS 43).
En esta última vacilación —de la que ahora nos ocuparemos— hemos recurrido a una libertad que se «autoproyecta»39 o se define por medio de sí misma y se convierte en «una instancia creadora de sí misma y sus valores»40, una libertad que se concibe como un poder autónomo «cuyo único referente es», como observa Ratzinger, lo que el individuo concibe como «su propio [y subjetivo] bien»41. A diferencia de lo que Serváis Pinckaers denomina «libertad para la excelencia» —es decir, una libertad «enraizada en las inclinaciones espontáneas del alma hacia lo verdadero y lo bueno»—42, esta concepción subjetiva de la libertad, sigue diciendo Ratzinger, «ha dejado de verse positivamente como una aspiración al bien, que la razón descubre con ayuda de la comunidad y la tradición», y ahora, en cambio, «se define […] como una emancipación de todas las condiciones que impiden a cada cual seguir su propia razón»43; de ahí su denominación: «libertad de la indiferencia»44. No es de extrañar, pues, que la «opinión del común de la gente entienda de manera espontánea la libertad» como «el derecho y la oportunidad de hacer simplemente todo lo que queramos y no tener que hacer cosa alguna que no deseemos hacer»45.
A modo de ejemplo podemos citar al Tribunal Supremo de Estados Unidos, que, en 1992, afirmaba: «En el corazón de la libertad está el derecho a definir el concepto personal de existencia, de sentido, de universo y de misterio de la vida humana»46. Porque «con ese radicalismo el hombre ni siquiera tendría naturaleza y sería para sí mismo su propio proyecto de existencia. ¡El hombre no sería nada más que su libertad!» (VS 46). En el caso del existencialismo de Sartre, por ejemplo, el sujeto moral descubre que «él es el ser por el que existen los valores. Es entonces cuando su libertad se hace consciente de sí misma y se revelará, angustiada, como la única fuente de valor y la nada por la que existe el mundo»47. El concepto mismo del bien queda confiscado, junto con el concepto del ser, y es sustituido por la categoría de la «nada»48.
Evidentemente, no se trata de una referencia a la creación ex nihilo. Pero Sartre lleva explícitamente el ateísmo a su conclusión más lógica. «No hay naturaleza humana, dado que no hay Dios que la conciba», afirma. Por tanto, «el hombre no es más que lo que hace de sí mismo»49. De modo que el clásico agere sequitur esse (la acción sigue al ser) se revierte: esse sequitur agere (el ser sigue a la acción), o, dicho con términos sartrianos, la esencia sigue a la existencia, porque el hombre sartriano (el pour-soi) «no está preparado desde el principio»50. Claro está, esta afirmación no puede interpretarse como una sugerencia de que el individuo humano está yendo de una perfección (ser) a otra (realización) de acuerdo con la clásica idea de que la naturaleza contiene en sí misma «el principio del fin» (inchoatio finis)51, es decir, una orientación o inclinación a su completa plenitud. Tampoco hemos de entender que la afirmación de Sartre de que «el destino del hombre está en sí mismo»52 significa que este bien, o perfección, consista en la eclosión de los poderes y pasiones que ya existen en él. Al fin y al cabo, como dice claramente la más fiel discípula de Sartre, Simone de Beauvoir, «el niño no contiene al hombre en que se convertirá»53, lo que podría interpretarse como la versión no sexista de su famoso «No se nace mujer, se llega a serlo»54. De ahí que la afirmación de Sartre de que «el destino del hombre está en sí mismo»55 signifique, simplemente, que «el hombre se hace a sí mismo»56, y lo hace convirtiéndose en «el fundamento de su propio ser»57. Porque, en definitiva, la vida humana carece de «un sentido a priori»58, y el hombre no es sino «su proyecto» o «el conjunto de sus actos»59.
Desde aquí, hay un breve paso —tal como he desarrollado en mi libro Metafísica y género— a las nuevas antropologías «trans», que surgieron en el famoso libro Gender Trouble, de Judith Butler de 1990, libro que, sin lugar a dudas, ha generado muchos problemas para la antropología. Como si comentara la afirmación de Sartre de que el hombre no es más que «el conjunto de sus actos»60, Butler explica su propia perspectiva en términos que toma prestados de Nietzsche: «No hay un «ser» detrás de obrar, hacer, convertirse; «el hacedor» es tan solo una ficción añadida al acto: el acto lo es todo»61. Las normas naturales se consideran, simplemente, normas socioculturales que emplean el lenguaje como una herramienta para descartar todo lo que no se adapta al guion cultural de la normatividad heterosexual. Quitando tanto la naturaleza como a su Autor, las normas culturales adquieren un poder que hasta ahora estaba reservado solo Dios: el poder de crear mediante la palabra hablada. Citando a Butler:
La construcción [social] ha ocupado el lugar de una entidad divina que no solo genera sino que además compone todo lo que es objeto de dicha sociedad; es el acto divino, que hace existir y da forma a todo lo que nombra62.
Lo que esto implica es mucho más evidente que el propio lenguaje, bastante artificial, de Butler: si las normas socioculturales tienen el poder de crear lo que antes se pensaba que era obra del divino Creador —es decir, la naturaleza— entonces la naturaleza puede cambiarse a voluntad: por el poder de la libertad humana. Comentando la famosa frase: «No se nace mujer, se llega a serlo», de Simone de Beauvoir, Butler dice directamente:
Según Beauvoir, el género se «construye», pero en su formulación participa un intermediario, un cogito [es decir, un espíritu incorpóreo o pura consciencia en ausencia de sustancia, una teoría que podemos encontrar ya en John Locke63] que, de algún modo, adopta o se apropia de ese género y puede, en principio, adoptar cualquier otro género […]. En sus palabras no hay nada que presuponga que la persona que llega a ser mujer sea necesariamente femenina64.
En definitiva, el cuerpo se reduce a un medio artístico sobre el que la libertad humana se expresa.
No sorprende, pues, que el papa Francisco, en Laudato si’, haga un llamamiento por «una ecología del hombre», en términos que toma prestados de su antecesor, el papa Benedicto XVI:
También el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando él respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y admite que no se ha creado a sí mismo. Así, y solo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana65.
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El bien que nos llama: más allá de la crisis antropológica, hacia una teología de las vocaciones
Para concluir, apliquemos estas ideas a la teología de las vocaciones. Al igual que todas las cuestiones auténticamente humanas, la cuestión vocacional debe estar animada por la cuestión todavía más fundamental del bien que buscamos, o de la meta que procuramos alcanzar. Porque, ¿cuál es el bien que impulsa tanto nuestro ser como nuestros actos? ¿Cuál es el bien que nos impulsa hacia adelante para que alcancemos nuestra realización o perfección? ¿Cuál es el bien que nos mueve a la acción (y no solo a la reacción, como dice Hobbes)? O, por plantear esta misma pregunta con otros términos: ¿cuál es el fin que espero obtener cuando mi vida llegue a su fin?
Esta es precisamente la pregunta que se hace el joven rico de los evangelios, en el texto clásico del discernimiento vocacional (cf. Mt 19,16-30; Mc 10,17-31). Todos conocemos la historia: un joven se acerca al Señor con una pregunta: «Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna?» (Mt 19,16). «Para el joven —dice Juan Pablo II—, más que una pregunta sobre las reglas que hay que observar, es una pregunta de pleno significado para la vida. En efecto, esta es la aspiración central de toda decisión y de toda acción humana, la búsqueda secreta y el impulso íntimo que mueve la libertad» (VS 7), dirigiéndola hacia el amor66. Desde esta perspectiva, nuestro deseo de bien es, citando a Josef Pieper, «simplemente el impulso elemental de nuestro propio ser, puesto en movimiento por el acto que nos creó»67. Porque, citando el texto clásico de san Agustín de Hipona: «Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»68.
Lo interesante sobre la respuesta que le da el Señor al joven del Evangelio es que, a pesar de su intención, que es manifiestamente noble, lleva al joven a ir más lejos o más alto: le lleva a alejarse de una introspección que limitaría sus reflexiones a sí mismo, a la bondad de su propia naturaleza con sus deseos intrínsecos, o incluso a la bondad de sus intenciones, para centrarse más bien en el objeto final de su naturaleza, sus deseos y sus intenciones. «¿Por qué me preguntas qué es bueno? Uno solo es Bueno» (Mt 19,17).
Por tanto, se nos invita a volver de nuevo a la analogía entre las acciones humanas y las acciones divinas, entre el arte humano (incluyendo —hemos de insistir en ello— el arte de obrar bien, o la ética) y el arte divino (la naturaleza), para entender el primero como iluminado por el segundo. Por eso la pregunta que hace el joven es, como dice Juan Pablo II, «un llamamiento al Bien absoluto que nos atrae y nos llama hacia sí; es el eco de la llamada de Dios, origen y fin de la vida del hombre» (VS 7).
Este eco se encuentra en la naturaleza, precisamente porque es obra del Creador divino, que, como enseña el Catecismo, «creándolo todo y conservándolo por su Verbo, da a los hombres testimonio perenne de sí en las cosas creadas» (CCE 54). En palabras del salmista:
El cielo proclama la gloria de Dios,
el firmamento pregona la obra de sus manos:
[…] Sin que hablen, sin que pronuncien,
sin que resuene su voz,
a toda la tierra alcanza su pregón
y hasta los límites del orbe su lenguaje (Sal 19,1.3-5).
Sin duda, la voz de Dios resuena con mayor claridad desde el interior del corazón del hombre, a quien Él ha hecho para la palabra y, por tanto, para el entendimiento. Imitando la obra del Autor divino cumple el mandato del Creador: dominar la tierra como su hogar (dominar viene de domus, que significa «casa»); al recibir en su alma la Palabra de Dios hace que la llamada (vocare) se convierta en morada del Todopoderoso, que desea habitar en ella «como en su templo»69.
Este es el significado de la libertad humana: que de este modo somos capaces de discernir en toda la creación, y en especial en nuestra propia unidad mente-cuerpo-alma, la obra del Creador divino, para, al mismo tiempo, colaborar voluntariamente en la tarea de llevar la creación —y sobre todo a nosotros mismos— de vuelta a Dios. Porque solo por medio de una perfecta asimilación de la criatura a la suma Bondad alcanza la criatura el fin, o bien, para el que fue creada. Por lo que respecta a nuestra propia asimilación al único y verdadero «Bien», esta asimilación implicará colaborar con Aquel que actúa en nosotros, en «el querer y el obrar para realizar su designio de amor», por decirlo con palabras de san Pablo (Flp 2,13). En esta comunión de acción, que llegará a su plenitud cuando Dios se conozca y se ame perfectamente en nosotros, llegará también a su plenitud la libertad humana. No solo porque se harán acto nuestras más altas potencias, sino también porque se habrá realizado la preciosa obra del Creador. Pues, como dice tan bellamente san Ireneo, «la gloria de Dios es que el hombre viva»70.
Notas bibliograficas
1.- G. K. CHESTERTON, What’s Wrong with the World (Ignatius Press, San Francisco 1994) 17; trad. esp.: Lo que está mal en el mundo (Verbum, Madrid 2018) 17. El libro original inglés fue publicado por Dodd, Mead and Company en 1910. «Estamos de acuerdo respecto al mal —admitía Chesterton ante los hombres de su época—; es por el bien por lo que deberíamos pelear encarnizadamente» (ibid.).
2.- ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, I, 1 (Gredos, Madrid 1985) 129.
3.- Cf. Sth. I-II, q. 94, a. 2, en Suma de teología, II (BAC, Madrid 32022) 732.
4.- Sth. I-II, q. 8, a. 1, en ibid., 118. De igual modo «el bien es la causa propia del amor» (Sth. I-II, q. 27, a. 1, en ibid., 248).
5.- En otras palabras, se consideraba que el bien actuaba como causa final, que —al contrario de lo que dice su nombre— se entendía como la causa primera.
6.- Santo Tomás lo dice claramente: «Gozar de ser actual implica una razón de bien» (SCG, I, 37, en Suma contra gentiles, I [ed. bilingüe, BAC, Madrid 22007] 133).
7.- «La forma por la que algo está en acto es una cierta perfección y un determinado bien. Así, todo ser en acto es un determinado bien. De forma parecida, todo ser en potencia, en cuanto tal, es un determinado bien, en cuanto que está ordenado al bien. Es un ser en potencia como es un bien en potencia» (Sth. I, q. 48, a. 3, en Suma de teología, I [BAC, Madrid 220 23] 476).
8.- De veritate, q. 8, a.l, c, en Cuestiones disputadas sobre la verdad, I (EUNSA, Pamplona 2016) 130.
9.- Sth. I, q. 6, a. 2, ad. 2, en Suma, I, 135.
10.- Sth. I-II, q. 28, a. 1, en Suma, II, 253.
11.- Somme théologique, I (Cerf, París 1984) 193, nota 3 (de J.-H. NICOLÁS), a Sth. I, q. 6, a. 1; cursiva nuestra.
12.- Cf. O. BLANCHETTE, «The Logic of Perfection in Aquinas», en D. M. GALLAGHER (ed.), Thomas Aquinas and His Legacy (The Catholic University of America Press, Washington D.C. 1994) 107-130, aquí 110.
13.- Sth. I, q. 4, a. 1, obj. 1, en Suma, I, 123.
14.- Sth. Il-IIb, q. 130, a. 1, en Suma de teología, IV (BAC, Madrid21997) 352.
15.- S. PINCKAERS, «Appendice I. Notes explicatives», en SANTO TOMÁS, Somme théologique, I-II, q. 6-17: Les actes humaines, I, 329.
16.- Sth. I, q. 60, a. 1, ad. 3: «amor naturalis nihil aliud sit quam inclinatio naturae indita ab auctore naturae» («el amor natural no es más que la tendencia de la naturaleza, tendencia que ha sido infundida por su autor»), en Suma, I, 559-560. Hay que señalar que en el cuerpo del artículo santo Tomás utiliza indistintamente «apetito natural o amor» («appetitus naturalis vel amor»).
17.- SCG, II, 24, en Suma contra gentiles, 1,364. Cf. Sth. I, q. 91, a. 3, en Suma, 1,819.
18.- Sth. I, q. 45, a. 6, en Suma, I, 453. Cf. también q. 27, a. 1, ad. 3, en ibid., 308.
19.- Sth. I, q. 73, a. 1, ad. 2, en Suma, I, 656. «Esto en cierto modo ya pertenece al comienzo de la segunda perfección» (ibid.).
20.- M.-D. CHENU, Introduction a l’étude de Saint Thomas d’Aquin (Vrin, París-Montreal31974) 267.
21.- Sth. I, q. 48, a. 1, en Suma, I, 475.
22.- Sth. I-IT, q. 78, a. 1, en Suma, II, 616.
23.- Cf. Sth I-II, q. 18, a. 1, en ibid, 178.
24.- Así, por ejemplo: «En un acto de arte se encuentra pecado de dos modos. Uno, por desviación del fin particular intentado por el artífice, y este pecado será propio del arte; por ejemplo, si el artífice, intentando hacer una obra buena, la hace mala, o intentando hacer una obra mala, la hace buena. El otro modo, por desviación del fin común de la vida humana y, así, se dice que peca si intenta hacer una obra mala que defraude a alguien, y la hace. Pero este pecado no es propio del artífice en cuanto artífice, sino en cuanto que es hombre» (Sth. I-II, q. 21, a. 2, ad. 2, en Suma, II, 213).
25.- Sth. I-II, q. 109, a. 2, ad. 2, en Suma, II, 912. Para que esto quede todavía más patente: «Nada que se adapta a una cosa que le es conveniente, sufre lesión por ello, sino más bien, si es posible, sale ganancioso y mejorado. En cambio, lo que se adapta a una cosa que no le es conveniente sufre por ello daño y deterioro. Luego el amor del bien conveniente perfecciona y mejora al amante, y el amor del bien que no condene al amante le daña y deteriora. De ahí que el hombre se perfeccione y mejore Principalmente por el amor de Dios, y sufra daño y deterioro por el amor del pecado» (Sth. I-II, q. 28, a. 5, en ibid, II, 257).
26.- ARISTÓTELES, Física, II, 8, 199a (Gredos, Madrid 1995) 165.
27.- R. DAWKINS, «God’s Utility Function»: Scientific American 273/5 (1995) 80-85, aquí 81.
28.- R. DAWKINS, «God’s Utility Functions, 85.
29.- R. SPAEMANN, Nature (1973), en D. C. SCHINDLER-J. H. SCHINDLER (eds.), A Robert Spaemann Reader. Philosophical Essays on Nature, God, and the Human Person (Oxford University Press, Oxford 2015) 25. Cf. también G. COTTIER, «Nature et nature humaine»: Nova et Vetera (edición francesa) 74/4 (1994) 57-71, aquí 67-68. Puede verse un caso práctico en J. RADCLIFFE RICHARDS, Human Nature After Darwin: A Philosophical Introduction (Routledge, Londres-Nueva York 2000) 56-62.
30.- F. BACON, Novum organum. Aforismos sobre la interpretación de la naturaleza y el reino del hombre, I, aforismo 45 (Losada, Buenos Aires 2002).
31.- De veritate, q. 1, a. 3, en Cuestiones disputadas sobre la verdad, I, 102. Cf. También Sth. I, q. 2, a. 3, en Suma, I, 110; SCG, I, 3, en Suma contra gentiles, 1,41-43; SCG, III, 64, en ibid., II (BAC, Madrid 22007) 234.
32.- J. LOCKE, Ensayo sobre el entendimiento humano (FCE, México 22005) 42.
33.- lbid., 239.
34.- M. A. GILLESPIE, The Theological Origins of Modernity (Chicago University Press, Chicago 2008) 234. Para Hobbes, el hombre es, pues, como dice Gillespie, «un elemento de la naturaleza, un cuerpo en movimiento», pero este cuerpo no se mueve ni por «movimientos naturales intrínsecos ni por una inspiración divina o libre voluntad, sino [más bien] por una sucesión de movimientos causales» (ibid., 41).
35.- J. RATZINGER, Introducción al cristianismo, en JROC IV, 17.
36.- R. DAWKINS, «God’s Utility Function», 80.
37.- Ibid., 85. Cf. ÍD., The Selfish Gene (Oxford University Press, Oxford 1976).
38.- S. LEWIS, La abolición del hombre (Encuentro, Madrid 1989) 70.
39.- C. S. LEWIS, La abolición del hombre, 48.
40.- Ibid., 46.
41.- J. RATZINGER, «The Problem of Threats to Human Life», en J. F. THORNTON -S. B. VARENNE (eds.), The Essential Pope Benedict XVI: His Central Writings and Speeches (Harper Collins, Nueva York 2007) 381-392, aquí 382; ed. orig.: «II problema delle minacce alia vita humana»: L’Osservatore Romano (5-4-1991).
42.- S. PINCKAERS, The Sources of Christian Ethics (The Catholic University of America Press, Washington, DC 31995) 332. Para la tradición católica que siga a santo Tomás de Aquino, «las inclinaciones naturales al bien, la felicidad, el ser y la verdad, eran, como explica Pinckaers, «la auténtica fuente de la libertad. Formaban la voluntad y el intelecto, cuya unión producía el libre albedrío» (ibid., 245).
43.- J. RATZINGER, «The Problem of Threats to Human Life», 382.
44.- Ibid. Cf. S. PINCKAERS, The Sources of Christian Ethics, especialmente 240-53; 327-53; ID., Morality: The Catholic View, prefacio de A. Maclntyre (St. Augustine’s Press, South Bend, Ind. 2001) 65-81.
45.- J. RATZINGER, «Truth and Freedom», en The Essential Pope Benedict XVI: His Central Writings and Speeches, 337-353, aquí 338; ed. orig.: «Truth and Freedom»: Communio 23/1 (1996) 16-35; trad, esp.: «Verdad y libertad»: Humanitas (Chile) 14 (1999) 199-222.
46.- Casy v. Planned Parenthood of Southeastern Pennsylvania, 1992.
47.- J.-P. SARTRE, El ser y la nada. Ensayo de ontología fenomenológica (Altaya, Barcelona 1993) 648.
48.- Sartre quiere «extraer todas las consecuencias de una posición atea coherente» (El existencialismo es un humanismo [Edhasa, Barcelona 2009] 86).
49.- Ibid, 31.
50.- Ibid, 73.
51.- Cf. SANTO TOMÁS, De veritate, q. 14, a. 2, en Cuestiones disputadas sobre la verdad, I, 781.
52.- J.-P. SARTRE, El existencialismo es un humanismo, 61.
53.- S. DE BEAUVOIR, Ethics of Ambiguity (Open Road Integrated Media, Nueva York 2018). 43.
54.- ID., The Second Sex (Vintage Books, Nueva York 1989) 267; trad. esp.: El segundo sexo (Cátedra, Madrid 2017).
55.- J.-P. SARTRE, El existencialismo es un humanismo, 61.
56.- Ibid., 43.
57.- J. BUTLER, Subjects of Desire: Hegelian Reflections in Twentieth-Century France, con nuevo prefacio de Ph. Sabot (Columbia University, Nueva York 1987, ‘2012) 139.
58.- J.-P. SARTRE, El existencialismo es un humanismo, 40.
59.- Ibid., 32.
60.- Ibid.
61.- F. NIETZSCHE, On the Genealogy of Moráis (Vintage, Nueva York 1969) 45, cit. en J. BUTLER, Gender Trouble: Feminism and the Subversión of Identity (Routledge, Nueva York 1990) 25.
62.- J. BUTLER, Bodies that Matter: On the Discursive Limits of «Sex» (Routledge, Nueva York 1993) 6.
63.- Cf. B. N. SCHUMACHER, «La personne comme conscience de soi performante cceur du débat bioéthique. Analyse critique de la position de John Locke»: Laval Theologique et Philosophique 64/3 (2008) 709-743.
64.- J- BUTLER, Gender Trouble, 8.
65.- BENEDICTO XVI, Discurso al Deutscher Bundestag (Berlín, 22-9-2011). Cf. también FRANCISCO, carta encíclica sobre el cuidado de la casa común Laudato si’ (24-5-2015), 155.
66.- También Karol Wojtyk lo dijo de manera muy poderosa: «El hombre desea el amor más que la libertad, porque la libertad es un medio y el amor un fin» (Amor y responsabilidad [Palabra, Madrid 82023] 67-68). El original polaco fue publicado en 1960.
67.- J. PIEPER, «On Love», en ÍD., Faith, Hope, Love (Ignatius Press, San Francisco 1997) 139-281, aquí 222; cursivas en el original.
68.- «Fecisti nos ad te et inquietum est cor nostrum, doñee requiescat in te» (SAN AGUSTÍN, Confesiones, I, 1, en OCSA II, 73).
69.- Sth. I, q. 43, a. 3, en Suma, I, 417.
70.- SAN IRENEO, Adversus haereses, IV, 20, 7.