Este cambio de siglo y de milenio nos pone ante la cuestión del tiempo. También ante la cuestión del rumbo.

Con mayor frecuencia de la que quisiéramos, los cristianos hemos transformado las virtudes teologales en un pretexto para quedarnos cómodamente instalados en una pobre caricatura de trascendencia, desentendiéndonos de la dura tarea de construir el mundo donde vivimos y donde se juega nuestra salvación. Es que la fe, la esperanza y la caridad constituyen, por definición, actitudes fundamentales que operan un salto, un éxtasis del hombre hacia Dios.

Y allí, en ese volver a ponernos en camino sin despegar los pies de la tierra para no perder el rumbo hacia el cielo, es donde la esperanza revela su verdadero sentido. Porque si bien su objeto es Dios, lo es en relación con el itinerario del hombre hacia Él. Y, por tanto, esta virtud recorre con nosotros todo el camino, desde la cuna hacia la tumba y la gloria, desde el pozo del sinsentido y del pecado, pasando por el encuentro gozoso en la oración que todo lo hace brillar, hasta el abrazo definitivo en la ternura del que nos funda.

 

LA PALABRA: REVELADORA Y CREADORA

El primado “postmoderno” de la experiencia trajo consigo una religiosidad de corazón, una búsqueda más personal de Dios y una nueva valoración de la oración y la contemplación, pero también una especie de “religión a la carta”, una subjetivización unilateral de la religión que la posiciona no tanto en una dimensión de adoración, compromiso y entrega sino como un elemento más de “bienestar”, similar en gran medida, a las diversas ofertas new age, mágicas o pseudopsicológicas.

Ese verdadero reduccionismo (tanto como lo es su contrario, la afirmación unilateral de la religión como “contenido” y “discurso”) deja de lado la infinita riqueza de la Palabra de Dios. En toda la Biblia, la Palabra de Dios se presenta con dos aspectos, ambos igualmente importantes: como “revelación”, “discurso”, “logos”, y como “acción”, “presencia”, “poder”, “dynamis”. La Palabra de Dios dice y hace. Si la consideramos solamente como presencia salvífica (porque cuando Dios actúa, salva, y salva creando comunión, vinculándose a sus creaturas, haciéndonos hijos), dejamos de lado su aspecto de revelación. Si, por el contrario, la consideramos solamente bajo su aspecto de verdad, de “contenido”, perdemos su dimensión de comunión, de presencia amorosa, su dinámica salvífica. La Palabra de Dios nos vincula con Él con lazos tanto de conocimiento como de amor. Dice y hace.

¿Adonde llegamos con todo esto? Como testigos de la Palabra, nuestra presencia en la sociedad debe responder a esta riqueza que no se deja encerrar en una sola dimensión. La dimensión creadora, dinámica, salvífica, de la Palabra, será actuada en el mundo en la acción de crear comunidad, de vincular, de reconocer, recibir y potenciar al prójimo. Dimensión que tiene un importante componente afectivo, no en un sentido superficial, sino en el más hondo y exigente sentido del mandamiento del amor. El evangelio de Mateo (25, 31 ss) nos presenta el “test” que el Señor hará a los suyos en el fin de los tiempos: si alimentaron al hambriento, si dieron de beber al sediento, si recibieron al que está de camino… En los discípulos que realizaron esto, se produce el milagro de la presencia dinámica de Dios, se efectúa la comunión: Cristo mismo se identifica con aquel a quien se brindó el amor, invirtiendo simbólicamente los papeles, ya que es Él quien ofrece, brinda, transforma y crea una nueva realidad con su amor.

 

HAY SENTIDO: NO A LAS PALABRAS VANAS

Comunicación, hipercomunicación, incomunicación. ¿Cuántas palabras “sobran” entre nosotros? ¿Cuánta habladuría, cuánta difamación, cuánta calumnia? ¿Cuánta superficialidad, banalidad, pérdida de tiempo? Un don maravilloso, como es la capacidad de comunicar ideas y sentimientos, que no sabemos valorar ni aprovechar en toda su riqueza. ¿No podríamos proponernos evitar todo “canto” que sólo sea “por el gusto de hablar”? ¿Sería posible que estuviéramos más atentos a lo que decimos de más y a lo que decimos de menos, particularmente quienes tenemos la misión de enseñar, hablar, comunicar?

Porque si estamos en un momento de creación histórica y colectiva, nuestra tarea ya no puede limitarse a “seguir haciendo lo de siempre”, ni siquiera a “resistir” ante una realidad sumamente adversa: se trata de crear, de comenzar a poner los ladrillos para un nuevo edificio en medio de la historia; es decir, ubicados en un presente que tiene un pasado y -eso deseamos- también un futuro.

La fe en Dios Creador nos dice que la historia de los hombres no es un vacío sin orillas: tiene un inicio y tiene también una dirección. El Dios que creó “el cielo y la tierra” es el mismo que hizo una Promesa a su pueblo, y su poder absoluto es la garantía de la eficacia de su Amor.

Nosotros, a la hora de ejercer nuestra creatividad, debemos aprender a movernos dentro de la tensión entre la novedad y la continuidad. Es decir debemos dar lugar a lo nuevo a partir de lo ya conocido. Para la creatividad humana, no hay ni “creación de la nada” ni “idéntica repetición de lo mismo”. Actuar creativamente implica hacerse seriamente cargo de lo que hay, en toda su densidad, y encontrar el camino por el cual a partir de allí se manifieste algo nuevo.

(Extractado de El Jesuita, la historia de Francisco el Papa argentino de Sergio Rubin y Francesca Ambrogetti)

EL CAMINO AL ANDAR (Homo viator): LA ESPERANZA

La humanidad siempre concibió la vida como un camino; al hombre como un caminante que, cuando nace se pone en marcha y, a lo largo de su existencia, se encuentra con personas o situaciones que lo vuelven a poner en camino. Caminar es ya, de alguna manera, “entrar” en una esperanza viva.

Caminar y esperar se convierten así, de algún modo, en sinónimos. Podemos caminar porque tenemos esperanza. El hacer camino se vuelve la imagen visible del hombre que ha aprendido a esperar en su corazón. Caminar, sin detenerse o extraviarse, es el fruto tangible de la esperanza.

La tentación es una invitación a detener la marcha, a des-esperar.

LLamados a la esperanza, “pero no a una esperanza “light” o desvitalizada, separada del drama de la existencia humana”. “Interroguemos a la esperanza a partir de los problemas más hondos que nos aquejan y que constituyen nuestra lucha cotidiana, en nuestra tarea educativa, en nuestra convivencia y en nuestra misma interioridad”.

Los sistemas mundanos buscan “aquietar” al hombre, anestesiarle el ansia de ponerse en camino, con propuestas de posesión y consumo; un consumo abierto permanentemente a últimas novedades que parecen indispensables y, de esta manera, lo aliena de la posibilidad de reconocer y orientarse por el ansia más fontal del corazón. Llama la atención la gran cantidad de “alibis” que reelaboran el ansia interior de ponerse en marcha y ofrecen una paz aparente.

Cuando estos “alibi” se enraízan en el corazón le van quitando libertad, lo hacen conformista o lo enredan en problemáticas existenciales de superficie. Son trabas a la búsqueda interior. Tales “alibi” supletorios, que se repiten y multiplican de manera tan persistente, ciertamente son una coartada, un refugio que esconde otra cosa: el miedo a la libertad, el miedo a perseverar en el camino.

Extracto del Mensaje del cardenal Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, a las Comunidades Educativas (23 de abril de 2008)

 

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