El descarte de los más débiles constituye un retroceso de la humanidad, certifica la deshumanización del sistema político y económico imperante, sea de derechas, de izquierdas o de centro, local o global.
Arrinconar, como si fueran insignificantes, a los refugiados que huyen de las guerras o de la miseria, a los niños que han sufrido abusos o esclavizados, a los pobres que mueren de frío a la puerta de nuestras casas, a los pequeños, jóvenes o adultos que simplemente tienen cualidades diferentes de las que se consideran «normales», a los viejos que ya no tienen capacidades motoras o intelectivas… Todos estos actos no solo son una terrible injusticia, sino también un enorme bumerán social cuyos efectos nefastos pagarán antes o después nuestras sociedades con intereses altísimos.
Un sistema económico mundial que descarta a hombres, mujeres y niños por el simple motivo de que ya no son útiles según supuestos criterios de rentabilidad es un sistema profundamente enfermo. El Concilio Vaticano II había recordado con razón que el orden social y su progreso han de hacer prevalecer siempre el bien de las personas, no al revés (GS 26). Efectivamente, el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social (GS 63).
Así, estamos en presencia de una auténtica «cultura del descarte», Ya no se trata solo de explotación y opresión, sino que es algo inédito, porque al excluir a algunos hombres y mujeres y a pueblos enteros de la pertenencia a la sociedad en la que viven, se cercenan las raíces mismas de la identidad de las personas, los grupos sociales, las comunidades y los pueblos.
La sociedad llamada «integrada» no llega a los bajos fondos, a las periferias, a los slums, favelas ni villas miseria, o sea, a los lugares donde no hay poder. A los excluidos no solo se los llama «explotados», sino desechos, sobras, excedencias (EG53). Más aún: dicha cultura del descarte afecta en primer lugar a los seres humanos, pero también a las cosas, que se transforman rápidamente en basura (LS 22).
Eso sucede cuando se pone en el centro de un sistema político y económico al dios dinero y no a la persona humana, creada a imagen de Dios.
Resulta especialmente significativo un cuentecillo judío que podría remontarse al año 1200. Un rabino explica a sus fieles la historia de la torre de Babel y cuenta que, para construirla, se ha de hacer un gran esfuerzo; para fabricar ladrillos hay que amasar barro y traer paja, y luego mezclar el barro con la paja, cortarlo en bloques cuadrados, ponerlos a secar y cocerlos. Y cuando los ladrillos están cocidos y fríos, hay que subirlos para construir la torre. Si se cae un ladrillo es una tragedia. A quien se le ha caído uno se le castiga y expulsa. En cambio, si cae al suelo un obrero no pasa nada. Esto sucede cuando la persona está al servicio del dios dinero. ¿Cómo es posible descartar a un semejante?.
Jesús advirtió varias veces sobre no hacer daño a los más desvalidos: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). ¿Cómo es posible -es un ejemplo entre muchos- dejar al margen a esos «pequeños» que son los jóvenes parados? Las cifras hablan de un 40-50 por ciento en muchos países, incluso de Europa. ¿Qué significa descartar a la mitad de los jóvenes de un país? Significa anular toda una generación solo por mantener el equilibrio de las cuentas. No se puede aceptar semejante cinismo.
Solo una opción ética que se traduzca en prácticas concretas y eficaces puede impedir al hombre excluir a sus semejantes y evitar que una persona humana sea depredadora de otra persona humana.
Extracto del libro “Poder y dinero. La justicia social según Bergoglio” (Michele Zanzucchi)
EG: Exhortación apostólica Evangelii gaudium (Francisco), 24 noviembre de 2013
LS: Carta encíclica Laudato si. (Francisco), 14 mayo de 2015
GS : Constitución Pastoral Gaudium et Spes (Concilio Vaticano II), 7 diciembre de 1965