¿Qué es el hombre? ¿Qué somos los hombres? La pregunta cabe, porque el hombre necesita saber lo que es -de alguna manera- para ir aprendiendo a ser lo que es.

Hay una verdad sobre el hombre que no es propiedad ni patrimonio de la Iglesia, sino de la humanidad entera, pero que la Iglesia tiene como misión contribuir a revelar y promover.

La Iglesia habla de una dignidad trascendente, expresada en una suerte de “gramática” natural que se desprende del proyecto divino de la creación. Quizás ese carácter trascendente sea la nota más característica de toda concepción religiosa del hombre.

La verdadera medida de lo que somos no se calcula solamente en relación con un orden dado por factores naturales, biológicos, ecológicos, hasta sociales; sino en el lazo misterioso que, sin liberarnos de nuestra solidaridad con la creación de la cual formamos parte, nos emparenta con el Creador para no ser simplemente “parte” del mundo sino “culminación” del mismo.

La Creación “se trasciende” en el hombre, imagen y semejanza de Dios. Porque el hombre no es sólo Adán; es ante todo Cristo, en quien fueron creadas todas la cosas, primero en el designio divino.

Consiste en reconocer y vivir la verdadera “profundidad” de lo creado.

El misterio de la Encarnación es el que marca la línea divisoria entre la trascendencia cristiana y cualquier forma de espiritualismo o trascendentalismo gnóstico

En ese sentido, lo contrario a una concepción trascendente del hombre no sería sólo una visión “inmanente” del mismo, sino una “intrascendente”.

No hay peor antropología que una antropología de la intrascendencia para la cual no hay diferencias: con la misma vara con que se mide cualquier objeto, se puede medir a una persona. Se calculan “gastos”, “daños colaterales”, “costos”… que solamente empiezan a “trascender” en las decisiones cuando los números abultan: demasiados desocupados, demasiados muertos, demasiados pobres, demasiados desescolarizados… Frente a esto ¿qué pasa si caemos en la cuenta de que una antropología de la trascendencia se ríe de esos números mezquinos y sostiene, sin que le tiemble el pulso, que cada uno de esos pequeños tiene una dignidad infinita?

Cada uno es único. Todos importan totalmente y singularmente. Todos nos deben importar. Ni una sola violación a la dignidad de una mujer o un hombre puede justificarse en nombre de ninguna cosa o idea. De ninguna.

¿Hace falta decir que tomarse en serio esto sería el inicio de una completa revolución en la cultura, en la sociedad, en la economía, en la política, en la misma religión? ¿Hace falta nombrar algunas de las prácticas normalmente aceptadas en las sociedades modernas que quedarían privadas de toda justificación si realmente se pusiera la dignidad trascendente de la persona por encima de cualquier otra consideración?

Porque trascendencia respecto de la naturaleza no significa que podamos romper gratuitamente con su dinámica. Que seamos libres y que podamos investigar, comprender y modificar el mundo en que vivimos no significa que todo valga. No hemos puesto nosotros sus “leyes”, ni las vamos a ignorar sin serias consecuencias. Esto es válido también para las leyes intrínsecas que rigen nuestro propio ser en el mundo.

La dignidad trascendente de la persona también implica la trascendencia respecto del propio egoísmo, la apertura constitutiva hacia el otro.

La concepción cristiana de “persona humana” no tiene mucho que ver con la posmoderna entronización del individuo como único sujeto de la vida social. Algunos autores han denominado “individualismo competitivo” a la ideología que, luego de la “caída de las certezas de la modernidad”, se ha adueñado de las sociedades occidentales. La vida social y sus instituciones tendrían como única finalidad la consecución de un campo lo más ilimitado posible para la libertad de los individuos.

Pero, como les decía en un mensaje anterior, la libertad no es un fin en sí mismo, un agujero negro detrás del cual no hay nada, sino que se ordena a la vida más plena de la persona, de todo el hombre y todos los hombres. Ahora bien: una vida más plena es una vida más feliz. Todo con lo que podamos imaginar como parte de una “vida feliz” incluye a mis semejantes. No hay humanismo realista y verdadero si no incluye la afirmación plena del amor como vínculo entre los seres humanos.

Ya conocemos la máxima: “tu libertad termina donde empieza la de los demás”. Es decir: “si los demás no estuvieran, vos serías más libre”… Es la exaltación del individuo “contra” los demás; la herencia de Caín: si es de él, no es mío; si es mío no puede ser de él.

La libertad no “termina”, sino que “empieza” donde empieza la de los demás. Como todo bien espiritual, es mayor cuanto más compartida sea.

Pero vivir esta libertad “positiva” implica también, como se señala más arriba, una completa “revolución” de características imprevisibles, otra forma de entender la persona y la sociedad. Una forma que no se centre en objetos a poseer, sino en personas a quienes promover y amar.

Exclusión por un lado, auto-reclusión por el otro, son las consecuencias de la lógica interna del reduccionismo economicista. ¿Aceptaremos que estos son “los tristes laureles que supimos conseguir”? ¿O nos decidiremos a sacudirnos el lastre de intrascendencia e individualismo que se nos ha ido acumulando, para imaginar y poner en práctica otra antropología?

La trascendencia que nos revela la fe nos dice además, que esta historia tiene un sentido y un término. La acción de Dios que comenzó con una Creación en cuya cima está la creatura que podía responderle como imagen y semejanza suya, con la cual él entabla una relación de amor y que alcanzó su punto maduro con la Encarnación del Hijo, tiene que culminar en una plena realización de esa comunión de un modo universal. Todo lo creado debe ingresar en esa comunión definitiva con Dios iniciada en Cristo Resucitado.

Los cristianos creemos que no todo es lo mismo. No vamos a cualquier lado. No estamos solos en el universo. Y esto, que a primera vista puede parecer tan “espiritual”, puede también ser absolutamente decisivo y dar lugar a un vuelco radical en nuestra forma de vivir, en los proyectos que imaginamos y tratamos de desarrollar, en los sentidos y valores que sostenemos y transmitimos.

El hombre aparece expresado unitariamente, en tres aspectos que siempre mencionan al hombre entero, y que desde su concreción se implican y se referencian mutuamente. Podemos sintetizar la tríada así: Corazón-ojos (todo el mundo del desear humano); Lengua- oídos (todo el mundo de la “ortodoxia”, del habla y del logos humano); y Manos- pies (todo el universo de la “ortopraxis”, como actuar significativo por el cual el hombre busca transformar el mundo).

Extracto del Mensaje del cardenal Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, a las Comunidades Educativas (23 de abril de 2008)