“Aunque sean muchos y diversos los espacios de organización donde traslucen experiencias de solidaridad, el trabajo aparece como el más decisivo para los cambios sociales y políticos. A partir de la organización del proletariado por sus derechos, se entiende mejor el sentido transformador de la solidaridad. La humanización del trabajo es una puerta de salida de la casa de la injusticia”.

 

  1. MEMORIAL COMUNITARIO

La tradición cristiana habla de la Eucaristía como alimento, comida y bebida espiritual que sostiene para la vida eterna (cf. Jn 6, 50-51). El concepto de alimento, desprovisto de su debido complemento, puede ser ambiguo y no apropiado para designar la Eucaristía. Corre el riesgo de ser entendida de forma individualista, de tipo fast-food —comida rápida y privada—. Nada más contrario a la acción litúrgica, que valora la comida en común como un elemento antropológico imprescindible. El alimento dividido es mucho más que una satisfacción puramente física; al contrario, como momento de alimentar el cuerpo, el alma y las relaciones, es una expresión de unidad.

Benedicto XVI, hablando del sacramento de la Eucaristía, afirma que el culto agradable a Dios nunca es un acto puramente privado sin consecuencias sociales, pues «la mística del Sacramento es de carácter social». El misterio eucarístico es social debido a su propio contenido. «El memorial del misterio pascual de Cristo refuerza la comunión entre hermanos y, en particular, estimula a quienes están en conflicto a acelerar su reconciliación, abriendo el diálogo y el compromiso con la justicia». Comunión, diálogo, reconciliación, compromiso, palabras clave de la mesa eucarística. Nada más lejos del individualismo.

Para comer el pan es preciso repartirlo. La liturgia da a la comunidad reunida su razón de ser: comer juntos es un gesto de amor. En ese sentido, el apóstol Pablo enfatiza el nexo entre participación en la liturgia y compartir con los otros (cf. ICor 11, 17-34). Esta vinculación es una constante en la tradición eclesial. En consonancia con el Concilio, «en sus inicios, la Iglesia, uniendo el ágape a la cena eucarística, se manifestaba toda entera en torno a Cristo por el vínculo del amor». Por lo tanto, en Cristo, el hombre es liberado del amor a sí mismo —razón del no reconocimiento del otro como hermano— y conducido al amor fraterno.

El acento comunitario de la liturgia manifiesta dos realidades estrechamente relacionadas. La primera, y la más evidente: es acto comunitario, donde fe, oración y compartir tipifican una forma de relación social (cf. Hch 2, 42-46). Es fracción del pan, donde todos comen del mismo alimento (Mt 26, 26; Mc 14, 22; Le 23,10; ICor 11, 24). La experiencia de los discípulos conectada a la comensalidad (cf. Lc 24, 30.35.41-42; Jn 21,12-13; Hechos 10, 41) muestra que ésta es la mejor manera de expresar la reunión de Cristo con los suyos en comunión con Él.

La segunda realidad, comprensible a los ojos de la fe, es la condición que posibilita la anterior. La comunidad reunida es convocada en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. El Dios que la convoca es perfecta comunión de amor de personas divinas. El misterio de la fe del encuentro litúrgico es misterio de comunión trinitaria. En otras palabras, es obra de la Trinidad: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté con vosotros» (2Cor 13, 13; Ap 22, 17-20)346. El modelo y el principio del misterio de la unidad de la comunidad es la comunión trinitaria. Por tanto, el memorial del misterio Pascual revela la Trinidad, en que la imagen de Dios no es una individualidad aislada, sino comunión.

  1. DIMENSIÓN SOCIAL DE LAS RELACIONES DE TRABAJO

El misterio de Dios expresado en el memorial permite reflexionar sobre el aspecto de la sociabilidad humana. De entrada, el hombre es imagen de Dios no en la individualidad cerrada de su persona, sino en la relación con otros, a semejanza de las personas divinas. Si la libertad se expresa, en primer lugar, en relación con el otro, es inseparable de la sociabilidad. En segundo lugar, por esencia la sociabilidad pertenece a la condición de la individualidad humana. En ella, la persona manifiesta su dignidad y libertad en relación a la otra persona, su semejante. Las dos se objetivan en estructuras y relaciones que organizan la vida común.

El trabajo es una relación social. Como parte del vasto campo de las relaciones humanas, en el trabajo se puede verificar el ejercicio de la libertad y el reconocimiento de la dignidad humana. Así como la obra de la creación de Dios no tiene un fin en sí mismo, su término final no puede ser restringido a su producto, pues hasta el mismo producto está destinado a otro. O sea, la creación no tiene sentido sin la presencia de ese otro para el Creador, que es la persona humana.

En el Génesis, la obra divina aparece como una palabra proferida en dirección a la criatura humana, como invocación de su reconocimiento, que por ello espera una respuesta de reconocimiento. Si el trabajo es una relación social, también implica el crecimiento de la conciencia social de quien lo ejecuta. Tal conciencia es fundamental, porque el trabajo y la libertad son dimensiones sociales. Su ocultamiento favorece el individualismo.

La imagen apropiada de Dios en el hombre no se limita al éxito de su capacidad individual, en su autorrealización profesional o cosas de ese tipo. Al contrario, el trabajo como parte vital de la socialización humana tiene como objetivo el bien del otro. En este sentido, debe ser considerado en la misma categoría que define a la persona como ser en el mundo en relación con el otro, su semejante: mi relación en el trabajo dice quién yo soy para el otro. Esta categoría hace del individuo un sujeto que se entiende como ser para la relación. Ésta manifiesta la auténtica dimensión humana que hace de la persona no alguien ocupado en defenderse de la hostilidad exterior, sino alguien que genera comunidad. Así entendido, el trabajo puede constituirse en articulador de la sociedad y de relaciones más humanas fundadas en el respeto.

Eso lleva a abordar las dos formas posibles de relación en el trabajo: reconocimiento y negación. Si el trabajo es una relación social de libertades reconocidas como iguales, su sentido no proviene únicamente de su productividad, sino de la forma como se efectúa la relación. En la medida en que se inserta en una comunidad de personas establecida bajo una relación de reconocimiento, el trabajo se muestra como una actividad eminentemente humana. De lo contrario, la opción por el no reconocimiento del otro da como resultado la negación de su libertad y dignidad, o, usando un concepto teológico, pecado.

La opción por el no reconocimiento transforma al otro en cosa, objeto que puede ser utilizado según intereses individuales. Así pues, el trabajo, de generador de relaciones sociales, se convierte en fuente de deshumanización de sí mismo y del mundo. Por tanto, la caracterización del trabajo como una relación entre libres e iguales en dignidad es un imperativo ético. Es en las relaciones donde la ambigüedad se expresa con toda violencia. En ella se objetivan las peores formas de instrumentalización del otro.

Ésta no es una cuestión periférica. Juan Pablo II ya lo tenía claro cuando afirmó que el trabajo es una «clave de la cuestión social». Las relaciones laborales definen las otras relaciones sociales como la familia, la educación, la ciudadanía y la política. La corrección de las relaciones perversas en el mundo del trabajo es un imperativo ético. El cambio social pasa por el cambio en las relaciones de trabajo.

  1. HERMANDAD

En teología ya es un tópico afirmar que el trabajo, para ser verdaderamente humano, debe reflejar la imagen y semejanza de Dios en la persona. Pues bien, el Dios confesado por el cristianismo es trinitario. En Jesucristo, el concepto fue totalmente aclarado, y el misterio fue manifestado en forma de comunión de personas que invita a la humanidad a la comunión. La hermandad humana está enraizada en la comunión de las personas divinas.

Así como no se puede entender la Eucaristía sin referirse a la última cena de Jesús con sus discípulos, tampoco es posible entender todo el alcance de esta última sin vincularla al contexto general de las comidas de Jesús. El hecho de que Jesús instituya la Eucaristía en una comida vinculada a su práctica es algo significativo. Tal práctica (Mt 9,11; 11,18-19; 12,1; 14,16-21; 15, 2.32-37) está revestida de profundo carácter teológico. Jesús las convirtió en momentos privilegiados de su mensaje: figura del banquete del Reino (cf. Mt 22, 1-14; Mc 2, 15-16; Lc 19, 2ss; Me 6, 30-44). Resáltese, de manera especial, el gesto de la multiplicación de los panes y peces (cf. Me 6, 31-44; 8, 1-10; Mt 14,14-20; 15, 32-39; Le 9,11-17; Jn 6,1-15). A partir de ellas, nadie puede dudar de que el Reino no es solo promesa futura, sino una realidad. Sin duda, el gesto del reparto simbolizado en la liturgia es señal visible de esta anticipación del Reino de Dios.

Compartir de la misma mesa es, ante todo, reconocerse iguales en dignidad. La comida es, especialmente para los judíos, señal de amistad (cf. Gn 14, 8; Ne 5, 15). No es sorprendente que Jesús se sentara a la mesa con todo tipo de personas, sin excluir a nadie, ni siquiera a los pecadores notorios y rechazados.

Esas comidas, conformadas por el espíritu de la fraternidad y la libertad, indican un nuevo modelo de humanidad donde las relaciones sociales están enraizadas en el reconocimiento de la dignidad de los comensales. La cita de Lucas es un paradigma: «Cuando des un banquete invita a los pobres, los mutilados, los cojos y ciegos; y serás feliz, porque ellos no pueden corresponder. Serás recompensado en la resurrección de los justos» (Lc 14, 13-14).

Por tanto, la Eucaristía es el Reino actuando, y la acción litúrgica es prolongación de estas señales visibles del Reino. Pan y vino partidos, cuerpo y sangre sacramental de Cristo, transforman a los comensales en comunidad solidaria, especialmente con los más pobres (cf. ICor 16, lss).

De hecho, el reconocimiento del otro como mi semejante, en la hermandad, es la señal más visible del impacto de la liturgia sobre la dimensión social del trabajo. El trabajo se caracteriza por ser lugar de reconocimiento del otro; la liturgia, por su parte, como signo de la fraternidad, ilumina su finalidad social como el vasto campo donde las relaciones humanas sean constituidas fraternalmente. La posibilidad de un trabajo no alienado y no alienante existe solamente en una sociedad que prioriza el respeto por la dignidad del otro sobre la obsesión por la acumulación.

A la luz de la revisión de la reconfiguración del capitalismo global, este sentido social de la liturgia tiene enorme acento profético. La civilización del trabajo despejó todas las dudas de que las relaciones laborales son lugar de la manifestación de todo el carácter deshumanizador de las estructuras sociales fundadas en el no reconocimiento de la dignidad del trabajador. En ella, el trabajo, al dejar de ser un mediador, no puede fundar una sociedad verdaderamente humana. La superación de este paradigma civilizador se impone como tarea ética.

  1. RELACIONES DE SOLIDARIDAD

La acción litúrgica no es un acontecimiento ajeno a la historia. Es sacramento de la presencia de Dios en el hoy. Descubrir su novedad liberadora corresponde a cada generación de cristianos que la celebran. La misión de quienes se reúnen en torno a la mesa de la Palabra y del Pan se materializa donde irremediablemente coinciden Cena del Señor y creación de relaciones de hermandad. No se trata de una preocupación menor o secundaria de la teología, pues la dignidad humana está íntimamente ligada a la solidaridad. El crecimiento humano integral no puede darse sin un desarrollo solidario de toda la humanidad.

El Magisterio observa que «la solidaridad es una exigencia directa de la fraternidad humana y sobrenatural. Los graves problemas socio económicos actuales no pueden resolverse si no se crean nuevos frentes de solidaridad: solidaridad de los pobres y entre ellos, solidaridad con los pobres a la que están llamados los ricos y solidaridad de los trabajadores entre sí». Es momento de buscar una comprensión más amplia del trabajo, más allá de su sentido como transformación del mundo y de progreso económico.

El pan y el vino son significativos en sí mismos, pues, como elementos básicos de la Eucaristía, recuerdan simbólicamente la proximidad con el mundo y la historia de las luchas por la supervivencia. La teología descubre en la liturgia que el sentido solidario del trabajo recibe su complementariedad en el misterio de Dios, que es comunión y comunicación entre las personas. En él, la solidaridad tiene doble raíz: la unidad de todos los hombres como hijos del mismo Padre que dio la creación como una herencia común, y el misterio pascual de Cristo que entrega su vida por toda la humanidad. ¡Sobrevivir juntos, como esfuerzo colectivo!

De esta segunda raíz, se afirma que «el misterio pascual es misterio de solidaridad en la medida en que abarca la muerte y glorificación de Jesús, y de alguna forma toda su vida, pues su muerte, históricamente, es resultado de su existencia Pascual: una existencia en función de la otra». En suma, la solidaridad es una exigencia directa de la fraternidad humana y está enraizada en Dios (cf. Mt 5, 45; Rom 8, 14-17; Gal 3, 23-27; Ef 2, 19-20; 5, 1-2; 1Jn 3, 1).

En segundo lugar, la teología descubre que la solidaridad no es un concepto atemporal, pues ella acompaña la historia. Juan Pablo II en Laborem exercens hizo un análisis de lo que fue la solidaridad. Su irrupción en la modernidad coincide con la cuestión obrera, pues ésta «dio origen a una justa reacción social: hizo surgir y casi irrumpir un gran impulso de solidaridad entre los hombres del trabajo, y, principalmente, entre los trabajadores de la industria». A causa de esto, León XIII, en el primer párrafo de la Rerum novarum, apuntaba hacia la solidaridad como una forma de superación del capitalismo de la Primera Revolución Industrial: «la mayor autoconfianza de los trabajadores y cohesión más estrecha entre ellos».

La solidaridad surge como respuesta gradual a la toma de conciencia de la inmoralidad de la situación vivida por esta «gente de condición humilde, porque la mayoría se debate indecorosamente en una situación miserable y calamitosa…, aislados e impotentes, frente a la inhumanidad de los empresarios y la codicia desenfrenada de los competidores».

Tal reacción es positiva: «La llamada a la solidaridad y acción común —continúa Laborem exercens n. 8—, lanzada a los trabajadores, tenía una perspectiva ética y social importante: la reacción contra la degradación del hombre como sujeto del trabajo, y contra la inaudita y concomitante explotación en el campo de las ganancias, de las condiciones de trabajo y de previdencia hacia la persona del trabajador». O sea, además de justa, es una reacción necesaria, cuyo resultado «reunió al mundo del trabajo en una comunidad caracterizada por su gran solidaridad».

La siguiente declaración no tiene nada a ver con conformismo con el sistema económico: «Desde entonces, la solidaridad de los trabajadores y, simultáneamente, una toma de conciencia más clara y más comprometida en lo que respeta a los derechos de los trabajadores por parte de los otros, produjo en muchos casos cambios profundos. Fueron descubiertos varios sistemas nuevos. Se desarrollaron diversas formas de neocapitalismo o de colectivismo». La solidaridad es concebida como un dinamismo lúcido y humanista contra cualquier renuncia a las anomalías del sistema.

El hondo significado de la solidaridad en el mundo del trabajo se profundiza en la Sollicitudo rei socialis, documento inmediatamente posterior a Laborem exercens. En ella, la solidaridad es caracterizada como un concepto que brota precisamente en contraposición al economicismo y al individualismo. Ambas son formas de existir en la sociedad. Una entiende el trabajo como ser y otra como tener. En la solidaridad, el otro aparece como centro, pues ella «no es un sentimiento de vaga compasión o de enternecimiento superficial por los males sufridos por tantas personas próximas o distantes». Al contrario, se trata de la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común, o sea, por el bien de todos y de cada uno, porque todos somos verdaderamente responsables de todos.

«Esta determinación está fundada en la firme convicción de que las causas que frenan el desarrollo integral es aquel afán de lucro y aquella sed del poder de la que hablamos. Estas actitudes y estas “estructuras de pecado” solo podrán ser vencidas —presuponiendo el auxilio de la gracia divina— con una actitud diametralmente opuesta: la entrega por el bien del prójimo, con disponibilidad, en sentido evangélico, para “perderse” en beneficio del prójimo en vez de explotarlo, y para “servirlo” en vez de oprimirlo para provecho propio».

No estamos ante un paradigma circunstancial o una actitud más compasiva con los trabajadores, sino ante algo más consistente y permanente, una verdadera traducción del dinamismo transformador del amor evangélico. El valor de la solidaridad, entendida como el pleno reconocimiento de la humanidad del otro, «es la imagen viva de Dios rescatada por la sangre de Jesucristo y colocadas bajo la acción permanente del Espíritu».

Una opción ética que no solo modifica las relaciones laborales sino que abre nuevas alternativas para toda la sociedad. Si, por un lado, el individualismo económico desfigura la imagen y semejanza de Dios presente en cada persona, la solidaridad, por su parte, la restaura: «La solidaridad debe estar presente allá donde lo requiere la degradación social del trabajador, la explotación de los trabajadores y las áreas crecientes de miseria y hambre».

La solidaridad aquí analizada tiene como base la propia esencia del trabajo como una tarea colectiva que vincula íntimamente a los hombres358. Ya en la primera nota en el prefacio de la Laborem exercens se afirma que esta solidaridad se extiende hacia todas las categorías de trabajadores, independientemente de su confesión religiosa, filiación sindical o connotación cultural.

Esta perspectiva responde a la nueva morfología de la clase que vive del trabajo (Ricardo Antunes), más fragmentada, heterogénea y compleja: «Pueden ser necesarios movimientos de solidaridad en el campo del trabajo —de una solidaridad que no debe nunca ser barrera para el diálogo y para la colaboración con los demás—, como en lo que se refiere a las condiciones de grupos sociales que anteriormente no se hallaban comprendidos entre estos movimientos, pero que van sufriendo dentro de los sistemas sociales y de las condiciones de vida que cambian una efectiva proletarización, o incluso que ya se encuentran realmente en una condición de proletariado que, aunque no sea llamada todavía con este nombre, es de tal forma que lo merece».

Como se puede ver, tanto la idea de solidaridad, núcleo de la Sollicitudo rei socialis, como el economicismo individualista, criticado duramente en Laboren exercens, adquieren gran actualidad. Si por un lado la perspectiva de la Sollicitudo rei socialis es global, Laborem exercens confiere al mundo del trabajo un lugar privilegiado en esta solidaridad global. Aunque sean muchos y diversos los espacios de organización donde traslucen experiencias de solidaridad, el trabajo aparece como el más decisivo para los cambios sociales y políticos. A partir de la organización del proletariado por sus derechos, se entiende mejor el sentido transformador de la solidaridad. La humanización del trabajo es una puerta de salida de la casa de la injusticia.

Y, así, llegamos a lo que configura la idea del trabajo como lugar privilegiado de solidaridad. Las diversas iniciativas de liberación de las ataduras del individualismo economicista deberían ser encontradas en el mundo del trabajo. La solidaridad y sus posibilidades en el mundo contemporáneo son, en primer lugar, responsabilidad de los trabajadores. Ellos pueden continuar reproduciendo un sistema productivo que provoca su propia precarización y deterioro social, o representar la vanguardia de un éxodo que conduzca a una sociedad decente y solidaria.

  1. DINAMISMO DEL REINO

Son muchos los desafíos impuestos por el capitalismo global a la aplicación de la solidaridad en el mundo del trabajo. Pero hay una cuestión central: hasta qué punto es posible hablar del trabajo en el ámbito de la solidaridad en una sociedad en la que el sistema está orientado por el eje de la competitividad y por el motor de la acumulación, donde todo tiene origen y fin en el individualismo, en que los trabajadores son conducidos a salvarse individualmente, independientemente de su clase. En este contexto debemos reafirmar tres elementos fundamentales del mensaje cristiano.

En primer lugar, la dimensión social del hombre imago Dei es un elemento restaurar urgentemente para superar el individualismo y el principio de la acumulación ilimitada propia del capitalismo. La sociabilidad es una dimensión esencial de la persona. La expresión litúrgica de esa dimensión humana tiene su momento de mayor importancia cuando los frutos de la tierra y del trabajo humano son ofrecidos como acción de gracias a Dios. Entonces, verdaderamente, se da la confluencia más completa del Dios que trabaja en comunión de personas y el ser humano, que también trabaja socialmente.

La reafirmación del factor unidad. La solidaridad representa una forma de dinamismo del Reino en el mundo del trabajo. El destino último de las ofertas —dones de Dios y del trabajo humano— inspira utopías sociales, resultantes del esfuerzo humano y movidas por el espíritu de comunión con el Reino inaugurado por Jesús y heredado por los cristianos como una tarea histórica. A través del trabajo, «el hombre sostiene cada día la propia vida y la de los suyos; por medio de él se une y sirve a sus hermanos, puede ejercitar una caridad auténtica y colaborar en la conclusión de la creación divina».

O sea, en la base de la solidaridad está la fraternidad, una aspiración profunda del espíritu humano. Eso es determinante, especialmente cuando se considera que la sociedad no es sólo el lugar donde se trabaja, sino un espacio que debe ser aprovechado para la convivencia fraterna. Este espacio debe ser conquistado, porque fue invadido por la dictadura del capital, que impide cualquier posibilidad de asumir el espíritu de solidaridad.

La reafirmación de la opción preferencial por la clase que vive de su trabajo. Vivir el trabajo como espacio de hermandad es configurarlo como humano, y su dimensión social evoca el destino común de los bienes producidos: alimentar a los hambrientos, saciar a los sedientos, vestir a los desnudos, acoger a los forasteros y desterrados. Solo así es posible afirmar que la solidaridad es el nombre civil de la caridad cristiana. De esta forma, la comunidad de los cristianos será verdaderamente una Iglesia de los pobres. «Los pobres aparecen, en muchos casos, como resultado de la violación de la dignidad del trabajo humano».

En conclusión, la naturaleza comunitaria e igualitaria del descanso cristiano reflejado en la acción litúrgica del memorial de la cena del Señor amplía considerablemente el horizonte de comprensión de la sociabilidad implícita en el trabajo.

 

Fuente: Libro CRISTIANISMO Y ECONOMÍA (extracto )

Autor: Estanislau Gasda, profesor de la Facultad Jesuita de Belo Horizonte, doctor en Teología por la Universidad Pontificia Comillas, pertenece al grupo de Doctrina Social de la Iglesia organizado por las universidades católicas de América Latina y España, junto con la Conferencia Episcopal Latinoamericana.