La doctrina social de la Iglesia en la Nueva Evangelización

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DSI

La doctrina social de la Iglesia en la Nueva Evangelización – (Ricardo Antoncich)

Ante la situación de esperanzas y temores, ¿cuál puede ser la contribución de la Doctrina Social de la Iglesia?

Habiendo cumplido más de un siglo de su existencia, a partir de la Rerum Novarum (RN), la DSI ha ido acompañando los procesos del progreso económico, con la solicitud de defender precisamente a los más desamparados y víctimas del proceso: en primer lugar a los trabajadores en el ámbito de la empresa (RN, Quadragesimo Anno); luego a las regiones agrícolas desfavorecidas ante las zonas industriales (Mater et Magistra), finalmente a los países e incluso continentes que van quedando rezagados en el desarrollo no sólo por falta de capital y tecnología, sino por haber sido largo tiempo considerados meramente como fuente de recursos de materias primas y que han sido despojados por el desequilibrio de los precios del mercado (Populorum Progressio, Sollicitudo Rei Socialis).

 

Es indudable que la tres grandes Encíclicas del Papa Juan Pablo II van a marcar el futuro de la Doctrina Social; ellas recogen por un lado la tradición del magisterio pontificio y se remiten continuamente a ella (sobre todo en Sollicitudo Rei Socialis con referencia explícita a la Populorum Progressio de Pablo VI; y Centesimus Annus (CA) que celebra el centenario de la Rerum Novarum), pero por otro lado introducen o destacan con vigor temas que han quedado muy en segundo lugar. En efecto, la preocupación de definir los sistemas ideológicos por sus posiciones en torno a la propiedad privada o social de los medios de producción, desplazó de alguna manera el otro término importante de la actividad económica: el trabajo, considerado en sí mismo y no sólo como fuerza política para el soporte de las ideologías, o en el orden económico como «mano de obra» productiva. Juan Pablo II devuelve al trabajo, a la actividad humana en la producción, a las exigencias de la ética, el primado que le corresponde frente al capital y al desarrollo tecnológico. La Encíclica Laborem Exercens (LE) merece un lugar especial por este giro de perspectiva y por haber formnulado en término de opción por los trabajadores, la expresión de la opción por los pobres (cf. LE 8 f) que había comenzado a acuñarse en América Latina desde la Conferencia de los Obispos en Medellín.

 

Queremos subrayar otro aspecto del magisterio pontificio de Juan Pablo II: la íntima relación entre la DSI y la Evangelización, sobre todo con el carácter de novedad que exige su anuncio para el tercer milenio.

 

En Laborem Exercens ya habíamos notado una perspectiva relativamente nueva en un documento social: el énfasis en la Espiritualidad. El bellísimo capítulo V de la Encíclica corona todas las consideraciones sobre el trabajo y su dignidad. Más allá de lo que el marxismo quiso defender como valor del trabajo amenazado de explotación por el capital, -al considerarlo en su relación con la producción y como fuerza de clase en el conflicto político-, Juan Pablo II expresamente recoge la dimensión religiosa del trabajo -ignorada por el marxismo- que permite a cada trabajador no sólo participar de la transformación de la naturaleza y de la sociedad, sino también del misterio divino de la creación y de la redención.

Teniendo en cuenta esta apertura a una temática nueva como la de la espiritualidad, parece lógica la insistencia en Centesimus Annus sobre la relación entre la DSI y la Evangelización. Parece como si el Papa quisiera unir en síntesis aquellas facciones que dividieron durante tanto tiempo nuestra iglesia, entre lo «social» y lo «espiritual», entre el «cambio de estructuras» y «misión evangelizadora». El Papa refleja en su encíclica ese conflicto de tendencias, una orientada hacia este mundo y esta vida a la que la fe permanece extraña y otra dirigida a la salvación puramente ultraterrena pero sin iluminar la existencia humana en la tierra» (Cf. CA 5, e). De allí el extraordinario vigor de su afirmación: «Para la Iglesia enseñar y difundir la doctrina social pertenece a su misión evangelizadora y forma parte esencial del mensaje cristiano ya que esta doctrina expone sus consecuencias directas en la vida de la sociedad y encuadra incluso el trabajo cotidiano y las luchas por la justicia en el testimonio de Cristo Salvador» (CA 5, e). Por eso recuerda la RN como «un documento del magisterio que se inserta en la misión evangelizadora de la Iglesia» y deduce de allí «que la doctrina social tiene de por sí el valor de un instrumento de evangelización: en cuanto tal anuncia a Dios y su misterio de salvación en Cristo a todo hombre y por la misma razón revela al hombre a sí mismo» (CA 54 b).

 

Podríamos pues afirmar en consecuencia que si la Iglesia no anunciara la doctrina social, se deformaría el sentido mismo de la buena nueva, reducida a la mera conversión individual (sin proyecciones sociales) y a la salvación puramente escatológica (sin proyecciones históricas). La doctrina social garantiza pues una recta comprensión de la antropología cristiana, es decir, del ser humano en toda su realidad (individual, social, histórica, escatológica) y de la misma redención (porque lo que no es asumido no es redimido).

 

Queda pues así planteado el problema: por un lado el siglo XXI irá creciendo en complejidad por el tejido de relaciones sociales cada vez más extenso y universal, y a la vez con más exigencias de identidades locales, parciales. Por el otro lado la Doctrina Social parece querer hundir más sus raíces en la misión propia de la Iglesia que es la Evangelización. La Iglesia no pretende ser lo que fue en la Edad Media, una aglutinación espiritual y temporal del mundo occidental; tiene que buscar formas de presencia que respeten el pluralismo de las confesiones religiosas, las libertades democráticas, la vigencia de los derechos humanos celosamente defendidos.

 

Es difícil mantener el equilibrio entre la afirmación de lo espiritual de su misión evangelizadora y lo temporal de su contribución a los problemas concretos de la sociedad. Es verdad que los carismas específicos de sus hijos hacen presente a la Iglesia como Madre y Maestra en los dos campos de lo espiritual y lo temporal. Pero cada uno de sus hijos, para ser fiel expresión de una Iglesia misionera en medio de las condiciones históricas, tiene que mantener la tensión evangelizadora y transformadora de la historia en una síntesis que expresa la única voluntad del Padre: una historia humana fraterna que es espacio donde el Reino se encuentra presente, obra de la gracia del Padre y de la colaboración de sus hijos; y por ello signo del Reino definitivo y escatológico donde los valores aquí vividos de justicia, fraternidad, paz, verdad, se transformarán en plenitud por obra de Dios.

 

Un puente que nos permite unir el énfasis en la espiritualidad de Laborem Exercens y el de la misión evangelizadora que corresponde a la DSI, en Centesimus Annus es considerar a la oración de Jesús, el Padre Nuestro como expresión del núcleo esencial del Evangelio.

 

Siguiendo este camino comprendemos que si el Evangelio es ante todo revelación del misterio de la filiación divina de Jesús, el momento culminante en que esta relación filial con el Padre se realiza es precisamente en la oración. El Evangelio nos dice no sólo que Jesús es el Hijo de Dios, sino que nos lo presenta orando como tal, en relación directa con el Padre, y además, enseñando a sus discípulos a orar en la misma forma.

 

Dentro de la estructura de esta oración la preocupación por los bienes materiales (el pan nuestro) y por las reconciliaciones sociales (el perdón de Dios y el nuestro hacia los que nos ofenden) tienen un lugar muy preciso, intermedio entre tres peticiones referidas al Padre, a su gloria, su Reino y su voluntad, y otras dos peticiones referidas a los peligros que nos amenazan por el egoísmo y el odio para dejar de hacer lo que debemos para acoger el Reino y practicar la voluntad del Padre.

 

Las peticiones del Padre Nuestro son demandas de gracia, de un don que se nos da por la bondad de Dios. Pero también son programas de acción colaboradora con esa gracia. El Reino no es una realidad que «cae del cielo» ya constituido y perfecto; las parábolas del Reino nos lo presentan más bien como procesos decrecimiento gradual, desde comienzos muy humildes como el grano de mostaza, o como el ciento por uno de semillas que la tierra no poseía, que cayeron sobre ella, pero que fructificaron según las condiciones de recepción del terreno en que fueron acogidas.