Fundamentalismo identitario y hostilidad racial en los campus de EEUU

Lo que solía considerarse una crisis de libertad de expresión en los campus de élite de Estados Unidos, con sus escraches y sus códigos del lenguaje, sus ‘espacios seguros’ y sus advertencias de contenidos sensibles, está cristalizando en una sólida ortodoxia identitaria. Algunos de los campus más selectos de los estados demócratas empiezan a mostrar los rasgos de pequeños regímenes fundamentalistas. Guiados por una teoría que no permite la duda y al abrigo de la indignación desatada por casos como el asesinato de George Floyd, sus rectorías han creado poderosos comités, ideologizado los temarios e incluso organizado confesiones públicas de prejuicios raciales. Un clima dogmático que, como tal, no tolera herejías. Herejías como la de Jodi Shaw y Aaron Kindsvatter.

Con sus casos, inauguramos una serie sobre cómo esta ideología, que suele aparecer bajo los nombres de ‘teoría crítica racial’, ‘movimiento de la justicia social’, ‘antirracismo’ o, más sencillamente, ‘wokism’, se ha ido fraguando en las universidades progresistas y extendiéndose después por la cultura y las instituciones de EEUU. Este capítulo, dedicado a las universidades y las empresas, servirá de introducción. En el segundo, veremos cuál es el origen de este credo, por qué ha cuajado ahora y por qué está siendo criticado por los veteranos de los derechos civiles. El tercero irá dedicado a su desembarco en las escuelas primarias, y el cuarto, a las iniciativas que están surgiendo para contrarrestarlo.

La mayoría de profesores y empleados que denuncian este ambiente aparentemente hostil lo hacen de forma anónima, ante asociaciones como Foundation Against Intolerance and Racism, Academic Freedom Alliance o Counterweight, todas ellas creadas en los últimos meses. Otros, como Jodi Shaw y Aaron Kindsvatter, han optado por hacerlo a cara descubierta.

“Empecé a sentirme mal cuando nuestra universidad adoptó la idea de que nos teníamos que ceñir a los estándares DEI [acrónimo de diversidad, equidad e inclusión]”, dice Aaron Kindsvatter, profesor de pedagogía terapéutica en la Universidad de Vermont. “Me preocupaba cómo iba a ser consistente con lo que esperaban de mí. DEI es una especie de nombre en clave de la retórica y las ideas de la izquierda más extremista, y querían que solo enseñara eso. Me ponía enfermo intentando buscar una manera de mantener una conversación con la clase sin adoctrinarla con estas ideas”.

El profesor dice que durante dos años y medio padeció problemas de estómago. Casi cada domingo, antes de empezar la semana lectiva, vomitaba del estrés que le producía pensar en dar clase y en enfrentarse a una facultad donde se sentía cada vez más aislado. Como consecuencia de los cambios departamentales efectuados en 2018 y 2019, Kindsvatter debía de basar el temario en las enseñanzas de Ibram X. Kendi y Robin DiAngelo, autores, respectivamente, de ‘Cómo ser antirracista’ y ‘Fragilidad blanca’: los dos superventas de la teoría crítica racial.

Según Kendi y DiAngelo, en Estados Unidos el racismo de los blancos determina todas las interacciones humanas. Es una fuerza tan sutil y tan penetrante, tan imbricada en las instituciones y en las costumbres, que la única manera de reducirla es entrenando nuestros sentidos: aprendiendo a localizarlo, cuestionarlo y combatirlo; aprendiendo a ser ‘woke’, a estar ‘despiertos’ ante las terribles agresiones que anidan en las palabras y en los comportamientos.

Ambos libros presentan, de manera transparente, una visión binaria del mundo. “No hay neutralidad en la lucha contra el racismo”, escribe Ibram X. Kendi. “Uno o bien permite que las inequidades raciales sigan perseverando, como racista, o bien se enfrenta a las inequidades raciales, como antirracista. No hay término medio (…). La declaración de neutralidad del ‘no racista’ es una máscara del racismo”.

Para Robin DiAngelo, no existe una persona blanca que no sea racista: ni siquiera ella, que suele reconocer abiertamente su “visión racista del mundo”. Porque el racismo, además de ser inherente a los caucásicos, es incurable. Lo único que pueden hacer los blancos es mantenerlo a raya con un riguroso entrenamiento mental. Un examen constante de sus prejuicios, difíciles confesiones en grupo y otras técnicas que ella ofrece en su libro y en sus charlas a empresas y universidades. La dinámica es la misma que con Kendi. Se trata de una doctrina perfecta, incuestionable, cerrada al vacío, en la que solo hay dos opciones: o confesar el racismo o no, en cuyo caso el blanco estaría dando muestras de “fragilidad blanca”: estaría negando la realidad.

DiAngelo y Kendi no se han inventado la teoría crítica racial, que lleva 30 años desarrollándose (o más de 60, si buscamos su semilla en los posmodernistas franceses). Lo que han hecho ha sido darle una dimensión práctica, un manual de acción aplicable a todos los aspectos de la existencia.

Jodi Shaw, antigua coordinadora de Apoyo a los Estudiantes de Smith College, un bucólico y exclusivo campus femenino de Massachusetts, conoce bien estas tácticas. En enero de 2020 tuvo que asistir, junto al resto de empleados, a un curso obligatorio sobre sensibilización racial. Durante el ejercio, el ‘educador antirracista’ fue pidiendo a los empleados de Smith que expresaran en público los sentimientos raciales que habían experimentado en su niñez. Cuando llegó el turno de Shaw, esta dijo que se sentía incómoda y que prefería pasar. El educador lo entendió como un claro síntoma de ‘fragilidad blanca’, y acusó a Shaw de usar este ardid como un “juego de poder” propio de los blancos. La negativa de Shaw a participar resultaba ser una agresión racista.

“En Estados Unidos, es ilegal preguntarle a alguien por su raza en una entrevista de trabajo, y sin embargo querían que la raza formara parte de mi empleo”, dice Shaw por teléfono. La exempleada asegura que, en otras circunstancias, no le hubiera importado hablar a unos desconocidos de sus sentimientos raciales, pero, a esas alturas, ya había sido trastocada por un año y medio de hostigamiento racial.

Los problemas de Shaw y de otros empleados comenzaron en verano de 2018, cuando una estudiante afroamericana, Oumou Kanoute, dijo haber sido víctima de racismo porque un conserje y un policía del campus le preguntaron qué hacía en un comedor vedado, en ese momento, a los estudiantes. Kanoute desveló en Facebook la identidad del conserje y lo acusó de racista. Mientras Kanoute concedía entrevistas a ABC News, CNN o ‘The Washington Post’, Smith College adoptaba un frenesí de medidas para combatir el “racismo sistémico”. Entre ellas, la segregación de las residencias de estudiantes, talleres de sensibilización racial y un “equipo de respuesta al sesgo”, que permitía denunciar anónimamente cualquier mensaje, imagen o palabra considerados discriminatorios por algún individuo o colectivo.

Tres meses después del incidente con Kanoute, la investigación oficial concluyó que no había habido discriminación. El comedor estaba siendo exclusivamente usado por los niños de un campamento de verano, y el conserje, un señor mayor que llevaba tres décadas en Smith y que no veía bien, había recibido instrucciones precisas de no dejar entrar allí a los alumnos. Pero la maquinaria DEI ya era imparable.

De repente, el criterio racial pasó a ser la base de todas las decisiones del campus, no solo en las contrataciones y asignaciones de tareas: cualquier actividad o medida caía bajo alguna de las categorías ‘woke’, como “apropiación cultural”, y tenía que ser cancelada o repensada. Shaw describe, en su queja oficial ante el estado de Massachusetts, las amenazas contra profesores y empleados que no se ajustaban a la ortodoxia, cómo los conflictos entre alumnos se resolvían en base a sus etnias, y las acusaciones constantes de “privilegio blanco” a personas como ella, madre soltera de dos hijos que ganaba 45.000 dólares brutos al año (menos de los 78.000 que cuesta la matrícula anual en Smith). Shaw, armada con la Ley de los Derechos Civiles de 1964, denunció estas circunstancias ante la dirección, pero el campus estimó que Shaw carecía de “competencia cultural” y fue recortándole, sin avisar, sus responsabilidades.

“La dinámica es el miedo”, dice Jodi Shaw. “Sé de profesores que cambiaron el temario para evitar posibles reacciones de los estudiantes. Tienes esta dinámica en la que el personal se lo piensa dos veces antes de dirigirse a los alumnos, porque saben lo que les puede suceder”. La exempleada añade que este “ambiente racialmente hostil” le dejó una costosa factura física y mental, de la que aún se está recuperando.

La primera vez que Aaron Kindsvatter escuchó el término ‘whiteness’, o blancura, aplicado al color de la piel, fue cuando un colega de su facultad ofreció a los profesores blancos ayuda para lidiar con esta condición. “En ese momento, creí que esa persona no estaba pensando, que se había dejado llevar por la pasión, y que yo me iba a olvidar”, dice Kindsvatter. “Pero empecé a escuchar más y más al respecto y, recientemente, en las notas de una de las reuniones de nuestra Facultad de Educación, el comité responsable de la implementación de DEI declaró que la mayoría de las personas de la universidad eran cómplices de supremacía blanca y que deberían hacerlo mejor para apoyar a los colegas y profesores de color”.

El pasado junio, el Comité de Diversidad, Equidad e Inclusión de la universidad dio un curso titulado ‘Centrando la conversación en la blancura’. Una serie de conferencias sobre cómo la blancura llevaba siglos oprimiendo a la humanidad con sus dos esencias, que son el racismo y el capitalismo. “El racismo es el agua en la que nadamos”, dijo Paul Marcus, “educador antirracista blanco”, en la charla. “Mantener la blancura se vuelve crucial a la hora de facilitar el crecimiento económico y el capitalismo. Racismo y capitalismo están estrechamente entreverados”.

La presión a los profesores para que adoptasen estos puntos de vista, según Kindsvatter, era grande. Cuando trató de alternar los textos de Kendi y DiAngelo con los de otros pensadores que daban una perspectiva distinta sobre el racismo, como los afroamericanos Shelby Steele o Coleman Hughes, Kindsvatter recibió una advertencia por enseñar “materiales controvertidos” en sus clases.

La asfixia académica aumentaba a la par que sus dolores de estómago, y el mes pasado, Kindsvatter decidió colgar su testimonio en YouTube, titulándolo ‘Racismo y religión secular en la Universidad de Vermont’. El profesor, hablando pausadamente, como si cada palabra fuese una figurita a punto de romperse en mil pedazos, dice que no quiere que su alocución se malinterprete y que espera que los alumnos sepan que él comprende las injusticias a las que han podido ser sometidos. Después, advierte sobre los peligros de asociar una serie de “males sociales” a una raza determinada, e invita a la facultad a iniciar un diálogo al respecto.

48 horas después, varios grupos estudiantiles cursaron una petición en los más puros términos “antirracistas”. “La mentalidad de ‘no veo la raza’ del profesor Aaron Kindsvatter ha probado ser dañina contra cualquier tipo de justicia racial societaria y por esa razón estamos exigiendo su dimisión inmediata”, dice la solicitud en Change.org. “Un miembro de la facultad de UVM, especialmente uno que enseña cursos de terapia, no puede tener esta ideología empleada por supremacistas blancos”. El rector y la decana de la universidad reconocieron, en un comunicado, a los estudiantes que “plantaron cara a las posiciones defendidas en el vídeo” y prometieron que los alumnos se iban a sentir “seguros y apoyados”.

Kindsvatter seguía así la estela de Jodi Shaw, que el pasado mes de octubre, visiblemente exhausta, se había decidido a tirar de la manta en Smith College. “Pido a Smith College que deje de reducir mi persona a una categoría racial. Dejad de decirme lo que debo pensar y sentir sobre mí misma”, decía Shaw en su primer vídeo de YouTube. “Dejad de pretender que sabéis quién soy o cuál es mi cultura en base al color de mi piel. Dejad de pedirme que proyecte estereotipos y suposiciones sobre otros en base a su color de piel”.

Smith College respondió al vídeo de Shaw igual que lo haría, con Kindsvatter, la Universidad de Vermont: diciendo que Shaw no representaba a la universidad y prometiendo a sus estudiantes de color que haría todo lo posible para mantenerlos seguros. Como Kindsvatter, Shaw se declara progresista de siempre. Como aquel, dice que tiene la simpatía de varios compañeros de trabajo, pero que ninguno se atreve a expresarlo en público. Al vídeo siguió un pesado tira y afloja con la administración; Jodi Shaw acabó dejando su empleo en febrero.

Las desventuras de Shaw y Kindsvatter no representan anécdotas sueltas, ni tampoco una dinámica racial de gente de color contra gente blanca. Tanto Vermont como Massachusetts están entre los estados más blancos de Estados Unidos: la mayoría de las prácticas expuestas en este artículo han sido ideadas y aplicadas por blancos, como blancos son ambos rectores y la mayoría de los profesores y personal de ambas instituciones. De la misma forma, numerosos intelectuales negros y veteranos de los derechos civiles han sido críticos con estas políticas y con esta ideología, que además suele considerarlos personas marginadas, débiles e indefensas ante todo tipo de abusos.

“La mayoría de la gente en todos los grupos raciales no es proclive a dejarse arrastrar por las teorías queer o racial”, afirma Helen Pluckrose, coautora del libro ‘Cynical Theories’ y fundadora de Counterweight, una asociación sin ánimo de lucro que asesora a quienes se están viendo discriminados por la teoría crítica racial, tanto dentro como fuera de las universidades. “En este momento, estoy en la ridícula situación de asesorar a un hombre negro musulmán que no entiende muy bien de qué va la teoría y al que se le están dando respuestas equivocadas acerca de lo que creen los musulmanes negros”.

Pluckrose, académica británica especializada en la Alta Edad Media y la conformación de las religiones modernas, lleva unos años estudiando el movimiento de la justicia social: un fenómeno en el que identifica los rasgos del fervor religioso. Elementos como “el tribalismo y el pensamiento mágico” o “la necesidad de una lucha entre las fuerzas del bien y del mal”, dice Pluckrose. “Las necesidades sociales y psicológicas que satisface la teoría han sido antes satisfechas por la religión”.

Counterweight y otros grupos similares alertan de lo extendidas que están, más allá de los casos que afloran en la prensa o en las redes, y que suelen limitarse a personas famosas, las persecuciones identitarias. Por cada periodista caído en desgracia por un tuit de hace más de 10 años, o por cada actriz que realizó una torpe comparación con el nazismo y perdió su empleo, habría una red de ciudadanos desconocidos en situaciones parecidas: presos de un entorno repentinamente moralizado, que se puede volver contra ellos en un chasquido.

Solo Counterweight recibe diariamente una media de 30 o 40 peticiones de ayuda por parte de personas que están siendo obligadas a aceptar, en su universidad o lugar de trabajo, una ideología racial con la que no están de acuerdo. El 70% de estas quejas viene de Estados Unidos. Tres de cada cuatro, del mundo empresarial. “Realmente, nuestra prioridad son los empleados, y particularmente las personas que no tienen las habilidades para defenderse ante los argumentos de la teoría”, dice Pluckrose. “Tenemos a gente de los servicios de emergencia, ingenierios, bibliotecarios… Personas de todas las facetas de la vida”.

Counterweight, igual que Foundation Against Intolerance and Racism, Academic Freedom Alliance, Princetonians for Free Speech o Parents Defending Education, se creó tras los sucesos del verano pasado. El asesinato de George Floyd a manos del policía Derek Chauvin desató la mayor ola de protestas en EEUU desde los años sesenta; una denuncia de la desproporción de afroamericanos que terminan muertos en similares circunstancias o en prisión, además de muchos otros signos de desigualdad entre grupos sociales. Los partidarios de la doctrina ‘woke’, graduados en estas universidades, habrían aprovechado la indignación para promover su agenda por los cuatro rincones de Estados Unidos.

Diez días después de la muerte de Floyd, Robin DiAngelo impartió una conferencia ante 184 congresistas demócratas. “A todos los blancos que estáis escuchando ahora mismo, creyendo que no me estoy dirigiendo a vosotros”, declaró, “os estoy mirando directamente a los ojos y diciendo: eres tú”. La presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, ejerció de maestra de ceremonias.

DiAngelo no tenía tiempo de atender las innumerables peticiones que se acumulaban en su buzón. Google, Amazon, Facebook, Microsoft, Netflix, American Express, Nike, Under Armour, Goldman Sachs o CVS fueron algunas de las empresas que solicitaron su ayuda para entender mejor el racismo. DiAngelo y Kendi parlamentaban diariamente en los grandes canales de televisión y sus libros eran propulsados a la cumbre de los más vendidos, hasta el punto de que las editoriales tuvieron dificultades en abastecer la demanda de tantos lectores interesados.

El buzón de Helen Pluckrose también se llenó de mensajes. Pero, en su caso, se trataba de personas agobiadas por los talleres antirracistas que sus empresas, colegios o fundaciones les hacían cursar. Una práctica común en estos talleres, según los testimonios recopilados por Pluckrose, es pedir a los blancos que escriban largas redacciones sobre los actos de racismo que habían infligido durante sus vidas; a los negros, por el contrario, redacciones sobre los crímenes de los que se supone que habían sido víctimas. Los talleres que imparte la propia DiAngelo están entre los más agresivos, e incluyen interrogatorios y confesiones públicas que suelen acabar en lágrimas. Con algunas diferencias: a los negros se les permite llorar frente a los asistentes. A los blancos se les pide que, sin van a llorar, salgan de la sala.

Adam Steinbaugh, abogado de la Fundación para los Derechos Individuales en la Educación (FIRE, por sus siglas en inglés), encargada de defender la libertad de expresión en el campus, dice que el verano pasado fue inusual. “El verano suele ser un periodo tranquilo para nosotros”, dice Steinbaugh a El Confidencial. “Pero el de 2020 fue diferente. Nuestra carga de casos se disparó”. El letrado cree que los efectos psicológicos del confinamiento tuvieron algo que ver, y el hecho de que mucha gente pasara el tiempo en casa, enfadándose en las redes sociales.

Steinbaugh reconoce que siempre es difícil medir la evolución de la libertad de expresión en las universidades. Actualmente, convivirían dos tendencias: algunos campus tratan de reforzar activamente el derecho de alumnos y profesores a hablar sin ser víctimas del acoso o de la censura. Otros, sin embargo, ven crecer el número de incidentes relacionados con profesores a los que se les presiona para que cambien “el contenido o punto de vista de sus enseñanzas”, lo cual puede ser parte del debate crítico, o síntoma de que algo no va bien. “Hemos visto más objeciones al discurso que es crítico con la gente blanca, o la blancura, o la teoría crítica racial”, asegura.

“Está muy, muy extendido”, dice Jodi Shaw, convertida en una referencia de las campañas contra el ‘wokism’, pese a que, de los canales nacionales, solo la entrevistó Fox News. “Estoy inundada de ‘e-mails’ de personas que se sienten aisladas, que no tienen con quién hablar o que han perdido el empleo. Sucede con todo el mundo, con trabajadores, con padres de alumnos. Y no se atreven a hablar entre ellos por miedo a sufrir represalias. Me pasaba en Smith. Hablé con muchas personas que se sentían de manera parecida a como me sentía yo, pero que nunca hablaban entre ellas”.

Otra organización, CriticalRace.org, creada por Legal Insurrection Foundation, ha diseñado un mapa de Estados Unidos en el que se pueden seguir todas las iniciativas de la teoría crítica racial que se emprenden en las universidades americanas. Una base de datos que, según su responsable, William Jacobsen, profesor de la Universidad de Cornell, sirve como guía para todos aquellos estudiantes o padres de estudiantes que quieran saber qué centros han tomado el rumbo ‘woke’. Jacobsen dice que el mapa no es una lista negra, y que una cosa es enseñar esta teoría, lo cual entra dentro de la libertad de expresión y de cátedra, y otra forzar a los profesores, empleados y estudiantes a adoptarla, so pena de ser acusados de racistas.

Pero quizá no haga falta visitar estos enlaces o ponerse en contacto con estos grupos. La densa huella de la doctrina ‘woke’ se palpa en los principales medios de comunicación, y en los recovecos del día a día en Estados Unidos. En cada conversación con un amigo médico, profesor, cantante, periodista, empleado del sector de la moda o gerente de un restaurante, la conclusión es similar: en todos los sectores se transita una línea muy fina, aquella que divide la noble preocupación por la desigualdad y el racismo, de la ciega devoción a un dogma identitario.

 

Los orígenes del gran despertar. Poder, neolengua y culto al agravio

La gran ventaja del movimiento ‘woke’ es que resulta contraintuitivo. A primera vista, parece una continuación de las marchas por los derechos civiles. El imaginario es el mismo: las manifestaciones y los carteles vibrantes, la celebración de la diversidad y la cruzada por un mundo más justo. Es como si hubiera recogido el testigo de Martin Luther King, que a su vez lo había heredado de los abolicionistas, y le hubiera dado un sabor más dinámico, más contemporáneo. El “arco moral de la historia” avanza imparable y ninguna persona decente querría estar del lado contrario.

Esta percepción es muy común y muy comprensible. El racismo es real, como lo son las agresivas desigualdades sistémicas de Estados Unidos, y la energía del movimiento que lucha contra estas fuerzas, hoy, está en la izquierda identitaria. Es ‘woke’. Hasta el punto de que sus tropas se han extendido a Hollywood, los medios de comunicación y hasta las grandes corporaciones: volcadas en brazos de casi todas las consignas que salen de Black Lives Matter. ¿Problemas? Claro. También el Dr. King y los suyos cometieron algunas tropelías, cayeron en algún exceso de celo. Pero quizás ahora mismo este clima de tensión nos acabe llevando, en el medio plazo, a una sociedad más justa y equilibrada.

A medida que pasa el tiempo, sin embargo, una parte de la propia izquierda ve cómo crece el lado negativo de la balanza ‘woke’: sus vertientes radicales se generalizan, las cazas de brujas son cada vez más draconianas, hay extraños rituales colectivos y una cambiante neolengua que solo entiende una pequeña casta difusa, erigida en portavoz de los oprimidos. Lo que parecía un movimiento civil adquiere, en su versión más dura, los contornos de una secta; un culto a la indignación y a la diferencia que nada tiene que ver con el activismo tradicional, o que parece, incluso, su perfecto reverso.

Por ejemplo: numerosos colegios de Estados Unidos están poniendo en práctica los llamados “grupos de afinidad racial”. Es decir, celebran sesiones en las que separan a los niños por razas: los blancos con los blancos y los de color con los de color, con la idea de “empoderarlos” y “desarrollar su identidad” para que puedan enfrentarse a una vida plagada de opresiones. Así, a los niños blancos se les enseña a vigilar su racismo; a los niños de color, a vigilar el racismo de los niños blancos.

Sé que en España, donde decir “conversos y conversas” en un libro de texto causa revuelo, esto puede ser difícil de creer. Pero si algo bueno tienen los activistas ‘woke’ es que están tan convencidos de tener razón que son muy transparentes en sus prácticas. Lo documentan todo ellos mismos. “Las investigaciones demuestran que los niños, a la edad de tres años, están activamente involucrados en entender su mundo”, dice la guía de preguntas y respuestas sobre los “grupos de afinidad racial” que se aplican en la escuela pública Beverly Cleary, en Portland. “Es importante apoyar a los niños para que adquieran conciencia de las diferencias mutuas y conectarlos positivamente con su propia identidad. Los niños son empoderados para afrontar y desafiar el prejuicio y la ignorancia con las herramientas y experiencias que les damos”. Esto está pasando en escuelas de Oregón, Nueva York o Illinois.

Por eso, como veremos en el siguiente capítulo, dedicado a las escuelas e institutos, esta ideología está alarmando especialmente a los padres de niños birraciales. Consideran que ellos tiraron barreras al formar una familia; unas barreras que este adoctrinamiento está volviendo a levantar. El ‘wokeism’ radical no estaría completando el trabajo de Martin Luther King. Lo estaría deshaciendo.

Entonces, ¿por qué “grupos de afinidad racial”? ¿Qué conjunto de ideas puede estar detrás de la segregación y otras iniciativas? En este capítulo estudiaremos el origen de la ideología ‘woke’, las razones por las que parece tratarse de un culto y los motivos por los que ha cuajado en este particular momento de la historia.

El ‘wokeism’ es, en resumen, posmodernismo aplicado; de ahí su carácter abstruso, deslavazado y lleno de contrasentidos. Como el propio posmodernismo. Esta corriente filosófica, nacida en Francia en los años 60, se considera la reacción teórica a una serie de cambios trascendentales: las guerras mundiales habían quebrado el mito del progreso perpetuo de Occidente; el marxismo había perdido su brillo; el tercer mundo se emancipaba y surgían países y puntos de vista nuevos; la tecnología transformaba la vida diaria, etc. Muchas certezas reventaron en pedacitos. Ya nada era sólido, ni auténtico, y filósofos como Jacques Derrida, Jean-François Lyotard o Michel Foucault se pusieron a deconstruir esta realidad frustrante. Toda la realidad: lenguaje, historia, literatura, instituciones. Disputaron y dieron la vuelta a todo, en un perpetuo juego de imaginación y pesimismo. Cuestionaban las raíces mismas de la Edad Moderna. De ahí su etiqueta de filósofos ‘posmodernos’.

Praxis revolucionaria

Esta fase “altamente deconstructiva” del posmodernismo, como dicen Helen Pluckrose y James Lindsay en su libro ‘Cynical Theories’, se apagó en los años 80. Pero algunas de sus ideas sobrevivieron. Se mezclaron con la escuela crítica de los neomarxistas, de donde sacaron más concreción y una finalidad política, y han ido ganando fuerza en distintas disciplinas académicas relacionadas con el género, la raza o la descolonización. En la última década estas ideas han dado el salto de los departamentos universitarios al mundo real. Han desarrollado una “praxis revolucionaria”. Con estos conceptos:

Uno. El testimonio de la persona considerada oprimida es sagrado e incuestionable.

Según Lindsay y Pluckrose, el constante ejercicio posmoderno del escepticismo hizo que “la frontera entre lo que es objetivamente verdadero y lo que es subjetivamente experimentado dejase de ser aceptada”. Por eso el ‘wokeism’ rechaza la existencia de una gran verdad objetiva y le rinde obediencia, por el contrario, a la “experiencia vivida”. El testimonio personal es igual o más válido que cualquier esforzado razonamiento empírico. Un talismán impermeable a la duda.

El pensador que dio a la subjetividad una aplicación práctica fue Derrick Bell, primer profesor titular afroamericano de la Universidad de Harvard. Bell adoptó la subjetividad y la experiencia personal como elementos clave para entender la relación entre los sistemas legales y las minorías. Un negro, decía, no podía ser juzgado por los mismos parámetros legales que un blanco, pues su experiencia era distinta. Bell cuestionó los conceptos de racionalidad y neutralidad jurídica, y movió el centro de gravedad de su teoría al subjetivismo.

La idea de Bell, esbozada en los años 70, echó a volar y acabó conformando uno de los mantras identitarios más poderosos: el convencimiento de que la autenticidad, el valor, el oro, está en lo padecido. Como apunta el historiador Mark Lilla en ‘El regreso liberal’, cada vez es más común empezar una alocución de esta forma: “Como mujer soltera…” o “Como hombre asiático…”. Una manera, según Lilla, de arrogarse una posición privilegiada y levantar una barrera contra posibles críticas.

 

Dos. Tu identidad racial, sexual o de género definirá el 100% de tu existencia.

Viniendo del punto anterior, ¿qué pasaría si nos encontrásemos con dos testimonios personales mutuamente excluyentes? ¿A quién creeríamos? La profesora Kimberlé Crenshaw solucionó este problema en 1989, cuando acuñó el concepto de ‘interseccionalidad’. Esta idea explica cómo las características dadas de la raza, el género o la orientación sexual se solapan entre sí para crear una jerarquía de la opresión. Así, una mujer negra lesbiana estaría más oprimida que una mujer negra, a su vez más oprimida que una mujer blanca, a su vez más oprimida que un hombre. Algo que te ha dado el azar, como la pigmentación cutánea, tiene una importancia mucho mayor que, por ejemplo, la riqueza, el carácter o el trabajo duro.

Cuando la poeta Amanda Gorman decidió que sus poemas tenían que ser traducidos por mujeres jóvenes, activistas y, a ser posible, negras, la idea subyacente era esa: la interseccionalidad. Estas características predominaron sobre la experiencia o el talento de los traductores, y algunos perdieron su encargo.

 

Tres. La opresión es como el aire: está en todas partes.

Otro de los conceptos posmodernos que más han influido en el movimiento ‘woke’ es el de las “epistemes”, desarrollado por Michel Foucault. El pensador decía que no hay conocimiento objetivo, sino solo epistemes: sistemas de conocimiento creados por grupos concretos para defender su poder. Para el ‘wokeism’, la episteme actual, la Ilustración, el movimiento filosófico de los siglos XVII y XVIII sobre el que se fundamenta Occidente, con sus valores de libertad individual, secularismo o fe en el método científico, solo sería un artificio del hombre blanco hetero occidental: un vasto y sutil régimen autoritario. El solo hecho de vivir en los términos de esta episteme, con sus ideas y su lenguaje, resultaría opresivo para quienes no son hombres blancos heteros.

 

Cuatro. “El lenguaje es violencia”.

Dado que el conocimiento es opresivo, los ‘woke’ están obsesionados con las palabras. Las palabras son armas: instrumentos afilados que un grupo ha creado para mantener su dominio. De ahí, por ejemplo, que el ‘wokeism’ de género, prevalente en España, rechace el uso del masculino por defecto para designar el plural, y prefiera llegar al mayor grado posible de concreción, como: “niños, niñas y niñes”. Sería una manera de cuestionar la supuesta episteme creado por el “heteropatriarcado”. Aquí está la explicación de las “microagresiones”, de la corrección política y de uno de los mantras del ‘wokeism’, ‘Language is violence’. ‘El lenguaje es violencia’. Lo cual aporta la coartada para escraches y cancelaciones.

Estas premisas contextualizan las decisiones de segregar a los alumnos, o la declaración de que las matemáticas, la meritocracia o la puntualidad son racistas, o de que la familia nuclear es un constructo del hombre blanco occidental y que una alternativa sería vivir en formato ‘pueblo’, como se enseña a los niños en el distrito escolar público de Buffalo. Se trata de hacer la revolución, y esta solo se hace atacando la raíz, a los mismísimos pilares de una sociedad. Desmontándolo todo para volverlo a montar desde cero. Una nueva episteme.

He aquí la diferencia fundamental entre el movimiento de los derechos civiles y la vertiente radical del movimiento ‘woke’. El primero actuaba dentro de la democracia liberal: quería perfeccionarla. Extender sus derechos y libertades a las mujeres y a las minorías, como se hizo sucesivamente a lo largo del siglo XX y se trata de hacer todavía. El segundo, en cambio, considera que la democracia liberal está podrida de raíz. No quiere mejorar ni ampliar sus valores; quiere destruirlos y construir otros nuevos. Pero hay un quinto punto en la filosofía de los identitarios radicales.

 

Cinco. Nada de lo anterior, en realidad, tiene sentido.

En la elaboración de estos puntos ya hay algunas contradicciones. El testimonio personal es sagrado, pero a las personas se nos encierra en categorías raciales totalmente rígidas. Nuestra individualidad es sagrada solo cuando encaja en estos estereotipos preconcebidos. Si un intelectual afroamericano como Glenn Loury o Coleman Hughes rechaza estas ideas y denuncia paternalismo en ellas, por ejemplo, es automáticamente excluido y tachado de “negro que se odia a sí mismo”.

El profesor de Lingüística de la Universidad de Columbia John McWhorter, progresista afroamericano que se ha echado sobre los hombros la tarea de derribar lo que él llama el ‘neorracismo’, dice que estas interminables contradicciones hacen del ‘wokeism’ una religión. Es algo en lo que solo se puede tener fe, porque no tiene sentido. Aquí van cinco tautologías de las 10 que presenta McWhorter:

“Apoya que la gente negra cree sus propios espacios y mantente fuera de ellos. Pero busca amigos negros. Si no lo haces, eres un racista”.

“Debes de esforzarte eternamente en entender las experiencias de los negros. Pero jamás podrás entender lo que es ser negro, y si crees que lo entiendes, eres un racista”.

“Cuando los blancos se van de vecindarios negros, es huida blanca. Pero cuando los blancos se mudan a vecindarios negros, es gentrificación”.

“Si eres blanco y solo sales con gente blanca, eres un racista. Pero si eres blanco y sales con una persona negra, estás, aunque sea interiormente, exotizándola como un ‘otro”.

“Los negros no pueden ser hechos responsables de todo lo que hace cualquier persona negra. Pero todos los blancos deben de reconocer su complicidad personal en la perfidia de la historia de la ‘blancura”.

Es posible que esta madeja de contradicciones se deba a que el identitarismo no nace del mundo real, sino de los monocultivos universitarios. Son ideas levantadas sobre ideas levantadas sobre ideas que ya originalmente eran complejas y provocadoras: un intento de epatar a la burguesía parisina de los años 60.

Para probar precisamente este punto, que la teoría crítica racial o sexual o de género solo es un montón de aire caliente, tres académicos pergeñaron el siguiente ardid: escribieron 20 trabajos universitarios absolutamente delirantes y absurdos, pero envueltos en las más genuinas obsesiones identitarias, con su neolengua y su odio feroz a los enemigos de la humanidad: la blancura y el patriarcado.

El profesor de Filosofía Peter Boghossian, el doctor en Matemáticas James Lindsay y la investigadora Helen Pluckrose escribieron estos trabajos en 10 meses y los presentaron a las más prestigiosas revistas académicas de la teoría crítica. En uno de ellos, titulado ‘Entrando por la puerta de atrás: retando la homohisteria, la transhisteria y la transfobia del hombre hetero a través del uso receptivo de juguetes sexuales penetrantes’, los autores aducían que un hombre hetero podía ser curado de sus prejuicios introduciéndose objetos cada vez más grandes en el ano. El documento fue escrito, en parte, con pasajes de Mein Kampf en lenguaje feminista. Fue un éxito. Fue aceptado, revisado, aprobado y publicado (luego, cuando los autores anunciaron su broma al mundo), retractado.

Pero el trabajo que realmente triunfó se titulaba ‘Reacciones humanas a la cultura de la violación y la performatividad ‘queer’ en los parques urbanos de perros en Portland, Oregón’. La supuesta autora, Helen Wilson, había pasado más de 1.000 horas observando cómo fornicaban los perros de Portland, examinando sus genitales y estudiando las reacciones de sus dueños, que, cuando un perro montaba a una perra, lo permitían. Pero no cuando un perro montaba a otro perro. Un signo inequívoco de su machismo. El trabajo sugería tratar como perros a los hombres, correa al cuello incluida, para curar su toxicidad. A los editores de ‘A Journal of Feminist Geography’ les encantó. El ‘paper’ no solo superó el proceso de revisión académica, sino que además recibió un premio.

Los falsos autores no esperaban que, de sus 20 trabajos, cuatro llegaran a publicarse, tres estuvieran en proceso de hacerlo y otros cuatro hubieran sido considerados. El destape de la broma dolió mucho en el mundo ‘woke’, y a Boghossian le abrieron un expediente por “mala conducta” en la Universidad Estatal de Portland, donde daba clases.

“Algo va mal en la universidad, especialmente en ciertos campos dentro de las humanidades”, escribieron los tres autores al revelar el tinglado. “Los estudios que están menos basados en encontrar la verdad y más en atender a los agravios sociales se han establecido firmemente, o se han vuelto completamente dominantes, dentro de estos campos”. Pluckrose, Lindsay y Boghossian aclaran que no todas las investigaciones y métodos que se utilizan en estas disciplinas, los estudios raciales, sexuales o de género, están en la vertiente extremista y pseudocientífica de la teoría crítica, que es adonde iba dirigido específicamente su troleo.

Profesores hostigados por la teoría crítica, como Aaron Kindsvatter, sugieren que su vaguedad es intencional. Al identitarismo le interesaría estar cimentado sobre arenas movedizas, envuelto en una jerga escolástica y preñado de tautologías y contradicciones. Sería un territorio traicionero que facilita las inquisiciones diarias; nadie está nunca en terreno seguro. Cualquier persona es susceptible de caer en desgracia, lo cual preserva el poder de la turba y de sus ideólogos.

Hace unas tres décadas que estas ideas circulan por las universidades estadounidenses, sobre todo las más elitistas, en los estados demócratas. Phillip Roth ya describió en su novela ‘La mancha humana’, del año 2000, una caza de brujas en un campus neoyorquino, donde se acusa a un profesor de racista por un banal malentendido. El legendario ensayista Harold Bloom, de la Universidad de Yale, echaba pestes de lo que él llamaba la “escuela del resentimiento”, obsesionada con derribar el canon europeo por la identidad racial de sus autores.

Estas universidades eran ya monocultivos endogámicos donde resultaba difícil encontrar una opinión discordante. Según los datos del Higher Education Research Institute, en 2014 había seis profesores de izquierdas por cada profesor conservador en los campus de EEUU. Si miramos a las humanidades la asimetría era mucho mayor, y en las exclusivas universidades de Nueva Inglaterra, donde se tienden a concentrar estos problemas, la proporción llega a ser de 28 docentes progresistas por cada docente conservador. La manera de pensar de aproximadamente la mitad de la población de EEUU ha desaparecido de estos campus; se ha extinguido.

Pero el cuadro, así, no está completo. Algo pasó para que estas ideas acabasen trasladándose al mundo real: a las oficinas de las empresas, las redacciones de los periódicos y los consejos de las fundaciones, dando pie a una nueva y poderosa narrativa cultural en la izquierda. Al cuadro le falta un ejército. Unos creyentes.

Uno de los primeros en captar que algo no andaba como debería fue Greg Lukianoff, abogado y presidente de FIRE (Fundación para los Derechos Individuales en Educación). Lukianoff observó que, desde 2014, los ataques a la libertad de expresión en las universidades estadounidenses se habían disparado. Proliferaban las desinvitaciones, los escraches y varios métodos de censura y presión a las rectorías. Lukianoff vio también que los estudiantes se habían vuelto de cristal. El contenido de algunos libros, como ‘El gran Gatsby’ o ‘Matar a un ruiseñor’, los afectaba profundamente; en ellos aparecían palabras y escenas aparentemente traumáticas, hasta el punto de que los profesores ponían avisos de sensibilidad en ellos.

Tercera observación de Lukianoff: los servicios de ayuda psicológica de las universidades no daban abasto. Cualquier incidente, imagen, comentario o pregunta sospechosa era una “microagresión” y acababa con una visita al terapeuta del campus. Lukianoff, además, había sido depresivo, y percibía en muchos alumnos tendencias propias de la depresión: lo veían todo en blanco y negro, eran tremendistas y querían que el mundo se adaptase a sus caprichos.

Greg Lukianoff y un profesor de Psicología Política de Yale, Jonathan Haidt, unieron fuerzas para entender lo que estaba pasando. Su libro, ‘The Coddling of the American Mind’ (‘El consentimiento de la mente americana’), identifica algunos motivos por los que la Generación Z, nacida después de 1995, habría desarrollado unos rasgos psicológicos bastante diferenciados con respecto a las generaciones anteriores.

Una de las razones es lo que ellos llaman la “crianza paranoica” desarrollada en los años 90. A raíz de dos famosos casos de secuestro, la televisión desarrolló todo un género de crónica negra, las fotos de los niños perdidos empezaron a pegarse en las paredes y cartones de leche, y la paternidad ya no volvió a ser lo mismo. El mundo de jugar hasta el anochecer sin supervisión adulta, ensayando los peligros y ventajas de una futura vida independiente, pasó a la historia. Una burbuja protectora cubrió las infancias de la Generación Z.

Se trata, además, de la primera generación nacida con internet. Cuando tenían uso de razón, los Z ya aprendían, jugaban y hasta socializaban por el ordenador. Cuando alcanzaron la adolescencia, el iPhone se había convertido en parte de nuestras vidas. Sus identidades se desarrollaron en un ecosistema diferente: con avatares, placeres instantáneos, comparaciones constantes y el poder de blindarse de aquello que no les gustaba, pero que quizás les hubiera servido para generar algunos callos.

Estos y otros factores pueden explicar, dicen Lukianoff y Haidt, por qué esta generación sufre muchos más problemas psicológicos que cualquiera de las anteriores. Entre 2005 y 2017, la proporción de jóvenes de entre 12 y 17 años que sufrió un “gran episodio depresivo en el último año” subió un 50%, hasta el 13,2% de los encuestados. Los casos de suicidio adolescente también se dispararon.

Además, las universidades a las que entraron en 2013 también habían cambiado. No solo eran monolitos progresistas, sino que, además, se parecían más que nunca a una empresa. Tenían que tener al cliente (el estudiante) contento: cómodo, querido, protegido y hasta obedecido. Una matrícula anual en EEUU puede costar hasta 75.000 dólares. Y los campus se pelean por ofrecer el mayor confort posible.

Aquí se habría producido la magia, el conjuro: la coincidencia en el tiempo de una ideología centrada en la identidad, el agravio y la terrible y constante opresión a la que nos somete el sistema, y una generación preparada para hacer suyos estos presupuestos: que de alguna forma son la vívida imagen del internet con el que crecieron. Un espacio posmoderno de pequeñas subjetividades, donde construir y deconstruir es posible, y donde los relatos más delirantes son el pan de cada día.

“Ocurre algo curioso cuando tomas a seres humanos jóvenes, cuyas mentes han evolucionado para la guerra tribal y una forma de pensar de nosotros/ellos, y llenas esas mentes de dimensiones binarias”, dijo Jonathan Haidt durante una conferencia. “Les dices que un lado de cada binario es bueno y el otro es malo. Enciendes sus antiguos circuitos tribales, preparándoles para la batalla. Muchos estudiantes encuentran esto excitante; los inunda de una sensación de significado y propósito”.

Desde 2018, estas remesas de graduados se suman al mercado laboral, llevando sus reivindicaciones y métodos al tejido institucional de Estados Unidos; doblando un brazo a los consejeros delegados, a los editores, a los alcaldes. Y desembarcando, también, a las escuelas primarias.

 

Vuelve la segregación racial a las escuelas de EEUU

Historias que reflejaban, sobre todo desde el asesinato de George Floyd hace un año, una toma de control ideológica en numerosos colegios e institutos norteamericanos

“Hay un policía asesino sentado en cada escuela donde aprenden los niños blancos (…). A los niños blancos se les deja sin supervisión y tranquilos en sus escuelas, casas y comunidades para que se unan, refuercen y protejan sistemas que arrebatan la vida negra. (…). Estoy harta de que los blancos se regodeen en su depravación autorizada por el Estado (…). ¿Dónde está la urgencia para reformar las escuelas donde se adoctrina a los niños blancos en la muerte negra y se les protege de las consecuencias? (…). Id a reformar a los niños blancos. Porque ahí está el problema: en los niños blancos que son criados desde la infancia para violar cuerpos negros sin remordimientos ni rendición de cuentas. Ese policía no aprendió a quitarle la vida a George Floyd en su entrenamiento policial o en el trabajo. Pasó toda su vida preparándose para ese momento, con sus padres y su familia, profesores, entrenadores, vecindarios e iglesias”.

Este artículo, escrito el pasado junio por Nahliah Webber, directora ejecutiva de Orleans Public Education Network, circuló entre los padres y profesores de la escuela Collegiate School, en el Upper West Side de Manhattan. La propia escuela los animó a leerlo, dos veces. La segunda vez, la madre de dos alumnos, Megyn Kelly, decidió quitar a sus hijos del centro.

Conocemos el testimonio de Kelly porque es una mujer rica, famosa, acostumbrada a la polémica y dueña de una empresa mediática. Hasta 2017 fue presentadora del canal conservador Fox News y hoy tiene su pódcast, donde explicó las razones por las que había quitado a sus hijos de Collegiate School. El artículo en cuestión, como le contó después a Bill Maher, solo fue la gota que colmó el vaso.

Lo de Kelly pareció una simple anécdota, bosquejada rápidamente en la superficie de la opinión pública. Otra nota al pie de la famosa “guerra cultural”. ¿O es que nos tenemos que creer ahora que las escuelas de Estados Unidos se han convertido en madrasas de la izquierda identitaria?

Pero las personas que desde hace años monitorean la libertad de expresión en las universidades, y que conocen bien el mundo de la docencia, llevaban tiempo recibiendo testimonios de padres y profesores preocupados. Historias que reflejaban, sobre todo desde el asesinato de George Floyd hace un año, una toma de control ideológica en numerosos colegios e institutos norteamericanos.

“Un profesor de escuela puede requerir que un niño blanco de 12 años confiese su privilegio blanco, o su privilegio de hombre blanco”, dice a El Confidencial Erika Sanzi, directora de relaciones de Parents Defending Education, una asociación sin ánimo de lucro que trata de limitar el adoctrinamiento en las escuelas. “Ha habido muchos ejemplos de estas cosas, que tienen distintos nombres. Los llaman ‘matrices de opresión’, o ‘mesas de privilegio’, o ‘jerarquía de privilegio’, y ensalzan las características inmutables: la raza, el género, la orientación sexual y si eres o no transgénero. Lo que hacen es enseñar a los niños quiénes son los opresores y quiénes los oprimidos”.

Parents Defending Education (PDE) no tiene ni un mes de historia. Fue fundada el pasado 30 de marzo por Nicole Neily, a la sazón presidenta de Speech First, un grupo que protege la libertad de expresión en las universidades de EEUU. Speech First se dio cuenta de que las corrientes autoritarias que dominaban algunos campus se habían extendido, también, a escuelas e institutos de varios estados. El día en que se fundó, sin ni siquiera haberse anunciado todavía en los medios de comunicación, PDE empezó a recibir mensajes de padres y profesores alarmados por la imposición, en las escuelas, de la ortodoxia racial.

 

Activismo político en las clases

“Siempre hemos sabido que el sector de la educación tiende a la izquierda. Es algo establecido, todo el mundo lo sabe, no es tan importante. Pero ahora ha cambiado hasta el punto de que hay activismo político en las clases, donde a los estudiantes se les pide que sean lobistas”, dice Erika Sanzi. “Sus deberes consisten en escribir cartas y hacer llamadas telefónicas a los legisladores en contra de determinada propuesta de ley. También conozco un caso en el que se pidió a los estudiantes de quinto curso [10 años de edad] que escribiesen cartas a sus congresistas pidiéndoles que cancelasen el Día de Colón y lo cambiasen por el Día de los Pueblos Indígenas”.

Sanzi aclara que cambiar el Día de Colón o discutir una ley no es algo malo en sí mismo; lo malo es obligar a menores, muchos de los cuales todavía creen en Papá Noel, a que se conviertan en activistas. O pedirles que confiesen en clase su orientación sexual para que el profesor sepa si hay que ponerlos en el grupo de los opresores o en el de los oprimidos. Porque de ello depende, además, su evaluación.

Antes de seguir, otras aclaraciones: criticar programas que se autodenominan “antirracistas” no implica negar la existencia del racismo, como tampoco implica rechazar en bloque todas las iniciativas que se dicen a favor de una mayor diversidad e inclusividad, sino solo aquellas que pueden estar quebrantando la Ley de los Derechos Civiles de 1964. La propia PDE sugiere una lista de organizaciones que trabajan por la diversidad sin incurrir por ello en la segregación o el hostigamiento racial a los niños. El adoctrinamiento no se da, ni mucho menos, en todas las escuelas e institutos del país, pero sí en los suficientes como para distinguir un patrón nacional claro y en expansión.

Solo en Manhattan hay varios conflictos abiertos. Paul Rossi, profesor de Matemáticas de Grace Church School, una escuela e instituto del East Village cuya matrícula cuesta 54.000 dólares al año, tiró de la manta el 13 de abril con un texto en el que denunciaba el “impacto dañino” que la teoría crítica racial estaba teniendo en los alumnos del centro. “Mi escuela, como muchas otras, induce a los estudiantes, a través de la humillación y la sofisitería, a identificarse primariamente con sus razas antes de que sus identidades individuales estén completamente formadas”, escribe Rossi en el blog de la periodista Bari Weiss. “Todo esto se hace en el nombre de la ‘equidad’, pero es lo opuesto a justo. En realidad, todo esto refuerza los peores impulsos que tenemos como seres humanos: nuestra tendencia al tribalismo y al sectarismo que una educación realmente progresista quiere trascender”.

 

“Acoso” a los alumnos

Paul Rossi cuenta que, durante una reunión segregada de Zoom, en la que solo podía haber profesores y alumnos de raza blanca, decidió preguntar a los presentes qué pensaban de encasillar a las personas con base en su raza. “Parece que mis preguntas rompieron el hielo”, dice Rossi. “Estudiantes e incluso unos pocos profesores ofrecieron un amplio abanico de preguntas y observaciones. Muchos estudiantes dijeron que el debate fue más sustancial y productivo de lo que esperaban”.

La alegría de Rossi duró poco. Sus preguntas fueron filtradas a la dirección, que lo reprendió por “dañar” a los estudiantes, dado que estas eran cuestiones de “vida y muerte”, y le recordó que su deber, como profesor, era “servir el bien mayor y la verdad más alta”. El jefe de estudios de Grace le dijo a Rossi que sus declaraciones durante la reunión de Zoom podrían constituir un caso de “acoso” a los alumnos.

Pero no valía con amonestarlo en privado. Según Rossi, “el director de la escuela mandó a todos los consejeros del instituto que leyesen en alto una reprimenda pública de mi conducta a cada uno de los estudiantes de la escuela. Fue una experiencia surrealista, caminar yo solo por los pasillos y escuchar las palabras que llegaban desde cada aula”. Días después de publicar el texto, Rossi fue relevado de sus labores de profesor para el resto del año. El director de Grace Church, George P. Davison, recomendó a Rossi que se quedase en casa por “motivos de seguridad”.

Grace Church es un caso precoz de ortodoxia racial. “En 2014 asistí a un seminario obligatorio de teoría crítica racial titulado ‘Deshaciendo el racismo”, dice Paul Rossi a El Confidencial. “Era un seminario de tres días, todo el día, muy de extrema izquierda, explícitamente racializado, en el que la identidad blanca era resaltada y la blancura tratada como una propiedad de la sociedad”.

Un año después, la dirección de Grace acudió a un retiro organizado por Carle Institute, un grupo especializado, según su página web, en “educar” a los docentes blancos en “el desarrollo de su identidad blanca” para poder dar clase a estudiantes de color. A la vuelta del retiro, Grace Church anunció que se convertiría en una “escuela antirracista”. La decisión se tomó sin debate alguno, dice Rossi, y en parte por razones prácticas. “Dado que las universidades ya eran muy ‘woke’, queríamos crear estudiantes que fuesen vendibles a esas universidades”.

Ese fue el principio de la pesadilla que ha terminado con Rossi en un “limbo”, apartado de sus quehaceres e incluso amenazado. “Empezamos a tener más y más programas antirracistas en los cursos, e incluso fuera de las clases”, recuerda. “Se crearon ‘grupos de afinidad’, reuniones segregadas solo de blancos, o solo de BIPOC [neolengua ‘woke’ para personas ‘no blancas’], y todo se volvió más y más extremo”.

El profesor asegura que “la línea entre expresión y violencia se volvió más borrosa”, de manera que “el lenguaje del daño se usaba para silenciar a los estudiantes”. Por ejemplo: uno de los alumnos preguntó en clase “cómo se convierte un hombre en una mujer”. La pregunta, según Rossi, hizo que el profesor castigara al alumno después de clase “por hacer daño a la comunidad LGBT” y le hiciera una advertencia.

El caso de Grace Church forma parte de un patrón. Solo entre las escuelas de élite de Manhattan está el incidente de Dalton School, donde varios padres publicaron un manifiesto contra la imposición de la ortodoxia racial en las aulas; Riverdale School, donde, entre otras cosas, el vídeo de comienzo de temporada animaba a los niños a vigilarse unos a otros en busca de comportamientos sospechosos; Collegiate School, o Brearley School. Eso de los que han salido a la luz. En Manhattan.

 

Espacios seguro

Los programas DEI (Diversidad, Equidad e Inclusión) que se están practicando en escuelas e institutos de todo Estados Unidos no son idénticos entre sí; hay distintos matices y grados de aplicación. Pero sí podemos identificar algunos elementos comunes, presentes en colegios privados y públicos, desde Nueva York a California pasando por Illinois, Virginia o Nueva Jersey.

El primer paso, como decía Erika Sanzi, suele ser clasificar a los niños en base a sus características inmutables. Es habitual que se celebren sesiones o comidas segregadas por raza (los “grupos de afinidad racial”), como en la escuela pública Brearly School, en Oregón, o en la privada Brentwood, en California, que va más allá e invita a participar en sesiones segregadas a los alumnos, los padres y los profesores. El objetivo de la llamada Iniciativa de Equidad Racial de Excelencia Inclusiva es proporcionar “espacios seguros” (sin miembros de otras razas) para que cada grupo racial pueda compartir sus experiencias, “afirmar su identidad” y “construir comunidad”. Siempre coordinados por un miembro del comité DEI.

Otras veces la segregación es más sofisticada. En el área de Cupertino, en Silicon Valley, donde está la sede de Apple y la familia media gana 172.000 dólares anuales, la Meyerholz Elementary School enseña a sus alumnos (de cinco a nueve años) a “deconstruir sus identidades interseccionales”. Es decir, les da un “mapa de la identidad” donde se incluyen las diferentes razas, géneros, idiomas, religiones, estructuras familiares y grados de capacidad física, y se les pide a los niños que marquen las suyas con un círculo. Luego, en base a la intersección de estas características (por ejemplo: asiática, mujer, familia tradicional, cristiana, etc.), se les adjudica un puesto en la jerarquía de la opresión.

La palabra clave en estas prácticas es “deconstruir”. Como vimos en los dos capítulos anteriores, los radicales ‘woke’ en su vertiente racial consideran que todos los males sociales provienen de la “blancura”: la cultura de la raza blanca, que nos ha traído el colonialismo, la esclavitud, el capitalismo y el racismo, y que tiene su fundación en valores mucho más sutiles, como son el perfeccionismo, la meritocracia, la “adoración de la palabra escrita”, el “derecho al confort” y la objetividad. Así que la misión de una verdadera educación “antirracista” es desmantelar estos valores supremacistas blancos, y hacerlo de raíz: desde los dos años de edad. Antes de que el niño se haga mayor y sea un caso irreparable de opresión y toxicidad.

El pasado octubre la red de colegios del Distrito Escolar Unificado de San Diego, que reúne a 106.000 estudiantes, dejó de tener en cuenta, a la hora de poner nota, la media de los trabajos entregados durante el año, la impuntualidad y el comportamiento de los alumnos en clase. Penalizar por estas infracciones a los estudiantes de color, considerados víctimas de todo tipo de desventajas sistémicas, sería someterlos al yugo de la blancura. “Si realmente vamos a ser un distrito escolar antirracista, tenemos que enfrentarnos a prácticas como estas que existen desde hace años y años”, declaró Richard Barrera, vicepresidente del distrito. “Creo que esto refleja la realidad de lo que los estudiantes nos han descrito [‘experiencia vivida’] y es un cambio pendiente desde hace mucho tiempo”.

 

Cómo “desmantelar la supremacía blanca” en las mates

Pero estos solo son ajustes superficiales. Académicos de la Universidad de Claremont y las organizaciones UnboundEd y Quetzal Education Consulting presentaron una guía sobre cómo “desmantelar la supremacía blanca” en la enseñanza de matemáticas. Dado que la objetividad es un constructo blanco, en el documento se recomienda a los docentes que dejen de centrarse en que los alumnos alcancen la “respuesta correcta”. Dice el documento:

“Vemos que la cultura supremacista blanca en la clase de matemáticas se manifiesta cuando: el foco se pone en obtener la respuesta ‘correcta’, la práctica independiente se valora más que el trabajo en equipo o la colaboración” o “las estructuras de participación refuerzan las formas de ser dominantes”. Entre las soluciones que se proponen, están: “Cultivar la identidad matemática”, “adaptar las políticas de deberes a las necesidades de los estudiantes de color” y “exponer a los estudiantes a ejemplos de personas que han usado las matemáticas como resistencia. Aportar oportunidades de aprendizaje que usan las matemáticas como resistencia”.

A pesar de ser un manual relativamente reciente, ya ha circulado con fruición por los comités DEI de los colegios. De hecho, el Departamento de Educación de Oregón lo ha incluido en una ‘newsletter’ de recomendaciones a los profesores del estado. Porque el ‘wokeism’ también se extiende a las alturas administrativas. La Asamblea Estatal de Illinois, por ejemplo, ha renovado los criterios para otorgar la licencia a futuros docentes. Desde ahora, los educadores, entre otras cosas, tendrán que ser “conscientes de los efectos del poder y del privilegio y de la necesidad del activismo y de la acción social” entre los estudiantes.

Otros elementos habituales de los programas DEI, como ejemplifica esta lista de exigencias de profesores de la Dalton School de Manhattan, consisten en aplicar la narrativa “antirracista” a todas las asignaturas, no solo a las matemáticas; en buscar cuotas raciales perfectas en todos los estamentos del colegio; en hacer firmar a los profesores y alumnos documentos en los que reconocen todo tipo de sesgos e injusticias históricas, y aceptan que, si no son “culturalmente sensibles”, se les haga rendir cuentas; administrar sesiones de “instrucción antirracista”; crear “espacios seguros” y servicios de ayuda psicológica a las minorías; pagar la deuda estudiantil de los alumnos negros, y crear un comité que “audite y suplemente” dichas medidas.

Según Erika Sanzi, de PDE, la toma ideológica de los centros se suele dar de dos maneras. La primera, de manera orgánica, con cada remesa de profesores jóvenes graduados en universidades ‘woke’. Habría una brecha generacional bastante pronunciada entre estos docentes jóvenes y militantes, y quienes ya están en la cuarentena. La segunda vía de entrada es cuando los comités escolares, para demostrar su compromiso contra el racismo en un momento de presión social, como el verano de 2020, contratan a “consejeros de equidad” devotos de la teoría crítica. Estos llegan y se ponen a hacer y deshacer, y todo empieza a envolverse en la neolengua ‘woke’; incluso los mensajes internos y las comunicaciones del director.

Paul Rossi, al hacer pública la situación en Grace Church School y al haber sido suspendido de empleo, se ha unido a la Fundación Contra la Intolerancia y el Racismo (FAIR por sus siglas en inglés) para ayudar a otras personas en sus circunstancias. “Estoy siendo abrumado por la gente de clase media, de clase media-baja, gente familiar, que está viendo cómo esta ideología se introduce en sus distritos escolares, en las juntas escolares… Debido a la pandemia, han podido ver en las pantallas del ordenador de sus hijos temarios racializados extremadamente perturbadores”, dice Rossi. “Las mismas cosas que sucedieron en mi escuela están sucediendo por todo el país. Colegios públicos, privados e incluso algunos católicos”.

Tres días después de Rossi, en el mismo blog, el padre de una niña de Brearley School, Andrew Guttman, publicó una carta en la que decía que ya no volvería a matricular a su hija en este colegio del Upper East Side. “No puedo tolerar una escuela que no solo juzga a mi hija por el color de su piel, sino que la anima y le pide que prejuzgue a otros por el suyo”, dijo Guttman. “Me opongo al uso vacuo, inapropiado y fanático (…) de palabras como ‘equidad’, ‘diversidad’ e ‘inclusividad’. Si la administración de Brearly estuviera realmente preocupada por la llamada ‘equidad’, estaría debatiendo sobre cómo anular sus preferencias de admisión de herencias, parientes y aquellas familias con bolsillos especialmente hondos”.

 

Paradojas del ‘wokeism’

Esta es una de las paradojas del ‘wokeism’: que los vengadores de los oprimidos proliferan en ambientes elitistas. Los “consultores de equidad” pueden llegar a cobrar más de 10.000 dólares por una charla y suelen venir de los campus más exclusivos. Nahliah Webber, la autora del artículo citado al principio, en el que pide al Gobierno que “marque en rojo” los barrios donde la blancura es más tóxica y los declare “incapacitados para la vida”, hizo su máster en la Teacher’s School de la Universidad de Columbia. Un año de matrícula en esta facultad vale 75.000 dólares.

“Como inmigrante de primera generación que vino a Estados Unidos sin absolutamente nada en los bolsillos y sin ni siquiera hablar inglés, no soy una persona privilegiada”, dice una madre de Nueva Jersey, de origen eslavo, en un mensaje enviado a El Confidencial a condición de proteger su anonimato. “A mí me ha llevado mejorar en la vida, como a mis parientes y a la mayoría de mis amigos, muchos años de trabajo duro, sacrificio y lucha contra las circunstancias y contra la discriminación. Así que oír hablar de boca de un pijo acerca de los ‘privilegiados’ caucásicos que tienen que ‘deshacer su racismo interior’ me resulta insultante”.

 

‘Guerras’ escolares

La inmensa mayoría de las denuncias, como la de esta madre, se hacen de forma anónima para evitar represalias. Si un padre o una madre denuncia el programa DEI de la escuela a la que van sus hijos, corre el peligro de ser acusado públicamente de racismo. Hay verdaderas guerras al respecto. Un grupo de padres del condado de Loudoun, en Virginia, se organizó para contrarrestar la teoría crítica racial que se estaba comiendo los temarios y las políticas escolares. Poco después, un grupo de Facebook llamado Padres antirracistas de Loudoun, de 600 miembros, llamó a hacer una lista de esos padres que se oponían a la nueva ortodoxia racial: una lista pública que incluyese sus direcciones, números de teléfono y lugares de trabajo.

Parents Defending Education recibe a diario quejas de todas partes, desde Florida a Ohio, Texas, Minnesota o Tennessee. A veces por cosas inocuas en las que PDE no se implica, como el hecho de que un profesor recomiende puntualmente un libro “antirracista”; otras, por casos extremos como el de las escuelas de élite de Manhattan o el distrito escolar público de Evanston, en Illinois.

El distrito escolar número 65, que engloba una veintena de colegios públicos en esta localidad periférica de Chicago, confeccionó parte del temario junto a activistas de Black Lives Matter. Como resultado, a los niños de cuatro y cinco años se les lee en clase libros infantiles como “Not My Idea: A Book About Whiteness”, de Anastasia Higginbotham, en el que una madre blanca sale apagando la televisión cuando un policía blanco está disparando a un hombre negro, y asegura a su hija pequeña que ellos no son racistas. En el libro se pide a los niños blancos que firmen un “contrato que los ata a la blancura”, sostenido por un demonio. Si el niño blanco firma este pacto con el diablo, obtiene “tierras robadas, riquezas robadas, favores especiales” y el derecho de afectar “indefinidamente” las vidas de “todos los humanos de color”.

Los padres de los niños, según el reportero de ‘The Atlantic’ Conor Friedersdorf, tenían que examinarlos en casa acerca de qué es la blancura y cómo se manifiesta en la vida diaria. Cuando algunos padres (de forma anónima) transmiten su preocupación, la respuesta habitual, en este caso de la junta escolar del distrito, es que sentirse “incómodos” es parte del “viaje a la equidad”. Por ejemplo, en palabras de uno de los miembros de la junta, cuando “tu hijo llega a casa y señala un privilegio que has tenido desde hace mucho, pero del que no te habías dado cuenta”.

Una de las madres del distrito, sin embargo, decidió quejarse abiertamente de lo que sucedía en las aulas. Natural de Evanston, Ndona Muboyayi dice haberse criado en un hogar “afrocéntrico”. Recuerda que, cuando era niña, en su casa había muñecas negras y libros de historia y cultura negra. Su padre es congoleño y Muboyayi es militante del NAACP: la más famosa asociación defensora de los derechos civiles de los afroamericanos, fundada hace más de un siglo por W.E.B. DuBois, padre del activismo negro.

El pasado 3 de abril, Muboyayi, que se ha presentado a las elecciones a la junta escolar, manifestó sus dudas sobre la enseñanza “antirracista” que recibían sus hijos en Evanston. Según Muboyayi, a su hijo de 11 años, que siempre ha querido ser abogado, se le están quitando las ganas por la insistencia de los profesores en la discriminación, el odio y las constantes barreras que la gente blanca pone a los negros a cada paso de su existencia. “Mis hijos siempre se han sentido orgullosos de quiénes son”, dice a ‘The Atlantic’. “Entonces, de repente, se empezaron a cuestionar a sí mismos por lo que les enseñaban en la escuela al llegar aquí”. Muboyayi había vuelto a Evanston después de vivir unos años en el extranjero.

 

Propaganda divisionista

La afroamericana, de 44 años, dice estar a favor de que se enseñen las luces y sombras de la historia: la esclavitud, las leyes de Jim Crow, pero “de forma equilibrada con el resto de la verdad”. En lugar de eso, en la escuela enseñan que “todos los blancos son privilegiados y parte de un sistema de supremacía blanca”. “He pasado mucho tiempo en África Central porque mi padre es del Congo”, dice Muboyayi. “Y parte de la propaganda que se está difundiendo ahora mismo aquí en Evanston es similar a parte del divisionismo que tuvo lugar en Ruanda antes de la masacre. No estoy diciendo que eso vaya a pasar aquí, pero cuando uno empieza a etiquetar a la gente de forma negativa en base a su raza o su grupo étnico, esto lleva a la división y a la destrucción, no a buscar un terreno común y soluciones positivas”.

Especialmente difícil lo tienen, según varias de las personas entrevistadas para esta serie, los niños birraciales. “Uno de nuestros primeros casos fue el de una mujer blanca que me contó que su hijo de ocho años estaba disgustado”, dice Helen Pluckrose, fundadora de Counterweight, un grupo que, como FAIR o PDE, ayuda a las personas a defenderse del adoctrinamiento ‘woke’ en sus colegios o centros de trabajo. “El niño es mestizo y le habían contado que la blancura es una fuerza opresiva y antinegra, y salió de clase con la impresión de que la gente blanca era inherentemente mala y la gente negra estaba destinada a fracasar en todo”. Su madre era blanca y su padre negro: ambos le habían enseñado que la raza no importa. Ahora el colegio le estaba diciendo exactamente lo opuesto.

“A los estudiantes birraciales se les da a elegir en qué grupo segregado quieren estar”, dice Erika Sanzi, de PDE. “Algunos deciden que van a ir con los blancos, pero luego el personal les dice que no: tú tienes que ir con el grupo BIPOC porque tú eres de color. Y luego le dicen: jamás podrás ser tú mismo entre gente blanca”.

Pero, si por algún lado está rompiendo el silencio y los temores frente a la doctrina ‘woke’, es por aquí: por los padres de los niños a quienes se encasilla en rígidas categorías raciales y se apremia a ver el mundo como una lucha de poder entre tribus. “Aquí es donde la gente tiende a ser más franca”, dice Helen Pluckrose. “Si estás intentando salvar tu empleo, quizás lo dejes correr. Si a tu hijo le están diciendo cosas horribles, ahí es cuando la gente será realmente honesta y no se morderá la lengua”.

 

Utopías y falsos profetas o cómo EEUU se convirtió en una secta

En la izquierda de EEUU se ha consolidado un movimiento cuya relación con los hechos es cada vez más tenue: una pseudociencia académica que está logrando ‘racializarlo’ todo

Hace ya unos años que nos hacemos una pregunta urgente, pero difícil de responder: ¿hasta dónde va a llegar la polarización política? Si los ciudadanos y los partidos continúan alejándose del centro, ¿por dónde romperán las costuras, o, preferiblemente, cuándo empezará a bajar la hinchazón? Seguimos sin conocer la respuesta, pero da la impresión de que, al menos en Estados Unidos, ya podemos intuir la siguiente fase de este proceso: las ideologías políticas se parecen cada vez más a movimientos religiosos. Es la política la que satisface los instintos místicos y comunitarios de las personas, adquiriendo unos tintes chamánicos, blindándose al empiricismo.

Es pronto para apuntalar esta reflexión, que ya han avanzado ‘The Economist’ y Shadi Hamid en ‘The Atlantic’, pero se dan señales curiosas. La proporción de estadounidenses que son miembros de una iglesia ha bajado del 70% a menos del 50% en solo dos décadas. Pero eso no parece haber incrementado el apetito por un debate empírico. Al contrario: los políticos ya casi no discuten medidas concretas (Donald Trump hizo campaña en 2020 sin haber presentado un programa), sino que libran, como dijo Joe Biden, “una batalla por el alma de la nación”. La rivalidad entre ambos partidos ha adquirido cotas existenciales. Según una encuesta de YouGov y CBS News del pasado enero, el 54% de los estadounidenses considera que “la mayor amenaza para su forma de vida” proviene de “enemigos domésticos”: es decir, de otros compatriotas. Muy por encima, por ejemplo, de las potencias extranjeras (8%).

Hasta hace unos tres meses, dedicamos la mayor parte de la cobertura política de EEUU a tratar de entender el trumpismo, y percibimos, sobre todo hacia el final, determinados rasgos propios de una secta. La renuncia de Trump a admitir su derrota en las elecciones demostró por enésima vez el extraordinario control que tenía sobre muchos de sus fieles. Llegó un momento en que el raciocinio, si bien nunca había sido la fuerza dominante en política, encogió tanto que llegó a desaparecer: solo quedaban las creencias, la tribu, el pensamiento mágico. El asalto al Congreso del 6 de enero fue la manifestación física de esta deriva.

Pero la polarización es una fuerza centrífuga: aparta del centro a todos los elementos, no solo a uno. Hace una década, el Tea Party y Occupy Wall Street eran las dos caras de la misma moneda: movimientos de base, sin líderes aparentes, que atacaban el sistema desde lados opuestos. Cinco años más tarde, esas dos caras cristalizaron en Donald Trump y Bernie Sanders; otros cinco años después, tenemos, de un lado, las conspiraciones de QAnon y un evangelismo blanco que percibe en Trump, de manera literal, a un Mesías. ¿Y qué tenemos en el extremo opuesto?

No hemos llamado a esta serie de artículos ‘Doctrina woke’ por casualidad. Si bien Joe Biden, uno de los políticos más moderados y más del sistema que jamás han pisado el despacho oval, es presidente, a la izquierda de su partido, sobre todo en la vertiente cultural, se ha consolidado un movimiento cuya relación con los hechos comprobables es cada vez más tenue: una pseudociencia académica que está logrando ‘racializar’ todo lo que sucede en Estados Unidos.

En el primer artículo de la serie, hablamos de cómo algunas universidades de élite, que desde hace años son burbujas de la izquierda identitaria, empezaban a desarrollar los rasgos de regímenes fundamentalistas. En el segundo, vimos los orígenes y las características del dogma; en el tercer capítulo, su desembarco en escuelas e institutos. En esta cuarta y última entrega, añadiremos algunas notas más para entender mejor el conjunto.

Para quienes prestaban atención, el cariz religioso del ‘wokeism’ resultaba palpable desde el principio: el lenguaje escolástico, las impracticables contradicciones, la santificación del agravio y del victimismo. Los ‘comités de equidad’ que se han ido formando en algunas universidades suelen ir acompañados de rituales y promesas milenaristas. En este documental sobre los sucesos de Evergreen State College, en la primavera de 2017, se ve cómo el comité obliga a los profesores a jurar públicamente su compromiso antirracista como requisito para embarcarse en una ‘canoa’ metafórica, en el que será un largo y difícil viaje hacia la tierra prometida: la Equidad. Durante la ceremonia, se escucha el rumor del oleaje y una música solemne de tambores indígenas. Este ritual colectivo, como se demostró en los meses siguientes, solo era el preámbulo de una violenta caza de brujas en la universidad.

Las pulsiones ‘woke’, que llevaban tiempo consolidándose en la cultura estadounidense, se desbordaron al resto de la sociedad el verano pasado, durante las protestas contra la violencia policial y el racismo que siguieron al asesinato de George Floyd y que gozaron de una sólida simpatía pública. Una gran mayoría de estadounidenses estaba harta de presenciar una y otra vez el mismo patrón: las muertes de negros desarmados a manos de la policía, en circunstancias banales como una parada de tráfico o la sospecha de que se pagó con un billete falso. El apoyo nacional a Black Lives Matter alcanzó en aquel mes de junio el 67%, lo cual reflejaba una afinidad transversal: muchos conservadores defendían también el movimiento.

Pero la dinámica de las protestas, que lograron colocar en el punto de mira un problema y obligar a los representantes públicos a reaccionar, vino acompañada de actitudes inquietantes. Cuando salía a hacer entrevistas, no era raro que un manifestante se me pusiese a llorar a la segunda pregunta, ahogado de la rabia, con el corazón golpeándole tan fuerte en el pecho que tenía que callarse para recuperar la compostura. O eso, o la indiferencia. Algunos entrevistados no solo no me respondían, sino que evitaban mirarme a los ojos. Por las noches había velorios y vigilias solemnes y los ánimos eran como una membrana tensa.

Las protestas duraron muchas semanas. Un día de julio, estaba tomándome una cerveza en una terraza del East Village cuando pasó por al lado una turba ‘woke’. “¡Miradlos, ahí cenando tan tranquilos! ¿Os lo estáis pasando bien?”. Un joven tapado con una bandana se desprendió del grupo y se acercó a la mesa donde estábamos. Llevaba en la mano un casco de moto y se puso a golpear un parquímetro azul a nuestro lado. Golpeó y golpeó con todas sus fuerzas. La muchedumbre gritaba: “¡El silencio blanco es violencia!”. El hecho de no estar marchando día y noche contra el ‘genocidio negro’ nos convertía en criminales.

Los grandes medios parecían distraídos. Los desfases de la policía eran rigurosamente documentados, pero las crónicas repetían como un mantra que se trataba de “protestas mayoritariamente pacíficas”. Y era cierto: la mayoría de la gente protestaba y luego se marchaba en paz. Pero también era cierto que las ciudades fueron presa del caos. Solo en Nueva York, los alborotadores atacaron varias comisarías y dañaron más de 300 coches de policía. Hubo saqueos, incendios y palizas a gente inocente que no salían en los artículos. Los disturbios dejaron 19 muertos en junio y hubo 14.000 detenciones en 49 ciudades.

El aire se volvió espeso, casi opresivo. Todas las conversaciones adquirieron una carga racial. En julio, la policía de Nueva York, desmoralizada por lo que consideraba un tratamiento injusto por parte de los medios de comunicación y del alcalde, Bill De Blasio, se puso en huelga extraoficial de brazos caídos. Como me dijo un policía en aquel entonces: “Si todo lo que hacemos está mal, ¿para qué vamos a esforzarnos?”.

El resultado fue que la temporada de petardos y fuegos artificiales, típica de estas fechas en el barrio donde vivía entonces, se fue de las manos. Durante más de un mes, desde las ocho de la noche hasta que salía el sol, nuestro barrio se convertía en una zona de guerra. Grupos de adolescentes se disparaban unos a otros con fuegos artificiales y detonaban explosivos capaces de hacer temblar las ventanas de todo el bloque. Los bebés se despertaban aterrorizados en la madrugada, las mascotas se escondían bajo la cama y nadie podía dormir.

Una vecina, profesora de derecho de la Universidad de Hofstra, tuvo la idea de crear un grupo de Facebook para buscarle una solución al problema: de forma dialogada, pacífica, entre vecinos. La policía no tenía que meterse en medio. Dado que la profesora era blanca y se sobreentendía que quienes andaban detonando explosivos eran jóvenes de color, la iniciativa fue saludada con acusaciones de “supremacismo blanco” y amenazas de muerte.

La indignación desatada por el horrendo asesinato de Floyd, sumada probablemente a los efectos psicológicos del confinamiento, hizo que Estados Unidos entrase en un estado de histeria. Las personas más poderosas de la política y el mundo corporativo se hacían fotos hincando la rodilla frente al movimiento; prometían ser mejores y aplaudían los comités ‘antirracistas’ que formaban sus empleados jóvenes y que empezaban a controlar la cultura interna. Los vigilantes de Twitter trabajaban a pleno rendimiento. Cada día había acusaciones, despidos y cartas públicas de disculpa que seguían, inconscientemente, el modelo de Galileo y de los represaliados de Stalin: patéticas confesiones de crímenes muchas veces imaginarios.

La situación mostraba un aire distinto al habitual; rebasaba el terreno de la política y se metía de lleno en el del fervor religioso. La sociedad no lidiaba con un problema cualquiera, sino con la gran herida en el alma de Estados Unidos. El crimen histórico del que emanan el sentimiento de culpa, odios varios y los fantasmas que pueblan por las noches las pesadillas americanas. El ‘pecado original’ del racismo.

Es difícil exagerar la carga de racismo en la idiosincrasia de Estados Unidos. La propia Constitución incluyó una cláusula, para apaciguar a los estados del sur, en la se especifica que las personas “no libres” (los esclavos) representarían, a efectos demográficos y fiscales, “tres quintas partes” del valor de una persona libre. Cuando uno lee sobre la esclavitud, los horrores que tenía en mente se quedan pequeños. A las personas secuestradas en África se las sometía a un riguroso proceso de aculturación. Los africanos eran divididos por lugar de procedencia, de manera que se veían rodeados por barreras idiomáticas y culturales. Los miembros de las familias se vendían a distintos amos y no sabían más unos de otros.

Generación tras generación, los latifundistas preservaron el ‘statu quo’. Los esclavos eran divididos jerárquicamente, según su cercanía al amo, para romper las lealtades entre ellos. A la mayoría no se le permitía aprender a leer o escribir, y se la mantenía aislada del mundo exterior. Era habitual que las familias esclavas, que se formaban en las plantaciones, fueran a su vez divididas y vendidas.

Una parte del país repudiaba estas prácticas. Algunos de los ‘padres fundadores’ habían expresado su rechazo a la esclavitud y en el norte proliferaba la causa abolicionista. La elección de Abraham Lincoln, uno de los principales críticos de la tiranía racial, en 1860, causó revuelo en el sur. Los estados esclavistas declararon la secesión y el norte movilizó sus tropas. En torno a 700.000 soldados perdieron la vida en los cuatro años siguientes. La mayor mortandad de todas las guerras de Estados Unidos.

Muchos entendieron la catástrofe como una gran expiación. El ‘pecado original’ de la esclavitud habría sido lavado con la sangre de toda una generación de americanos. La emancipación de los esclavos abriría una nueva página en la historia de Estados Unidos: llevaría a una ‘unión más perfecta’. Las esperanzas de una total redención, sin embargo, demostraron ser un espejismo.

Millones de libertos se marcharon a Nueva York, Boston o Chicago. Pero muchos se quedaron en el sur: rodeados por los blancos que habían sido vencidos y humillados, técnicamente, por la causa del estatus negro. Océanos de rencor carcomían al blanco, y las autoridades decidieron segregar la sociedad para evitar el contacto entre ambas etnias. Y proteger, en todos los órdenes, el privilegio blanco.

Los linchamientos no eran incidentes aislados. Solo en 1892 se registraron 161 ejecuciones extrajudiciales. Asesinatos que solían implicar espantosas torturas públicas. En Paris, Texas, un señor llamado Henry Smith fue acusado de matar a la hija de un policía. Las autoridades lo entregaron a la turba, que arrastró a Smith por las calles, lo torturó con hierros candentes sobre un escenario, duante una hora, y finalmente le prendió fuego. ‘The New York Times’ describió en su crónica un “frenesí de emoción”. Cientos de “curiosos y simpatizantes” habían venido de los condados cercanos a ver el tormento, presenciado por unas 10.000 personas.

La violencia racista, condonada por el Estado, siguió siendo común durante toda la segregación. En 1955, un adolescente de 14 años llamado Emmett Till, residente de Chicago, fue a pasar las vacaciones con su familia de Misisipi. Una vez, en una tienda de alimentación, Till se dirigió a una mujer blanca. No se sabe muy bien qué le dijo. Quizás un piropo, una mirada, un silbido. Cuando la mujer se lo contó a su marido, este y su hermanastro fueron a buscar a Till a casa de su abuelo, le hicieron transportar una rueca de algodón hasta un río, lo desnudaron, lo golpearon, le arrancaron un ojo, le dispararon en la cabeza y tiraron su cuerpo al río. La sociedad sureña blanca ni se inmutó. El juicio a los asesinos duró menos de una hora. Fueron considerados inocentes de todos los cargos. Incluso del cargo de secuestro.

Esta vez, sin embargo, algo había cambiado. La madre de Till renunció a enterrar discretamente el cuerpo de su hijo. Lo quería de vuelta en Chicago. Una vez allí, decidió que el ataúd se dejase abierto para que el mundo viera el cadáver desfigurado de Till. La revista ‘Jet’ publicó las fotografías. El gesto de Mamie Till suele entenderse como el pistoletazo de salida de la lucha por los derechos civiles. El acto inspirador que sacó a la gente a las calles, que dio entereza a sus líderes y que, menos de una década después, culminó con la firma de la Ley de los Derechos Civiles de 1964.

Pero la expiación seguía siendo insuficiente. Estados Unidos permanecía, en la práctica, segregado, y lo sigue estando: la desigualdad racial predomina en casi todos los baremos sociales. Riqueza, educación, sanidad, encarcelamiento. No era suficiente con ser iguales ante la ley; la sociedad tenía que demostrar que la raza ya no era importante, que los prejuicios habían quedado atrás.

La elección del primer presidente afroamericano de la historia, Barack Obama, en 2008, supuso el hito soñado. Decenas de millones de blancos, a lo largo y ancho de Estados Unidos, probaron con su voto que ser negro ya no era un estigma. Se extendió la narrativa de que el país había dado, por fin, el paso definitivo. Entre 2008 y 2014, la proporción de blancos y negros que tenían una noción positiva, o muy positiva, de las ‘relaciones raciales’ alcanzó una confortable meseta de entre el 66% y el 72%, según Gallup. Máximos históricos. En 2014, sin embargo, las percepciones se empezaron a torcer.

En agosto de ese año, en Ferguson, Misuri, el policía blanco Darren Wilson disparó al adolescente desarmado Michael Brown seis veces después de un breve altercado. El incidente desencadenó fuertes protestas y disturbios que se extendieron durante varios días. El movimiento Black Lives Matter, creado el año anterior a raíz de la muerte de otro afroamericano desarmado, Trayvon Martin, obtuvo notoriedad nacional e inspiró la creación de varias sucursales espontáneas por todo el país.

La razón por la que nació el movimiento estaba clara: la recurrencia de casos de brutalidad policial con sesgo racial y la dificultad de conseguir que los agentes de policía responsables rindiesen cuentas ante la ley. Lo que no estaba claro es por qué entonces. Por qué en 2014 y no en 2009, o en 2002, o en 1984. Casos trágicos como los de Brown, Martin, Eric Gartner, Tamir Rice, Freddie Gray, Sandra Bland o Philando Castile habían sido parte integral del feroz paisaje estadounidense. Un país con grandes bolsas de pobreza, manchado por el racismo, una policía intocable y 800 millones de armas de fuego en circulación.

El secreto estaría, como en otras dinámicas revolucionarias de la pasada década, en las redes sociales. Las tragedias dieron el salto desde un breve cuadradito en la sección de sucesos de un periódico, o 20 segundos en un informativo local, a ser repetidas cientos de miles de veces en la palma de la mano. No solo eso: organizar una protesta era más fácil y rápido que nunca. Bastaba un buen ‘hashtag’ en el momento adecuado y una ciudad como Nueva York o Chicago podía verse atascada esa misma noche, con decenas de miles de personas en las calles y autopistas.

Black Lives Matter se convirtió en un fenómeno transversal y de base; sus protagonistas no eran sus líderes, que nadie o casi nadie sabría reconocer, sino las víctimas de la violencia policial cuyos retratos lideraban las manifestaciones. El movimiento ha logrado colocar estos incidentes en las redes y las portadas de los periódicos, y que la violencia policial y el racismo sean asuntos políticos candentes que no pueden faltar en las agendas de quienes toman las decisiones.

Pero Black Lives Matter (BLM), como cualquier otro fenómeno, va cambiando, evolucionando y adaptándose a las circunstancias. Algunos de sus impulsores, como la periodista Brittany Talissa King, que formó la rama de BLM en Columbus, Indiana, se han ido alejando del grupo. Según King, lo que al principio iba de concienciar a la sociedad y obligar a los políticos a buscar soluciones, ha ido virando hacia posturas más radicales: Black Lives Matter se ha convertido en una temible fuerza política, ha abrazado los postulados ‘woke’ y tiene a medio país caminando sobre ascuas; pues no hay empresa o reputación que resista una campaña suya de acoso y derribo.

Siete años después de que se lanzase el movimiento, sus honradas reivindicaciones y la simpatía general de la sociedad y de los grandes medios, en un ambiente de polarización, han cuajado en una especie de ortodoxia; un territorio donde el margen de debate es cada vez más estrecho. La ortodoxia dice que todos estos casos de violencia, así como cualquier desigualdad racial, están motivados por una única razón: el racismo. Se ha creado una coreografía religiosa de la justicia social que deja de lado uno de los requisitos imprescindibles del debate democrático: la duda razonable.

Los profesores afroamericanos Glenn Loury y John McWhorter, de Brown y Columbia respectivamente, se llaman a sí mismos “herejes” porque saben lo que signfica cuestionar estas narrativas. Glenn Loury dice, por ejemplo, que una de las razones por las que la policía actúa más en comunidades negras es porque estas suman la mayor parte del crimen. Pese a representar en torno al 15% de la población, más del 50% de los homicidios los cometen personas de raza afroamericana. La mayoría de llamadas que recibe la policía proviene de barrios de mayoría negra, lo cual aumenta estadísticamente el potencial de que ocurran dichas desgracias.

Esto que acabo de decir parafraseando a Loury es un sacrilegio. El pasado junio, un reportero de ‘The Intercept’ llamado Lee Fang, cubriendo las protestas, citó a un señor negro diciendo que no entendía por qué solo se armaba este lío cuando el asesino era blanco, sobre todo porque el porcentaje de asesinos blancos de negros era estadísticamente anecdótico. Una compañera de trabajo de Fang lo acusó públicamente de racista, se formó una tempestad en Twitter y Fang publicó su larga carta, según el modelo de Galileo, en la que se disculpaba por un crimen ficticio.

Los casos de Fang y de muchos otros demuestran el estado del debate. Hay argumentos, basados en hechos comprobables y que no incurren en ningún tipo de ofensa o delito de odio, que conviene no tocar si uno valora su reputación. John McWhorter dice que sería adecuado recordar, por añadir un matiz, que muchos blancos desarmados mueren igualmente a manos de la policía, y en circunstancias brutales. Son asfixiados con una pierna en la espalda, suplicando por su vida, o se les dispara en la cara cuando están desarmados. Esto no justifica de ninguna de las maneras lo que le sucedió a George Floyd o a otras víctimas del abuso y el horror; solo es un recordatorio de que, a veces, el racismo puede no ser parte del cuadro.

Puede que estas reflexiones sean más o menos relevantes; puede que el racismo siga siendo, aun así, la causa dominante en la mayoría de estos incidentes. Pero ese no es, ahora mismo, el debate. El debate es que las líneas rojas son cada vez más numerosas y más gruesas, y eso impide el análisis certero de los problemas. Y cuando un problema no se analiza bien porque no está permitido valorar todos sus ángulos, las soluciones serán defectuosas y estarán condenadas a fracasar.

Esta es la gran armadura de la ‘doctrina woke’: que se envuelve en la decencia de las cruzadas por la igualdad, profundamente íntimas y enraizadas, como la lucha contra el racismo en EEUU, para reproducir una visión del mundo tribal, estrecha e invulnerable a cualquier otro punto de vista. La censura ya no consiste (o no solo) en un señor casposo revisando libros prohibidos en un despacho del Ministerio X. La censura también proviene de la presión social y de las supersticiones de grupo, disfrazadas de las causas más nobles.

 

Fuentes:

https:/www.elconfidencial.com/mundo/2021-04-15/estados-unidos-doctrina-woke-campus-universitarios_3033540/

https:/www.elconfidencial.com/mundo/2021-04-22/doctrina-woke-ii_3043648/

https:/www.elconfidencial.com/mundo/2021-04-29/doctrina-woke-iii-vuelve-la-segregacion-racial-a-las-escuelas-de-eeuu_3052272/

https:/www.elconfidencial.com/mundo/2021-05-06/doctrina-woke-utopias-falsos-profetas-eeuu-secta_3063875/