Daniel M. Bell propone una originalísima aproximación teológica al capitalismo, que considera una negación del Dios cristiano. Bell no considera que el capitalismo sea una mera forma de producción, intercambio y distribución de bienes, sino una «economía del deseo» que pretende lograr la mercantilización completa de la vida. El capitalismo necesita que los individuos conviertan en mercancía su propio cuerpo, su sexualidad, sus pulsiones, incluso sus traumas.

 

Autor: Juan Manuel de Prada

Fuente: htps://www.abc.es/xlsemanal/firmas/juan-manuel-de-prada

No me cansaré de recomendar La economía del deseo (publicado por la editorial Nuevo Inicio), un libro extraordinario, de una perspicacia y una clarividencia asombrosas. En sus páginas, el autor –el teólogo metodista Daniel M. Bell– nos propone una originalísima aproximación teológica al capitalismo, que considera una negación del Dios cristiano, por someter el deseo humano, deformarlo y desviarlo de su verdadero fin.

La economía del deseo está lleno de reflexiones tan perspicaces como perturbadoras. Bell no considera que el capitalismo sea una mera forma de producción, intercambio y distribución de bienes, sino una «economía del deseo» que pretende lograr la mercantilización completa de la vida. Y que, lejos de la caracterización mostrenca que sobre él comparten tanto partidarios como detractores, no sólo no es ‘antipolítico’, sino que promueve formas eficientes de política que hagan valer su fortaleza frente a cualquier enemigo. Pues el capitalismo global no se ocupa sólo de cosas puramente económicas, sino que es también ontológico; tiene una visión definida sobre el ser humano, cuya energía constitutiva –el deseo– se encarga de capturar y disciplinar, para someterla a sus leyes. Y, para probar este aserto, el teólogo Bell utiliza como hilo expositivo a lo largo de varios capítulos fascinantes el pensamiento de los filósofos marxistas posmodernos (precursores de lo que nosotros hemos denominado ‘izquierda caniche’) Deleuze y Foucault, que supieron captar el alma del capitalismo, pero no lograron adivinar su estación final.

Frente a la visión clásica del cambio social, económico y político promovido desde el Estado o desde otras superestructuras equivalentes, Deleuze puso en circulación el concepto ‘micropolítica del deseo’, donde ‘micropolítica’ no debe entenderse como una cuestión de escala o tamaño, sino más bien una cuestión de estilo de organización. Si tratásemos de representar la ‘micropolítica’ mediante un símbolo recurriríamos a una tela de araña o a una red que puede ser al mismo tiempo global, transgrediendo fronteras nacionales, e íntima, trasgrediendo las barreras de la conciencia, hasta penetrar en el poder motriz que impulsa –según Deleuze– a los seres humanos: el deseo. Deleuze piensa que la realidad humana se entiende mejor en términos de una infinita multiplicidad de flujos de deseo que en términos de realidades estáticas que se resisten al cambio. Y considera ingenuamente que estos flujos de deseo pueden organizarse como redes de colaboración contra las formas rígidas y opresoras del poder, convirtiéndose en una nueva fuerza revolucionaria.

Foucault, por su parte, piensa que quienes deseen hacer frente a un orden opresor deben fijar su atención en otras instancias de poder que no son el Estado; pues, a su juicio, el Estado, aunque es un agente importante, no es hoy fuente ni centro del poder. Más bien se trataría de una especie de superestructura que alberga en su seno una serie de redes de poder presentes y activas en la sociedad, como la sexualidad, la familia, la tecnología, etcétera. Por eso, cuando Foucault habla de la ‘microfísica del poder’ está pensando en «su forma capilar de existencia, el punto en el que el poder penetra en el seno de los individuos, toca sus cuerpos y se inserta en sus actos y actitudes, en sus discursos, en sus procesos de aprendizaje y en sus vidas cotidianas», al modo de un organismo sináptico que no actúa desde arriba, sino desde dentro del cuerpo social.

Deleuze y Foucault tienen en común la visión de una realidad habitada por individuos que están constituidos por el deseo, una fuerza que consideran positiva, por ser muy difícilmente aprehensible por el Estado. De hecho, el Estado, consciente de que estos flujos de deseo podían agrietar su fortaleza y hegemonía, en lugar de esforzarse vanamente en reprimirlos, terminó conformándose con regularlos y conectarlos con unas personas y una tierra concretas, en un ejercicio de ‘territorialización’. El capitalismo ha sido capaz de organizar y someter estos flujos de un modo mucho más incisivo, demostrando que dispone de un poder mágico para disciplinar el deseo. Tan mágico que puede esclavizarnos de un modo tal que queramos o deseemos esa esclavitud, a la que absurdamente llegamos a llamar ‘libertad’.

¿Cómo el capitalismo logra someter los flujos de deseo de forma mucho más eficaz que el Estado?.

El capitalismo actúa primeramente ‘desterritorializando’ los flujos de deseo(pues, a diferencia del Estado, no es territorial). Y, a la vez que ‘desterritorializa’ los flujos de deseo, puede ejercer su poder infiltrándose en las conductas individuales. Para ello, según detalla Foucault, utiliza simultáneamente «tecnologías de la dominación» y «tecnologías del yo». Entre las primeras se incluye «un ensamblado heterogéneo de discursos, instituciones, leyes, medidas administrativas, declaraciones científicas y proposiciones filosóficas». Entre las «tecnologías del yo» se cuentan aquellos «medios que permiten a los individuos efectuar, por sus propios medios o con la ayuda de otros, un cierto número de operaciones sobre sus cuerpos y almas, pensamientos, conductas y forma de ser, con el fin de transformarse a sí mismos para alcanzar así un cierto estado de felicidad, pureza, sabiduría, perfección o inmortalidad».

¿No está Foucault describiendo, acaso sin pretenderlo, modalidades de infiltración en las conciencias como el transgenerismo, sin duda la ‘tecnología del yo’ en boga? El capitalismo se sirve para conseguir sus fines de infiltración en las conciencias de lo que Deleuze denomina «sociedades de control». En las sociedades arcaicas, el cuerpo era canalizado a través de una serie de reclusiones –el colegio, el hospital, la fábrica, la cárcel, etcétera–, donde era moldeado de acuerdo a una norma. En las actuales ‘sociedades de control’, las reclusiones disciplinarias del cuerpo son suplantadas por canalizaciones mucho más ‘blandas’ –las modas indumentarias, los partidos políticos, las drogas, las series de televisión, las redes sociales, etcétera– que permiten que los cuerpos sean moldeados no sólo mediante la reclusión y la conformidad con la norma, sino también mediante una modulación flexible pero omnipresente. Al capitalismo ya no le basta con que los individuos asuman su lugar como productores y consumidores en sus fábricas o en sus centros comerciales, sino que les exige que sometan cualquier aspecto de sus vidas a la lógica de la economía, hasta erigirse en emprendedores de sí mismos que conviertan en mercancía su propio cuerpo, su sexualidad, sus pulsiones, incluso sus traumas y miedos más inconfesables.

Así, los cuerpos son entregados a la lógica del mercado. El deseo, nos enseña Foucault, es disciplinado por el capitalismo y sometido a la axiomática de la producción para el mercado, mediante un poder que pastorea todas las dimensiones de la vida, incluidas las dimensiones más puramente personales, logrando sin embargo que nos sintamos ingenuamente ‘libres’. Al ‘desterritorializar’ nuestro deseo –liberándonos del Estado, de la religión, de la familia–, el capitalismo nos deja ‘libres’, pero se asegura de que el deseo sea luego ‘reterritorializado’, convirtiendo nuestro cuerpo en una mercancía que se adapta a las necesidades del mercado, desdoblándose en géneros o identidades polimorfas que generen nuevas ganancias a la industria del ocio, a la industria indumentaria, cosmética, quirúrgica, farmacológica, etcétera. Deleuze y Foucault nos enseñan que el capitalismo no se ocupa solamente de responder al deseo de bienes materiales, sino que está profundamente implicado en formar y moldear el deseo humano, para ponerlo al servicio de sus intereses.

Deleuze y Foucault concibieron ilusamente su proyecto filosófico como una contribución al esfuerzo revolucionario que liberase el deseo del abrazo del capitalismo. Pensaban que el deseo humano sería capaz de escapar a este abrazo, como antes había podido escapar a otras formas de poder más rígido. Y pensaban que el modo de lograrlo no era la destrucción del deseo, sino su intensificación, hasta lograr que se liberase de todo orden. Se trataba de sobrepasar la capacidad del capitalismo para adaptar el deseo al mercado, hasta lograr una ‘desterritorialización’ absoluta del deseo, de tal modo que no estuviese sometido a ninguna disciplina externa.

Pero Deleuze y Foucault no alcanzaron a entender que el capitalismo se caracteriza por su profundo poder ‘desterritorializante’, que libera el deseo humano de las instituciones sociales establecidas y de los códigos por ellas impuestos. Pero, a la vez que lo ‘desterritorializa’, lo ‘reterritorializa’ haciéndolo esclavo de su propia dinámica. El capitalismo alcanza la hegemonía definitiva facilitando un deseo liberado de todo orden, un deseo que se rebela contra las limitaciones que le impone la naturaleza, un deseo intensificado hasta imponerse sobre la realidad de las cosas, hasta convertir nuestra propia identidad en un producto fungible y renovable más.