La pregunta no es si el capitalismo funciona o no funciona. ¡Es evidente que funciona! La pregunta, más bien, es qué está haciendo la economía capitalista contemporánea con el hombre: qué tipo de humanidad produce, cuáles son sus deseos, aspiraciones y horizontes vitales, qué clase de sociedad es capaz de generar. El teólogo metodista, Daniel M. Bell Jr, aborda una originalísima aproximación teológica del capitalismo. Frente a una economía que corrompe el deseo y desnaturaliza al ser humano, plantea que Dios ha dado y sigue dando aquí y ahora y en su Iglesia la respuesta adecuada a este y cualquier otro sistema. Es la esperanza del ya pero todavía no, del Reino de Dios presente entre nosotros y que hace nuevas todas las cosas, capaz de dar respuesta a nuestros deseos de plenitud.

Autor: Angela Elosegui es economista y militante del Movimiento Cultural Cristiano.

Fuente: Revista Id y Evangelizad Nº 142

 

Capitalismo. Negación del Dios cristiano.

En su último libro la Economía del Deseo, Bell asume el reto de examinar el sistema capitalista al que considera no como una mera forma de producción, intercambio y distribución de bienes, sino como una -economía del deseo- que pretende gobernar a los propios individuos a través de la apropiación del deseo y la mercantilización de todos los ámbitos de la vida humana.

Bell argumenta que el capitalismo «es malo tanto para los que triunfan según sus categorías como para quienes fracasan según esas mismas categorías». Pues desde una perspectiva cristiana así debe considerarse a «cualquier orden social o económico que vea el ser rico o el hacerse rico como una meta sumamente deseable».

Y para ello sigue el hilo expositivo del pensamiento de dos filósofos marxistas posmodernos Deleuze y Foucault, que a su juicio supieron captar el alma del capitalismo, pero no así la respuesta al mismo.

Deleuze puso en circulación el concepto de «micropolítica del deseo» frente a la visión clásica del cambio social, económico y político promovido desde el Estado o desde otras supraestructuras equivalentes. La micropolítica es un estilo de organización, como una red que puede ser al mismo tiempo global, transgrediendo fronteras nacionales, y al mismo tiempo íntima, transgrediendo las barreras de la conciencia, hasta penetrar en el poder motriz que impulsa a los seres humanos que es el deseo según Deleuze. Para él la realidad humana se entiende mejor como una infinita multiplicidad de flujos del deseo que en términos de realidades estáticas que se resisten al cambio. Y considera ingenuamente que estos flujos de deseo  pueden organizarse como redes de colaboración contra las formas rígidas y opresoras del poder, convirtiéndose en una fuerza revolucionaria.

Foucault, por su parte, piensa que quienes deseen hacer frente a un orden opresor deben fijar su atención en otras instancias de poder que no son el Estado; pues, a su juicio, el Estado, aunque es un agente importante, no es hoy fuente ni centro del poder. Más bien se trataría de una especie de superestructura que alberga en su seno una serie de redes de poder presentes y activas en la sociedad, como la sexualidad, la familia, la tecnología, etcétera. El poder penetra en el seno de los individuos, toca sus cuerpos y se inserta en sus actos y actitudes, en sus discursos, en sus procesos de aprendizaje y en sus vidas cotidianas, al modo de un organismo sináptico que no actúa desde arriba, sino desde dentro del cuerpo social.

Deleuze y Foucault tienen en común la visión de una realidad habitada por individuos que están constituidos por el deseo, una fuerza que consideran positiva, por ser muy difícilmente aprehensible por el Estado. De hecho, el Estado, consciente de que estos flujos de deseo podrían agrietar su fortaleza y hegemonía, en lugar de esforzarse vanamente en reprimirlos, terminó conformándose con regularlos y conectarlos con unas personas y una tierra concretas.

El «mérito» del capitalismo neoliberal habría consistido entonces, según estos autores, en ser capaz de instaurar una lógica capaz de «capturar» el deseo humano en cualquiera de sus facetas y reducirlo a un formato hábil para ser empaquetado y comercializado en el mercado. Incluidas las dimensiones más puramente personales logrando sin embargo que nos sintamos ingenuamente «libres».

La novedad del capitalismo contemporáneo consiste, en que a diferencia de los regímenes políticos no trata de acotar el deseo humano, constriñéndolo a una fórmula determinada, sino que precisamente trata de gobernar a los individuos desde su propia libertad. Se aprovecha del carácter ilimitado del deseo humano para convertir cada una de sus expresiones, desde el último iPhone hasta la filosofía más estrafalaria, en un producto que promete darle satisfacción por un tiempo limitado, para luego ser sustituida por otra que pueda ser vendida de nuevo. De este modo el mercado se convierte en el medio inexcusable para la satisfacción de todo deseo humano y para la construcción de la propia identidad.

De hecho, la particularidad del capitalismo global contemporáneo según Bell consiste en ser una lógica abstracta completamente «flexible» que no está ligada a unos valores específicos, a un territorio o a una forma de gobierno. Es capaz de aprovechar esfuerzos económicos de cualquier índole y procedencia, convirtiéndose  en algo así como un «metagobierno» de todos los sistemas existentes.

El precio a pagar por la mercantilización de la vida consiste, nos dirá Bell Jr., en situar el infinito deseo humano en un horizonte de intrascendencia, en el que la vida del hombre sólo encuentra satisfacción por medio de la acumulación capaz de garantizar la sucesión constante de productos, experiencias, identidades accesibles mediante el mercado que den cauce a su constante necesidad de diferenciación, que le pongan en valor ante sí mismo y ante los demás.

El capitalismo se equivoca no sólo por su incapacidad para ayudar a los pobres y necesitados, sino también por lo que logra hacer, es decir, deformar el deseo humano. Como señaló san Agustín hace mucho tiempo, los seres humanos fueron creados para desear a Dios y las cosas de Dios. El capitalismo corrompe el deseo. Incluso si el capitalismo tiene éxito en reducir la pobreza, sigue estando equivocado debido a su distorsión del deseo humano y de las relaciones humanas.

La economía del deseo cristiana: llamados a la comunión.

El teólogo estadounidense, dejando atrás las críticas al capitalismo y el pensamiento de Foucault y Deleuze, se esfuerza en iluminar el poder que la propuesta cristiana representa en el mundo como una posibilidad de abandonar la economía del deseo que rige la lógica del intercambio comercial según un principio de escasez, y de pasar a una vida fundada en la superabundancia del don que representa el sacrificio de Cristo en aras de la comunión.

Bell apuesta por la esperanza cristiana frente a una economía encaminada al fracaso y a la destrucción. A continuación, damos la palabra al propio Daniel Bell. Las palabras que siguen son suyas.

«Detrás de la suposición de lo que realmente constituye lo dado, la forma en que son las cosas, reside una afirmación escatológica. ¿Qué ha dado Dios? ¿Qué es lo que Dios está dando? ¿Qué confiesa nuestra visión económica acerca de Dios? O, por el contrario, ¿qué sugiere nuestra confesión acerca de la economía de Dios?

Los defensores cristianos del capitalismo fundaron su defensa en la problemática afirmación escatológica de que, en efecto, el capitalismo es lo mejor que podemos esperar en este tiempo entre los tiempos. Dicho de otra manera, las defensas cristianas del capitalismo dependen de la liberación de la tensión escatológica entre el “ya” y el “todavía no” mediante el vaciado del “ya” de cualquier contenido material inmediato (social-político-económico), con el resultado de que nos quedamos reflexionando sobre el statu quo capitalista como el “mal menor”, como lo mejor que podemos esperar hasta que en algún momento futuro Dios decida actuar. No hay más que una edad, aun cuando esperamos con ansias la era venidera. No hay superposición. Ninguna transformación o redención aquí y ahora, más allá del consuelo ofrecido a los ricos de que serán perdonados y el consuelo ofrecido a los empobrecidos de que en la próxima era las cosas serán diferentes.  En este espacio estéril, donde estamos encerrados en la competencia y luchamos por los escasos recursos que Dios ha escondido para que podamos ser empujados del letargo a la creatividad, lo mejor que podemos esperar es encontrar refugio a la sombra del estado o la corporación, mientras que el mercado administra el pecado de acuerdo con una lógica utilitarista.

Las dificultades teológicas o confesionales con esta visión son legión, abarcando una gama de temas que van desde la antropología hasta la soteriología. Ahora baste continuar con el argumento escatológico.

¿Cuál es la alternativa al capitalismo? Seguramente, la alternativa es obvia. Es el Reino de Dios, donde habitan los que construyen, donde los que siembran, cosechan, y donde todos se llenan y cesa la agonía que actualmente nos asedia. Es decir, la cuestión de las alternativas es, finalmente, la escatológica de la aparición del Reino. Lo que implica que la pregunta por las alternativas sólo se responde correctamente de manera confesional. ¿Por qué? Porque el Reino no es algo que construimos nosotros; Es algo que recibimos. Finalmente, no es un producto de nuestro trabajo, sino que se nos da como un regalo. Todo lo cual quiere decir que la alternativa al capitalismo no es algo que construyamos nosotros; más bien, es algo que confesamos. Y, vale la pena señalar, debido a que el Reino es algo que confesamos, la réplica sobre «lo mejor que podemos hacer» pierde su fuerza por completo a medida que se revela que está completamente fuera de lugar. La pregunta interesante nunca fue: “¿qué podemos hacer?”, sino la escatológica de “¿qué está haciendo Dios?”

La alternativa al capitalismo ya ha aparecido, aunque todavía no esté presente en su plenitud. Las edades no están yuxtapuestas; se superponen (1 Corintios 10:11). Dios ha dado y sigue dando aquí y ahora más de lo que los defensores cristianos del capitalismo pueden ver.

¿Qué es lo que no ven? Por un lado, la forma en que Dios ha reunido y continúa reuniendo a las personas en un cuerpo llamado la iglesia donde, por medio de las cosas divinas en medio de nosotros: la Palabra y el sacramento, la catequesis, el orden y la disciplina, el deseo humano está siendo sanado de sus distorsiones capitalistas y liberado para participar de un orden económico diferente. Uno gobernado no por la escasez y la lucha, la deuda y la muerte, sino por una lógica caritativa de donación, don y generosidad perpetua. No logran discernir la economía divina que ya está tomando forma entre nosotros a medida que las personas entran en nuevas relaciones económicas, dando y recibiendo, intercambiando, no según el ritmo de la axiomática de producción del capital para el mercado, sino animados por el Espíritu de fe, esperanza y amor. En términos políticos y económicos más reconocibles, esta economía divina toma la forma de lo que la tradición cristiana identifica como las Obras de Misericordia. Las obras corporales y espirituales constituyen el comienzo del reordenamiento de Dios de la política y la economía humanas de acuerdo con el Reino. En otras palabras, las Obras de Misericordia son la instanciación eclesial de la economía divina y esta economía ya está tomando forma en nuestro medio de innumerables maneras y comunidades, en varios mercados alternativos y cooperativas, casas de hospitalidad, movimientos de santuario y jubileo, y proyectos de espiga, todos los cuales participan y fomentan la producción e intercambio económicos de acuerdo con una lógica diferente a la capitalista.

El cristianismo confiesa a un Dios grandioso que da grandes dones. Sin embargo, hay que decir que, cuando se entienden y se practican correctamente, las Obras de Misericordia no son susceptibles de ser un ejemplo de mera caridad, es decir, de ser un ejemplo de la afición moderna de la filantropía que contribuye con unos pocos puntos porcentuales de los ingresos disponibles a causas “dignas” mientras ignora cuestiones sistémicas más amplias lo que llamamos pecado estructural o injusticia. Por el contrario, la práctica de las Obras de Misericordia por parte de la Iglesia está relacionadas con la liberación integral. Las Obras de Misericordia son holísticas en su amplitud, abordando el pecado y la ruptura de la comunión en sus dimensiones personales, sociales y espirituales. Además, las Obras de Misericordia no son sinónimo de nociones románticas de política personalista que buscan el cambio por medio de actos de bondad individuales, excluyendo las preocupaciones sistémicas y los esfuerzos comunitarios. De hecho, tal malentendido es sintomático de la forma en que la tradición ha sido erosionada por los ácidos de la modernidad, que tiene poco lugar para una Iglesia pública y política y, como resultado, ha consignado las Obras de Misericordia a los individuos. Sin embargo, como se han practicado a lo largo de los siglos, las Obras de Misericordia son una actividad corporativa. Describen la lucha por la justicia y la liberación de un pueblo, de un cuerpo público y, por lo tanto, político llamado Iglesia. A este respecto, vale la pena señalar que nada menos que Adam Smith reconoció la potencia económica de la práctica de las Obras de Misericordia por parte de la Iglesia cuando escribió La Riqueza de las Naciones. Allí señaló que la hospitalidad y la caridad de la iglesia eran muy grandes, manteniendo a los pobres de cada reino, y lamenta que esas prácticas “no solo le dieron [a la iglesia] el mando de una gran fuerza temporal, sino que aumentaron mucho el peso de sus armas espirituales”. De hecho, continúa observando que la Iglesia constituía el obstáculo más formidable para el orden civil, la libertad y la felicidad que el libre mercado podía proporcionar.

No estamos solos, abandonados incluso temporalmente, por Dios para aprovechar al máximo los escasos recursos que podemos acumular. Por el contrario, incluso aquí y ahora, en medio de las tinieblas descendentes del capital, tenemos al alcance de la mano, tan cerca como el pan y el vino, todo lo que necesitamos para resistir hasta que Cristo venga en la victoria final. Así que, como dice el profeta Isaías, “no estamos atrapados en una economía que no satisface”».