Internet ha aumentado la comunicación pero no ha reducido el aislamiento social
En una “sociedad indispuesta” con la soledad, estar solo deviene un “acto subversivo”
Uno, su cuerpo, su silencio y nada más, excepto la locomotora incesante de la vida real: 24 horas que se repiten y se repiten y se repiten… en soledad. Tan solo que podría morirme es el crudo título con el que un grupo de investigadores estadounidense alertó en agosto de lo que ya existe: la soledad como un volcán irrefrenable.
La conclusión es el resultado de un trabajo extremo: dos metaanálisis, 200 investigaciones y 300.000 individuos en Estados Unidos, Europa, Asia y Australia para afirmar que “la soledad” -entendida como aislamiento social- “puede representar mayor amenaza para el sistema sanitario que la obesidad” y que, además, “la conexión social puede reducir en un 50% la muerte prematura” de quienes están -y no sólo se sienten- completamente solos.
“Existen potentes evidencias de que la soledad aumenta el riesgo de mortalidad, y su magnitud supera muchos de los principales indicadores de salud habituales”, sostiene Julianne Holt-Lunstad, principal responsable de este informe que refuerza anteriores estudios que ya advertían de esta epidemia. En 2015, una investigación conjunta entre la Universidad de Chicago (Estados Unidos) y la Universidad de Leuven (Bélgica) abordaba posibles tratamientos contra la soledad y recordaba: “En 1978, cuando se le explicó al entonces presidente de la Comisión de Salud Mental de Estados Unidos la importancia de mejorar el sistema sanitario para ayudar a los que sufrían soledad, algunos ya advirtieron de que, 40 años después, el asunto tendría que volverse a agendar”.
Acertaron. El más reciente estudio al respecto, La conexión social, una prioridad para la salud pública en los Estados Unidos, publicado hace tres semanas, tenía tono de regañina: “A pesar de las muchas evidencias sobre la relación entre estar socialmente conectado y el descenso de la mortalidad, gobiernos, proveedores de salud, asociaciones y fundaciones han sido lentos en reconocer que las relaciones sociales son un indicador de salud, según los criterios comúnmente utilizados para determinar las prioridades de la salud pública”.
David Sbarra, profesor en la Universidad de Arizona (Estados Unidos) y uno de los investigadores que firmaba este estudio, apuntaba al poco de publicar el trabajo, que “los gobiernos deberían empezar a discutir estrategias que construyan comunidades positivas, aumenten los matrimonios y otro tipo de compromisos domésticos que prevengan de la soledad”.
“Deben preguntarse qué están haciendo frente a este fenómeno y, sobre todo, qué pueden hacer. Se ha demostrado ya, los datos existen, que la soledad tiene una incidencia tan fuerte en la salud como tiene la obesidad, frente a la que se ha desarrollado un abrumador esfuerzo para reducirla. La ligazón entre las relaciones sociales y la salud es tan sólida como los datos sobre obesidad y nuestro reto principal es fomentar nuevas maneras de que las relaciones sociales se prioricen de igual manera”, continúa este profesor.
Los españoles se sienten solos
En España, un informe conjunto entre la Fundación Axa y la Fundación ONCE también advirtió de que “los españoles se sienten solos” en 2015. La soledad en España informó entonces de que “la mitad de la población española admite haber sentido, en algún momento, cierta sensación de soledad en el último año (2014), que uno de cada 10 españoles -más de cuatro millones de personas- se sentía solo con mucha frecuencia en ese mismo periodo, que en torno a un 20% de españoles vive solo y que, de ese porcentaje, un 41% admite que no lo hace porque quiere sino porque no le queda otro remedio”.
El sociólogo Juan Díez Nicolás, uno de los autores de aquella investigación y que estudia la soledad desde la década de los 60 del siglo pasado, explicaba a este periódico a principios de septiembre, sin embargo, que “el Gobierno no tiene capacidad para que una persona deje de sentirse sola” y que, “así como los medios de comunicación, sobre todo el transistor, han acompañado a quienes se han sentido solos” en nuestros país a lo largo del siglo XX, “ahora lo hace Whatsapp”. En este sentido, a Díez Nicolás le preocupan los jóvenes y la pérdida de lo que él llama “el grupo de la calle”, cuando la calle era algo más segura de lo que ahora es.
“Parece que las redes sociales proporcionan compañía pero es evidente que no, porque no sustituyen el contacto personal”, afirma Díez, que sigue dando clase después de 40 años y considera que “los jóvenes se sienten muy solos porque el mundo actual es muy competitivo y acusan la falta de trabajo y de perspectivas vitales”. “Cuando están juntos, también están con su móvil. La distancia social no se mide en metros”, zanja.
Ahonda en la idea el catedrático de psicología Antonio Cano Vindel, presidente de la Sociedad Española para el Estudio de la Ansiedad y el Estrés (SEAS), cuando afirma que, aunque “los jóvenes de hoy en día se relacionen socialmente, en muchos casos, a través de las nuevas tecnologías”, esto no implica que “la comunicación y la actividad social sea real”. Según este catedrático de Psicología, los gobiernos sí tienen responsabilidad sobre la soledad de sus ciudadanos: “Deben velar por la salud de la población, lo que exige poner en marcha políticas activas de promoción de la salud, incluidas las que potencien el apoyo social, las actividades de ocio, las relaciones sociales y la comunicación”.
La tecnología no sólo no parece capaz de frenar la epidemia de la soledad sino que, además, ha conseguido alterar la percepción que de ella se tiene. La conversación se muere, advertía el año pasado Sherry Turkle, profesora del Instituto Tecnológico de Massachusetts y una de las primeras defensoras del poder de internet, primero, y de salir de él, después. Aunque ya lo había avisado en 2012 con una pregunta de rebosante claridad: “¿Conectados, pero solos?”. En el mismo informe que, en 2015, se recordaba cómo los especialistas ya habían advertido del problema en 1978 -sabiendo que, tras 40 años, tendrían que hacerlo de nuevo- se abordaba también esta realidad: “Las personas se conectan cada vez más digitalmente pero la prevalencia de la soledad -aislamiento social- sigue aumentando”.
La tentación de desaparecer
Más aún. Frente “a la necesidad social de componerse en todo momento un personaje según los interlocutores presentes” hay quienes terminan, precisamente, por buscar la “impersonalidad, una voluntad de darse únicamente en forma neutra (…), desembarazarse de sí mismos, para así escapar de las rutinas y de las preocupaciones”.
Lo dice el sociólogo y antropólogo David Le Breton, profesor en la Universidad de Estrasburgo, en su ensayo Desaparecer de sí, una tentación contemporánea (Siruela, 2016). Una fascinación que se describe también con naturalidad en La ciudad solitaria, aventuras en el arte de estar solo, que acaba de publicar Capitán Swing y donde la escritora británica Olivia Laing desmenuza la belleza de irse, como siempre hicieron las mujeres en los cuadros de Edward Hopper.
“El vínculo social”, continúa Le Breton, “es más una variable ambiental que una exigencia moral. Para algunos no es más que el escenario de su desarrollo personal. El vínculo al otro ha dejado de ser una obligación para convertirse en algo opcional. Cotidianamente, la mayoría de las relaciones no exigen compromiso; la televisión, internet, los chats, los foros… son formas de estar sin ser y de liberarse de una relación con sólo apagar la pantalla”.
En la sociedad en la que se plantea que la soledad se extiende como una epidemia “se imponen la flexibilidad, la eficacia, la velocidad, la urgencia; hace falta en todo momento estar en el mundo, adaptarse a las circunstancias, estar a la altura”. Por todo ello, desaparecer es una tentación contemporánea.
La soledad sigue siendo pasto de artistas, intelectuales y poetas y, siempre que no sea “forzada y dolorosa, como la de la viuda (hombre o mujer), es “tan necesaria para la sociedad como el silencio para la música; es tan necesaria para la amistad como el pudor para el erotismo; es tan necesaria para la supervivencia como el pan para la supervivencia”.
Las comillas pertenecen al escritor Santiago Alba Rico, que prosigue: “Ésta es una sociedad indispuesta con la soledad, organizada contra ella, una sociedad que separa a los individuos para llenar su tiempo solitario de lo contrario de la soledad: de entretenimiento industrial y de fantasía convencional. Contra el capitalismo, habría que enseñar a estar solos. La soledad es, en realidad, un lavabo, un tesoro y un reposo, a condición, claro, de que no sea el resultado de una desgracia. En estos momentos, no hay nada más subversivo que el aburrimiento y el pudor”.