«El conflicto” entre trabajo y capital” presenta aspectos nuevos y, tal vez, más preocupantes» (Compendio de Doctrina Social de la Iglesia 279).

José Luis Segovia

 

La forma actual de trabajo asalariado en grandes o medianas empresas no deja de ser un fenómeno histórico que evoluciona hacia otro formato que lo precariza más (Cfr. CDSI 309). A diferencia de lo que señala como deseable la Doctrina Social de la Iglesia, «cambian las formas históricas en las que se expresa el trabajo humano, pero no deben cambiar sus exigencias permanentes, que se resumen en el respeto de los derechos inalienables del hombre que trabaja» (CDSI 319). Como señala THPV, ello ha implicado un proceso de adelgazamiento del componente humanizador del trabajo que se inició con la revolución industrial y su idolatría de la productividad y se ha prologado más recientemente con las nociones de flexibilidad y competitividad. A día de hoy, estamos en una auténtica «fase de transición epocal», uno de cuyos ambiguos «estímulos más significativos para el actual cambio de la organización del trabajo procede del fenómeno de la globalización» (CDSI 310). La consecuencia fatal para el trabajo y su virtualidad personalizadora es la subordinación del trabajador al proceso productivo, su carácter instrumental y el olvido del valor de la justicia a la hora de gestionar y distribuir los frutos de su trabajo (cfr. CIC 2401). De este modo, el trabajo, auténtica fuerza del hacer humano, mediante la que «afronta la aventura de la transformación de la realidad con sus ocupaciones laborales» se convierte en factor de deshumanización del trabajador y violador de su vocación. En efecto, cuando la actividad humana se orienta a la multiplicación de bienes y a maximizar el lucro o el poder, termina por alejarse de su fin, que es la satisfacción de necesidades humanas, quebrando el orden moral, la justicia social y el plan de Dios (Cfr. CIC 2426 y GS 64). Por el contrario, cuando es digno, decente y humanizador mejora a la persona y mejora la tierra, y se toma’ en un auténtico «trabajo humano». Suele olvidarse que el ser humano no nace programado y que es el sagrado ejercicio de su libertad el que va dotando de contenido su existencia. Siempre a partir de la acción y de la elección como continuo quehacer que constituye su proceso de humanización; su más alta cota es, paradójicamente, llegar a ser lo que es: hijo de Dios, imagen y semejanza de su Creador.

El trabajo con frecuencia se prolonga en la obra humana que se despliega temporalmente, más allá de la acción concreta y, por tanto, recuerda el valor que tiene en sí mismo (el mundo de la estética como actividad humana es muy expresivo en este punto). Por eso, «con su trabajo y laboriosidad, el hombre, partícipe del arte y de la sabiduría divina, embellece la creación, el cosmos ya ordenado por el Padre»[1]En este sentido, universos como el religioso y el artístico ayudan al ser humano a trascender el ámbito del chato pragmatismo y del utilitarismo que constituyen un ataque a la dimensión de gratuidad que el hombre precisa para construir su horizonte de sentido. Lo santo, lo bueno y lo bello deben estar en continua relación de circularidad para que el ser humano cumpla con la vocación que Dios le ha dado en la creación y sea feliz artificie de su propia vida[2]Esto es también de plena aplicación al mundo del trabajo. De ahí que el hacer humano no logrará mantener su estatuto de dignidad si no es mediante la reivindicación de su verdadera naturaleza desde una concepción antropológica, vehiculada mediante una acción sociopolítica que trate de asegurar los logros históricamente conseguidos. Lamentablemente, a día de hoy, acuciados por la crisis económica-financiera planetaria, la flexibilización supone una fuerte precarización de los mismos no suficientemente ponderada por los propios trabajadores, cada vez más desconcientizados. Con todo, la paulatina conciencia de la desigualdad y la corrupción política como patologías más graves de una democracia avanzada, aunque afectan a la credibilidad de sus instituciones y contribuyen a la descalificación de la vida pública, parecen ayudar a salir del letargo a un nuevo sujeto histórico más trasversal que evite tanto una deriva populista que pueda precipitarse hacia nuevas formas de totalitarismo como una deslegitimación de la democracia misma.

Cierto es que el trabajo, como todo lo que afecta al ser humano, está sometido a condiciones cambiantes. En algunos casos, lo han hecho menos fatigoso y mas personalizador. Entonces <<confirma el dominio del espíritu sobre la materia», «permite reducir los riesgos, ahorrar esfuerzos, mejorar la condiciones de vida» y «el hombre se reconoce a sí mismo y realiza su propia humanidad». En suma, «la técnica se inserta en el mandato de cultivar y custodiar la tierra» (CV 69). En otros casos, el culto a lo instrumental (a la razón tecnológica, a la productividad, a la competitividad, al I+D+I, etc.) pueden convertir esta dimensión del ser humano que constituye su quehacer en un auténtico infierno. Se hace «coincidir la verdad con lo factible» y se sacralizan como «único criterio de verdad la eficiencia y la utilidad» (CV 70). De ahí que la dignidad del trabajo como hacer humanizador no se recupere sino volviendo a su vocación, entendiéndolo como respuesta a la llamada del propio del ser del hombre. En otro caso se incurren en severas patologías de lo humano que revierten en el hacer del hombre, como cuando «se produce una confusión entre los fines y los medios», o «el empresario considera como único criterio de acción el máximo beneficio en la producción. [ … ] Así, bajo esa red de relaciones económicas, financieras y políticas persisten frecuentemente incomprensiones, malestar e injusticia>> (CV 71)

El cambio de milenio está significando unos cambios importantísimos en el mundo del trabajo de los cuales todavía no tenemos conciencia suficiente. Algunos autores[3]previenen con lucidez del cambio epocal del que imperceptiblemente estamos siendo mudos testigos. Hoy el componente neoliberal del tardocapitalismo, aún radicaliza más el diagnóstico que Populorum progressio hacía sobre el capitalismo de la primera parte del siglo XX. Decía PP 26: «por desgracia … ha sido construido un sistema que considera el provecho como motor esencial del progreso económico, la concurrencia como ley suprema de la economía, la propiedad privada de los medios de producción como un derecho absoluto … ». Este liberalismo sin freno conduce a la dictadura y genera lo que Pío XI llamaba «el imperialismo internacional del dinero».

Abundando en esta cuestión, Benedicto XVI, en su Discurso de la Jornada de la Paz 2013[4], recalcó que «El que trabaja por la paz debe tener presente que (…) la ideología del liberalismo radical y de la tecnocracia insinúan la convicción de que el crecimiento económico se ha de conseguir incluso a costa de erosionar la función social del Estado y de las redes de solidaridad de la sociedad civil, así como de los derechos y deberes sociales. Estos derechos y deberes han de ser considerados fundamentales para la plena realización de otros, empezando por los civiles y políticos. Uno de los derechos y deberes sociales más amenazados actualmente es el derecho al trabajo. Esto se debe a que, cada vez más, el trabajo y el justo reconocimiento del estatuto jurídico de los trabajadores no están adecuadamente valorizados, porque el desarrollo económico se hace depender sobre todo de la absoluta libertad de los mercados. El trabajo es considerado una mera variable dependiente de los mecanismos económicos y financieros. A este propósito, reitero que la dignidad del hombre, así como las razones económicas, sociales y políticas, exigen que se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo por parte de todos, o lo mantengan».

Desde los datos sociológicos, el VII Informe del Observatorio de la realidad social de Caritas española (2012)[5]insiste en que nos encontramos ante una situación estructural, no meramente coyuntural de crisis con efectos permanentes sobre las personas vulnerables. En época de bonanza económica, los indicadores de pobreza se mantuvieron estables, sin disminuir. Si cuando hubo crecimiento económico (periodo 1994 a 2007), no se redujo la pobreza -ni se consolidó la protección social, ni aumentó la proporción de inversión en gasto social del PIB, ni disminuyó la economía sumergida, ni el fraude fiscal, ni la inequidad territorial- es difícil creer que un hipotético «salir de la crisis» simplemente desde el crecimiento económico pudiera tener consecuencias relevantes para reducir la desigualdad y la pobreza. Eso explica que con la crisis la pobreza previa se haya hecho «más extensa, más intensa y más crónica», que frisemos los 6 millones de parados, que se precaricen trabajadores y clases medias y que aumente el porcentaje de trabajadores pobres (14,4%). El Informe advierte que la crisis nos está cambiando como sociedad y que estamos asistiendo a la pérdida de avances sociales que no recuperaremos cuando la situación económica mejore. Esto afecta no sólo al trabajo y al modelo económico sino a la matriz cultural que se está consolidando peligrosamente, tanto como desencadenante de la crisis como propuesta «científica» para salir de ella recortando sin jerarquizar necesidades y salvaguardar valores.

De ahí la insistencia de Benedicto XVI en el giro antropológico: «Hoyes preciso afirmar que la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológíca» (CV 75). Esto afecta también al mundo del trabajo, del que puede afirmarse lo mismo que señala Benedicto XVI referido a la bioética: «Muchos, dispuestos a escandalizarse por cuestiones secundarias, parecen tolerar injusticias inauditas» y «mientras los pobres del mundo siguen llamando a la puerta de la opulencia, el mundo rico corre el riesgo de no escuchar ya los golpes a esa puerta, debido a una conciencia incapaz de reconocer lo humano» (ib.). Piénsese en la precariedad de los trabajadores migrantes provenientes del Sur o en la vulnerabilidad de los del Norte que van incrementando el llamado Cuarto Mundo. Ante estos planteamientos, habrá que recordar con todo vigor el principio de la Doctrina Social de la Iglesia del «destino universal de los bienes de la tierra» y, muy particularmente, que «el derecho a la propiedad privada está subordinado al uso común, al destino universal de los bienes ( … ). La propiedad se adquiere ante todo por el trabajo, para que ella sirva al trabajo. Esto se refiere de manera especial a los bienes de producción. Estos no pueden ser poseídos contra el trabajo, no pueden ni siquiera ser poseídos para poseer, porque el único título legitimo para su posesión es que sirvan al trabajo» (LE 14).

Seguidamente consideraremos las principales dimensiones humanizadoras del hacer, para después considerar algunas patologías que están afectando al mundo del trabajo y que hunden su raíces en una concepción funcionalista y utilitarista de la persona. La Constitución pastoral Gaudium et spes, en sus números 66-69, recoge lo mejor del magisterio social de la Iglesia sobre este punto. El documento conciliar caracteriza el trabajo con varios rasgos, buena parte de los cuales han sido paulatinamente introducido en los ordenamientos jurídicos de los países más sensibles a la cuestión social. Matizados y desarrollados porLaborem exercensy el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (dedica al trabajo humano todo el Capítulo VI de su II Parte), han sido abordados más recientemente, aunque de manera menos sistemática, por la Caritas in veritate.

 

UN HACER HUMANO Y HUMANIZADOR

De toda la rica reflexión teológica y del magisterio social destacamos las dimensiones siguientes que se proyectan en múltiples planos: subjetivo, objetivo, social, económico, político, ético y religioso.

* El trabajo es ante todo un medio de perfeccionamiento y realización humana. Y lo es, como se ha destacado anteriormente, porque supone la respuesta a una vocación que le viene de fuera de sí. De ahí que los trabajadores deben tener la posibilidad de desarrollar sus cualidades y su personalidad en el ámbito mismo del trabajo.

Este procede directamente de personas creadas a imagen de Dios y llamadas a prolongar, unidas y para mutuo beneficio, la obra de la creación dominando la tierra. Así, en el AT se presenta Dios como Creador (Gn 2,2) que plasma al hombre a su imagen y semejanza y lo invita a trabajar la tierra (Gn 2,5-6). La primera pareja humana es confiada por Dios a la tarea de someter la tierra y dominar todo lo creado (Gn 1, 28). Se trata, aclara el CDSI 255, de un dominio que debe traducirse siempre «como don precioso», como «no abandonarla a sí misma» y a «tener cuidado de ella, como un rey sabio cuida de su pueblo y un pastor a su grey», nada que ver con una intervención humana despótica e irracional. Por tanto, en rigor, la actividad del ser humano sobre el universo la realiza a título de depositario no de dueño (Cfr. CDSI 275).

En palabras de Pablo VI en PP 27: «Creado a imagen suya, el hombre debe colaborar con el creador en la perfección de la creación y marcar a su vez la tierra con el carácter espiritual, que él mismo ha recibido. Dios, que ha dotado al hombre de inteligencia, le ha dado también el modo de acabar de alguna manera su obra; ya sea el artista o el artesano, patrono, obrero o campesino, todo trabajador es un creador. Aplicándose a una materia que se le resiste, el trabajador imprime un sello, mientras él adquiere tenacidad, ingenio, y espíritu de invención».

Igualmente, frente a una lectura en algunos momentos bastante extendida que consideraba el trabajo como una maldición o un castigo, una recta hermenéutica bíblica concuerda que el trabajo pertenece a la condición originaria del hombre y precede a su caída. Por tanto, concluye con toda contundencia CDSI 256, el trabajo no es «ni un castigo ni una maldición», sino signo de la colaboración del hombre con Dios. Por eso es colocado en el jardín del Edén (Gn 2, 8) para «cultivar la tierra y guardarla» (Gn 2, 15) Y el trabajo no le resulta penoso (Gn 3,17-19): es una colaboración personalísima del ser humano en todas sus dimensiones para el perfeccionamiento de la creación. En todo caso, el pecado de Adán y Eva fue precisamente querer ser como dioses, dejar de ser criatura para suplantar al Creador y ejercer el dominio absoluto sobre todo. En el fondo, el relato del Génesis está orientado hacia el futuro más que hacia el pasado. Por ello presenta los riesgos que acechan a los seres humanos cuando abandonan el campo de la ética y se empeñan en comer sin límites del «árbol de la ciencia del bien y del mal». Este árbol es indisponible y, desde luego, no lo plantó ni Adán ni Eva. Sin embargo, a pesar del pecado de los primeros padres y de todas las posteriores generaciones, el designio amoroso de Dios prosiguió inalterado y continua convocando apasionadamente a todos los hombres y mujeres de cada generación a ser felices y a constituirse en cultivadores y custodios de la creación con su trabajo que, de algún modo, prolonga la tarea creadora del Buen Dios.

* Además de participar en la tarea creadora de Dios (cfr. GS 34 y 36; LE 25; SRS 30), el principio de humanización supone también una cierta divinización de lo humano. El hombre y la mujer, imagen y semejanza de Dios, continúan su obra creadora y participan de su iniciativa. Igualmente, el trabajo contribuye a su dinamismo redentor y sanador en cuanto coadyuva a combatir eficazmente el mal y el pecado, constituyéndose en un medio de santificación personal y de transformación de las realidades temporales. Así constituye expresión plena de la humanidad del hombre en su condición histórica y en su orientación escatológica (cfr. CDSI 263).

Con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres y mujeres trabajadores se asocian a la obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad eminente laborando con sus propias manos en Nazaret. Con sus actitudes y palabras condenó el comportamiento del siervo perezoso que escondió bajo tierra su talento (cfr. Mt 25, 14-30), al tiempo que alababa al siervo fiel y prudente a quien el patrón encuentra realizando las tareas que le han sido encomendadas (cfr. Mt 24, 46). La gran enseñanza del NT acerca del trabajo humano y su sentido no es la reflexión que traducen los evangelistas, las cartas apostólicas o el resto de los escritos neotestamentarios, sino la persona de Jesús y su trabajo de tekton(Mc 6, 3), cuya gran fatiga (érgon) es hacer el trabajo que él Padre quiere.

De este modo, el mismo Jesucristo describe su ministerio como  trabajo: «Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo» (Jn 5, 17). Sus discípulos, escogidos en buena medida de entre personas pertenecientes al mundo del trabajo, son también definidos después de asumir la misión apostólica como «obreros en la mies del Señor» (Mt 9, 37). De ahí que de ellos pueda decirse en rigor que «el obrero merece su salario» (cfr. Lc 10, 7). El trabajo como actividad humanizadora trata de mejorar la tierra y aliviar el sufrimiento ajeno.

El propio trabajo de Jesús consistió en «hacer el bien» y liberar a los seres humanos de la enfermedad, del mal, el sufrimiento y la muerte. Y labora incluso el mismísimo sábado para recordar que éste es una mediación al servicio del hombre (Me 2, 27) que cuando se emplea en practicar la fraternidad y la solidaridad, en combatir el mal y la injusticia, encamina a la humanidad hacia el sábado eterno, a la vida plena de Dios y a la comunión con El. Así, visibiliza como el trabajo humano se transforma en un servicio a la gloria de Dios, plenamente compatible con la vida del hombre o, más bien, exigida por aquella. Por eso, decía bien San Ambrosio cuando señalaba que cada trabajador es la mano de Cristo que continua creando y haciendo el bien.[6]

* El trabajo se diferencia del resto de los elementos del proceso productivo por su superioridad ontológica y axiología. Procede inmediatamente de la persona, la cual marca con su impronta la materia sobre la que trabaja y la somete a su voluntad (cfr. MM 18). Va muy pegado a la dignidad de la persona humana, auténtico fin en sí misma, irreductible a la categoría de medio. «El trabajo humano no solamente procede de la persona sino que está también esencialmente ordenado y finalizado a ella». «El trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo» (CDSI 272). El trabajo que, en sentido objetivo constituye el aspecto contingente de la actividad humana, en sentido subjetivo supone que, como persona, el ser humano es sujeto del trabajo y, por tanto, la subjetividad confiere al trabajo su peculiar dignidad que impide considerado como una simple mercancía o un elemento impersonal de la organización productiva. En este ultimo sentido, el trabajo es un auténtico actus personae(cfr. CDSI 271), de ahí que el sentido subjetivo deba prevalecer siempre sobre el objetivo. En otro caso, la actividad laboral y la misma técnica, en vez de aliadas, se tomarían en enemigas de du dignidad.

Con especial vigor debe proclamarse en época de globalización y crisis económica un añejo principio de la Doctrina Social de la Iglesia que cobra especial vigencia en esta hora: «El trabajo, por su carácter subjetivo o personal, es superior a cualquier otro factor de producción. Este principio vale, en particular, con respecto al capital» (CDSI 276). Como señala la Carta Magna del trabajo humano, «el trabajo es siempre causa eficiente primaria, mientras que el capital, siendo el conjunto de los medios de producción, es sólo un instrumento o la causa instrumental» (LE 12). El Compendio, recordando este principio, remarcará que «este principio pertenece al patrimonio estable de la doctrina de la Iglesia» (CDSI 277). Ello sin perjuicio de la relación de complementariedad que el funcionamiento de la economía reclama del trabajo y del capital, pero recordando siempre «la primacía del hombre sobre el resto de las cosas» que debe ser muy especialmente destacada en la ordenación del trabajo y en el sistema socioeconómico (LE 12), subrayándose la dimensión subjetiva y personal del trabajo sobre cualquier otra visión materialista o instrumental del mismo. Por eso, «los medios de producción no pueden ser poseídos contra el trabajador, no pueden ser ni siquiera poseídos para poseer» (LE 14). Su posesión se vuelve ilegitima «cuando sirve para impedir el trabajo de los demás u obtener unas ganancias que no son fruto de la expansión global del trabajo y de la riqueza social, sino más bien de su limitación, de la explotación ilícita, de la especulación y de la ruptura de la solidaridad en el mundo laboral» (CA 43).

* Constituye para el trabajador y para su familia el medio ordinario de subsistencia. Por tanto, de uno u otro modo, debe asegurar el bienestar no sólo del trabajador sino también de las personas que dependen de él. De ahí brota el derecho a percibir una remuneración justa y adecuada: la remuneración del trabajo debe ser tal que permita al trabajador y a su familia una vida digna en el plano material, social, cultural y espiritual, teniendo presentes el puesto de trabajo y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común. Santiago, en un lenguaje duro, reivindica los derechos conculcados de los trabajadores: «Mirad, el salario que no habéis pagado a los obreros que segaron vuestros campos está gritando; y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor» (Sant 5, 4; cfr. Lv 19, 13 Dt 24,14-15). Sin duda, también hoy, «la remuneración es el instrumento más importante para practicar la justicia en las relaciones laborales» (LE 19). En ese sentido, para Rerum novarumno basta con que el salario sea fruto de un contrato libre entre patrono y trabajador. Quadragesimo anno tampoco deja a criterios de mercado el quantum salarial y propone tres criterios (Cfr. QA 71-74) que son reelaborados por Mater et magistra« … primero la afectiva aportación de cada trabajador a la producción económica, segunda, la situación financiera de la empresa en que se trabaja; tercero, las exigencias del bien común de la respectiva comunidad política, principalmente en orden a obtener el máximo empleo de la mano de obra en toda la nación; por último, las exigencias del bien común universal, o sea de comunidades internacionales, diferentes entre sí en cuanto a su extensión y a los recursos naturales de que disponen» (MM 71). En último término, no se olvide que el salario es «la verificación concreta de la justicia de todo el sistema socioeconómico» (LE 19b), la forma de participar en el destino universal de los bienes de la tierra, «una vía concreta a través de la cual la gran mayoría puede acceder a los bienes que están destinados al uso común» (LE 19b) Y «la mejor manera de cumplir la justicia en la relación entre trabajador y empresario» (LE 19a).

* Consecuencia del punto anterior, las personas tienen derecho a poseer y disfrutar de los frutos conseguidos con el trabajo, tanto para sí como para sus familias. No se puede olvidar que el ser humano «a diferencia de cualquier otro ser vivo, tiene necesidades  que no se limitan solamente a “tener” (CDSI 318)>>. Ese derecho, como todo los demás, se basan en la naturaleza humana y en su dignidad trascendente (Cfr. CDSI 301). Algunos de estos derechos son descritos en el n. 301 del CDSI. Aparecen recogidos en no pocos tratados internacionales, convenios colectivos y estatutos reguladores de los derechos y deberes de los trabajadores. En todo caso, nos interesa destacar aquí como el derecho al trabajo facilita el acceso a otros derechos porque permite satisfacer necesidades de la persona (alimentación, prestaciones sociales, jubilación … ). Por el contrario, el desempleo o la precariedad laboral constituyen un facilitador de primer orden para despeñarse el sujeto y su familia hacia itinerarios de exclusión social.

* El trabajo es el fundamento sobre el que se forma la vida familiar, la cual es un derecho natural y una vocación del ser humano (LE 10). Por eso familia y trabajo requieren una atención que las abarque conjuntamente, sin las limitaciones de una concepción privatista de la vida y economicista del trabajo. Los largos desplazamientos diarios al puesto de trabajo, el doble trabajo, la fatiga física y psicológica limitan el tiempo dedicado a la vida familiar, la desocupación tiene repercusiones materiales y espirituales sobre las familias, así como las tensiones y las crisis familiares influyen negativamente en las actitudes y el rendimiento laboral (Cfr. CDSI 294). Se comprende así como todas las patologías de la flexibilización laboral denunciadas en THPV repercuten negativamente no sólo sobre la persona del trabajador, sino también sobre su familia, con una incidencia de consecuencias imprevisibles en la crianza de sus hijos. Estos crecen en ausencia de un padre y una madre sin tiempo de vida que han de dedicar muchísimas horas al trabajo en horarios cambiantes y rotaciones sin fin incluyendo los fines de semana. La preconizada conciliación de la vida familiar y la laboral es a día de hoy un frustrado desiderátum que necesita más concreciones reguladoras que aseguren su efectividad.

* Una cuestión en la que la Doctrina Social de la Iglesia es especialmente avanzada (con poco eco dentro y fuera) es su consideración del trabajo humano como auténtico «titulo de participación». El acento del pensamiento social se ha ido desplazando de las condiciones físicas y la remuneración económica a la participación, de modo que «en el ejercicio de la actividad económica, le sea posible al hombre asumir la responsabilidad de lo que hace y perfeccionarse a sí mismo» de forma que no se ponga en juego la dignidad humana del trabajador (Cfr. MM 82-83).

En efecto, resumiendo el pensamiento social católico, «la relación entre el trabajo y el capital se realiza también mediante la participación de los trabajadores en la propiedad, en su gestión y en sus frutos. Esta es una exigencia frecuentemente olvidada (CDSI 281). Como enseñaba LE 14, se trata de que el trabajador tenga pleno derecho a considerarse «copropietario» de esa especie de gran taller donde se compromete con todo. El objetivo final es que «la empresa llegue a ser una comunidad de personas» (MM 91),  pues «no se puede reducir a sus colaboradores de cada obra a la condición de simples ejecutores silenciosos, sin posibilidad alguna de hacer valer su experiencia, enteramente pasiva respecto de las condiciones que rigen su actividad» (MM 92). Por tanto, se recomiendan fórmulas en que se asocie el trabajo a la propiedad del capital y la vida de una rica gama de cuerpos intermedios y de fórmulas creativas en las que también se introduzca en la mecánica del mercado expresiones de la sociedad civil que hagan presente el dinamismo del don, de la gratuidad y de la comunión (Cfr. CV 38) y que rompan la idea de que existe el sólo mercado o el solo Estado, o que el lucro económico es el único motor de la actividad empresarial. Caritas in veritatees sugerente apuntando a cómo la economía de comunión, las cooperativas, diversas formas de trabajo asociado, permiten introducir dinamismos de gratuidad, altruismo y comunión en el mercado. Se trata de romper ese presupuesto cultural tan fuertemente arraigado de que el correcto funcionamiento de la economía exige un ser humano interesado y una tendencia hacia el crecimiento ilimitado en cuyo funcionamiento no hay cabida para el altruismo, la austeridad o el decrecimiento sostenible. En los últimos tiempos empieza a reflexionarse sobre la urgencia de plantear otro modelo de desarrollo humano, de formular nuevos indicadores cualitativos del bienestar personal y social, de recuperar los valores, tiempo para llenar de vida e inyectar de dimensión humana la economía[7].

En esto, una vez más, la concepción antropológica es vital: se presupone que la persona es sujeto, actor, protagonista y hermeneuta de su vida y de su hacer y no mero objeto o factor de una producción que escapa por completo a su control Por eso, el trabajador tiene derecho a participar en la marcha y gestión de su empresa y a tener sus representantes en los órganos de participación no sólo de la entidad para la que trabaja sino, no menos importante, también en el resto de instituciones políticas, económicas y sociales.

* Un trabajo digno, estable y decente genera vínculos y relaciones sociales, no ataduras. Por él, el ser humano se une a sus hermanos y les presta un servicio, puede practicar la verdadera caridad y cooperar al perfeccionamiento de la creación divina. «Si la tierra está hecha para procurar a cada uno los medios de subsistencia y  los instrumentos de su progreso, todo hombre tiene el derecho de encontrar en la creación lo que necesita» (PP 22). «La universalidad es una dimensión del hombre, no de las cosas … El trabajo, por tanto, también tiene una dimensión universal, en cuanto se funda en el carácter relacional del ser humano que busca algo más que maximizar su utilidad. El fundamento último de este dinamismo es el hombre que trabaja, es siempre el elemento subjetivo, y no el objetivo» (CDSI 322). El trabajo humano posee una intrínseca dimensión social. Lo expresaba con claridad la Centesimus annus: «Hoy, principalmente, el trabajar es trabajar con otros y trabajar para otros: es hacer algo para alguien» (CA 31). Por eso, el trabajo, siendo personalísimo, tiene una naturaleza social y por eso reclama un orden jurídico que regule la dimensión personal y el ejercicio efectivo de derechos colectivos. Sólo de este modo se pone al servicio de la relacionalidad y de la comunión y se aleja del riesgo de la alienación. THPV apunta una dimensión interesante del trabajo vinculada a la relacionalidad: el trabajo no es sólo algo vinculado al trabajador individualmente considerado, sino a «los trabajadores». Se trata de aportar una perspectiva colectiva. En efecto, el hacer humano no es una actividad solipsista sino algo que se hace con otros y en favor de otros para dejar la tierra mejor a las generaciones venideras. Es también memoria agradecida al trabajo de otros (en todos los órdenes: no sólo en el productivo, también en el de la historia de la lucha por los derechos sociales). Por tanto ha de ser un trabajo colectivamente sostenible que no dilapide el inmenso patrimonio que se ha ido constituyendo en la historia de la humanidad. Esta dimensión colectiva abre también a la necesidad de contemplar el derecho al trabajo desde la necesidad de políticas que alcancen la efectiva universalidad de este derecho.

* El derecho humano al trabajo constituye al mismo tiempo un auténtico deber para que nadie se sienta con derecho a vivir a expensas de los demás (2 Tes 3, 6-12). Lo deseable para el Apóstol Pablo es vivir en tranquilidad con el trabajo de las propias manos para no hacerse gravoso a nadie (1 Tes 4, 11-12), sin olvidar que el trabajo es también fuente de solidaridad con «quien se halle en necesidad» (Ef 4, 28). Por eso se puede afirmar que el trabajo es también «una obligación, es decir, un deber» (LE 16). De este modo, correlativo al derecho a tener un trabajo digno, decente, estable, suficiente y adecuado, existe la obligación de trabajar honradamente.

Es deber del Estado y de la sociedad ayudar a los ciudadanos y ciudadanas para que puedan encontrar la oportunidad de lograr un trabajo humanizador. Como todo deber, se fundamenta en la alteridad, en que todos somos responsables de todos como referente antropológico y en la circunstancia de que los deberes recíprocos movilizan con más intensidad la defensa efectiva de los derechos. De ahí que el deber constituya el terreno sólido sobre el que se puede construir el edificio de los derechos para que no queden al arbitrio del poder o sometidos al consenso del momento (cfr. CV 43). Los deberes son asimismo intergeneracionales: el trabajo no es sólo una obligación para con la familia o la sociedad a la que se pertenece, su referente es toda la familia humana presente y futura: «somos herederos del trabajo de generaciones y, a la vez, artífices del futuro de todos los hombres que vivirán después de nosotros» (ib.) Por ello, puede hablarse también en este punto de un deber de «justicia intergeneracional» (CV 48) que se despliega en el orden económico, social, político, cultural y ecológico.

* Sin embargo, el trabajo no constituye un absoluto. Se trabaja para vivir, no se vive para trabajar. Deben satisfacerse otras necesidades humanas como las de relacionarse con los demás, atender a la familia, divertirse, cultivar lo religioso, lo cultural, el ocio, la relacionalidad, el descanso, etc. Por eso, aunque el trabajo debe ser honrado pues constituye un facilitador para una vida decorosa y un instrumento eficaz contra la pobreza (cfr. Prov 10, 4), «no se debe ceder a la tentación de idolatrado, porque en él no se puede encontrar el sentido último y definitivo de la vida. El trabajo es esencial, pero es Dios, no el trabajo, la fuente de la vida y el fin del hombre» (CDSI 257). Por eso insistirán los evangelios tanto en que el trabajador no se debe afanar” (cfr. Mt 6, 25.31.34) Y que el hombre agitado y preocupado por muchas cosas corre el peligro de descuidar el Reino de Dios y su Justicia (cfr. Mt 6, 3). Todo lo demás, incluido el trabajo, encuentra significado solo en la medida en que está orientado hacia lo único capaz de dotar de sentido pleno a la existencia (cfr. Lc 10, 40-42).

* El trabajo constituye un bien, auténtico patrimonio de la humanidad. Todos deben tener acceso a él sin discriminación por razón de origen nacional. Junto con el derecho a no ’emigrar (deben crearse fuentes de trabajo en las propias regiones (GS 66), la sociedad entera, y en particular los poderes públicos, deben considerar a los trabajadores migrantes como personas, no como simples instrumentos de producción, ayudándolos para que traigan junto a sí a sus familiares, se les procure un alojamiento decente, y a favorecer su incorporación a la vida social del país o de la región que los acoge.

No sólo hay que constatar con realismo que «los trabajadores extranjeros contribuyen de manera significativa al desarrollo económico del país que los acoge», es que además «poseen derechos inalienables que han de ser respetados por todos y en cualquier situación» (CV 62).

* La Doctrina Social de la Iglesia ha desarrollado con especial intensidad algunos derechos inherentes al mundo del trabajo. Desde luego, destacan el derecho a un trabajo digno y a una justa remuneración para vivir dignamente la persona trabajadora y su familia. Sin pretensión de exhaustividad, recordamos algunos otros derechos especialmente acentuados por el pensamiento social de la Iglesia. Un derecho fundamental de primera generación de aplicación universal es el de asociación y libre sindicación; se trata de un instrumento para mejor defender los derechos del trabajador, colaborar en la recta ordenación de la vida económica y participar libremente en las actividades de las asociaciones sin riesgo de represalias. Los sindicatos constituyen un «elemento indispensable de la vida social» (CDSI 305). Son «propiamente los promotores de la lucha por la justicia social» (CDSI 306) con competencias en materia de «defensa y reivindicación», «representación» de los trabajadores, instrumentos para la «recta ordenación de la vida económica» y para la «educación de la conciencia social de los trabajadores» (CDSI307).

La grandeza del protagonismo de las luchas del mundo del trabajo como auténtica historia de liberación reside en haber transformado una situación de opresión (mundo obrero) en otra de liberación (movimiento obrero) y generando un auténtico dinamismo cultural y moral del que es destinatario principal el propio mundo del trabajo. Por eso tiene la pretensión de ser alternativa cultural y por eso apuesta por la cultura de la solidaridad y el internacionalismo solidario[8]. De ahí que Benedicto XVI apunte la necesidad de una defensa planetaria e interdependiente de los derechos de los trabajadores a través de una acción sindical cada vez más internacional, que haga que las organizaciones nacionales sindicales, ceñidas sobre todo a la defensa de los intereses de sus afiliados, vuelvan su mirada también hacia los no afiliados y, en particular, hacia los trabajadores de los países en vía de desarrollo, donde tantas veces se violan los derechos sociales (CV 64). Igualmente, las organizaciones sindicales están llamadas a hacerse cargo de los nuevos problemas de nuestra sociedad, por ejemplo, el conflicto entre persona-trabajadora y persona-consumidora. Sin duda que a este ámbito pueden unirse otros, como la denuncia de la siniestralidad laboral[9]motivada por la falta de formación suficiente y el proceso de la subcontratación ad infinitum, la vigilancia de las condiciones de trabajo en espacios no sometidos a convenio colectivo, la ocultación de enfermedades profesionales o las insuficiencias en materia de prevención de riesgos laborales los subempleados y la economía sumergida, etc.

En un mundo globalizado se reclaman «nuevas formas de solidaridad», y «nuevas formas de actuación» que consideren el valor subjetivo del trabajo en un contexto en el que, además de las categorías laborales tradicionales, aparecen otras formas nuevas hijas de la flexibilización: trabajadores con contratos atípicos o a tiempo determinado, los que tienen los puestos de trabajo en peligro a causa de las fusiones empresariales, los desempleados, los inmigrante s, los temporales, los expulsados del mercado laboral por obsoletos, etc. (Cfr. CDSI 308). En la búsqueda de nuevas formas de solidaridad, las asociaciones de trabajadores deban orientarse hacia la asunción de mayores responsabilidades en relación con la producción de la riqueza y la creación de condiciones que permitan el pleno respeto a la dignidad de los trabajadores. Esto es especialmente valido en un modelo que va superando el trabajo asalariado en la  gran empresa por otras formas más precarizadas (cfr. CDSI 30).

Los trabajadores, agotadas otras vías pacíficas de resolución de conflictos pueden defender sus derechos y el logro de sus justas aspiraciones mediante el ejercicio de la huelga. Este constituye un auténtico derecho, recogido en la legislación. Con todo, se procurarán, cuanto antes, caminos para negociar y para reanudar el diálogo conciliatorio. La huelga «constituye un recurso inevitable, si no necesario para obtener un beneficio proporcionado» (CDSI 304), pero debe ser siempre un método pacífico de reivindicación y de lucha por los propios derechos. «Resulta moralmente inaceptable cuando va acompañada de violencia o también cuando se lleva a cabo en función de objetivos no directamente vinculados con las condiciones del trabajo o contrarios al bien común»(CIC 2435).

El derecho al trabajo se prolonga en las posibilidades de acceder a una formación profesional adecuada y actualizada. Efectivamente, el trabajo es un derecho fundamental y un bien para el hombre: un bien útil, digno de él, porque es idóneo para expresar y acrecentar la dignidad humana. De ahí que la desocupación sea una auténtica calamidad social «La plena ocupación es, por tanto, un objetivo obligado para todo ordenamiento económico orientado a la justicia y al bien común»(CDSI 288) y, dado que en sociedades complejas el logro y la conservación del empleo depende más de las capacidades profesionales, «el sistema de instrucción y de educación no debe descuidar la formación humanas y técnica necesaria para desarrollar con provecho las tareas requeridas» (CDSI 290).

Ya reconocidas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en múltiples Pactos Internacionales, Constituciones y acuerdos jurídicos, las personas tienen derecho a disponer de ciertas prestaciones sociales: se debe garantizar la subsistencia y la dignidad humana de los que, sobre todo por razón de enfermedad o de edad, se ven aquejados por graves dificultades. Es necesario también continuar el desarrollo de los servicios familiares y sociales, principalmente de los que tienen por fin la cultura y la educación.

Es tan importante que el proyecto de Dios se realice a través de un trabajo humanizador, que propiamente puede decirse que «el culmen de la enseñanza bíblica sobre el trabajo es el mandamiento del descanso sabático» (CDSI 258). Por eso, «la memoria y la experiencia del sábado constituyen un baluarte contra el sometimiento humano al trabajo, voluntario o impuesto y contra cualquier forma de explotación, oculta o manifiesta» (ib.). Tiene por consiguiente una clara función desacralizadora de un trabajo entendido como fin en sí mismo y una función liberadora de las degeneraciones antisociales del trabajo humano. Como recuerda el Compendio, este descanso, comporta una expropiación de los frutos de la tierra a favor de los pobres y la suspensión de los derechos de propiedad de los dueños del suelo. Las afirmaciones tan rotundas en este sentido (p.e., Ex 23,10-11) responden a una honda convicción bíblica: la acumulación de bienes en manos de unos pocos se puede convertir con facilidad en exclusión de su acceso a otros muchos y, por consiguiente, en el sofoco de sus necesidades básicas. El descanso constituye un auténtico derecho pues se corresponde con una necesidad humana universal Por eso los trabajadores deben gozar de descanso y tiempo libre para poder atender su vida familiar, cultural y religiosa (Cfr. GS 67 y CDSI 284 ss. 284). El domingo, día de santificación, es «tiempo propicio para la reflexión, el silencio y el estudio, que favorecen el crecimiento de la vida interior y cristiana» (CDSI 285), «auténtico día de liberación» que deben garantizar tanto el Estado como los empresarios (CDSI 286). En ese sentido, está por hacer una teología del ocio y del descanso y no está de más recordar que PP 27 prevenía frente a una «mística exagerada del trabajo».

Para más información:

Libro: “La fuerza humanizado del trabajo“ (Grupo trabajo y descarte). Editorial Voz de los sin Voz. (www.solidaridad.net)

[1]San Ireneo, Adversus haereses 5, 32, 2: PG 7, 1210-1211

[2]Cfr. Carta de Juan Pablo II a los artistas, 4 de noviembre de 1999

[3]A modo de ejemplo, puede verse el ensayo provocador y sugerente de Richard Sennett, La corrosión del carácter, Anagrama, Barcelona, 2000. Describe a través de dos generaciones, las cambios habidos en el mundo del trabajo y la repercusión de la «flexibilización» en la vida, familiar, social, cultural y política.

[4]http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/messages/peace/documents/hf­_ben-xvi_mes_20121208_xlvi-world-day-peace_sp.html

[5]CARITAS ESPAÑOLA, VII Informe del Observatorio de la realidad social de Caritas española, De la coyuntura a la estructura. Los efectos permanentes de la crisis, Madrid, 2012

[6]SAN AMBROSIO, De obitu Valentiniani consolatio 62: PL 16, 1438. 64

[7]En esa prometedora dirección trabaja la Fundación FOESSA, auténtico think tankde pensamiento. Cfr. VI Informe FOESSA-Caritas Española, Madrid, 2008, Sobre los nuevos modelos, además de la economía de la comunión, se habla de la economía del bien común (c. Felber), incluso se da entrada en el debate económico a la filosofía moral (M. Nussbaum). Los modelos alternativos, desde una perspectiva menos economicista y más humana, van siendo cada vez menos utópicos y más imprescindibles.

[8]Cfr. R. DIAZ SALAZAR, en el Prólogo a F. PORCAR REBOLLAR, Una historia de liberación. Mirada cultural a la historia del movimiento obrero, HOAC, Madrid, 1999, 11.18.

[9]Paradójicamente, el descenso de actividad económica debida a la crisis, no ha ido acompañado de una disminución de la siniestralidad laboral, algo a ser muy tenido en cuenta.