Los términos violencia-guerra-paz están íntimamente relacionados con la idea que tengamos de la política. Ésta, a su vez, está íntimamente vinculada a la idea que tengamos del hombre y de la sociedad. A la realidad política vista como lucha le corresponde un hombre rebelde. A la realidad política vista como paz y orden le corresponde un hombre sociable. La primera visión es pesimista. La segunda, optimista.

La tensión entre la lucha y el orden procede del mundo griego a través de dos pensadores: Heráclito y Parménides. El primero, con su idea de que «la guerra es la madre de todas las cosas». El segundo, con su idea de un mundo en orden permanente. Estas dos visiones han ido caracterizando el pensamiento político a lo largo de los siglos.

Veamos cómo se ha ido expresando:

– La idea de la lucha como elemento que define la política fue desarrollada por Maquiavelo. Él consideraba que la política era la simple conservación y aumentó del poder, dada una naturaleza humana esencialmente egoísta. Hobbes retoma esta idea a través del «bellum omnium contra omnes» y de la conocida máxima «el hombre es un lobo para el propio hombre». Marx profundiza en la misma visión a través del análisis de los conflictos sociales de matriz económica, condensados en su teoría del materialismo dialéctico. El teórico alemán C. Schmith llega al culmen de esta idea al definir la política en términos de lucha amigo-enemigo.

– La idea de la política como orden y paz en el seno de la polis, tal como la entendía Aristóteles, fue recuperada por Santo Tomás a través de una visión armoniosa y ordenada del mundo en el que el hombre, naturaleza corporal, racional y espiritual, es afín a Dios. Esta visión pacificadora de la política fue tratada también por J. Locke, quien entendía la política como la organización de un estado de naturaleza en el que los hombres poseían derechos pero carecían de las garantías del respeto a esos derechos. Este optimismo fue acentuado por E. Kant a través del análisis que hizo sobre la libertad humana, vista en términos de autonomía y afirmación del valor absoluto de la persona.

Dentro de este último grupo de pensadores hay que añadir a aquéllos que, pese a mantener una visión armónica de las relaciones sociales y políticas, han tratado sobre cuestiones relacionadas con la legitimidad de la violencia a través de las teorías de la resistencia al poder. De entre ellos, hay que señalar a la Escuela de Salamanca y especialmente a J. de Mariana. Defensor de esta teoría, dentro de la reforma protestante, fue J. Calvino.

La violencia, fruto de una determinada visión antropológica y resultado de un modo determinado de entender los conflictos sociales y la superación de los mismos, ha adquirido, entre otros, un modo muy concreto de expresión: la violencia bélica. No es el único modo de violencia, como veremos, pero sí uno de los más constantes a lo largo de los siglos, así como el que está relacionado más directamente con el objetivo de la paz. Vamos a detenemos en la valoración que históricamente se ha hecho sobre ambos conceptos:

Cicerón considera que el uso de la violencia para la resolución de los conflictos humanos es irracional. Condena la guerra cuando no la impone la legítima defensa y reclama la viabilidad de un derecho de gentes a través del que evitar y reparar los conflictos entre los pueblos.

San Agustín, frente a un pacifismo absoluto, afirmará la legitimidad de la guerra justa sólo como medio para hacer frente a la injusticia entre los pueblos, como manifestación del derecho a castigar y como recurso en manos de la autoridad. Su objetivo es restaurar el derecho.

– Para Maquiavelo la guerra es un medio normal de la política para el que hacen falta milicias permanentes, frente a los ejércitos de mercenarios.

– Una mención especial, es la teoría de la guerra justa desarrollada por la Escuela de Salamanca, especialmente por F. de Vitoria. 

– Por último, es E. Kant quien, en su búsqueda de la paz perpetua, no reflexiona ya sobre las condiciones de una guerra justa, sino sobre las bases que puedan evitar la propia guerra. El idealismo kantiano no oculta, pese a su optimismo, la confrontación y el conflicto del que es causante el ser humano.

La literatura de la Iglesia sobre la violencia, la guerra y la paz es extensísima. La paz es un tema presente y recurrente incluso en la celebración litúrgica, donde un saludo ritual, siguiendo el ejemplo de Jesús, es «la paz esté con vosotros».

Mirando al pasado siglo XX, siglo de guerras y genocidios, constatamos cómo los Papas han hecho frecuentes apelaciones en favor de la paz. Baste recordar la llamada de Pío XII en vísperas de la II Guerra Mundial: «Nada se pierde con la paz; todo se pierde con la guerra».

Desde esta perspectiva, nos centramos en los aspectos políticos relacionados con la violencia, la guerra y la paz, según el siguiente esquema:

  1. Concepto y origen de la violencia.
  2. La violencia entre bloques.
  3. La violencia bélica.
  4. La injerencia humanitaria.

 

CONCEPTO Y ORIGEN DE LA VIOLENCIA

CONCEPTO

Como concepto de violencia, la Iglesia acepta el generalmente admitido de iniciativa que atenta gravemente, por la fuerza, física o moral, contra los derechos de la persona. Las manifestaciones concretas dan lugar a innumerables clasificaciones o tipologías de violencia: revolucionaria, estructural, espiral de violencia, violencia subversiva… O a un tipo especial de violencia ideológica, denunciado por Juan Pablo II (CA 23-25), ejercida por el comunismo contra los trabajadores en nombre de los propios trabajadores y contra la cultura tradicional de los pueblos. Lo singular en este caso es que tal violencia no ha sido respondida con más violencia (contra la teoría de la espiral de violencia), sino con una lucha tenaz, pero pacífica, contra los violentos.

Ahora nos interesa recalcar los aspectos políticos de esta realidad. Nos centraremos, pues, en la violencia bélica, la guerra de Estado contra Estado, y el terrorismo, en cuanto que se presenta muchas veces como guerra sucia contra un Estado determinado para conseguir la independencia de un grupo nacional y formar un Estado. 

 

ORIGEN

Más allá de las causas concretas que desencadenan las guerras, está el ambiente de violencia en que viven los hombres y las sociedades. Por eso conviene ahondar en las causas que determinan esta atmósfera de violencia. Los documentos de la Iglesia han ido desenmascarando las distintas formas y raíces de esta violencia.

  • Para Juan XXIII la causa última de la violencia está primero en el olvido de Dios-, y, como corolario necesario, en el olvido de su ley natural (PT 1-6). Es un toque de atención para los creyentes poco responsables y un punto de reflexión para todos aquellos, que con buena voluntad, quieren vivir según la ley natural. De forma más cercana a la realidad concreta, señala el origen de la violencia bélica: en la desconfianza (113-114), injusticias y desigualdades entre personas y pueblos (163-165).
  • El Concilio lo repite casi al pie de la letra. Y GS 83 añade, como origen de la violencia, las injusticias cometidas por el deseo de poder, desprecio de las personas, envidia, soberbia y demás pasiones egoístas.
  • Juan Pablo II, coherente con su visión teológica de toda la realidad, pone el origen de todo mal social y político en el pecado. Así, en SRS denuncia como pecado todo afán desmedido de lucro y poder (37). Este afán es propio de la persona; pero llega a institucionalizarse y crear unos mecanismos perversos («estructuras de pecado», 36-37) que implican insolidaridad entre personas y pueblos.

Esta insolidaridad es la causa:

– de la estructura ele bloques, que lleva al armamentismo, imperialismo y militarismo, que a su vez es causa (20)

– del subdesarrollo, constante amenaza para la paz (35).

 

LA VIOLENCIA ENTRE BLOQUES

Supuesta la mundialización de la cuestión social (MM 122, 200-202) y el equilibrio de fuerzas entre los Estados después de la II Guerra Mundial, las últimas reflexiones de la DSI (encíclicas y otros documentos) se han ocupado de la división del mundo en bloques. Éste ha sido un problema político con repercusiones económicas y sociales en buena parte del planeta. De esta cuestión se han ocupado Juan XXIII en MM y Juan Pablo n en SRS y CA.

  • Juan XXIII se refirió a este conflicto al señalar: pese a que la interdependencia entre los pueblos es un hecho real, al que acompaña un mayor convencimiento de la necesidad de incrementar los lazos de ayuda, este objetivo no surte efectos. Las causas son:

– la desconfianza y el temor recíproco se ha convertido en la norma de conducta de los Estados. Esta actitud desemboca en un rearme disuasorio cuyo objetivo es evitar posibles agresiones (MM 203);

– la defensa de concepciones de vida totalmente distintas. La fuerte ideologización de los Estados hace que el lenguaje tenga significados distintos según quien lo utilice. No cabe pues el diálogo, sino la violencia (MM 205-206).

  • Para remediar esta situación, propone Juan XXIII, es preciso: el reconocimiento de un orden moral objetivo, cuya base es Dios (MM 207-208). Este orden moral objetivo, que podía ser el lenguaje de los derechos humanos, fue el objeto de su encíclica PT.
  • Juan Pablo II trató de nuevo esta cuestión en un contexto político nuevo. La tensión de los años sesenta se había ido diluyendo de manera progresiva y ello hizo que en los ochenta, después de la apertura al Este, a la que el Vaticano contribuyó junto a otros Estados occidentales, se pudiera hablar de modo más explícito de esta cuestión. Así lo hace en SRS cuando apunta:

– la existencia de los bloques Este-Oeste es una de las causas del abismo Norte- Sur. Ambos bloques tienen una ideología contrapuesta, alimentan ambiciones imperialistas y utilizan la fuerza militar;

– la producción y comercio de armas, el peligro de una guerra atómica y el terrorismo son indicadores negativos del mundo contemporáneo (SRS 20).

  • Tras las revoluciones del Este de Europa esta situación cambia. Por esta razón Juan Pablo II aborda de nuevo la cuestión en CA y señala al respecto:

– el mapa político mundial ha experimentado un cambio sustancial tras el hundimiento del marxismo en la Europa del Este;

– la victoria sobre el marxismo se ha debido al empleo de la no violencia, frente a regímenes instaurados y consolidados por la fuerza y al respeto por el adversario. Como señala Juan Pablo II ha triunfado el espíritu evangélico capaz de resistir la tentación de la violencia (CA 23, 25). 

LA GUERRA

La Iglesia ha ido desterrando incluso el mismo nombre de «guerra justa». Hoy prefiere hablar de «legítima defensa». No es un simple cambio de imagen, sino que responde a una reflexión seria sobre una realidad que ha traspasado los límites tradicionales. 

Seis cuestiones destacan en la reflexión actual de la Iglesia en tomo a los conflictos bélicos y su preparación:

– La legítima defensa de las naciones.

– Valoración ética de la guerra.

– Carrera de armamentos.

– Objeción de conciencia.

– Problema del terrorismo.

– La violencia revolucionaria.

 

LA LEGÍTIMA DEFENSA DE LAS NACIONES

Como encíclica dedicada a la paz, PT prefiere hablar de respeto y confianza entre los pueblos, de los arreglos pacíficos y consensuados, del respeto a los derechos y deberes mutuos. No se plantea el caso real de una defensa armada. De cualquier forma, considera desproporcionados los mecanismos actuales, fruto de un temor excesivo (126-129).

Sin embargo, los Padres conciliares no creyeron oportuno ignorar la realidad y pretendieron dar una respuesta ética a este problema. Así, el Concilio admite el uso de la fuerza para defenderse con justicia. Considera, pues, que si los ejércitos están al servicio de la seguridad y libertad de los pueblos, pueden ayudar a estabilizar la paz (GS 79).

Los obispos españoles, en Constructores de la Paz (CPZ), recogiendo lo más valioso de la tradición salmantina y eclesial, siguen las huellas conciliares y completan algunos aspectos, desde una posición realista, con los ojos en la situación española (38-39):

1 ° Justifican la producción y posesión de los medios necesarios, por parte de los Estados, para garantizar éticamente una legítima defensa propia y de las causas justas mientras no se consiga la constitución de una autoridad mundial capaz de asegurar el orden internacional (103).

2.° Pero establecen limitaciones a su uso desde el punto de vista moral (104). En concreto, la defensa debe:

— estar ordenada al bien común de la sociedad;

— encaminarse a evitar la guerra, no a provocarla;

— ser proporcionada a los peligros reales, y

— excluir la carrera ilimitada de armamentos. 

 

VALORACIÓN ÉTICA DE LA GUERRA

La Iglesia no ha ahorrado esfuerzos a la hora de comprender las exigencias éticas de la legítima defensa. Tradicionalmente ha sostenido que una guerra es justa, si se dan cuatro condiciones:

– causa justa;

– último recurso;

– que los daños previsibles sean menores que la injusticia que se quiere remediar, y

– que esté declarada por la autoridad legítima.

Pero a partir de los avances tecnológicos espectaculares en la elaboración de armas, tampoco ha cejado en proclamar la condena de la guerra. Porque partiendo de los mismos principios, hoy es muy difícil que se cumpla la tercera condición —la proporcionalidad de los medios— y, en el caso de la guerra atómica, biológica o química, es claramente imposible.

Parece como si Juan XXIII odiara incluso la palabra «guerra». PT se centra sobre todo en señalar las condiciones y las excelencias de la paz. Sólo rara vez aparece el término de guerra. Cuando es así, la guerra queda descalificada como medio absurdo para resarcir derechos violados (127).

El Concilio tiene que aceptar que la guerra es un hecho en muchas partes y una gran amenaza para toda la humanidad (GS 77,79). Se preocupa por distinguir tipos de guerras y no caer en una condena indiscriminada y cómoda. Como talante general de la reflexión conciliar está la proposición que hace a la humanidad de examinar la guerra con mentalidad totalmente nueva, ya que los medios actuales sobrepasan los fines que pudieran justificarla en otros tiempos (80).

En concreto, GS:

    1. Condena solemnemente la guerra total, los crímenes de guerra, el exterminio… como actos de lesa humanidad y divinidad; aunque no llegó a una condena explícita de la bomba atómica (80).
    2. Admite, con todo, el derecho legítimo de los pueblos a defenderse: una vez agotados los cauces pacíficos, siempre que no se usen métodos insidiosos o terroristas y se cumplan los tratados internacionales que hacen menos inhumana la guerra (79).
    1. Pide con toda firmeza el establecimiento de una autoridad universal capaz de resolver los conflictos internacionales, de tal forma que ninguna nación se vea obligada a usar la guerra legítimamente (79, 82).

Años más tarde, cuando la conciencia de los peligros de la guerra ha ido extendiéndose y cuando además han comenzado ya a firmarse tratados de desarme, la Conferencia episcopal española, en CPZ, afirma que:

– la guerra no responde a la naturaleza racional y social del hombre, atropella los derechos humanos y divinos (55); 

– es inadmisible moralmente bajo ningún concepto, la guerra de agresión, así como el uso de armas atómicas, bacteriológicas y químicas (56).

En CA, Juan Pablo II, de diversas formas, vuelve a clamar contra la guerra:

a) Hace una comprobación histórica que vale tanto o más que una condena teórica: la II Guerra Mundial no arregló los problemas de Europa ni del mundo: se acabó con un régimen opresor y peligroso para la humanidad, pero surgió otro no menos execrable de características parecidas (19).

b) Es significativo, dentro de la valoración ética de la guerra, que le reproche a la ONU el no ser capaz de impedir las guerras, que es su primera obligación (21).

c) No elabora un discurso sobre la guerra, pero no le falta un hueco para condenar la guerra total, sin normas, y la violencia que se ensaña con los pacíficos; una violencia bien alimentada por la industria de armas, atizada a su vez por distintas ideologías (18).

CARRERA DE ARMAMENTOS

En los duros años de postguerra y guerra fría, Pío XII advirtió constantemente sobre el peligro armamentista; pero, muy respetuoso con el derecho de los Estados a defenderse, no llegó a condenar la carrera de armamentos, que no tenía entonces la magnitud que tuvo más tarde. Eran los tiempos de Stalin, de la imposición del comunismo totalitario sobre muchos países europeos, indefensos y destruidos por la II Guerra Mundial. Es posible que tuviera en mente el mal resultado que tuvo con Hitler la política de apaciguamiento.

A principios de los años 60′, hay nuevos líderes en la escena mundial: Kennedy y Jrushev. Se dan dos serios enfrentamientos; la construcción del Muro de Berlín y la crisis de los misiles en Cuba. Por otra parte, las armas han adquirido ya un maligno y sofisticado poder de destrucción, proliferan los experimentos nucleares y nuevos países van consiguiendo la bomba atómica.

Aún así, se va abriendo paso la llamada «coexistencia pacífica» en oposición a la «guerra fría». Es entonces, cuando Juan XXIII, el Papa de la Paz, realiza un ataque frontal al sistema de guerra fría y a su consecuencia, la carrera de armamentos (PT 109-116), a la que califica de:

—  injusta, porque genera pobreza, ya que invierte muchos recursos que son necesarios para la vida de los pueblos;

— irracional, ya que la paz no se construye con armas; por otra parte, las armas actuales son capaces de destruir el mundo. Esto ya es suficiente motivo de disuasión;

—  peligrosa en exceso, pues los experimentos atómicos ponen en peligro toda clase de vida;

—   atentado contra la dignidad del hombre, al que hace vivir en el temor. 

Pero no se trata de que un Estado renuncie unilateralmente a todo aparato defensivo, sino de proceder a un desarme gradual, consensuado y simultáneo (112).

A pesar del interés que muestra el Concilio por comprender los motivos de la legítima defensa (GS 81),

—  no puede reprimir unas palabras duras contra la carrera de armamentos, a la que califica como la plaga más grave de la humanidad,

— desautoriza una «paz» basada en el miedo: esto no es la paz, no remedia las miserias del mundo y puede, incluso, agravar las causas del conflicto; por otra parte, afecta a zonas indefensas y a pueblos que no tienen ninguna culpa;

— en cuanto a las armas científicas, afirma que sobrepasan excesivamente los límites de la legítima defensa.

Los obispos españoles (siguiendo las orientaciones de PT, GS y los mensajes de Pablo VI y Juan Pablo II en las diferentes «Jomadas de la Paz2», así como sus intervenciones en la ONU) en CPZ admiten que dadas las circunstancias actuales, resulta complicado emitir un juicio moral tajante (64). Con estas reservas, orientan a los católicos españoles sobre la carrera de armamentos:

a) En teoría, se puede admitir moralmente una disuasión basada en el equilibrio, como etapa hacia un desarme progresivo (68).

b) En la práctica, es muy difícil justificar moralmente la actual estrategia de disuasión, ya que su propio dinamismo intemo implica ser siempre superior en potencia al adversario, lo cual

—  no garantiza suficientemente la construcción de la paz,

— implica un crecimiento ilimitado en cantidad y calidad de armas científicas,

—  condiciona el desarrollo de los pueblos afectados,

—  despilfarra recursos valiosos y necesarios (65),

—  endeuda a los países pobres, ya que

— provoca conflictos armados entre ellos, con el fin de venderles armas (66).

c) La defensa no puede descansar únicamente en la fuerza disuasoria de las armas (61). Por tanto, no se puede aceptar moralmente:

— la producción y venta ilimitada de armas (62),

— la fabricación y almacenamiento de las armas nucleares, biológicas y químicas, así como de ciertas armas convencionales de creciente capacidad de destrucción.

d) Es un imperativo moral la prohibición y destrucción generalizada y controlada de tal clase de armamentos (63).

  • Juan Pablo II en SRS ve la cuestión armamentística desde el punto de vista del desarrollo de los pueblos, como lo hiciera PP. 

— Vuelve a denunciar la irracionalidad de la guerra y sus preparativos como el mayor enemigo del desarrollo de los pueblos. Y añade, con buen criterio económico, que la paz es menos cara que la guerra (10).

— Condena explícitamente la política de bloques como responsable directa del subdesarrollo de millones de personas (20), ya que en su afán imperialista y militarista cada uno se ve obligado a producir y experimentar con armas atómicas. Estos experimentos son éticamente reprobables por sus consecuencias para toda la humanidad (24).

— Condena de forma más severa aún el tráfico de armas: es una vergüenza para la humanidad que éste sea el único mercado libre (24). Después de 1989, parece adquirir más importancia esta condena de 1987, pues la fabricación de armas actualmente no tiene como principal objetivo la legítima defensa del Estado, sino su venta a países sumidos en guerras intestinas, grupos terroristas, bandas organizadas…

 

OBJECIÓN DE CONCIENCIA

A pesar de su realismo, el Concilio no olvida el ideal, que es la desaparición de toda violencia y de toda respuesta violenta a la violencia (GS 79). Por eso trata el problema de:

a) la objeción de conciencia, para la que pide una legislación que permita sustituir el servicio militar por otro civil;

b) la negación a obedecer órdenes injustas dentro del ejército. Alaba la valentía de quienes desobedecen estas órdenes y declara con toda firmeza que la obediencia ciega no exime de culpa.

En CPZ los obispos españoles tocan la objeción de conciencia como un asunto vivo en la mente de los jóvenes españoles. La admiten como algo valioso (remiten a GS), pero advierten que los objetores deben:

    • Purificar sus motivaciones de toda manipulación política, ideológica y desleal (122);
    • Evitar las condenas maximalistas e indiscriminadas de la legítima defensa (125);
    • Colaborar activamente en la construcción de una sociedad pacífica (122).

 

El PROBLEMA DEL TERRORISMO

Conociendo la postura de la Iglesia ante la guerra y la repulsa cada vez más universal de la sociedad hacia el terrorismo, bastará ahora con indicar que este tema se ha tratado en todos los documentos que abordan los problemas de la violencia y de la paz. En todas las ocasiones, la condena ha sido rotunda, ya sea genérica o de actos terroristas concretos cuando se han producido3. 

Es Juan Pablo II (SRS 24), víctima él mismo del terrorismo, quien hace la condena más tajante y de modo universal. Nunca es lícita la vía del terrorismo, ni siquiera en aras de una sociedad más justa; mucho menos cuando se buscan fines meramente propagandísticos, o, peor aún, cuando se convierte en un fin en sí mismo. Condena tanto más valiosa cuanto que repite palabras textuales pronunciadas por el mismo Papa en Drogheda, cuna del nacionalismo y del terrorismo irlandés.

En España sufrimos hace años esta «lacra moderna» con especial virulencia. Es lógico que las orientaciones pastorales de los obispos españoles y las reflexiones de grupos cristianos significados hayan expuesto repetidas veces su condena y hayan ahondando en sus causas. Como muestra, traemos a colación dos intervenciones recogidas en esta antología.

Los obispos españoles (CPZ IV.5) hablan claro a este respecto:

a) el terrorismo, independientemente de su origen —ideologías o mala actuación de la autoridad—, es intrínsecamente perverso ya que dispone arbitrariamente de vidas humanas y convierte a toda la sociedad en víctima y rehén de la violencia. Relega así la Ética y la Moral, sometiéndolas a ideologías absolutizadas (96);

b) la autoridad del Estado a través de las Fuerzas de Seguridad debe defender a

la sociedad contra el terrorismo, observando las normas de la legítima defensa (98);

c) nunca deben ser los particulares quienes se tomen la venganza por su mano (97).

La Instrucción Pastoral Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias va más allá de la condena y valoración moral de los actos terroristas. Como explica la Instrucción, se trata de un asunto en el que «la dignidad de la persona queda ultrajada, porque se atenta contra su vida, contra su libertad o contra su capacidad de conocer la verdad» (VMT 1). 

a) La condena moral del terrorismo debe abarcar «toda una compleja estrategia puesta al servicio de un fin ideológico» (VMT5). Por ello, más allá de los actos de terrorismo, el objeto del juicio moral sobre el terrorismo es el terror criminal ideológico.

b) Ello lleva a la Instrucción a sostener que el terrorismo es

– intrínsecamente perverso, nunca justificable; y

– una «estructura de pecado» que

– extiende el mal a través del odio y del miedo sistemáticos (VMT 4-9, 12-22).

 

LA INJERENCIA HUMANITARIA

Juan Pablo II, utilizó por vez primera el término «injerencia humanitaria» en su Alocución a la Conferencia Internacional sobre Alimentación (FAO), el 5-12-1992. Los EE.UU. habían decidido invadir militarmente Somalia para reparar las consecuencias de las hambrunas vividas en ese país. Juan Pablo II, ya desde la Guerra del Golfo y el conflicto de los Balcanes (1991), venía urgiendo la reacción activa de la comunidad internacional ante estos problemas. Frente a la soberanía de los Estados y el principio de no-intervención, Juan Pablo II proclamaba la obligación de intervenir para restaurar los Derechos Humanos. «La injerencia humanitaria, en situaciones que comprometen gravemente la supervivencia de los pueblos y de los grupos étnicos, es un deber para las Naciones y para la Comunidad Internacional». (Alocución a la FAO). Se trata de «un principio dificilísimo, pero necesario», en frase del Cardenal Casaroli. Es evidente que existe el peligro de manipular este principio. No lo es menos que cuando están en juego las vidas de multitud de seres indefensos e inocentes, es más fuerte moralmente la obligación de intervenir que los derechos de los Estados a la propia soberanía. Los derechos de los hombres y de los pueblos deben prevalecer sobre los de los Estados.

Se trataba de implicar a la Comunidad Internacional en los asuntos internos de un Estado, cuando la autoridad de este país era incapaz de defender los derechos humanos o, más aún, era la propia autoridad quien los violaba. No se especificaba hasta qué punto podía llevarse tal injerencia, pero dadas las situaciones en que principalmente era reclamada —Somalia, Bosnia— podía deducirse que se trataría de una acción policial a escala internacional con todas sus consecuencias: desarmar a los delincuentes, aunque éstos sean Estados o ejércitos o bandas organizadas; si es preciso, usando la fuerza.

Se podían aducir dos motivos que justificasen estas acciones:

a) defensa de los derechos humanos, que son el elemento legitimador de los Estados;

b) legitima defensa de la Humanidad, ya que hoy existe una tal interdependencia que cualquier hecho serio puede tener repercusiones más allá de las propias fronteras y es la Humanidad entera quien sufre las consecuencias.

Desde la primera alusión al término de «injerencia humanitaria» (1992), hasta la publicación de CDSI (2005), las matanzas se han multiplicado (Ruanda, Zaire, Sudán, Afganistán, etc), el terrorismo se ha mundializado (11-S, 11-M, Londres, voladuras de embajadas, etc.); se ha tomado conciencia de los apoyos que ciertos Estados prestan a los terroristas… En fin, millones de vidas humanas segadas ante la impotencia o complicidad de los Estados y de la Comunidad Internacional. La Iglesia ha ido exponiendo su opinión ante cada uno de estos acontecimientos en discursos, mensajes, audiencias, vías diplomáticas, etc.5

El CDSI (504-506) resume y sistematiza estas diversas intervenciones de la Iglesia en un epígrafe acertadamente titulado «El deber ele proteger a los inocentes». Se puede hablar ya de una verdadera enseñanza de la Iglesia sobre esta cuestión.

— En primer lugar, se trata del deber de proteger y ayudar a las víctimas inocentes que no pueden defenderse de la agresión: el bien de la persona humana debe tener la precedencia sobre los intereses de las partes en conflicto.

— El principio de humanidad conlleva la obligación de proteger a la población civil de los efectos de la guerra, mínima protección de la dignidad de todo ser humano, garantizada por el derecho internacional humanitario, a menudo violada en nombre de exigencias militares o políticas.

— Es necesario hoy lograr un nuevo consenso sobre los principios humanitarios y reforzar sus fundamentos, para impedir que se repitan atrocidades y abusos.

— La Comunidad Internacional en su conjunto tiene la obligación moral de intervenir a favor de aquellos grupos cuya misma supervivencia está amenazada o cuyos derechos humanos fundamentales son gravemente violados: refugiados, grupos nacionales, étnicos, religiosos o lingüísticos amenazados de genocidio.

— Los Estados no pueden permanecer indiferentes; al contrario, si todos los demás medios a disposición se revelaran ineficaces, es legítimo, e incluso obligado, emprender iniciativas concretas para desarmar al agresor. El principio de la soberanía nacional no se puede aducir como pretexto para impedir la intervención en defensa de las víctimas.

— Las medidas adoptadas deben aplicarse respetando plenamente el derecho internacional y el principio fundamental de la igualdad entre los Estados.

— El Magisterio no ha dejado de animar repetidamente la iniciativa de la Comunidad Internacional que se ha dotado de un Tribunal Penal Internacional para castigar a los responsables de actos particularmente graves: crímenes de genocidio, crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra, crimen de agresión.