Prólogo del Papa Francisco al libro “Poder y dinero. La justicia social según Bergoglio” de Michele Zanzuchi
La economía es un componente vital de cualquier sociedad, que determina en gran parte la calidad del vivir e incluso del morir, y contribuye a que la existencia humana sea digna o indigna. Por eso ocupa un lugar importante en la reflexión de la Iglesia, que mira al hombre y a la mujer como personas llamadas a colaborar con el plan de Dios mediante el trabajo, la producción, la distribución y el consumo de bienes y servicios. Así, desde las primeras semanas de mi pontificado, he tratado cuestiones tocantes a la pobreza y la riqueza, la justicia y la injusticia, las finanzas sanas y las perversas.
Si hoy miramos la economía y los mercados globales, un dato que vemos es su ambivalencia. Por una parte, nunca como en estos años la economía había permitido a miles de millones de personas asomarse al bienestar, a los derechos, a una mejor salud y a muchas otras cosas. Al mismo tiempo, la economía y los mercados han tenido un papel en la explotación excesiva de los recursos de todos, en el aumento de las desigualdades y en el deterioro del planeta.
Por tanto, su valoración ética y espiritual debe saber moverse en esta ambivalencia, que se manifiesta en contextos cada vez más complejos.
Nuestro mundo es capaz de lo mejor y de lo peor. Siempre lo ha sido, pero hoy los medios técnicos y financieros han amplificado la potencialidad de bien y de mal. Hay partes del planeta que nadan en la opulencia mientras que otras no tienen lo mínimo para sobrevivir. En mis viajes he podido ver estos contrastes más de lo que me había sido posible en Argentina. He visto la paradoja de una economía globalizada que podría alimentar, cuidar y dar cobijo a todos los habitantes que pueblan nuestra casa común, pero que -como indican algunas estadísticas preocupantes- concentra en las manos de poquísimas personas la misma riqueza que constituye la renta anual de prácticamente la mitad de la población mundial. He constatado que el capitalismo desenfrenado de las últimas décadas ha ampliado aún más el abismo que separa a los más ricos de los más pobres, generando nuevas pobrezas y esclavitudes.
En buena parte, la actual concentración de las riquezas es fruto de los mecanismos del sistema financiero. Mirando a las finanzas vemos además que, en la época de la globalización, un sistema económico basado en la proximidad se topa con no pocas dificultades: las instituciones financieras y las empresas multinacionales alcanzan tales dimensiones que condicionan las economías locales, lo que ocasiona a los Estados cada vez más en dificultades para obrar bien en favor del desarrollo de las poblaciones. Por otra parte, la falta de reglamentación y de controles adecuados favorece el crecimiento de capital especulativo, que no está interesado en inversiones productivas a largo plazo, sino que persigue el lucro inmediato.
Primeramente como simple cristiano, luego como religioso y sacerdote y por último como papa, opino que las cuestiones sociales y económicas no pueden ser ajenas al mensaje del Evangelio. Por eso, siguiendo los pasos de mis predecesores, trato de ponerme a la escucha de los actores presentes en la escena mundial, desde los trabajadores a los empresarios y a los políticos, dando voz especialmente a los pobres, los descartados y los que sufren. En su difusión del mensaje de caridad y justicia del Evangelio, la Iglesia no puede quedarse callada frente a la injusticia y el sufrimiento, sino que puede y quiere unirse a los millones de hombres que dicen no a la injusticia de modo pacífico y trabajan por una mayor equidad. Por todas partes hay personas que dicen sí a la vida, a la justicia, la legalidad y la solidaridad. Muchos encuentros me confirman que el Evangelio no es una utopía, sino una esperanza real para la economía: Dios no abandona a sus criaturas a merced del mal. Al contrario, las invita a no cansarse de colaborar con todos en favor el bien común.
¿Qué hacer? Una cosa que me parece importante es concienciar sobre la gravedad de los problemas. Es lo que hace Michele Zanzucchi al recoger, ordenar y acercar a los lectores síntesis de algunos pensamientos míos sobre el poder de la economía y de las finanzas. Espero que ello pueda ser útil para concienciar y responsabilizar, favoreciendo procesos de justicia y de equidad. No basta con un poco de bálsamo para sanar las heridas de una sociedad que muchas veces trata todo y a todos como mercancía que, al quedar inservible, se tira, de acuerdo con la cultura del descarte de la que tantas veces he hablado. Solo una cultura que valore todos los recursos de que dispone la sociedad, empezando por los recursos humanos, puede curar sus enfermedades profundas. Los cristianos y los hombres de buena voluntad están llamados a sentirse actores de esta cultura de la valoración. Así pues, concienciar y valorar, pero también renunciar. Hay que decir no a la mentalidad del descarte: es necesario evitar uniformarse con el pensamiento único, tomando valientemente opciones buenas y a contracorriente. Como enseña la Escritura, todos pueden arrepentirse, convertirse y hacerse testigos y profetas de un mundo más justo y solidario.
No en vano la Iglesia habla de tres virtudes teologales: la fe, la caridad y la esperanza. Los seres humanos pueden considerarse verdaderos, buenos y bellos cuanto más entran en el círculo virtuoso de Dios, que es comunión y amor. Por eso, también en la economía estas tres virtudes reportan beneficios. Es posible: el hecho de que tantos trabajadores, empresarios y directivos estén ya al servicio de la justicia, de la solidaridad y de la paz nos confirma que el camino de la verdad, de la caridad y de la belleza es arduo, pero practicable y necesario, también en la economía y las finanzas.
Como atestigua este libro, mi pensamiento se sitúa en el camino trazado por el riquísimo patrimonio de la Doctrina Social de la Iglesia. Cualquier persona puede hacerlo suyo con solo acceder al Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia que tantas veces he citado, porque ofrece en pocas palabras una panorámica del pensamiento eclesial en materia social. Entre los textos redactados por mí, el autor ha privilegiado justamente la exhortación apostólica Evangelii gaudium y la encíclica Laudato si’. Al mismo tiempo, no se han podido cortar las raíces comunitarias de mi pensamiento, que ahondan especialmente en la Iglesia de América Latina. Por ejemplo, soy deudor de la gran asamblea de Aparecida, en la cual se volvió a proponer a los cristianos un método para la vida social: ver, juzgar y actuar. Es decir, podemos ver la realidad que nos rodea a la luz de la providencia de Dios; juzgarla según Jesucristo, camino, verdad y vida; y actuar en consecuencia en la Iglesia y con todos los hombres de buena voluntad.
Estamos viviendo una época difícil, pero llena de oportunidades nuevas e inéditas. No podemos dejar de creer que, con la ayuda de Dios y juntos -lo repito, juntos-, podemos mejorar este mundo nuestro y reanimar la esperanza, que es quizá la virtud más preciosa hoy. Si estamos juntos, unidos en su nombre, el Señor está en medio de nosotros según su promesa (cf. Mt 18, 20); por tanto, está con nosotros en medio del mundo, en las fábricas, en las empresas y en los bancos, así como en las casas, en las favelas y en los campos de refugiados. Podemos, debemos tener esperanza.
Francisco