“La política viene a ser la encarnación histórica de lo vivido en la liturgia. Es el espacio de la encarnación redentora”

 

Osmin Serrano Grillet

 

Liturgia, política y bien común tres términos aparentemente antagónicos. Ya que la liturgia hace referencia al culto privado que la Iglesia debe reservar para sus templos, con aquellos ciudadanos que sean cristianos. La política constituye el gobierno de los líderes que han sido puestos por aclamación popular según la corriente ideológica que representan. Por último bien común, constituye el bienestar que el Estado debe garantizar a los ciudadanos. Tal es la absoluta mentira que desde la Ilustración se nos ha vendido y que muchas veces se ha asumido.

El Concilio Vaticano II define la liturgia como “obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia” (SC 7). Obra de redención de Jesucristo, realizado especialmente por el misterio pascual; muerte que destruye nuestra muerte y resurrección que restaura nuestra vida, ascensión que introduce a la humanidad en la Trinidad (el resucitado es verdadero Dios y hombre) y pentecostés inicio de comunión vital con el misterio de la Trinidad. Benedicto XVI ha explicado en sus Obras Completas, X, que el misterio pascual es el núcleo del evento de salvación y el verdadero contenido de la liturgia, “por medio de la cual <<se ejerce la obra de redención>>” (SC 2). Dotando de contenido a la historia de salvación en la que estamos insertos, realizándose por el Cristo total, Cabeza (Cristo) y Cuerpo (Iglesia). Con lo cual, “la Liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza” (SC 10).

¿Dónde está el puente entre liturgia y política? La respuesta parte de superar una deformada cosmovisión: la dicotomía entre lo natural y sobrenatural, entre los divino y lo humano. Entonces se puede entender desde la lógica de la encarnación y lo sacramental. El Hijo de Dios, encarnado, verdadero Dios y verdadero hombre. De tal forma que ya no puede haber contraposición, sino causa y efecto, es decir, origen y meta. Esta realidad se reproduce en el hombre por vía creacional y sacramental: su dignidad sagrada le viene de ser imagen de Dios. Su realización deviene por vía bautismal, nuevo nacimiento a la vida en Cristo, siendo insertado en el misterio pascual en el que se hace hijo en el Hijo. Así, encarnación del Hijo y sacramento del bautismo viene a ser el puente que introduce el dinamismo pascual en la historia, es decir, en todos los ámbitos de la existencia humana. Siendo a su vez la Eucaristía la actualización constante de dicho dinamismo. Aquí hace carta de presentación la política y su relación con la fe cristiana. Respetando la autonomía relativa de ambas.

Una vez más, tendremos que superar una desvirtuada concepción de política, como pugna por el poder con carga ideológica y partidista. Retrotrayéndonos a su significado primigenio y auténtico. La palabra política significa asuntos de la ciudad, la búsqueda del bien de los ciudadanos. La Iglesia desarrolla la dimensión política del hombre diciendo: “por ser una criatura social y política por naturaleza, `la vida social no es, pues, para el hombre sobrecarga accidental´, sino una dimensión esencial e ineludible” (CDSI 384). La persona humana y la búsqueda del bien común constituyen así el fundamento de una auténtica política. Con lo cual, la liturgia obedece al orden del misterio revelado por Dios y vivido en la Iglesia como lex credendi (fe que se cree), lex orandi (fe orada) y la política en la vida cristiana obedece al orden de la encarnación de lo que se cree y se celebra en lex vivendi (fe vivida, martirio-testimoniada). Sin embargo, como la persona es unidad de alma y cuerpo esto no pueden ser vividas independientemente o anacrónicamente sino que lex credendi, orandi y vivendi constituye el criterio de actuación del cristiano en la realización de la política que busca el bien común.

El bien común, ha sido definido por la Iglesia como “el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección” (GS 26). De la dignidad sagrada de las personas y su igual dignidad deriva el bien común. Ello implica la promoción: personal, desde su modelo en el Hijo de Dios; integral, que respeta la complejidad humana sin absolutismo; institucional, en cuanto miembro de la sociedad. Tal es así, que la política debe actuar para que la vida social (nacional e internacional) esté organizada de tal modo que garantice la plenitud de toda y todas las personas: “hace falta –dice Francisco- la conciencia de un origen común, de una pertenencia mutua y de un futuro compartido por todos” (LS´202).

Hablamos de causa, porque la liturgia constituye el medio a través del cual se actualiza en el hombre la verdad de su ser y quehacer: pues “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (GS 22).La causalidad que ocurre en la liturgia es el momento-síntesis de la historia de la salvación. Por medio de ella, el Señor trasmite su vida divina al mundo, el Espíritu Santo vivifica y anima la historia de salvación, renovando la faz de la tierra (Sal 104,30). Este es el Sumo Bien que da contenido y orientación al bien común; según W. Cavanaugh, en su libro Tortura y Eucaristía: Teología, política y el cuerpo de Cristo,  reconfigurando el tiempo (kairós) y el espacio (historia Salutis), desde la dimensión social de la Eucaristía en contraposición al tiempo y el espacio del Imperialismo actual. Entonces la existencia cristiana consistirá en realizar en la vida el misterio celebrado en los sacramentos, en hacer pasar a la vida diaria lo recibido por la fe, en la espera constante de que se cumpla la consumación de la historia.

Efecto, porque la política viene a ser la encarnación histórica de lo vivido en la liturgia. Es el espacio de la encarnación redentora, el misterio de Dios puesto en acto por las obras de los bautizados que buscando cumplir el bien común están recapitulando la historia hacia Dios. Es tiempo que cobra sentido, en cuanto kairós, tiempo de salvación, “memoria del futuro” dirá J. Zizioulas. De tal forma que “nadie – dice Francisco- puede exigirnos que releguemos la religión a la intimidad secreta de las personas, sin influencia alguna en la vida social y nacional, sin preocuparnos por la salud de las instituciones de la sociedad civil, sin opinar sobre los acontecimientos que afectan a los ciudadanos” (EG 183).

Un gran maestro de la liturgia como lo fue Odo Casel el potencial litúrgico en la vida social: “Sonó la hora de volver al Misterio; se trata de que cada cual se vuelva a la fuente de la salvación, porque sólo en el misterio de Dios puede curarse de nuevo el mundo. Es ahí donde obra el Pneuma vital de Dios; es ahí donde corre la sangre de Cristo, que cura y santifica al mundo, lo redime y lo transfigura” (El misterio del culto cristiano. San Sebastián: Dinor, 1953, 46-47.)

San Juan Pablo II recordaba que “para animar cristianamente el orden temporal —en el sentido señalado de servir a la persona y a la sociedad— los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la «política»; es decir, de la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común”(CFL 42). Participación que no es individual, sino desde la solidaridad, no como una filantropía, sino como “la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (SRS 38).

De tal forma, que política y bien común es tarea de todos y no de muchos. Lo contrario es a lo se ha llegado hoy, el mito del Estado como salvador, confluyendo en el surgimiento de las religiones políticas y sus modelos de santidad: el santo calvinista, el hombre nuevo positivista, el ideólogo ilustrado, el jacobino revolucionario, el hombre nuevo anarquista, el proletariado marxista, el héroe soviético, el soldado fascista, el hombre ario nacional-socialista, o el superhombre nihilista.

En definitiva, hablar de liturgia implica no reducirla a un intimismo inmanentista, sino como el culto tributado a Dios por la Iglesia, quien a su vez está llamada a reproducir en sus miembros la lógica de las misiones de la Trinidad: el Hijo que se encarna y redime, junto con el Espíritu que se derrama y se convierte en alma animante y vivificante. La política cristiana se convierte así en encarnación y recapitulación. Para el bautizado, desde la encarnación del Hijo, no existe contraposición entre la ciudad de Dios y la ciudad del hombre, la doble naturaleza de Cristo ha anulado tal diferencia; para el bautizado existe, por decirlo en categorías aristotélicas, acto y potencia, en cuanto lo que se es y lo que se está llamado a ser. Ello conlleva a no reducir la política a un estadocentrismo, sino llevar hasta las últimas consecuencias la dimensión política de todo hombre, en concreto en el bautizado como caritas políticas Trinitatis, en post del bien común (de todo y todos los hombre) y el bien mayor (comunión hacia la salvación de la Trinidad). Con estos presupuestos se puede comprender, desde la doctrina social de la Iglesia, las afirmaciones eclesiológicas de LG 8 y 48 sobre la Iglesia como realidad compleja (humana-divina) y como sacramento universal de salvación.