Resumen
El concepto de fraternidad, tal y como se propone en la Fratelli Tutti, se vería privado de su potencial descriptivo y crítico si se entendiera como una mera opción sentimental de la persona.
El fundamento de la fraternidad se basa en la dignidad y en la exigencia de justicia y solidaridad que nos constituye.
El “otro” se va a configurar como el hermano, como aquel que me constituye en la fraternidad y me llama a la fraternidad. La encíclica Fratelli tutti del papa Francisco avanza, desde esta misma clave de comprensión, en el desarrollo de la doctrina social de la Iglesia, y de las consecuencias en moral social y política de la fe.
Cuando el otro es el que está en radical debilidad y, por eso mismo nos interpela, nos encontramos ante un hecho donde la obligación moral adquiere una dimensión propia.
“Todos somos hermanos” es una profunda convicción de la fe cristiana y fundamento pre-político de la vida social y comunitaria.
Fuente: Ensayo de fundamentación filosófica del concepto de “fraternidad” propuesto en la Fratelli tutti (extracto)
José Joaquín Castellón-Martin* ( Facultad de Teología San Isidoro de Sevilla). Revista Veritas n 50 – dic 2021
Concepción de la fraternidad humana
La encíclica Fratelli Tutti el papa Francisco hace una reinterpretación, radicalmente fiel a la tradición eclesial, del concepto de fraternidad, y la ofrece para colaborar con la reflexión común que necesita nuestro mundo; propone la fraternidad como piedra de toque de nuestra propia humanidad. Su reflexión está enmarcada por crisis civilizatorias tan importantes como la crisis financiera del 2008 y la pandemia del 2019, que han puesto de manifiesto las lagunas intrínsecas a las ideologías del capitalismo financiero y de los nacionalismos de cortas miras. A pesar de que la pretensión de la encíclica no es “resumir la doctrina sobre el amor fraterno, sino detenerse en su dimensión universal, en su apertura a todos.” (Francisco, 2020: n. 6), muestra con detenimiento “el primado que se da a la relación, al encuentro con el misterio sagrado del otro, a la comunión universal con la humanidad entera como vocación de todos” (Francisco, 2020: n. 277) en el pensamiento cristiano y la acción de la Iglesia.
El papa Francisco denuncia que “en el mundo de hoy persisten numerosas formas de injusticia, nutridas por visiones antropológicas reductivas y por un modelo económico basado en las ganancias, que no duda en explotar, descartar e incluso matar al hombre” (Francisco, 2020: n. 22). Por la vía de los hechos y avalados por concepciones de la persona se dan situaciones en las que “la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, queda privada de la libertad, mercantilizada, reducida a ser propiedad de otro, con la fuerza, el engaño o la constricción física o psicológica; es tratada como un medio y no como un fin” (Francisco, 2020: n. 24).
La encíclica asume dos maneras con las que la historia de la filosofía se ha acercado a la realidad de lo personal: la de la naturaleza humana (Francisco, 2020: n. 213), con raíces en la metafísica aristotélico-tomista, y la de la llamada o la vocación, con fundamento en la fenomenología dialógica que comienza su desarrollo en el siglo XX (Scheler, Stein, Buber, Levinas, Marcel, Mounier o Dussel). El lenguaje, con mucho, más usado en la encíclica es el lenguaje de la llamada, la vocación, el encuentro y la convocación (por ejemplo: Francisco, 2020: nn. 26, 41, 66, 81, 78, 93, 183 o 277).
Para la tradición cristiana hay una llamada intrínseca en cada miembro de la familia humana al encuentro con el otro; “el mismo proyecto de fraternidad, inscrito en la vocación de la familia humana” (Francisco, 2020: n. 26). Una llamada que ha de sobreponerse incluso al natural instinto de conservación, que nos lleva a considerar a los diferentes como ajenos, incluso como un peligro. El instinto natural de autodefensa puede impulsarnos a rechazar al diferente; pero las personas y los pueblos solo son fecundos si saben integrar creativamente en su interior la apertura a los otros (véase Francisco, 2020: n. 41). La vocación a vivir en fraternidad con todos los hombres se hace presente de manera especial en la realidad del otro que sufre, en el que escuchamos la voz de Dios. La interpelación teologal desde el sufrimiento de los pobres está presente en toda la revelación cristiana, desde el relato de Caín y Abel, hasta la pará bola del Buen Samaritano.
En el relato de sabor mítico de Caín y Abel, Dios pregunta a Caín: “¿Dónde está tu hermano Abel?” (Gn 4,9), al que había asesinado por envidia. Esta pregunta hace consciente a Caín de la dignidad de Abel, de su propia dignidad, y que estaba llamado a vivir la fraternidad: “Al preguntar, Dios cuestiona todo tipo de determinismo o fatalismo que pretenda justificar la indiferencia como única respuesta posible. Nos habilita, por el contrario, a crear una cultura diferente que nos oriente a superar las enemistades y a cuidarnos unos a otros” (Francisco, 2020: n. 57). De la misma manera, la parábola del Buen Samaritano, una parábola neotestamentaria sin referencias religiosas explícitas, plantea la pregunta definitiva para nuestra humanidad: “¿Con quién te identificas? Esta pregunta es cruda, directa y determinante. ¿A cuál de [los personajes de la parábola] te pareces?” (Francisco, 2020: n. 64). Es la interrogación, escuchada como interpelación absoluta en el fondo de nuestra realidad, la que nos fuerza a responder a ese “llamado escrito como ley fundamental de nuestro ser” (Francisco, 2020: n. 66). Nuestra humanidad está radicalmente “ligada a la de los demás” (Francisco, 2020: n. 66). Nuestra propia dignidad humana se decide en la escucha a la llamada de lo Absoluto en el sufrimiento de los pobres: “Bajar de nuestra serenidad para alterarnos por el sufrimiento humano. Eso es dignidad” (Francisco, 2020: n. 68). Para la tradición cristiana “hemos sido hechos para la plenitud que sólo se alcanza en el amor” (Francisco, 2020: n. 68). Optar por vivir en este amor hacia el débil es optar por hacernos pueblo. Para el papa Francisco el concepto de “pueblo” como el de “humanidad” no tiene solo un valor descriptivo, sino también valorativo (Francisco, 2020: n. 77). Como muchas veces se ha dicho el proceso de humanización supone, pero no coincide con el de mera hominización.
Otro hecho que la parábola de que pensar es que la verdadera fraternidad se realiza en la superación de los límites familiares y culturales. No solo nacemos hermanos unos de otros, hemos de hacernos hermanos desde nuestra propia libertad: “El samaritano fue quien se hizo prójimo del judío herido. Para volverse cercano y presente, atravesó todas las barreras culturales e históricas. La conclusión de Jesús es un pedido: «Tienes que ir y hacer lo mismo» (Lc 10,37)” (Francisco, 2020: n. 81). El hombre herido al borde del camino “era un nadie, no pertenecía a una agrupación que se considerara destacable, no tenía función alguna en la construcción de la historia” (Francisco, 2020: n. 101), y, sin embargo, despertó en quien también estaba excluido del pueblo de Dios, un gesto de verdadera humanidad. La parábola nos muestra que, para acoger la realidad de nuestra propia humanidad, hemos de recorrer el camino de la superación de nuestros propios límites sociales y culturales. Hay en cada uno de nosotros “una ley de éxtasis: salir de sí mismo para hallar en otro un crecimiento de su ser” (Francisco, 2020: n. 88).
Como fundamento de esta fraternidad esencial, el papa Francisco propone explícitamente la dimensión religiosa: “Si no existe una verdad trascendente, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o nación, los contraponen inevitablemente unos a otros” (Francisco, 2020: n. 273; Juan Pablo II, 1991: n. 44). Es difícil que la incondicionalidad de la dignidad y la fraternidad humanas pueda fundarse desde una instancia tan condicionada, biológica, personal, cultural e históricamente, como la razón humana. Francisco apunta con sencillez el origen de sus propias convicciones: “Otros beben de otras fuentes. Para nosotros, ese manantial de dignidad humana y de fraternidad está en el Evangelio de Jesucristo” (Francisco, 2020: n. 277).
La obligación que brota del otro en debilidad
La presencia del otro en nuestra vida es amplia y multiforme: el otro cercano, familiar o amigo, el otro que nos atrae y nos enamora, el otro como enemigo, al que tememos o que nos repele. Pero en el ámbito de la fraternidad humana hay un elemento muy significativo para la reflexión, es el dato fenomenológico de la obligación ante el otro que sufre; que experimentamos en el nivel profundo de nuestra conciencia.
Todos sentimos una íntima interpelación cuando nos encontramos con alguien que está sufriendo, incluso aun cuando esa interpelación se vea contrarrestada con otros sentimientos como la desconfianza, el miedo, la sospecha, el deseo de evitar problemas o la repugnancia. La interpelación del otro que sufre es un dato distinto a los demás. Cuando el otro es el que está en radical debilidad y, por eso mismo nos interpela, nos encontramos ante un hecho donde la obligación moral adquiere una dimensión propia. Como hemos visto, en la encíclica Fratelli Tutti, el papa Francisco, para profundizar en la necesidad de una sociedad más fraterna parte precisamente de esa experiencia, tal y como nos la encontramos en la parábola del Buen Samaritano (Lc 10,25-37). Y la eleva a la condición de categoría iluminadora de la moral y la política: “Esta parábola es un ícono iluminador, capaz de poner de manifiesto la opción de fondo que necesitamos tomar para reconstruir este mundo que nos duele. Ante tanto dolor, ante tanta herida, la única salida es ser como el buen samaritano” (Francisco, 2020: n. 67).
Esta experiencia de compasión ante el débil no puede conceptualizarse como mero sentimiento, aunque el sentimiento la acompañe. La profundidad con la que se enraíza en nosotros; la extensión y la duración con que se manifiesta; la importancia que tiene en nuestra vida tanto si respondemos a ella como si intentamos ignorarla; el horizonte que nos abre y al que nos fuerza a enfrentarnos; su presencia en todas las culturas; todo esto nos muestra que es una experiencia que abre una dimensión radical de la persona a asumir por la reflexión filosófica. Las reflexiones éticas que ignoran este dato de la obligación moral muestran la pobreza y el reduccionismo de los que adolecen. Ante los otros, y especialmente los otros que sufren, nos sentimos obligados a atenderlos y ayudarlos; esto es un hecho desde el que vivimos nuestra libertad personal; es un dato fenomenológico que requiere profundización para comprender cómo configura la moralidad humana.
Esa interpelación del otro en debilidad no se explica desde el dinamismo de auto-perfección que proponía la filosofía clásica, o desde la complacencia ante la propia benevolencia, que han propuesto emotivismos como el de Hume. Previo a cualquier ideal de persona que podamos proponernos, previo a la conciencia de lo que los demás piensen de nosotros, el grito de quien sufre se incrusta en nuestro ánimo con una fuerza que nos conmueve en lo más íntimo. A pesar de estar explicada en la tradición judeocristiana por la experiencia religiosa, esta experiencia de compasión con el que sufre podría decirse que posee una raíz diversa a la creencia explícita en un Dios Misericordioso. El sufrimiento del otro es un grito que el propio Dios tiene que escuchar; ya en la revelación bíblica, el grito del pobre tiene consistencia propia ante Dios. La sangre derramada del inocente Abel por su hermano Caín grita desde la tierra hasta llegar al cielo (Gen 4,10); el clamor del pueblo esclavizado llega a los oídos de Dios que se conmueve, y llama a Moisés para salvarlo (Ex 3,7-15). El sentimiento de compasión y de exigencia de justicia tiene la fuerza de interpelar al propio Dios. Hay una interpelación absoluta a nuestra realidad personal desde el inocente que sufre; incluso cuando la injusticia y sus sufrimientos hacen años que pasaron, y no podemos en absoluto hacer nada ante ello. Este sentimiento de obligación moral es una anomalía para todo relativismo moral y para el existencialismo nihilista, que está en su base.
En la tradición cristiana la llamada de Dios es, en muchas ocasiones, una llamada a sacar al pobre de su postración, y muestra la beligerancia de Dios contra quien lo oprime y explota. Esa fue la experiencia de muchos profetas que denunciaban las injusticias con los pobres: “Pisotean al pobre exigiéndoles parte de su cosecha” (Am 5,11); “oprimen a los débiles y aplastan a los necesitados” (Am 4,1); “juegan con la vida del pobre y del miserable por un poco de dinero o por un par de sandalias” (Am 8,5). En la Biblia, el pobre que sufre interpela, y suscita en el creyente la rebeldía contra la injusticia. El mandato de compasión ante el pobre encuentra su justificación no en razones humanas, sino en la misericordia de Dios: “Clamará a mí, y yo le oiré, porque soy compasivo” (Ex 22,26). Otros mandamientos encuentran un fundamento más humano, como el respeto al padre y a la madre: “para que se prolonguen tus días sobre la tierra que Yahveh, tu Dios, te va a dar” (Ex 20,12). El mandamiento de compasión con el pobre encuentra un fundamento teologal, en el ser y el actuar de Dios, lo mismo que los mandamientos referidos a la obligación de adorar a Dios, o la de respetar el descanso del sábado (Ex 20,5-11).
Este dinamismo de trascendencia personal, tal y como señalaba el papa Francisco en su encíclica, es el dinamismo fontal del que pende toda la estructura personal, el inicio de la experiencia de libertad y la moral humanas, y “nos revela una característica esencial del ser humano.” (Francisco, 2020: n. 68) La autonomía de la razón ha de completarse con esta alteronomía que nos hace humanos.