LA PROPIEDAD ¿ES UN ROBO?

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frase-la-propiedad-es-un-robo-pierre-joseph-proudhon-126773El derecho de propiedad privada, tal como se ejerce y legitima hoy en nuestras sociedades, es un escándalo para la razón moral y para la fe cristiana. El que se pueda ser propietario de recursos ili­mitados, sin graves reparos legales y morales, cuando una gran parte de la población mundial carece de lo necesario para vivir, es un hecho que refleja la “dialéctica criminal” que rige nuestro mundo. Pero, si esta situación es gravísima, no lo es menos la legitimación ideológica de la misma, que pretende presentarla como “normal” e incluso como “razonable”.

¿Cómo ha sido posible afirmar, durante siglos, que el derecho de propiedad privada es un derecho natural y sagrado al que se sub­ordinan y del que dependen todos los demás derechos humanos, por fundamentales que sean? El presente texto pretende explicitar la laboriosa construcción ideológica que hay detrás de la “naturalización” y “sacralización” del derecho burgués de propie­dad privada.

  1. CONTEXTOS IMPRESCINDIBLES

Solamente, conociendo las raíces histórico-ideológicas de las que se sigue alimentando lo que vamos a llamar “el imaginario propietarista”, podremos saber cómo deslegitimarlo y cómo hacer viable una forma de apropiación y dominio de los recursos más acorde con la dignidad humana y más respetuosa del ecosistema que nos acoge. Una mirada a la praxis de Jesús nos ayudará en dicho empeño. Entre las innumerables definiciones del ser humano, hay una que está laten­te en toda la historia del pensamiento, al menos del occidental: la de “animal pro­pietario”. La connatural indigencia del ser humano para poder subsistir por sí mismo, se refleja en la necesidad de apropiarse de las cosas que lo rodean, con la ayuda de los demás o a sus ex­pensas. El instinto de apropiación se evidencia cada día en la forma en que el niño, indefenso y carencial aprende a vi­vir y expresarse con las palabras “mío” y “mía”. Todas las disciplinas del saber humano han resaltado esta dimensión antropológica básica, que bien podemos calificar como un existencial humano1.

Y, como ocurre con otros existencia- les humanos (el poder o la sexualidad), también la propiedad ha mostrado ser un arma de doble filo. A la vez que se ma­nifiesta como una forma ineludible de realización humana, puede convertirse, y se convierte, en una amenaza tanto pa­ra uno mismo como para los demás y pa­ra la misma naturaleza que lo acoge co­mo huésped, por eso, la cuestión de la propiedad ha sido siempre problemática y ha necesitado ser pensada y legitima­da. Ya desde platón y Aristóteles que, por cierto, disentían al respecto.

El término “propiedad” viene del la­tino proprietas, sinónimo del de dominium, al que los Digesta de Justiniano definían como “el derecho de usar, de gozar y de abusar de su cosa en la me­dida en que lo admita la razón jurídica”, pero sería un anacronismo inadmisible querer encontrar en dicha definición la fórmula adecuada para referirnos al he­cho de la propiedad en nuestras socie­dades modernas. Pues “usar, gozar y abusar de sus cosas” en el mundo ro­mano, en el que la economía estaba in­mersa en un orden ético y religioso, no significaba un ejercicio de derechos sin obligaciones ni deberes. Razones de justicia y de piedad ataban la libertad del “dominus”, señor y amo de su casa, en el ejercicio del derecho de propiedad.

1.1.   Legalidad y legitimidad de la propiedad

Para legitimar ese derecho se ha bus­cado clasificar las formas de propiedad, distinguiendo la naturaleza de las cosas apropiables, y la utilidad que aportan al individuo o a la comunidad en que éste se inscribe. Por ejemplo:

– No es lo mismo apropiarse de co­sas que no son de nadie, que hacerlo de cosas que son comunes (como el agua o el aire), públicas (los ríos o puertos), o privadas (tienen ya dueño).

–           Ni es lo mismo apropiarse de bienes que se destruyen con su uso, o de bienes que son “fértiles” y producen ellos mismos nuevos bienes.

–           No es lo mismo que el origen de la apropiación haya sido la ocupación, la guerra, la conquista o la herencia o que haya sido el trabajo y la industria propios.

–           Ni es lo mismo apropiarse de lo que uno necesita para satisfacer las ne­cesidades básicas, que hacerlo por puro afán de acumular. Aristóteles distinguía entre “economía” (apropiación necesa­ria, racional y legítima) y “crematística” (apropiación irracional e ilegítima). Y esta distinción es fundamental.

Para valorar cuándo una forma de propiedad es moralmente legítima, más allá de su reconocimiento jurídico, hay que tener en cuenta además tanto la di­mensión objetiva de la cosa apropiada, como su dimensión subjetiva (o inter­subjetiva). La ley puede señalar autoritativamente al propietario de una cosa, para que los demás le reconozcan como tal, y se eviten conflictos. Pero la pro­piedad sólo será un bien moral (confor­me a los criterios de justicia y equidad) cuando el dueño la ha adquirido a tra­vés de medios legítimos.

Esta combinación de factores obje­tivos y subjetivos acaba convirtiendo a la propiedad en uno de los hechos so­ciales más relevantes. No es posible pensar la sociedad sin tener presente es­te hecho, y sin preguntarse por la forma menos inadecuada de vivirlo, porque como escribe J. Atalli, el concepto pro­piedad es: “tal vez el más importante, pero también el más impreciso de todas las ciencias humanas; el que hace siglos aplasta a la economía política por su amplitud y del que no se pueden trazar los contornos sin ser víctimas del vérti­go. Porque si se puede “tener” una tie­rra, un capital, un nombre o una idea, hay que comprender también que “amar” o “mandar” a alguien es, en cier­ta manera, usar de él, apropiándoselo. Una historia de la propiedad, si se desea exhaustiva, debería ser, por tanto, un historia de la ciencia y del amor, de las lenguas y del poder, del derecho y de la familia”2.

1.2.   El hecho tenaz

Por eso ha sucedido que incluso los grandes detractores de la propiedad acabaran reconociendo que suprimirla es una tarea poco menos que inútil, cuando no indeseable por su utopismo totalitario.

Así, Proudhon, al final de su vida anota que su hostilidad a la propiedad privada no había comprendido que: “el pueblo, incluso el del socialismo, se di­ga lo que se diga, quiere ser propieta­rio… Después de diez años de una crí­tica inflexible, he hallado sobre este punto la opinión de las masas más du­ra, más resistente que sobre cualquier otra cuestión. Yo he violentado las con­vicciones, y no he obtenido nada sobre las conciencias… Cuanto más terreno ha ganado el principio democrático, más he visto a las clases obreras de las ciudades y de los campos interpretar ese principio en el favor de la propiedad”3.

La experiencia de los proyectos ide­ológicos colectivistas que, a lo largo de la historia, han pretendido negar este existencial humano y que (como todas las utopías totalitarias negadoras de lo humano) han resultado ser un fiasco y un fracaso, creo que debe servirnos pa­ra pensar la propiedad como el hecho humano complejo y ambivalente que es.

1.3.   La propiedad: una forma de pensar y construir la realidad

La calidad humana de las relaciones que tejemos con los demás depende, en gran medida, de la forma en que nos apropiamos las cosas que nos rodean, y que necesitamos para vivir. Formas pa­cíficas y legítimas de apropiación posi­bilitan una convivencia justa y solidaria con los demás; formas violentas e ilegí­timas de apropiación imposibilitan la convivencia y provocan guerras y hasta muertes. La forma de organizar las re­laciones entre personas y grupos huma­nos tiene mucho que ver con la forma en que éstos pueden acceder o no a la propiedad.

Por eso, pensar sobre la propiedad obliga a pensar, a la vez, sobre política, derecho, ética, economía, sicología so­cial, etc. Pensar la propiedad es consi­derarla una categoría decisiva en la construcción social de la realidad.

Así, en la tradición occidental, una forma particular de comprender la pro­piedad sirvió para justificar la apropia­ción privada de recursos escasos; para explicar la naturaleza del poder político, su origen, límites y derecho a oponerse a él; para justificar la conquista europea del Nuevo Mundo; para vincular el he­cho natural de la propiedad con el des­arrollo humano, con el progreso y prosperidad de las sociedades y con las li­bertades democráticas; sirvió como ar­ma en la guerra contra el socialismo y, más tarde, en la guerra fría… En todos esos ámbitos, los análisis de la propie­dad fueron instrumentalizados ideológi­camente y adolecieron de la parcialidad propia de los prejuicios arbitrarios. Por ello han sido objeto de juicios y valora­ciones contradictorias.

En política, la propiedad sirvió para garantizar la estabilidad del poder y su limitación, mientras otros la señalaban como fuente de desigualdad y de ines­tabilidad social.

En ética, unos la han considerado como fruto del propio trabajo y como derecho inalienable, otros como una oportunidad de explotación y como ne­gación de la igualdad de oportunidades.

En economía, unos la han valorado como una razón clave en la producción de riqueza, y otros la acusan de ser mó­vil de la competencia destructiva.

En psicología, unos la ven como fuente de identidad y de autoestima en el individuo, otros la acusan de corrom­per la personalidad humana, alimentan­do pasiones y vicios indeseables.

En todos esos análisis hay una apro­ximación valiosa a la propiedad que es preciso valorar más adecuadamente.

No pudiendo abordar aquí todos esos aspectos, señalaré algunas cuestio­nes que me parecen más relevantes y significativas en nuestros días: las rela­cionadas con el ejercicio del derecho de propiedad privada sin límites legales ni morales. Así se verá cómo una forma histórica de apropiación burguesa, injusta y excluyente, se ha convertido en un derecho natural sacralizado.

Para ello, tras una rápida mirada a la escandalosa situación de desigualdad de nuestro mundo, reflexionaremos sobre la forma en que se construyó el discur­so legitimador de que el ser humano puede llegar a ser propietario de todo cuanto pueda acaparar, sin límites lega­les ni morales. A ese discurso le llama­remos “imaginario propietarista”. Co­nociendo su historia podremos ser conscientes de su raigambre y del reto a que nos enfrentamos.

1.4. Un mundo roto por la perversión de un derecho

Vivimos en un mundo tan desigual e injusto que ha superado las dosis de irra­cionalidad e injusticia razonablemente tolerables. La descripción de Juan Pablo II en la Sollicitudo Rei Sociales, mere­ce ser recordada, por su claridad y con­tundencia: “Una de las mayores injusti­cias del mundo contemporáneo consiste precisamente… en que son relativamen­te pocos los que poseen mucho, y mu­chos los que no poseen casi nada… Injusticia de la mala distribución de los bienes y servicios destinados origina­riamente a todos… Están aquellos pocos que poseen mucho (y que no llegan ver­daderamente a “ser”, porque, por una inversión de la jerarquía de los valores, se encuentran impedidos por el culto del “tener”); y están los muchos que pose­en poco o nada (y que no consiguen re­alizar su vocación humana fundamental al carecer de los bienes indispensables)” (n. 28).

La quiebra radical de lo humano que esta dialéctica supone está perfecta­mente calificada con una doble expre­sión de nihilismo: la aniquilación bioló­gica del ser humano, porque le niega la condición de posibilidad de la vida; y el nihilismo espiritual que niega la posibi­lidad de que se desarrolle la dimensión constitutiva de lo humano: ser con otros y desde otros. Unos infrahumanos y otros inhumanos, como ya insinuara san Juan Crisóstomo.

El texto papal (de 1987), lejos de quedar obsoleto, sigue siendo profético, dado que esta “dialéctica criminal” ha seguido sosteniéndose y potenciándose4. La “obscenidad”5 de nuestro mundo adquiere un tinte pornográfico en lo que Z. Bauman llama “vidas des­perdiciadas”6. El problema de la po­breza, dice Bauman, no está en la su­perpoblación, sino en que hay demasiada gente rica, parásita planeta­ria, que, además, se permite diseñar qué producto es útil y cuál está llama­do a ser residuo. Pero los residuos han crecido tanto y se han acumulado tan­to que ya no sabemos qué hacer con ellos. Esto no vale sólo para el proble­ma ecológico sino, sobre todo, para la inmensa muchedumbre de vidas des­perdiciadas. Algún autor, al referirse al siglo XX, ha preferido llamarlo el “si­glo de los asesinos” y no el de los de­rechos: “siglo dominado por una vio­lencia inaudita, expresable con números nunca antes vistos, cuyos fru­tos venenosos seguirán intoxicando el futuro”. Y añade que no se refiere sólo “a las guerras, a los nacionalismos y a totalitarismos que las generaron, sino también a las relaciones sociales y pro­ductivas de las democracias”… al “tra­bajo alienador”7.

La ex-presidenta irlandesa Mary Robinson, en su calidad de ex-alta co­misionada de la ONU e integrante de la Comisión para el Empoderamiento Legal de los pobres, escribía hace poco que más de la mitad de la población mundial vive en entornos carentes de le­yes reconocidas y aplicables, sin medios jurídicos eficaces para proteger a sus fa­milias, viviendas u otras posesiones. Son las estructuras profundas de mu­chas sociedades las que perpetúan la po­breza y la desigualdad. A pesar de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectiva­mente” (art. 17), y a pesar de que este derecho se vio reforzado en el Documento Final de la Cumbre Mundial 2005 de la ONU, el imagina­rio hegemónico de nuestras sociedades sigue siendo tan desigualitario y excluyente que se resiste a dar expresión le­gal a esos derechos.

No es momento de explicar con ri­gor la lógica estructural que el capita­lismo neoliberal de las últimas décadas ha dinamizado, ni sus resultados fata­les. Tampoco quiero incurrir en la sim­plificación de que la única causa de di­cha “dialéctica criminal” sea la irracional distribución de la riqueza. Desigualdad, exclusión social, domina­ción y servidumbre, tienen una etiolo­gía compleja y como tales hay que tra­tarlas. Pero parece claro que, en esta situación tan indignante, hay que bus­car el empoderamiento legal de los po­bres, especialmente de las mujeres. Lo cual implica un cambio estructural de las sociedades en su conjunto8. De forma de dominio a estructura de dominación

Lo más grave de esta trágica situa­ción no está sólo en la obscena desnu­dez de los hechos sino, sobre todo, en los discursos que los legitiman. En al­gunos análisis del derecho de propie­dad, hay una obscenidad propia de la ra­zón cínica: la que busca cargarse de razones para defenderse de la razón hu­mana. La razón que disfraza las cadenas del pobre con las guirnaldas que el rico pone sobre ellas, como ya denunció Rousseau.

Antes hemos aludido sucintamente al argumentario ideológico que, a lo lar­go de siglos, ha regido la polémica en­tre defensores y detractores de la pro­piedad privada. Entre esos argumentos hay uno que ha sido determinante para justificar la situación actual. Es el que utilizan quienes consideran el derecho de propiedad privada como un derecho natural del individuo, querido por Dios, y sacralizado hasta considerarlo invio­lable. La apelación a ese derecho natu­ral (llamada jusnaturalismo) ha sido en gran medida responsable de esa sacralización, como luego veremos.

La propiedad es un problema que no se agota en las consideraciones políti­cas, éticas, económicas y sicológicas antes mencionadas. El hecho de que se sigan dando de ella legitimaciones ex­plícitamente religiosas y jusnaturalistas sacralizadas, nos obliga a hacer un co­mentario epistemológico y metodológi­co, para saber el alcance de lo que va­mos a tratar. Si fuéramos conscientes de que nuestra forma de ser propietarios determina nuestra forma de rezar el “Padrenuestro”, más que la ortodoxia  del credo que recitamos en nuestras li­turgias, no lo recitaríamos con la ligere­za con que lo hacemos, contraviniendo la advertencia litúrgica (“nos atrevemos a decir”)….

1.5.   La construcción ideológica de un dominio humano

Durante siglos se entendió el dere­cho natural como el reflejo de la ley di­vina en la naturaleza y la vida de los se­res humanos (iluminado además por la revelación positiva en la tradición judeocristiana). Para organizar nuestra vida razonablemente los humanos debíamos tener en cuenta este orden jerárquica­mente establecido. Así, tanto el orden natural como el humano positivo estu­vieron fundamentados y guiados por el religioso. Y la Iglesia católica (que se consideraba depositaría de la recta in­terpretación de este orden jerárquico) pudo mantener un control hegemónico de toda la sociedad.

Se comprende entonces que, cuando la situación revolucionaria desplaza a la Iglesia de este lugar privilegiado y pre­tende legitimar el nuevo orden jurídico-político, lo haga construyendo un nue­vo “orden natural revolucionario”, que proclama la soberanía del ser humano, racional y libre, para interpretar tanto el derecho natural como el divino. En el caso más extremo, el nuevo orden no querrá tener otro fundamento y legiti­mación que la voluntad del individuo soberano (positivismo jurídico): el fun­damento del derecho está exclusiva­mente en la voluntad de quien lo crea. Así, el binomio jusnaturalismo-positi- vismo servirá de marco obligado para pensar la realidad social, también la de la propiedad, hasta nuestros días.

El derecho de propiedad moderno, se ha visto secularmente remitido a es­te marco legitimador. Y uno se pregun­ta cómo fue posible que, si las Sagradas Escrituras dicen cosas tan sublimes so­bre la dignidad de todos los seres hu­manos como imágenes de Dios, no se las tuviera más en cuenta a la hora de organizar la vida real de las sociedades. Y aún más grave: cómo en nombre de dichas Escrituras, se pudieron defender posiciones ideológicas contradictorias y, en algunos casos, negadoras de dicha dignidad humana.

La razón fundamental fue que toda esta cosmovisión jusnaturalista, que se presentaba como defensa de un orden natural, reflejo del orden divino, era también, y sobre todo, una construcción ideológica. Tanto el jusnaturalismo co­mo el positivismo son ideologías abs­tractas y dogmáticas que ocultan o des­conocen las razones de su propia génesis, facilitando así su instrumentalización jurídica y política. Por eso es necesario explicar esa construcción ide­ológica, en su génesis y en su funciona­lidad.

1.6.   Para entender esa génesis

Antes de explicar esa génesis dire­mos que los derechos humanos son una construcción social de la realidad, vin­culada a un tiempo y unas experiencias concretas. Durante siglos, se los funda­mentó basándose sólo en un orden ontológico autorizado (el tomista por ejemplo) o en un jusnaturalismo racio­nalista creador de un orden. Pero, como ya intuyó A. Tocqueville siempre fue preciso que se diera un contexto histó­rico y social concreto (lentamente incu­bado) en el que nació un nuevo imagi­nario social dominante que tuvo virtualidad suficiente para transformar la realidad a su imagen y semejanza. “El principal efecto de la democracia es convertir al amo y al servidor en extra­ños, poniéndoles uno al lado del otro, en vez de uno sobre el otro”. Desde posi­ciones como esta se abre la posibilidad de trascender la polémica miope entre jusnaturalismo y positivismo, en que se encerró con frecuencia la discusión so­bre los derechos humanos, en general, y el derecho de propiedad en particular.

Así pues, la jerarquización de los de­rechos humanos, no es ni el simple re­flejo de un orden natural objetivo y tras­cendente al quehacer humano, ni expresión de una racionalidad que crea un código de obligaciones universal y abstracto. Es fruto de la historicidad de la conciencia y la praxis críticas de los excluidos, de los “sin-derechos” que, llegado un momento, comenzaron a gri­tar “no hay derecho”. Y, cuando se gri­ta “no hay derecho”, es porque se ha to­mado conciencia de que la situación en que se vive no es humanamente sopor­table, por mucho que muchos quieran justificarla como natural o providencial, y se exige otra situación mejor, que se ajuste de verdad al derecho.

Como escribe lúcidamente E. Dussel “La dialéctica no se establece entonces entre “derecho natural a priori versus derecho positivo a posteriori”, siendo el derecho natural la instancia crítica a priori del derecho positivo, re­formable…, sino entre “derecho vigente a priori versus nuevo derecho a posteriori”, siendo el nuevo derecho la ins­tancia crítica (es decir: histórica) y el de­recho vigente el momento positivo, reformable, cambiable…. No caemos así en el dogmatismo del derecho natural (solución… metafísica ya inaceptable), pero tampoco en el relativismo… Los “nuevos” derechos son los exigidos uni­versalmente (sea en una cultura, sea pa­ra toda la humanidad, según el grado de conciencia histórica correspondiente) a la comunidad política en el estado de su evolución y crecimiento histórico. Por ejemplo, no era factible (por las condi­ciones históricas concretas) el movi­miento feminista en la Edad Media (aunque hubo heroicas anticipaciones), como tampoco era posible el ecologismo antes de la revolución industrial, cuando el planeta aparecía todavía co­mo una fuente inacabada de recursos y los efectos negativos sobre la reproduc­ción de la vida eran casi no medibles”10.

Pues bien: el derecho de propiedad, como derecho humano que se ha cons­truido históricamente, ha necesitado de un contexto histórico e ideológico con­creto para poder configurase y llegar a ser lo que ha sido. En la medida en que seamos capaces de conocer ese contex­to estaremos en condiciones de poder valorar su pertinencia y vigencia histó­rica y social, así como las legitimacio­nes de que sigue siendo objeto. Vamos pues a intentarlo.

La construcción del imaginario propietarista no es obra de un autor aislado ni de una generación. Desde Aristóteles al derecho romano y a Locke, el imaginario de la propiedad ha bebido de muchos sitios.

2.1.   Fuentes

No podemos trazar ahora la historia de este largo proceso. Sólo vamos a rastrear las fuentes de la sacralización del derecho de propiedad, que es uno de los rasgos más característicos (y con más graves consecuencias) de dicho imaginario.

En contra de lo que suele decirse, la fuente más importante del individualis­mo propietario moderno no ha sido el derecho romano, sino la Segunda Escolástica, especialmente la española. Intelectuales de altura que destacaron en pensamiento filosófico o jurídico;

pero nunca dejaron de ser “teólogos”, para quienes la teología era el horizon­te interpretativo y legitimador de todo lo demás.

Luego, los jusnaturalistas moder­nos, buscando distanciarse de todo ho­rizonte trascendente y teológico, para afirmar coherentemente el papel central de un sujeto humano libre e indepen­diente, silenciaron la importancia que en su obra tuvo la Segunda Escolástica. Pero no pudieron borrar la herencia de problemas y de formas de resolverlos en continuidad con dicha tradición “te­ológica”.

Por lo que respecta al tema de la pro­piedad, hay, en el jusnaturalismo mo­derno, individualista y secularizado, una forma de explicar su origen y su na­turaleza jurídica y política, que sería in­comprensible sin tener en cuenta el tra­tamiento que de ese tema habían hecho los teólogos, católicos y protestantes.

Sin la legitimación teológica del de­recho de propiedad (y del modelo eco­nómico en que éste se configura), no ha­bría sido posible la deriva economicista de las sociedades occidentales. Otra co­sa será valorar adecuadamente la cali­dad cristiana de esas categorizaciones teológicas. Me siento cercano de la in­terpretación que ve en el puritanismo calvinista una religión ética instrumen­tada al servicio de los negocios. Tocqueville da pie a esta interpretación cuando (hablando como un sociólogo de la religión a quien no importa tanto su verdad cuanto su funcionalidad so­cial), se refiere a la religión en América como la primera institución política. Solamente una religión que garantizara el amor al bienestar y a la riqueza, dice Tocqueville, era viable en una sociedad como la americana11.

2.2.   Fundamentación del dominio humano sobre un mundo creado por Dios

  1. Para un creyente, Dios es la fuen­te y destino de todo lo creado. Para los teólogos de la Segunda Escolástica tam­bién deriva de Dios el modelo del do­minio humano sobre el mundo. Dios es el auténtico Dominus, el dueño de todo, y las diferentes formas de dominio hu­mano sólo se explican y legitiman en la medida en que se originen y reflejen el dominio divino.

Conscientes de que hay muchas for­mas humanas de dominio pervertidas y degradadas, buscaron definir la natura­leza y límites del dominio, para que el hombre pueda ejercerlo adecuadamen­te. Por eso, aunque la Escritura dice que Dios dio al hombre el dominio sobre las cosas, los teólogos se preguntarán por qué lo hizo y de qué modo lo manifes­tó. La respuesta a estas preguntas es de­terminante para definir y valorar la for­ma de dominio y, más en concreto, la propiedad privada como un derecho hu­mano básico.

  1. Dando un paso más: si el dominio humano sobre el mundo es una forma de participar en la tarea divina y una con­cesión de Dios al hombre, se puede con­cluir que la dominación divina es fuen­te de un orden inscrito en la naturaleza de las criaturas, que pone a cada una en su lugar y le concede un estatus, que se­rá visto como un derecho. En este sen­tido, el hombre posee un derecho a do­minar porque se encuentra en la cúspide de lo creado. El dominio y el derecho, que en Dios coinciden, por definición, acabarán también coincidiendo en el ca­so humano. El dominio humano se fun­da en la voluntad expresa de Dios; y además está inscrito en el orden de la creación.
  2. Sin embargo, estos dos funda­mentos responden a dos lógicas dife­rentes que, para la visión unitaria de los teólogos, son dos caras de una misma realidad; pero no lo serán cuando, más tarde, se prescinda de toda considera­ción religiosa. Es decir: en la filosofía moderna, el orden jerárquico de las co­sas ya no está vinculado a la creación o Providencia divinas. ¿Cómo se llega hasta ahí?
  3. Para el tomismo, el Dios Creador es todopoderoso. Pero es además Sabiduría infinita. Por ello, el ejercicio de su voluntad será siempre ordenado. Pero, como es sabido, con la aparición de los “nominalistas”12, la voluntad de Dios no está atada por sabiduría o razón alguna (la potestad de Dios, según ellos, es “absoluta” no “ordinata”). Es decir: para los primeros escolásticos, Dios quiere una cosa porque es buena; para los nominalistas, una cosa es buena por­que Dios la quiere.

Esta doble concepción del dominio de Dios, se reflejará en una doble con­cepción del dominio humano, cargán­dolo así de ambigüedad. Si el dominio humano se funda en el orden y la sabi­duría divinas, entonces los órdenes hu­manos habrán de adecuarse al orden na­tural divino (jusnaturalismo). Pero si se subraya una lógica “voluntarista”, se dará al dominio humano un carácter te­ocrático (absolutista).

  1. Pues bien: la segunda escolástica tiende todavía mayoritariamente a su­brayar los datos naturales que reflejan y se justifican en el orden divino (el do­mino del hombre debe respetar ese or­den y tiene cualidades, como la razón y la libertad, que le permiten hacerlo). En cambio los jusnaturalistas modernos quitan esa sacralidad al domino huma­no: éste no tiene que reflejar el dominio divino ni tiene ningún carácter sagrado. Con ello se posibilita una forma de con­cebir el derecho humano como un dere­cho subjetivo, que tiene el hombre por­que sus necesidades y sus facultades le autorizan a ejercer el dominio sobre to­das las demás criaturas. Y porque está legitimado por la creación divina para un ejercicio fáctico de dominación y apropiación.

2.3.   La transformación del derecho natural al dominio en derecho de propiedad

Pero una cosa es afirmar que el de­recho natural del ser humano al domi­nio sobre lo creado procede de Dios, y otra, muy distinta, mostrar que los do­minios concretos a los que se refiere el derecho positivo son una derivación ló­gica de este dominio originario. Los te­ólogos jusnaturalistas se habían preocu­pado por mantener esa vinculación entre ambos, de modo que el (inaliena­ble e imprescriptible) derecho humano a la propiedad privada, tenga también su sentido y alcance en el orden divino. Intentaron así explicar el papel que jue­ga cada uno, Dios y el hombre, en la di­visión de los dominios y propiedades entre los humanos. Y se basan para ello en una doble convicción:

  1. a) Dios no di­vidió ni repartió expresamente las cosas entre los hombres; pero
  2. b) el hombre no es un dueño absoluto del mundo, que pueda crear las propiedades particulares a su antojo.

¿Cómo ha de hacerse entonces ese reparto? Las respuestas que dan son di­ferentes.

– Unos buscarán la explicación en un mediador que, actuando como lugar­teniente de Dios y representante de la humanidad, tiene la tarea de administrar el dominio y dividirlo entre los seres hu­manos. Buena parte de los teólogos ju­ristas defenderán esta tesis que tiene, por otro, lado una gran tradición, y vie­ne avalada por figuras tan importantes como San Agustín. Y cuya versión mo­derna serán El Príncipe o, más adelan­te, el Estado Nación absolutista, como mediadores que ejercen el dominio so­bre las cosas y las dividen entre sus súb­ditos a través del derecho.

– Para otros, esa visión “patriarcalista” de la realidad supone demasiadas dificultades y buscan otra explicación menos inadecuada como es la de un do­minio común o una comunidad de bien­es (que, para unos, sería como estado in­termedio entre el dominio indiviso y la división de los dominios mientras que, para otros, será un ideal siempre desea­ble). Esta explicación se ajusta mejor a sociedades no jerárquicas, formadas por individuos libres e independientes. Siempre se busca, a la vez, justificar el derecho de propiedad y conseguir que la sustitución de Dios por el hombre en la realización de dicho derecho se haga te­niendo presente a Dios13.

Así se ve cómo la legitimación que los juristas teólogos de la segunda esco­lástica hacen del derecho al dominio, y del derecho de propiedad (como su con­creción social y jurídica), desborda los conceptos romanos de “dominium” o de “proprietas”. La sola referencia al mun­do romano habría sido insuficiente para legitimar un derecho a la propiedad con los atributos que en el discurso de esos teólogos se adjudican a un ser creado a imagen de Dios. Fueron éstos quienes, aunque no tuvieran conciencia clara de la trascendencia de lo que estaban ha­ciendo, pusieron el sello de lo divino co­mo legitimador de lo que era una cons­trucción humana, ayudando así a sacralizar lo humano e incluso a divini­zarlo.

Pero así se abrió la puerta a la sacralización de un individuo y de un Estado propietarios y soberanos, en el sentido moderno del término. Pasamos ahora del jusnaturalismo teológico a su versión secularizada en la Escuela del Derecho Natural y de Gentes y del ra­cionalismo de los siglos XVII y XVIII, que pretende explicar la realidad sólo en clave antropocéntrica y racionalista, “como si Dios no existiera” y que será el referente fundamental de nuestros sis­temas jurídicos e ideológicos en el tema de la propiedad (llamamos a eso jusnaturalismo moderno).Los jusnaturalistas modernos abordan las mismas cuestiones que los juristas teólogos; pero su objetivo es diferente. Buscan asegurar la libertad de dominio humano sobre las cosas, pero concediéndole un carácter ilimitado y absoluto, que le permite usar de ellas sin regla algu­na. Para los juristas teólogos, el dominio humano era una prolongación del divino: por ello el hombre no puede usar de él arbitrariamente y sin restricciones, sino que debe subordinarse a la ley y orden divinos ins­critos en su naturaleza, sin “abusar” en la posesión de las cosas. Ahora en cambio se diluye la referencia al marco divino y con ella cualquier límite al poder humano.Además, el orden del mundo des­cansa en la mera naturaleza humana, que está guiada por leyes propias, tanto físicas como racionales. El hombre se guía, sobre todo, por su libertad, que, ahora, ya no es tanto una libertad-deber, cuanto una libertad-derecho, que le per­mite imponer su voluntad a todas las co­sas creadas. Solamente el poder políti­co seguirá, durante algún tiempo, legitimando el absolutismo en nombre del derecho divino de los reyes; pero también ahí desaparecerá progresiva­mente toda similitud entre el dominio divino y el humano; y se irá imponien­do una visión nominalista que hará coincidir el dominio de institución divi­na y el de institución humana en una vi­sión positivista del derecho14.

3.1.   Primeros pasos hacia el imaginario posesivo

Así se irá construyendo el imagina­rio más importante de nuestras sociedades modernas: el del individualismo po­sesivo. Ese imaginario, aunque secula­rizado, sigue manteniendo una gran do­sis de sacralización. En alguna de sus versiones recuperará incluso el explíci­to sello legitimador del providencialismo cristiano (por ejemplo, en el “libe­ralismo doctrinario”, al que nos referiremos más adelante).

El individualismo moderno tiene una compleja etiología y las causas de tipo ético o religioso han sido muy rele­vantes. Pero una de sus señas más dis­tintivas ha acabado siendo el propietarismo, el cual determinará de forma decisiva las relaciones del ser humano con los recursos que necesita para satis­facer sus necesidades y, a la vez, con sus semejantes.

3.1.1.     Contrato social

Las sociedades modernas encontra­rán su explicación más convincente en un contrato social llevado a cabo por in­dividuos propietarios, que se ponen de acuerdo en las normas que van a regir su convivencia y en instituciones que garanticen el cumplimiento de dichas normas. En la definición de dicho con­trato social será tan importante la eco­nomía que algunos autores hablan del papel “colonizador” de la economía so­bre toda la vida social. Pero incluso es­ta primacía de lo económico no deja nunca de estar legitimada ética y reli­giosamente. Es cierto que hubo diatri­bas contra el “homo oeconomicus”, acusándolo de materialista y de egoísta, y opuestas al liberalismo de clásicos, como Locke, Smith, o St. Mill. El deseo liberal de libertad religiosa e intelectual (y las luchas contra el absolutismo, el 16 arresto arbitrario, las penas crueles o la tutela eclesiástica de los saberes) no es un mero subproducto de la lucha por la propiedad económica. El objetivo fun­damental del liberalismo era liberar al individuo del poder arbitrario y de las fuerzas irracionales que le impiden vi­vir su propia vida con autonomía. Aunque la mayoría de sus representan­tes mostraron una actitud receptiva ha­cia la sociedad mercantil y escribieron textos en los que convierten a la propie­dad y su protección en la prioridad de los gobiernos, todo ello ha de entender­se en su contexto: “Afirmar que el pro­pósito central del gobierno es proteger la propiedad significa, en primer lugar, negar que el propósito central del go­bierno sea salvar almas… Además, los liberales clásicos asociaban muy estre­chamente la propiedad privada con la li­bertad, tanto personal como política. En términos políticos, la propiedad podría aún definirse como aquello que los tira­nos arrebatan sin consentimiento”15.

Esta dualidad perdura: Locke co­mienza su Ensayo sobre el Gobierno Civil afirmando que la protección de la propiedad es la finalidad del poder po­lítico. Pero también reitera en su obra que “el fin del gobierno es el bien del género humano”.

3.1.2. Individualismo posesivo

Ahora bien: exculpar a los liberales clásicos de la acusación de materialis­tas, economicistas y egoístas, no signi­fica que desconozcamos que la deriva real del liberalismo occidental ha con­ducido a lo que se ha venido llamando el individualismo propietarista o pose­sivo. Y, en dicha deriva fue decisiva la

importancia de algunos de los clásicos del liberalismo (como el caso paradig­mático de Locke).

De este modo, el referente canónico para la tradición posterior será el jusnaturalismo de Locke y su legitimación del derecho de propiedad privada como un derecho natural e inviolable. El he­cho de que haya sido un autor que su­brayó de forma particular el aura sagra­da de la propiedad y la legitimó además en términos religiosos y morales, lo convierte en un referente significativo de cómo el jusnaturalismo moderno be­bió en el jusnaturalismo religioso pre- moderno y, a la vez, supo prescindir de él, cuando formuló su jusnaturalismo racionalista.

Como ahora vamos a ver, Locke es el autor de la ambigüedad y la incohe­rencia lógicas. Quizá tuvo que serlo, pa­ra responder, a la vez, a las exigencias de la nueva sociedad burguesa, que ya no soportaba el absolutismo (al que consi­deraba enemigo de sus intereses de cla­se), pero que necesitaba defender estos intereses frente a otros nuevos enemi­gos, especialmente, los nos propietarios.

3.2.   La “Bíblia burguesa” de John Locke

En efecto: según Duverger, Locke ha sido el autor de la “Biblia burguesa”, es decir: el texto legitimador del imagi­nario burgués (con influjo incluso en la Doctrina Social de la Iglesia). Por eso, vamos a referirnos a él un poco más de detenidamente16.

Locke (1623-1704) arranca de un jusnaturalismo racionalista que conser­va rasgos religiosos del jusnaturalismo anterior (sobre todo la idea de Dios cre­ador que es muy explícita y sirve para argumentar a favor del destino univer­sal de los bienes, pero también a favor de la propiedad privada, que brota de la naturaleza creada por Dios). Su jusnaturalismo quiere tener un carácter nor­mativo, es decir: los derechos naturales son constitutivos de la condición moral del individuo e irrenunciables. Pero la necesidad de garantizarlos le lleva a ajustar las exigencias jusnaturalistas con las demandas de seguridad, utilidad y bienestar que la sociedad del indivi­dualismo impone.

Para Locke, el individuo es libre, in­dependiente y propietario; y la sociedad es el resultado de las relaciones entre in­dividuos libres, independientes y pro­pietarios. Lo que hace luego es elevar a la categoría de natural (en el sentido ilustrado de racional, universal y prepo- lítico), lo que era la sólo forma hegemónica de pensar en aquella sociedad mercantil guiada por la lógica del indi­vidualismo posesivo, y vertebrada des­de el principio sagrado del derecho na­tural a la propiedad privada.

Esta sociedad libera de toda atadura la lógica de la “crematística” denuncia­da por Aristóteles. Con ello el individuo está en disposición de apropiarse de to­do cuanto pueda que será, progresiva­mente, casi todo. Todo se puede com­prar y vender. No sólo las cosas, sino también el trabajo de las personas y las mismas personas. El problema de la propiedad privada necesita ahora un dis­curso legitimador que lo haga presenta­ble. Y dicho discurso presentará una do­sis de ambigüedad que pocos autores supieron manejar con tanta lucidez y eficacia, como Locke. Veámoslo.

3.2.1.     Del derecho natural al derecho burgués

De forma paradigmática, Locke afir­ma y legitima el derecho natural indivi­dual a la propiedad como el gozne so­bre el que debe girar la sociedad humana, civil y política. La naturaleza del ser humano es ser propietario de su vida, de su libertad y de sus bienes. “La finalidad máxima y principal que bus­can los hombres al reunirse en estados o comunidades, sometiéndose a un go­bierno es salvaguardar sus bienes; esa salvaguarda es muy incompleta en el es­tado de naturaleza”17. Y en la introduc­ción a su obra: “Entiendo por poder po­lítico el derecho de hacer leyes que estén sancionadas [incluso con la pena capi­tal]… para la reglamentación y protec­ción de la propiedad”18.

Pero Locke es consciente de que ar­gumentar a favor del derecho natural a la propiedad privada y, a la vez, legiti­mar la forma en que la sociedad mer­cantil de su época defendía y salva­guardaba este derecho, exigía solventar algunas cuestiones poco claras. Pues el jusnaturalismo es una filosofía esen­cialmente igualitaria, para la que el de­recho natural a la propiedad significa (como él mismo reconoce) que: nadie tiene derecho a acumular más de lo que puede consumir; se debe permitir que todos tengan lo suficiente para vivir y la medida de dicha diferencia e incluso de su limitación está en el propio trabajo. Con este vademécum en la mano pare­ce imposible construir una sociedad propietarista como la burguesa que 18

Locke busca legitimar. Pero Locke lo hizo y con éxito.

Textos como el que sigue evidencian su propósito. “Es evidente… que los hombres estuvieron de acuerdo en que la propiedad de la tierra se repartiese de una manera desproporcionada y des­igual; es decir, independiente de socie­dad y de pacto; porque allí donde exis­ten gobiernos, son las leyes las que reglamentan esa posesión. Por un acuer­do común, los hombres encontraron y aprobaron una manera de poseer, legíti­mamente y sin daño para nadie, mayo­res extensiones de tierra de las que ca­da cual puede servirse para sí, mediante el arbitrio de recibir oro y plata…”19. Locke pasa, sin solución de continui­dad, de justificar el derecho natural y universal a la propiedad, a justificar el derecho burgués de propiedad como si fuera natural y universal. Esa falacia no se explica solamente por la mera apari­ción del dinero o por la necesidad del poder legítimo para organizar la socie­dad con seguridad. Hay en él otros pre­supuestos que conviene explicitar por­que todavía hoy gozan de vigencia.

3.2.2.     De la lógica humana a la lógica económica

Las limitaciones naturales de la pro­piedad (echar a perder lo que se acu­mula, acumular más de lo que es sufi­ciente o fruto estricto del propio trabajo), dejan de serlo. Y se abre un nuevo universo construido no desde la antropología de las necesidades natura­les, sino desde lógica economicista del individualismo posesivo. Locke inten­tará demostrar que actuar conforme a esta lógica es racional y moral, y que cuando el propietario burgués aumenta su propiedad, está cumpliendo con una vocación racional y con un proyecto so­cietario.

Pero, si Locke está pensando en in­dividuos cuyo comportamiento es ra­cional, ¿cómo justifica el acumular di­nero y tener más de lo que uno puede utilizar para satisfacer sus necesidades? Según Macpherson, desde el comercio y la industriosidad. Locke ve el dinero como capital, lo mismo que la tierra20. Su objetivo no es proporcionar una ga­nancia para el consumo, sino engendrar más capital mediante una inversión fe­cunda. Y explica esa rentabilidad del di­nero por “convenio entre quienes tienen posesiones desiguales”. No niega la es­terilidad atribuida al dinero, pero la tras­ciende por el concepto de convenio en­tre desiguales. Su perspectiva es mercantilista: le interesa más el punto de vista de la riqueza de la nación que el de la riqueza individual. El deseo de acumular no es muestra de avaricia si­no afán de generar riqueza nacional. Sin negar los límites del derecho natural ori­ginal, justifica acumular lo que no se echa a perder. Una justificación típica­mente capitalista.

3.2.3.     Justificación del dinero

La introducción del dinero se da, pa­ra él, por un consentimiento tácito, an­terior e independiente al de la sociedad civil. El dinero y la desigualdad en la posesión de la tierra, y el comercio, se dan ya en el “estado de naturaleza” (el cual es una curiosa mezcla de fabula- ción histórica y de abstracción lógica a partir de la sociedad civil). Ni el dinero ni el contrato deben su validez al Estado, sino a la razón natural, a la razonabilidad moral de los hombres.

Hay, pues, dos niveles de consenso en la teoría de Locke: el consenso entre hombres libres, iguales y racionales, en el estado de naturaleza (para atribuir un valor al dinero, y consecuentemente a los contratos comerciales), y el acuerdo mutuo de ceder todos sus poderes a la mayoría. Este segundo es el que crea la sociedad civil. Pero el primero es váli­do sin necesidad de él.

3.2.4.     Justificación de la superación de límites

La superación del límite de la sufi­ciencia, es decir, que se deje lo sufi­ciente para todos, se debe, según Locke, a que cuando se consiente en el uso del dinero, se está consintiendo, a la vez, en sus consecuencias. Está, pues, justifica­do que un individuo se apropie de la tie­rra aunque no deje suficiente y de igual calidad para los demás21. Locke argu­menta diciendo que quien se apropia de todo lo que puede genera un incremen­to del fondo común de la humanidad, por lo que, al final, genera más produc­tividad y más riqueza, y compensa la falta de tierra disponible para todos: “Así, cuando las consecuencias de una apropiación que excede el límite inicial se miden por la prueba fundamental (sa­tisfacción de las necesidades de la vida para todos los demás) y no por la prue­ba instrumental (disponibilidad de la tierra para que los demás hagan frente a las necesidades de la vida con ella), la apropiación más allá del límite adquie­re un valor positivo”22.

Superación del límite del trabajo

La limitación que impone el trabajo (sólo es apropiable el producto del pro­pio trabajo), parece la más difícil de su­perar, pero Locke no parece temerla. Ni siquiera necesitó demostrar la validez de la relación salarial por la que un hom­bre adquiere legítimamente un título so­bre el trabajo de otro, pues se daba por supuesta.

Además, Locke argumentaba que, si el trabajo es propiedad de la persona ha de ser, por definición, alienable. Pues la propiedad, para él, no es solamente un derecho a disfrutar o usar: es un derecho a disponer, a cambiar, a alienar. Así ele­vaba a categoría de natural lo que era normal en la sociedad de su época: los asalariados, al nivel de subsistencia, eran una clase importante de aquella economía.

Locke niega que haya un derecho natural a alienar la propia vida (pues la vida es propiedad de Dios) y deniega a la sociedad civil el poder de abrogar el derecho natural. Pero no supo reconocer que la alienación continua del trabajo por el salario de mera subsistencia para toda la vida es, en realidad, una alinea­ción de la vida y de la libertad. “Dio por supuesto… que el trabajo era natural­mente una mercancía, y que la relación de trabajo asalariado que me da el dere­cho de apropiarme del producto del tra­bajo ajeno era una parte del orden natural”23.

Así se ve que la limitación del dere­cho de propiedad introducida por el tra­bajo (derecho a cuanto se pueda produ­cir con el trabajo de uno mismo) no fue ni considerada por Locke.

3.2.5.     Resultados

Según Macpherson, la hazaña de Locke fue dar una base moral a la apro­piación burguesa24. Minó así la concep­ción tradicional, según la cual, propie­dad y trabajo son funciones sociales y la propiedad implica obligaciones socia­les. Apartir de él, la posesión de un bien que proviene del trabajo personal de su propietario se legitima igual que la po­sesión de un bien que resulta de la apro­piación privada de un trabajo que es de otro al que se lo compra.

Desde entonces, la dominación y ex­plotación del trabajo asalariado se con­sidera fuente legítima de propiedad. El propietario de una empresa lo es con el mismo título que el dueño de una casa, aunque el primero se haya apropiado in­justamente de parte del trabajo de sus asalariados.

Y no sólo acaba con la descalifica­ción moral que lastraba la apropiación capitalista ilimitada, sino que, además, justifica como natural una diferencia de clases en derechos, dando así una base moral positiva a la sociedad capitalista. La importancia de este tema para en­tender el alcance desigualitario y exclu- yente de la propiedad burguesa exige, como hace Macpherson, explicar cómo legitima Locke la desigualdad de clases, el sufragio censitario y (cuando haga falta) el ejercicio autoritario del poder. Tener, saber y poder, aparecen ya como la trinidad sagrada que regirá el orden burgués:25.

  1. Las diferencias de clase en dere­chos naturales y en racionalidad, se jus­tifican por dos ideas dominantes en su época. La clase trabajadora es necesaria a la nación; pero sus miembros, en rea­lidad, no son miembros con pleno dere­cho del cuerpo político ni tienen título para ello. Además, los miembros de la clase trabajadora no viven ni pueden vi­vir una vida plenamente racional.
  2. La clase trabajadora es incapaz de una acción racional y de vivir con arre­glo al criterio moral de los hombres ra­cionales: no es capaz de pensar o actuar políticamente (el derecho a la revolu­ción pertenece a la mayoría, pero no a la clase trabajadora).
  3. Además, los que no trabajan, los pobres holgazanes, son depravados por propia elección, degradados por su po­sición, y deben ser objeto de la discipli­na y de la purificación de las costumbres (justificándose el trabajo de sus hijos de más de tres años de edad).

Locke está lejos de autores, como Pufendorf, que creen que en el estado de extrema necesidad se anula el derecho de propiedad, y sigue afirmando que es­te derecho es la forma de garantizar la justicia. En extrema necesidad (y ya que las leyes que obligan al Estado a subve­nirles apenas se aplican), apelará a la ca­ridad para socorrerles con los bienes superfluos. En los economistas políticos posteriores a la Restauración es lugar común el envilecimiento moral de la clase trabajadora. La clase trabajadora es una fuente de riqueza disponible pa­ra la nación, lo que obliga a hacerles tra­bajar sin descanso. Pero no es que los intereses de la clase trabajadora estén subordinados al interés nacional (pues dicho interés era monopolio exclusivo de la clase dominante). La clase traba­jadora era una mercancía y estaba so­metida al estado sin ser miembro del mismo con pleno derecho.

3.2.6.     En resumen

–           Locke dibuja un estado de natura­leza de libertad e igualdad entre los hombres, pero acaba trasladando a él las desigualdades de su sociedad, por el modo de concebir la propiedad.

–           Su tratamiento de los derechos de propiedad implica que los supuestos di­ferenciales ya están implícitos en la na­turaleza humana. El postulado indivi­dualista transforma la masa de individuos iguales (justamente) en dos clases con derechos muy diferentes: los que tienen propiedades y los que care­cen de ellas. Los segundos dependen de los primeros y son incapaces de modifi­car las circunstancias en que se encuen­tran.

–           La igualdad inicial de derechos na­turales, consistente en que nadie tiene jurisdicción sobre nadie, no puede sub­sistir tras la diferenciación de la propie­dad. Dicho de otra forma, el hombre que no tiene la propiedad de cosas pierde la propiedad plena sobre su propia perso­na que era la base de sus derechos natu­rales iguales.

–           “La diferenciación de la propiedad es natural, es decir, ajena a los vínculos de la sociedad y al pacto”.

–           La esencia del comportamiento racional es la apropiación industriosa. Cuando la acumulación ilimitada se convierte en racional, la racionalidad plena solamente es posible para quie­nes pueden acumular así. Los que que­dan sin propiedad no pueden ser in­dustriosos ni racionales en el sentido original.

–           En suma: Locke introdujo en la na­turaleza original del hombre una incli­nación racional a la acumulación ilimi­tada; mostró que se hallaba naturalmen­te frenada en la sociedad anterior al di­nero, y mostró que podía eliminarse ese freno mediante un artificio que conside­ra al alcance de los poderes racionales del hombre natural… Debido a que

Locke dio siempre por supuesto que el comportamiento plenamente racional era un comportamiento acumulativo, pudo advertir, cuando el trabajo y la apropiación se volvían separables, que la racionalidad plena residía en la apropia­ción y no en el trabajo26.

  1. CONSECUENCIAS: DERIVA TOTALITARIA DEL INDIVIDUALISMO POSESIVO Y DESTRUCCIÓN DEL SUJETO HUMANO

La igualdad y la libertad positiva del iusnaturalismo racionalista debe­rían exigir una configuración democrática de la sociedad y una afirma­ción de los derechos y libertades de los individuos. Pero la evolución histórica ha mostrado que, incluso en los momentos más prometedo­res, el individualismo posesivo y el propietarismo minaron la virtualidad del proyecto democrático, amenazando la adecuada realización del sujeto humano en sociedad. Pondremos algunos ejemplos.

4.1.   La Revolución Francesa

La revolución francesa, pese a enar­bolar una proclama ilustrada y univer­salista, siguió siendo desigualitaria y excluyente.

El espíritu burgués, que controló el proceso, siguió imponiendo la menta­lidad del individualismo posesivo y so­focando otros proyectos con mayor virtualidad emancipadora y democratizadora. Prueba de lo que decimos es su contundente defensa del derecho de propiedad (afirmado ya en 1789 y re­forzado en 1793), del sufragio censitario y de todos los derechos derivados de ellos27.

4.2.   El liberalismo doctrinario

Otro ejemplo claro lo tenemos en el liberalismo doctrinario. En países como Francia o España, y desde la hegemonía indiscutible de la mentalidad del pro­pietarismo burgués, el derecho de pro­piedad se convierte en el referente so­cial más sagrado, desde el que se explica todo y para el que se instrumentaliza to­do. Religión, política y cultura, en ge­neral, estarán al servicio de la legitima­ción de un sistema social en que el lema “enriqueceos” no es un mero eslogan para épocas de desarrollo socioeconó­mico: es un modo de entender la pleni­tud humana y social en conformidad con el credo de la trinidad burguesa: te­ner, poder y saber. Inteligencia, riqueza y poder son, para el liberalismo doctri­nario, los dones que un providencialismo más o menos explícitamente reli­gioso ha reservado para la burguesía propietaria. Sólo ésta, gracias a su pro­piedad, puede gozar de los derechos de la cultura y dedicarse al ejercicio del po­der.

En España, por ejemplo, difícilmen­te se entenderá el siglo XIX y buena par­te del XX, sin tener presente al libera­lismo doctrinario. Donoso y Cánovas son referencias obligadas para com­prender nuestra historia. Y hoy sigue siendo un referente necesario para in­terpretar el comportamiento de los po­deres hegemónicos. Para mantener su posición privilegiada, no necesitan és­tos renunciar a las proclamas liberales de derechos y libertades. El enriquecer­se a toda costa puede ser vocación de “cristianos honorables”. Por fin, se ha­ce compatible lo que el Evangelio pre­sentaba como imposible: que un came­llo entre por el ojo de una aguja. Por fin, como dirá Le Goff, “la bolsa y la vida” juntas. Una vez más28.

Quienes no son propietarios y no tie­nen los recursos que el sistema exige pa­ra ser ciudadanos activos, no es que se­an injustamente excluidos por el sistema, sino al revés: no pueden parti­cipar en el sistema porque, al no ser pro­pietarios, carecen de la cualidad esen­cial que capacita para saber y decidir en las cuestiones del poder29. Tal forma de legitimar el propietarismo será compar­tida incluso por ideólogos explícita­mente distanciados de las posiciones conservadoras. Es el caso de Benjamín

Constant, para quien la propiedad no es un derecho natural, anterior a la socie­dad, pero sí que es un “derecho inviola­ble”: “La propiedad es sólo una con­vención social, pero el hecho de que lo reconozcamos así no significa que la consideremos menos sagrada, menos inviolable, menos necesaria que los que adoptan otro sistema”30. Constant reite­ra y profundiza el discurso de Locke.

4.3.   Consecuencias

Más tarde, Malthus sacará las con­secuencias brutales de este plantea­miento, en un texto que conviene citar: Aquél que nace en un mundo ya ocu­pado, sí no puede lograr medios de subsistencia de sus padres… ni la so­ciedad necesita de su trabajo, no tie­ne el menor derecho a pretender la mínima porción de alimento. Está de sobra en este mundo. La naturaleza le indica que se vaya de él, y no tar­dará en ejecutar su mandato, si la piedad de los comensales no llega a interesarse por él. Si éstos se levan­tan y le hacen un sitio, pronto otros intrusos se presentarán para exigir el mismo favor. Cuando se extienda la noticia de que se socorre a todo el que llega, la sala se llenará con una multitud. Se romperá el orden y la armonía de la fiesta; la abundancia que antes existía se transformará en escasez. Y la felicidad de los invita­dos será destruida por el espectácu­lo de miseria y humillación, que sur­gen desde todos los rincones del mundo, y por los clamores inoportu­nos de los que se encolerizan con ra­zón por no encontrar la ayuda que se les había hecho esperar. Los invita­dos reconocen demasiado tarde su error, por haberse opuesto a la eje­cución de las órdenes estrictas dadas por la gran “maitresse” de la fiesta contra la admisión de intrusos: pues, queriendo que la abundancia reinara entre sus invitados, y conociendo la imposibilidad de atender a un nú­mero ilimitado de individuos, había rechazado, por humanidad, el admi­tir en su mesa a los llegados más tarde31.

En total: el pobre es un problema y una amenaza para el banquete del rico. Pero además, el problema del pobre es problema suyo, no del rico ni de la so­ciedad propietarista. El pobre es res­ponsable de su pobreza. El propietarismo ha logrado eliminar cualquier atisbo de responsabilidad moral en el ejercicio burgués del derecho de propiedad pri­vada. El límite tradicional de la propie­dad (el estado de extrema necesidad) queda aquí laminado. El pobre no tiene derecho a vivir.

El proyecto social del individualis­mo posesivo tiene una clara dimensión ideológica, que se traduce también en el ámbito sociopolítico32. Pretende obviar la mutua relación e interdependencia entre economía y política. Oculta que la primacía absoluta de las leyes económi­cas (a las que les da categoría ontológica de “naturales”), y las relaciones ne­cesarias que se derivan de estas leyes, sólo son posibles porque quienes dispo­nen del control del poder político legis­lan conforme a sus propios intereses económicos.

Con palabras de P. Barcellona: “la constitución de una esfera separada de la economía y del cálculo económico, es una operación de gran artificialidad y con gran proyección política. Sólo un gran artificio puede transformar el tra­bajo humano en mercancía, la necesidad en valor de cambio, el dinero en forma general de la riqueza, y sólo una gran fuerza político-estatal puede instituir al mercado como lugar general y único de las relaciones humanas… El nacimien­to de la economía de mercado y del cál­culo económico está, por tanto, fuerte­mente marcado por el rol de la coerción jurídico-política del Estado y de la ca­pacidad de proyecto de un sujeto histó­rico determinado: la burguesía, la clase de los propietarios”33.

El proyecto propietarista es, pues, ideológico y político, a la vez. Su vi­gencia fue indiscutible mientras la men­talidad propietarista era hegemónica. Pero, cuando la fuerza universalizadora de la proclama ilustrada se puso al ser­vicio de un proyecto más igualitario y democrático (el proyecto socialista), la plausibilidad del discurso burgués de­bería haber quedado definitivamente en entredicho y el paradigma del indivi­dualismo posesivo burgués debería ha­ber quedado sin razones para seguir ex­plicando y legitimando el orden social vigente.

¿Por qué no ocurrió así? ¿Por qué -aunque ya no sea posible negar la iden­tidad personal del pobre trabajador no propietario, ni su capacidad para el su­fragio activo- la cualidad del ser huma­no sigue hipotecada a su condición de actor económico?

  1. DIAGNÓSTICO POR CONTRASTE: LA PRAXIS DE JESUS

Desde una óptica cristiana puede ser bueno comparar cuanto lleva­mos expuesto con la figura y praxis de Jesús. Eso ayudará a cuestio­nar y desactivar una legitimación del dominio, como la que se ha sacralizado en el imaginario del individualismo posesivo, en nombre del cris­tianismo.

Los textos bíblicos que se refieren al existencial humano de la propiedad son muchos. Pero hay un evangelista, Lucas, que ha plasmado de forma para­digmática lo que la praxis del Maestro propone como código de conducta. Código tristemente olvidado por influjo de la ideología propietarista y que nece­sitó de “la profecía exterior” para que el pensamiento cristiano se hiciera cargo de él. La misma Doctrina Social de la Iglesia ha estado más hipotecada por la tradición del jusnaturalismo, que por la propia tradición34.

5.1.   Un cambio de perspectiva

En la reconstrucción lucana de la praxis de Jesús sorprende el cambio ra­dical de perspectiva.

En primer lugar, cambia la forma de entender la constante sociológica del bi­nomio rico-pobre. Hasta ahora, el rico era punto de referencia para juzgar to­do. La riqueza es un signo de bendición divina y la pobreza de castigo. El rico está en el centro del escenario social co­mo modelo; y el pobre es el excluido al que nadie admira. Entre ambos, como entre Epulón y Lázaro, hay una “sima insalvable”. Pero ahora, en el texto lucano, el pobre ocupa el centro del esce­nario y, desde él, se interpreta y se va­lora toda la situación social. Ni el pobre lo es por castigo divino, ni la situación de pobreza es efecto de una fatalidad que condena a los pobres a estar donde están. Lucas vincula la existencia de los pobres a la de los ricos. Hay Lázaros porque hay Epulones que se niegan a ver lo injusto de su situación y el daño que genera su riqueza.

En segundo lugar, contra las legiti­maciones ideológicas de la pobreza co­mo castigo divino o ciego destino, Lucas presenta la pobreza como un mal que hay que combatir. Los pobres son víctimas de una situación a superar en­tre todos. Despreciados por el modelo propietarista vigente, los pobres son, co­mo víctimas, los preferidos de Dios, que oye su clamor. No se trata de que todo el mundo se haga pobre, ni de que los pobres se hagan con el control de la si­tuación para reproducir un esquema en el que las víctimas sean los ricos. Se tra­ta de un nuevo modelo de sociedad so­lidaria, donde los que tienen comparten con los que no tienen y donde los ricos bajan de nivel, porque han comprendi­do que todos deben vivir dignamente. La responsabilidad de la pobreza está en que el egoísmo y ceguera del rico ale­jan al pobre con una “sima insalvable”.

5.2.    Consecuencias

Vinculada la existencia de los pobres a la actitud egoísta y excluyente de los ricos, surge la imperiosa necesidad de cambiar la situación. El Magníficat (Lc 1, 48-55) no es sólo un canto agradeci­do de María por su vocación personal o por la historia de un pueblo, sino la voz de una comunidad de pobres bíblicos que espera el proyecto salvador de Dios, a través de su Hijo. Y las Bienaven­turanzas (Lc 6, 20-26) describen la con­frontación que vincula a pobres y ricos, propugnando la subversión de valores y relaciones entre ello. La ideología legi­timadora del “status quo” es vista como obra de un dios falso (Mammón) y ene­miga del Reino de Dios. Por lo que no hay más salida que la conversión.

La función social de los bienes y su uso solidario son la alternativa a la po­sesión injusta, irracional y socialmente dañina, que encarna la figura del avaro que acumula sin cesar los bienes que to­dos necesitan. (Lc 12, 13-21). Una de las síntesis más explosivas que aborda todo cuanto tiene que ver con esa dia­léctica criminal generadora de una “si­ma insalvable entre pobres y ricos”, es la función social de los bienes y su uso solidario. Hay una lucha sin cuartel en­tre Mammón y Dios, entre la ley de muerte que deshumaniza esclavizando (al avaro, al administrador infiel, a Epulón), y la ley de vida que libera y hu­maniza a quien se deja rescatar su cora­zón de las cadenas del dinero y de la propiedad injusta. No caben medias tin­tas: no se puede tener dos amos.

Para el rico, esa conversión es de ex­trema dificultad, y ésta no reside tanto en la cantidad de lo que poseemos, cuanto en el espíritu de individualismo posesivo que nos lleva a seguir desean­do y acumulando lo que no tenemos, en vez de a compartir lo que tenemos. Más allá de la imagen plástica del camello y el ojo de una aguja (que ha servido pa­ra distraer la imaginación con cuestio­nes bizantinas) el pasaje de Lc 18-18-30 cuestiona radicalmente la necesaria le­gitimación ideológica que el rico pro­duce para garantizar su situación. Allí se denuncia una forma de vida tan irracio­nal, injusta y dañina para los demás, que convierte a los hombres en camellos, es decir: animales destinados a cargar con lo que seres humanos libres nunca de­berían echarse encima. Mientras Mammón sea nuestro amo, estamos condenados a ser camellos: objetivados e instrumentalizados por el dominio de otro, abocados a ese nihilismo inmoral y reactivo que Nietzsche denunció con lucidez, ya desde sus Consideraciones Intempestivas. Lucidez para desenmas­carar ese ciego “tener que creer a toda costa”, que es la ideología propietarista. Tener que creer que “se puede servir a Dios y a Mammón”, que se puede ganar todo: “la bolsa y la vida”.

Eso explicaba J. Benavente, cuando sugería socarronamente que el burgués moderno había solucionado el terrible di­lema evangélico: cree fielmente que el evangelio lleva razón diciendo que es más difícil que un rico entre en el reino de los cielos que el que un camello entre por el ojo de una aguja; pero, a la vez, cree tan firmemente o más que un camello car­gado de oro entra por cualquier sitio.

5.3.    ¿Conversión posible?

Pero Lucas sabe que para Dios nada hay imposible y muestra los caminos que debería seguir el rico. Su evangelio no sólo denuncia sino que ofrece mane­ras de ser solidario con los bienes. La construcción de comunidades donde las diferencias sociales se atajan y los ricos pierden la influencia social de que go­zan es todo un programa revolucionario. Tras la riqueza injusta se esconde un ti­po de sociedad en que las relaciones de dominación y servidumbre son norma­les. Para Lucas, un corazón que renun­cia a Mammón y a su ley, renuncia tam­bién al poder y a sus expresiones deshumanizadora (entre ellas el paternalismo del rico, reflejo de relaciones verticales, que le sitúan por encima de los demás y desde las que -con bene­volencia arbitraria-, se constituye en benefactor, repartiendo lo que quiere y a quien quiere: Lc 22, 25-26).

Con este evangelio cristiano resulta incompatible cualquier “teología del bienestar” que sirva para legitimar el or­den social vigente, donde sigue subsis­tiendo la “sima insalvable entre ricos y pobres”. Un pensamiento social cristia­no debe ser consciente de que para sal­var dicha sima no hay puentes levadizos ni atajos, como querrían ser algunos co­munismos primitivistas, o algunas lla­madas a vivir con ascetismo “los con­sejos evangélicos”, y otras mistificaciones de la pobreza, que evi­tan poner en cuestión la injusticia es­tructural existente. Hay que asumir el reto evangélico de reconstruir las rela­ciones humanas, pervertidas por el indi­vidualismo propietarista, desde la soli­daridad y la justicia social.

Demetrio Velasco Criado

Catedrático de Pensamiento Político

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NOTAS

  1. Se llama existencial a un rasgo que -aunque no pertenece a la esencia o a la definición de un ser, está presente en todos los miembros de esa definición. Vg. en el caso del hombre: la risa, o la sexualidad.
  2. Attali, Historia de la propiedad, Barcelona, Planeta, 1989, pág. 12.
  3. Cita tomada del inédito de G. Bordet, Étude sur Proudhon, citado por Attali en Historia de la Propiedad, pág. 316. Proudhon es célebre por su afirmación: “la propiedad es un robo”, en Qué es la propiedad (1840).
  4. Bob Sutcliffe. 100 Imágenes de un mundo des­ igual, Barcelona, Icaria/Intermón Oxfam, 2004; J. M. Hernández. “Gigantes y enanos. El con­trato social en la era de la Globalización”, Revista Internacional de Filosofia Política, 25 (julio 2005), pág. 109-129.
  5. Cristianisme i Justícia, “Mundo obsceno”, Papeles, 173 (septiembre 2006).
  6. Bauman, Las vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias, Barcelona, Paidós, 2005.
  7. Vítale, “¿Fin de la Modernidad política?”, RIPF, 28 (dic. 2006), pág. 135-147.
  8. Robínson, “Los derechos de propiedad son derechos humanos”, El País, 1-Vi-2007.
  9. DE Tocqueville. La democracia en América, México/Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1963; ver D. Velasco, “Tocque- ville (1805-1859), dos siglos después”, Estudios de Deusto (enero-julio, 2005), universidad de Deusto, pág. 183-250.
  10. Dussel, “Seis tesis para una filosofía políti­ca crítica”, en Hacia una filosofía política crí­tica, Bibao, Desclée de Brouwer, 2001, pág. 43-64.
  11. de Tocqueville, La democracia…, II, 1a parte, pág. 408-409.
  12. Así se llaman los escolásticos decadentes de los siglos XIV y XV que creen que la razón no puede alcanzar la realidad de las cosas sino sólo darles un nombre arbitrario (de ahí el títu­lo de la novela El nom de la rosa). Esta deva­luación de la razón comporta también una inflación de la voluntad.
  13. Para ver la complejidad y ambigüedad de las explicaciones de los teólogos juristas del XVi- XVii sobre el origen de la propiedad, véase M. F. Renoux-Zagamé, Origines théologi- ques du concept moderne de propriété, Paris, Librairie Droz, 1987.
  14. Late aquí un problema que se da tanto en eco­nomía como en política y que puede resumir­se en la conocida tesis de C. Schmitt: “no hay categorías inmanentes apelando a las cuales pueda legitimarse un orden político”. Este punto aparecía también en el diálogo entre J. Habermas y J. Ratzinger que recogió la pren­sa cuando el segundo fue hecho papa. Y expli­ca el respeto que (pese a la deriva nazi de Schmitt), sentía por él un judío como Jacob Taubes (ver La teologia política de Sant Pau, Madrid, 2007, pág. 149).
  15. Stephen Holmes, Anatomía del Antiliberalis­mo, Madrid, Alianza Editorial, 1999, pág. 264.
  16. Aquí sigo, sustancialmente mi texto “Propietarismo y exclusión socioeconómica y política” a Iglesia Viva 211 (2002). Como resumen rápido puede verse también el capí­tulo 12 “Teocracia propietaria” de J. I. González Faus, Madrid, Ojo avizor, 2004, pág. 54-57.
  17. Locke. Ensayo sobre el gobierno civil, Pr. 124. Madrid, Aguilar, 1969, pág. 93-94.
  18. Locke. Ensayo…, pág. 4.
  19. Locke. Ensayo…, n. 50.
  20. Sigo a C. B. Macpherson, La teoría política del individualismo posesivo, Barcelona, 1976, pág. 176ss., y L. Dumont, Homo aequalis. Génesis y apogeo de la ideología económica, Madrid, 1982, pág. 71-86.
  21. Macpherson cita un texto que aparece en una revisión de la tercera edición del Ensayo, aña­diendo un argumento nuevo tras el primer párrafo del n. 37.
  22. Macpherson, La teoría…, pág. 184.
  23. Macpherson, La teoría…, pág. 190.
  24. Comenta L. Dumont que, al desaparecer la subordinación como principio social y quedar el individuo como referente fundamental, se hace imprescindible que éste interiorice un código moral que le impida caer en el liberti­naje y le obligue a aceptar las reglas de juego de la sociedad. Se trata, para ello, de hacer ver que el orden social libremente asumido es fuente de felicidad. (pág. 77ss).
  25. Para ver cómo Locke trata estas cuestiones Macpherson analiza sus obras Ensayo sobre el entendimiento humano y Sobre un cristianis­mo razonable, además del ya citado Ensayo sobre el gobierno civil. Ver pág. 191-204.
  26. Macpherson, La teoría…, pág. 202-203.
  27. Ver G. Peces-Barba, E. Fernández y R. de Asís. Historia de los Derechos Fundamen­tales. II. Vol. III. Madrid, Dykinson/Institu- to de derechos Humanos Bartolomé de las Casas, 2001, pág. 271-274; 287ss; 362-64.
  28. Añado “una vez más” porque, ya en los umbra­les del individualismo moderno, la Iglesia que, por fidelidad a su fe, no podía sentirse satisfe­cha con la naciente mentalidad mercantil y usu­rera, acabó aceptándola. Pasando, como escribe J. Le Goff, “del compromiso con la feudalidad al compromiso con el capitalismo”, no hace más que salvarse ella misma en el capitalismo: la bolsa, es su vida. “La Iglesia transforma así cinco de los siete pecados capitales (avaricia, soberbia, envidia, ira y gula) en valores econó­micos posibles. o, mejor… deja que esa trans­formación se realice sin condenarla ya, hacien­do que se fusionen las normas de gestión con­table del mercader con las normas del compor­tamiento moral del cristiano.
  29. Sobre el liberalismo doctrinario, véase D. Velasco, Pensamiento Político Contemporá­neo, Bilbao, universidad de Deusto, 2001, pág. 155 ss, y bibliografía citada.
  30. Constant, Principios de Política, Madrid, Aguilar, 1970, pág. 120.
  31. Ensayo sobre el principio de Población. Segunda edición de 1803.
  32. Para ver cómo se plasma en el ámbito jurídico y político el espíritu totalitario del economi- cismo, véase C. Polín, L’esprit totalitaire, Paris, Editions Sirey, 1977.
  33. Barcellona, El individualismo propietario, Madrid, Trotta, 1996, pág. 113.
  34. Véase el número monográfico de la revista Bibel und Kirche, 62 (Jahrgang, 1, 1/2007), que he utilizado para redactar este apartado.

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