¿Cómo ha sido posible afirmar, durante siglos, que el derecho de propiedad privada es un derecho natural y sagrado al que se subordinan y del que dependen todos los demás derechos humanos, por fundamentales que sean? El presente texto pretende explicitar la laboriosa construcción ideológica que hay detrás de la “naturalización” y “sacralización” del derecho burgués de propiedad privada.
- CONTEXTOS IMPRESCINDIBLES
Solamente, conociendo las raíces histórico-ideológicas de las que se sigue alimentando lo que vamos a llamar “el imaginario propietarista”, podremos saber cómo deslegitimarlo y cómo hacer viable una forma de apropiación y dominio de los recursos más acorde con la dignidad humana y más respetuosa del ecosistema que nos acoge. Una mirada a la praxis de Jesús nos ayudará en dicho empeño. Entre las innumerables definiciones del ser humano, hay una que está latente en toda la historia del pensamiento, al menos del occidental: la de “animal propietario”. La connatural indigencia del ser humano para poder subsistir por sí mismo, se refleja en la necesidad de apropiarse de las cosas que lo rodean, con la ayuda de los demás o a sus expensas. El instinto de apropiación se evidencia cada día en la forma en que el niño, indefenso y carencial aprende a vivir y expresarse con las palabras “mío” y “mía”. Todas las disciplinas del saber humano han resaltado esta dimensión antropológica básica, que bien podemos calificar como un existencial humano1.
Y, como ocurre con otros existencia- les humanos (el poder o la sexualidad), también la propiedad ha mostrado ser un arma de doble filo. A la vez que se manifiesta como una forma ineludible de realización humana, puede convertirse, y se convierte, en una amenaza tanto para uno mismo como para los demás y para la misma naturaleza que lo acoge como huésped, por eso, la cuestión de la propiedad ha sido siempre problemática y ha necesitado ser pensada y legitimada. Ya desde platón y Aristóteles que, por cierto, disentían al respecto.
El término “propiedad” viene del latino proprietas, sinónimo del de dominium, al que los Digesta de Justiniano definían como “el derecho de usar, de gozar y de abusar de su cosa en la medida en que lo admita la razón jurídica”, pero sería un anacronismo inadmisible querer encontrar en dicha definición la fórmula adecuada para referirnos al hecho de la propiedad en nuestras sociedades modernas. Pues “usar, gozar y abusar de sus cosas” en el mundo romano, en el que la economía estaba inmersa en un orden ético y religioso, no significaba un ejercicio de derechos sin obligaciones ni deberes. Razones de justicia y de piedad ataban la libertad del “dominus”, señor y amo de su casa, en el ejercicio del derecho de propiedad.
1.1. Legalidad y legitimidad de la propiedad
Para legitimar ese derecho se ha buscado clasificar las formas de propiedad, distinguiendo la naturaleza de las cosas apropiables, y la utilidad que aportan al individuo o a la comunidad en que éste se inscribe. Por ejemplo:
– No es lo mismo apropiarse de cosas que no son de nadie, que hacerlo de cosas que son comunes (como el agua o el aire), públicas (los ríos o puertos), o privadas (tienen ya dueño).
– Ni es lo mismo apropiarse de bienes que se destruyen con su uso, o de bienes que son “fértiles” y producen ellos mismos nuevos bienes.
– No es lo mismo que el origen de la apropiación haya sido la ocupación, la guerra, la conquista o la herencia o que haya sido el trabajo y la industria propios.
– Ni es lo mismo apropiarse de lo que uno necesita para satisfacer las necesidades básicas, que hacerlo por puro afán de acumular. Aristóteles distinguía entre “economía” (apropiación necesaria, racional y legítima) y “crematística” (apropiación irracional e ilegítima). Y esta distinción es fundamental.
Para valorar cuándo una forma de propiedad es moralmente legítima, más allá de su reconocimiento jurídico, hay que tener en cuenta además tanto la dimensión objetiva de la cosa apropiada, como su dimensión subjetiva (o intersubjetiva). La ley puede señalar autoritativamente al propietario de una cosa, para que los demás le reconozcan como tal, y se eviten conflictos. Pero la propiedad sólo será un bien moral (conforme a los criterios de justicia y equidad) cuando el dueño la ha adquirido a través de medios legítimos.
Esta combinación de factores objetivos y subjetivos acaba convirtiendo a la propiedad en uno de los hechos sociales más relevantes. No es posible pensar la sociedad sin tener presente este hecho, y sin preguntarse por la forma menos inadecuada de vivirlo, porque como escribe J. Atalli, el concepto propiedad es: “tal vez el más importante, pero también el más impreciso de todas las ciencias humanas; el que hace siglos aplasta a la economía política por su amplitud y del que no se pueden trazar los contornos sin ser víctimas del vértigo. Porque si se puede “tener” una tierra, un capital, un nombre o una idea, hay que comprender también que “amar” o “mandar” a alguien es, en cierta manera, usar de él, apropiándoselo. Una historia de la propiedad, si se desea exhaustiva, debería ser, por tanto, un historia de la ciencia y del amor, de las lenguas y del poder, del derecho y de la familia”2.
1.2. El hecho tenaz
Por eso ha sucedido que incluso los grandes detractores de la propiedad acabaran reconociendo que suprimirla es una tarea poco menos que inútil, cuando no indeseable por su utopismo totalitario.
Así, Proudhon, al final de su vida anota que su hostilidad a la propiedad privada no había comprendido que: “el pueblo, incluso el del socialismo, se diga lo que se diga, quiere ser propietario… Después de diez años de una crítica inflexible, he hallado sobre este punto la opinión de las masas más dura, más resistente que sobre cualquier otra cuestión. Yo he violentado las convicciones, y no he obtenido nada sobre las conciencias… Cuanto más terreno ha ganado el principio democrático, más he visto a las clases obreras de las ciudades y de los campos interpretar ese principio en el favor de la propiedad”3.
La experiencia de los proyectos ideológicos colectivistas que, a lo largo de la historia, han pretendido negar este existencial humano y que (como todas las utopías totalitarias negadoras de lo humano) han resultado ser un fiasco y un fracaso, creo que debe servirnos para pensar la propiedad como el hecho humano complejo y ambivalente que es.
1.3. La propiedad: una forma de pensar y construir la realidad
La calidad humana de las relaciones que tejemos con los demás depende, en gran medida, de la forma en que nos apropiamos las cosas que nos rodean, y que necesitamos para vivir. Formas pacíficas y legítimas de apropiación posibilitan una convivencia justa y solidaria con los demás; formas violentas e ilegítimas de apropiación imposibilitan la convivencia y provocan guerras y hasta muertes. La forma de organizar las relaciones entre personas y grupos humanos tiene mucho que ver con la forma en que éstos pueden acceder o no a la propiedad.
Por eso, pensar sobre la propiedad obliga a pensar, a la vez, sobre política, derecho, ética, economía, sicología social, etc. Pensar la propiedad es considerarla una categoría decisiva en la construcción social de la realidad.
Así, en la tradición occidental, una forma particular de comprender la propiedad sirvió para justificar la apropiación privada de recursos escasos; para explicar la naturaleza del poder político, su origen, límites y derecho a oponerse a él; para justificar la conquista europea del Nuevo Mundo; para vincular el hecho natural de la propiedad con el desarrollo humano, con el progreso y prosperidad de las sociedades y con las libertades democráticas; sirvió como arma en la guerra contra el socialismo y, más tarde, en la guerra fría… En todos esos ámbitos, los análisis de la propiedad fueron instrumentalizados ideológicamente y adolecieron de la parcialidad propia de los prejuicios arbitrarios. Por ello han sido objeto de juicios y valoraciones contradictorias.
En política, la propiedad sirvió para garantizar la estabilidad del poder y su limitación, mientras otros la señalaban como fuente de desigualdad y de inestabilidad social.
En ética, unos la han considerado como fruto del propio trabajo y como derecho inalienable, otros como una oportunidad de explotación y como negación de la igualdad de oportunidades.
En economía, unos la han valorado como una razón clave en la producción de riqueza, y otros la acusan de ser móvil de la competencia destructiva.
En psicología, unos la ven como fuente de identidad y de autoestima en el individuo, otros la acusan de corromper la personalidad humana, alimentando pasiones y vicios indeseables.
En todos esos análisis hay una aproximación valiosa a la propiedad que es preciso valorar más adecuadamente.
No pudiendo abordar aquí todos esos aspectos, señalaré algunas cuestiones que me parecen más relevantes y significativas en nuestros días: las relacionadas con el ejercicio del derecho de propiedad privada sin límites legales ni morales. Así se verá cómo una forma histórica de apropiación burguesa, injusta y excluyente, se ha convertido en un derecho natural sacralizado.
Para ello, tras una rápida mirada a la escandalosa situación de desigualdad de nuestro mundo, reflexionaremos sobre la forma en que se construyó el discurso legitimador de que el ser humano puede llegar a ser propietario de todo cuanto pueda acaparar, sin límites legales ni morales. A ese discurso le llamaremos “imaginario propietarista”. Conociendo su historia podremos ser conscientes de su raigambre y del reto a que nos enfrentamos.
1.4. Un mundo roto por la perversión de un derecho
Vivimos en un mundo tan desigual e injusto que ha superado las dosis de irracionalidad e injusticia razonablemente tolerables. La descripción de Juan Pablo II en la Sollicitudo Rei Sociales, merece ser recordada, por su claridad y contundencia: “Una de las mayores injusticias del mundo contemporáneo consiste precisamente… en que son relativamente pocos los que poseen mucho, y muchos los que no poseen casi nada… Injusticia de la mala distribución de los bienes y servicios destinados originariamente a todos… Están aquellos pocos que poseen mucho (y que no llegan verdaderamente a “ser”, porque, por una inversión de la jerarquía de los valores, se encuentran impedidos por el culto del “tener”); y están los muchos que poseen poco o nada (y que no consiguen realizar su vocación humana fundamental al carecer de los bienes indispensables)” (n. 28).
La quiebra radical de lo humano que esta dialéctica supone está perfectamente calificada con una doble expresión de nihilismo: la aniquilación biológica del ser humano, porque le niega la condición de posibilidad de la vida; y el nihilismo espiritual que niega la posibilidad de que se desarrolle la dimensión constitutiva de lo humano: ser con otros y desde otros. Unos infrahumanos y otros inhumanos, como ya insinuara san Juan Crisóstomo.
El texto papal (de 1987), lejos de quedar obsoleto, sigue siendo profético, dado que esta “dialéctica criminal” ha seguido sosteniéndose y potenciándose4. La “obscenidad”5 de nuestro mundo adquiere un tinte pornográfico en lo que Z. Bauman llama “vidas desperdiciadas”6. El problema de la pobreza, dice Bauman, no está en la superpoblación, sino en que hay demasiada gente rica, parásita planetaria, que, además, se permite diseñar qué producto es útil y cuál está llamado a ser residuo. Pero los residuos han crecido tanto y se han acumulado tanto que ya no sabemos qué hacer con ellos. Esto no vale sólo para el problema ecológico sino, sobre todo, para la inmensa muchedumbre de vidas desperdiciadas. Algún autor, al referirse al siglo XX, ha preferido llamarlo el “siglo de los asesinos” y no el de los derechos: “siglo dominado por una violencia inaudita, expresable con números nunca antes vistos, cuyos frutos venenosos seguirán intoxicando el futuro”. Y añade que no se refiere sólo “a las guerras, a los nacionalismos y a totalitarismos que las generaron, sino también a las relaciones sociales y productivas de las democracias”… al “trabajo alienador”7.
La ex-presidenta irlandesa Mary Robinson, en su calidad de ex-alta comisionada de la ONU e integrante de la Comisión para el Empoderamiento Legal de los pobres, escribía hace poco que más de la mitad de la población mundial vive en entornos carentes de leyes reconocidas y aplicables, sin medios jurídicos eficaces para proteger a sus familias, viviendas u otras posesiones. Son las estructuras profundas de muchas sociedades las que perpetúan la pobreza y la desigualdad. A pesar de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectivamente” (art. 17), y a pesar de que este derecho se vio reforzado en el Documento Final de la Cumbre Mundial 2005 de la ONU, el imaginario hegemónico de nuestras sociedades sigue siendo tan desigualitario y excluyente que se resiste a dar expresión legal a esos derechos.
No es momento de explicar con rigor la lógica estructural que el capitalismo neoliberal de las últimas décadas ha dinamizado, ni sus resultados fatales. Tampoco quiero incurrir en la simplificación de que la única causa de dicha “dialéctica criminal” sea la irracional distribución de la riqueza. Desigualdad, exclusión social, dominación y servidumbre, tienen una etiología compleja y como tales hay que tratarlas. Pero parece claro que, en esta situación tan indignante, hay que buscar el empoderamiento legal de los pobres, especialmente de las mujeres. Lo cual implica un cambio estructural de las sociedades en su conjunto8. De forma de dominio a estructura de dominación
Lo más grave de esta trágica situación no está sólo en la obscena desnudez de los hechos sino, sobre todo, en los discursos que los legitiman. En algunos análisis del derecho de propiedad, hay una obscenidad propia de la razón cínica: la que busca cargarse de razones para defenderse de la razón humana. La razón que disfraza las cadenas del pobre con las guirnaldas que el rico pone sobre ellas, como ya denunció Rousseau.
Antes hemos aludido sucintamente al argumentario ideológico que, a lo largo de siglos, ha regido la polémica entre defensores y detractores de la propiedad privada. Entre esos argumentos hay uno que ha sido determinante para justificar la situación actual. Es el que utilizan quienes consideran el derecho de propiedad privada como un derecho natural del individuo, querido por Dios, y sacralizado hasta considerarlo inviolable. La apelación a ese derecho natural (llamada jusnaturalismo) ha sido en gran medida responsable de esa sacralización, como luego veremos.
La propiedad es un problema que no se agota en las consideraciones políticas, éticas, económicas y sicológicas antes mencionadas. El hecho de que se sigan dando de ella legitimaciones explícitamente religiosas y jusnaturalistas sacralizadas, nos obliga a hacer un comentario epistemológico y metodológico, para saber el alcance de lo que vamos a tratar. Si fuéramos conscientes de que nuestra forma de ser propietarios determina nuestra forma de rezar el “Padrenuestro”, más que la ortodoxia del credo que recitamos en nuestras liturgias, no lo recitaríamos con la ligereza con que lo hacemos, contraviniendo la advertencia litúrgica (“nos atrevemos a decir”)….
1.5. La construcción ideológica de un dominio humano
Durante siglos se entendió el derecho natural como el reflejo de la ley divina en la naturaleza y la vida de los seres humanos (iluminado además por la revelación positiva en la tradición judeocristiana). Para organizar nuestra vida razonablemente los humanos debíamos tener en cuenta este orden jerárquicamente establecido. Así, tanto el orden natural como el humano positivo estuvieron fundamentados y guiados por el religioso. Y la Iglesia católica (que se consideraba depositaría de la recta interpretación de este orden jerárquico) pudo mantener un control hegemónico de toda la sociedad.
Se comprende entonces que, cuando la situación revolucionaria desplaza a la Iglesia de este lugar privilegiado y pretende legitimar el nuevo orden jurídico-político, lo haga construyendo un nuevo “orden natural revolucionario”, que proclama la soberanía del ser humano, racional y libre, para interpretar tanto el derecho natural como el divino. En el caso más extremo, el nuevo orden no querrá tener otro fundamento y legitimación que la voluntad del individuo soberano (positivismo jurídico): el fundamento del derecho está exclusivamente en la voluntad de quien lo crea. Así, el binomio jusnaturalismo-positi- vismo servirá de marco obligado para pensar la realidad social, también la de la propiedad, hasta nuestros días.
El derecho de propiedad moderno, se ha visto secularmente remitido a este marco legitimador. Y uno se pregunta cómo fue posible que, si las Sagradas Escrituras dicen cosas tan sublimes sobre la dignidad de todos los seres humanos como imágenes de Dios, no se las tuviera más en cuenta a la hora de organizar la vida real de las sociedades. Y aún más grave: cómo en nombre de dichas Escrituras, se pudieron defender posiciones ideológicas contradictorias y, en algunos casos, negadoras de dicha dignidad humana.
La razón fundamental fue que toda esta cosmovisión jusnaturalista, que se presentaba como defensa de un orden natural, reflejo del orden divino, era también, y sobre todo, una construcción ideológica. Tanto el jusnaturalismo como el positivismo son ideologías abstractas y dogmáticas que ocultan o desconocen las razones de su propia génesis, facilitando así su instrumentalización jurídica y política. Por eso es necesario explicar esa construcción ideológica, en su génesis y en su funcionalidad.
1.6. Para entender esa génesis
Antes de explicar esa génesis diremos que los derechos humanos son una construcción social de la realidad, vinculada a un tiempo y unas experiencias concretas. Durante siglos, se los fundamentó basándose sólo en un orden ontológico autorizado (el tomista por ejemplo) o en un jusnaturalismo racionalista creador de un orden. Pero, como ya intuyó A. Tocqueville siempre fue preciso que se diera un contexto histórico y social concreto (lentamente incubado) en el que nació un nuevo imaginario social dominante que tuvo virtualidad suficiente para transformar la realidad a su imagen y semejanza. “El principal efecto de la democracia es convertir al amo y al servidor en extraños, poniéndoles uno al lado del otro, en vez de uno sobre el otro”. Desde posiciones como esta se abre la posibilidad de trascender la polémica miope entre jusnaturalismo y positivismo, en que se encerró con frecuencia la discusión sobre los derechos humanos, en general, y el derecho de propiedad en particular.
Así pues, la jerarquización de los derechos humanos, no es ni el simple reflejo de un orden natural objetivo y trascendente al quehacer humano, ni expresión de una racionalidad que crea un código de obligaciones universal y abstracto. Es fruto de la historicidad de la conciencia y la praxis críticas de los excluidos, de los “sin-derechos” que, llegado un momento, comenzaron a gritar “no hay derecho”. Y, cuando se grita “no hay derecho”, es porque se ha tomado conciencia de que la situación en que se vive no es humanamente soportable, por mucho que muchos quieran justificarla como natural o providencial, y se exige otra situación mejor, que se ajuste de verdad al derecho.
Como escribe lúcidamente E. Dussel “La dialéctica no se establece entonces entre “derecho natural a priori versus derecho positivo a posteriori”, siendo el derecho natural la instancia crítica a priori del derecho positivo, reformable…, sino entre “derecho vigente a priori versus nuevo derecho a posteriori”, siendo el nuevo derecho la instancia crítica (es decir: histórica) y el derecho vigente el momento positivo, reformable, cambiable…. No caemos así en el dogmatismo del derecho natural (solución… metafísica ya inaceptable), pero tampoco en el relativismo… Los “nuevos” derechos son los exigidos universalmente (sea en una cultura, sea para toda la humanidad, según el grado de conciencia histórica correspondiente) a la comunidad política en el estado de su evolución y crecimiento histórico. Por ejemplo, no era factible (por las condiciones históricas concretas) el movimiento feminista en la Edad Media (aunque hubo heroicas anticipaciones), como tampoco era posible el ecologismo antes de la revolución industrial, cuando el planeta aparecía todavía como una fuente inacabada de recursos y los efectos negativos sobre la reproducción de la vida eran casi no medibles”10.
Pues bien: el derecho de propiedad, como derecho humano que se ha construido históricamente, ha necesitado de un contexto histórico e ideológico concreto para poder configurase y llegar a ser lo que ha sido. En la medida en que seamos capaces de conocer ese contexto estaremos en condiciones de poder valorar su pertinencia y vigencia histórica y social, así como las legitimaciones de que sigue siendo objeto. Vamos pues a intentarlo.
La construcción del imaginario propietarista no es obra de un autor aislado ni de una generación. Desde Aristóteles al derecho romano y a Locke, el imaginario de la propiedad ha bebido de muchos sitios.
2.1. Fuentes
No podemos trazar ahora la historia de este largo proceso. Sólo vamos a rastrear las fuentes de la sacralización del derecho de propiedad, que es uno de los rasgos más característicos (y con más graves consecuencias) de dicho imaginario.
En contra de lo que suele decirse, la fuente más importante del individualismo propietario moderno no ha sido el derecho romano, sino la Segunda Escolástica, especialmente la española. Intelectuales de altura que destacaron en pensamiento filosófico o jurídico;
pero nunca dejaron de ser “teólogos”, para quienes la teología era el horizonte interpretativo y legitimador de todo lo demás.
Luego, los jusnaturalistas modernos, buscando distanciarse de todo horizonte trascendente y teológico, para afirmar coherentemente el papel central de un sujeto humano libre e independiente, silenciaron la importancia que en su obra tuvo la Segunda Escolástica. Pero no pudieron borrar la herencia de problemas y de formas de resolverlos en continuidad con dicha tradición “teológica”.
Por lo que respecta al tema de la propiedad, hay, en el jusnaturalismo moderno, individualista y secularizado, una forma de explicar su origen y su naturaleza jurídica y política, que sería incomprensible sin tener en cuenta el tratamiento que de ese tema habían hecho los teólogos, católicos y protestantes.
Sin la legitimación teológica del derecho de propiedad (y del modelo económico en que éste se configura), no habría sido posible la deriva economicista de las sociedades occidentales. Otra cosa será valorar adecuadamente la calidad cristiana de esas categorizaciones teológicas. Me siento cercano de la interpretación que ve en el puritanismo calvinista una religión ética instrumentada al servicio de los negocios. Tocqueville da pie a esta interpretación cuando (hablando como un sociólogo de la religión a quien no importa tanto su verdad cuanto su funcionalidad social), se refiere a la religión en América como la primera institución política. Solamente una religión que garantizara el amor al bienestar y a la riqueza, dice Tocqueville, era viable en una sociedad como la americana11.
2.2. Fundamentación del dominio humano sobre un mundo creado por Dios
- Para un creyente, Dios es la fuente y destino de todo lo creado. Para los teólogos de la Segunda Escolástica también deriva de Dios el modelo del dominio humano sobre el mundo. Dios es el auténtico Dominus, el dueño de todo, y las diferentes formas de dominio humano sólo se explican y legitiman en la medida en que se originen y reflejen el dominio divino.
Conscientes de que hay muchas formas humanas de dominio pervertidas y degradadas, buscaron definir la naturaleza y límites del dominio, para que el hombre pueda ejercerlo adecuadamente. Por eso, aunque la Escritura dice que Dios dio al hombre el dominio sobre las cosas, los teólogos se preguntarán por qué lo hizo y de qué modo lo manifestó. La respuesta a estas preguntas es determinante para definir y valorar la forma de dominio y, más en concreto, la propiedad privada como un derecho humano básico.
- Dando un paso más: si el dominio humano sobre el mundo es una forma de participar en la tarea divina y una concesión de Dios al hombre, se puede concluir que la dominación divina es fuente de un orden inscrito en la naturaleza de las criaturas, que pone a cada una en su lugar y le concede un estatus, que será visto como un derecho. En este sentido, el hombre posee un derecho a dominar porque se encuentra en la cúspide de lo creado. El dominio y el derecho, que en Dios coinciden, por definición, acabarán también coincidiendo en el caso humano. El dominio humano se funda en la voluntad expresa de Dios; y además está inscrito en el orden de la creación.
- Sin embargo, estos dos fundamentos responden a dos lógicas diferentes que, para la visión unitaria de los teólogos, son dos caras de una misma realidad; pero no lo serán cuando, más tarde, se prescinda de toda consideración religiosa. Es decir: en la filosofía moderna, el orden jerárquico de las cosas ya no está vinculado a la creación o Providencia divinas. ¿Cómo se llega hasta ahí?
- Para el tomismo, el Dios Creador es todopoderoso. Pero es además Sabiduría infinita. Por ello, el ejercicio de su voluntad será siempre ordenado. Pero, como es sabido, con la aparición de los “nominalistas”12, la voluntad de Dios no está atada por sabiduría o razón alguna (la potestad de Dios, según ellos, es “absoluta” no “ordinata”). Es decir: para los primeros escolásticos, Dios quiere una cosa porque es buena; para los nominalistas, una cosa es buena porque Dios la quiere.
Esta doble concepción del dominio de Dios, se reflejará en una doble concepción del dominio humano, cargándolo así de ambigüedad. Si el dominio humano se funda en el orden y la sabiduría divinas, entonces los órdenes humanos habrán de adecuarse al orden natural divino (jusnaturalismo). Pero si se subraya una lógica “voluntarista”, se dará al dominio humano un carácter teocrático (absolutista).
- Pues bien: la segunda escolástica tiende todavía mayoritariamente a subrayar los datos naturales que reflejan y se justifican en el orden divino (el domino del hombre debe respetar ese orden y tiene cualidades, como la razón y la libertad, que le permiten hacerlo). En cambio los jusnaturalistas modernos quitan esa sacralidad al domino humano: éste no tiene que reflejar el dominio divino ni tiene ningún carácter sagrado. Con ello se posibilita una forma de concebir el derecho humano como un derecho subjetivo, que tiene el hombre porque sus necesidades y sus facultades le autorizan a ejercer el dominio sobre todas las demás criaturas. Y porque está legitimado por la creación divina para un ejercicio fáctico de dominación y apropiación.
2.3. La transformación del derecho natural al dominio en derecho de propiedad
Pero una cosa es afirmar que el derecho natural del ser humano al dominio sobre lo creado procede de Dios, y otra, muy distinta, mostrar que los dominios concretos a los que se refiere el derecho positivo son una derivación lógica de este dominio originario. Los teólogos jusnaturalistas se habían preocupado por mantener esa vinculación entre ambos, de modo que el (inalienable e imprescriptible) derecho humano a la propiedad privada, tenga también su sentido y alcance en el orden divino. Intentaron así explicar el papel que juega cada uno, Dios y el hombre, en la división de los dominios y propiedades entre los humanos. Y se basan para ello en una doble convicción:
- a) Dios no dividió ni repartió expresamente las cosas entre los hombres; pero
- b) el hombre no es un dueño absoluto del mundo, que pueda crear las propiedades particulares a su antojo.
¿Cómo ha de hacerse entonces ese reparto? Las respuestas que dan son diferentes.
– Unos buscarán la explicación en un mediador que, actuando como lugarteniente de Dios y representante de la humanidad, tiene la tarea de administrar el dominio y dividirlo entre los seres humanos. Buena parte de los teólogos juristas defenderán esta tesis que tiene, por otro, lado una gran tradición, y viene avalada por figuras tan importantes como San Agustín. Y cuya versión moderna serán El Príncipe o, más adelante, el Estado Nación absolutista, como mediadores que ejercen el dominio sobre las cosas y las dividen entre sus súbditos a través del derecho.
– Para otros, esa visión “patriarcalista” de la realidad supone demasiadas dificultades y buscan otra explicación menos inadecuada como es la de un dominio común o una comunidad de bienes (que, para unos, sería como estado intermedio entre el dominio indiviso y la división de los dominios mientras que, para otros, será un ideal siempre deseable). Esta explicación se ajusta mejor a sociedades no jerárquicas, formadas por individuos libres e independientes. Siempre se busca, a la vez, justificar el derecho de propiedad y conseguir que la sustitución de Dios por el hombre en la realización de dicho derecho se haga teniendo presente a Dios13.
Así se ve cómo la legitimación que los juristas teólogos de la segunda escolástica hacen del derecho al dominio, y del derecho de propiedad (como su concreción social y jurídica), desborda los conceptos romanos de “dominium” o de “proprietas”. La sola referencia al mundo romano habría sido insuficiente para legitimar un derecho a la propiedad con los atributos que en el discurso de esos teólogos se adjudican a un ser creado a imagen de Dios. Fueron éstos quienes, aunque no tuvieran conciencia clara de la trascendencia de lo que estaban haciendo, pusieron el sello de lo divino como legitimador de lo que era una construcción humana, ayudando así a sacralizar lo humano e incluso a divinizarlo.
Pero así se abrió la puerta a la sacralización de un individuo y de un Estado propietarios y soberanos, en el sentido moderno del término. Pasamos ahora del jusnaturalismo teológico a su versión secularizada en la Escuela del Derecho Natural y de Gentes y del racionalismo de los siglos XVII y XVIII, que pretende explicar la realidad sólo en clave antropocéntrica y racionalista, “como si Dios no existiera” y que será el referente fundamental de nuestros sistemas jurídicos e ideológicos en el tema de la propiedad (llamamos a eso jusnaturalismo moderno).Los jusnaturalistas modernos abordan las mismas cuestiones que los juristas teólogos; pero su objetivo es diferente. Buscan asegurar la libertad de dominio humano sobre las cosas, pero concediéndole un carácter ilimitado y absoluto, que le permite usar de ellas sin regla alguna. Para los juristas teólogos, el dominio humano era una prolongación del divino: por ello el hombre no puede usar de él arbitrariamente y sin restricciones, sino que debe subordinarse a la ley y orden divinos inscritos en su naturaleza, sin “abusar” en la posesión de las cosas. Ahora en cambio se diluye la referencia al marco divino y con ella cualquier límite al poder humano.Además, el orden del mundo descansa en la mera naturaleza humana, que está guiada por leyes propias, tanto físicas como racionales. El hombre se guía, sobre todo, por su libertad, que, ahora, ya no es tanto una libertad-deber, cuanto una libertad-derecho, que le permite imponer su voluntad a todas las cosas creadas. Solamente el poder político seguirá, durante algún tiempo, legitimando el absolutismo en nombre del derecho divino de los reyes; pero también ahí desaparecerá progresivamente toda similitud entre el dominio divino y el humano; y se irá imponiendo una visión nominalista que hará coincidir el dominio de institución divina y el de institución humana en una visión positivista del derecho14.
3.1. Primeros pasos hacia el imaginario posesivo
Así se irá construyendo el imaginario más importante de nuestras sociedades modernas: el del individualismo posesivo. Ese imaginario, aunque secularizado, sigue manteniendo una gran dosis de sacralización. En alguna de sus versiones recuperará incluso el explícito sello legitimador del providencialismo cristiano (por ejemplo, en el “liberalismo doctrinario”, al que nos referiremos más adelante).
El individualismo moderno tiene una compleja etiología y las causas de tipo ético o religioso han sido muy relevantes. Pero una de sus señas más distintivas ha acabado siendo el propietarismo, el cual determinará de forma decisiva las relaciones del ser humano con los recursos que necesita para satisfacer sus necesidades y, a la vez, con sus semejantes.
3.1.1. Contrato social
Las sociedades modernas encontrarán su explicación más convincente en un contrato social llevado a cabo por individuos propietarios, que se ponen de acuerdo en las normas que van a regir su convivencia y en instituciones que garanticen el cumplimiento de dichas normas. En la definición de dicho contrato social será tan importante la economía que algunos autores hablan del papel “colonizador” de la economía sobre toda la vida social. Pero incluso esta primacía de lo económico no deja nunca de estar legitimada ética y religiosamente. Es cierto que hubo diatribas contra el “homo oeconomicus”, acusándolo de materialista y de egoísta, y opuestas al liberalismo de clásicos, como Locke, Smith, o St. Mill. El deseo liberal de libertad religiosa e intelectual (y las luchas contra el absolutismo, el 16 arresto arbitrario, las penas crueles o la tutela eclesiástica de los saberes) no es un mero subproducto de la lucha por la propiedad económica. El objetivo fundamental del liberalismo era liberar al individuo del poder arbitrario y de las fuerzas irracionales que le impiden vivir su propia vida con autonomía. Aunque la mayoría de sus representantes mostraron una actitud receptiva hacia la sociedad mercantil y escribieron textos en los que convierten a la propiedad y su protección en la prioridad de los gobiernos, todo ello ha de entenderse en su contexto: “Afirmar que el propósito central del gobierno es proteger la propiedad significa, en primer lugar, negar que el propósito central del gobierno sea salvar almas… Además, los liberales clásicos asociaban muy estrechamente la propiedad privada con la libertad, tanto personal como política. En términos políticos, la propiedad podría aún definirse como aquello que los tiranos arrebatan sin consentimiento”15.
Esta dualidad perdura: Locke comienza su Ensayo sobre el Gobierno Civil afirmando que la protección de la propiedad es la finalidad del poder político. Pero también reitera en su obra que “el fin del gobierno es el bien del género humano”.
3.1.2. Individualismo posesivo
Ahora bien: exculpar a los liberales clásicos de la acusación de materialistas, economicistas y egoístas, no significa que desconozcamos que la deriva real del liberalismo occidental ha conducido a lo que se ha venido llamando el individualismo propietarista o posesivo. Y, en dicha deriva fue decisiva la
importancia de algunos de los clásicos del liberalismo (como el caso paradigmático de Locke).
De este modo, el referente canónico para la tradición posterior será el jusnaturalismo de Locke y su legitimación del derecho de propiedad privada como un derecho natural e inviolable. El hecho de que haya sido un autor que subrayó de forma particular el aura sagrada de la propiedad y la legitimó además en términos religiosos y morales, lo convierte en un referente significativo de cómo el jusnaturalismo moderno bebió en el jusnaturalismo religioso pre- moderno y, a la vez, supo prescindir de él, cuando formuló su jusnaturalismo racionalista.
Como ahora vamos a ver, Locke es el autor de la ambigüedad y la incoherencia lógicas. Quizá tuvo que serlo, para responder, a la vez, a las exigencias de la nueva sociedad burguesa, que ya no soportaba el absolutismo (al que consideraba enemigo de sus intereses de clase), pero que necesitaba defender estos intereses frente a otros nuevos enemigos, especialmente, los nos propietarios.
3.2. La “Bíblia burguesa” de John Locke
En efecto: según Duverger, Locke ha sido el autor de la “Biblia burguesa”, es decir: el texto legitimador del imaginario burgués (con influjo incluso en la Doctrina Social de la Iglesia). Por eso, vamos a referirnos a él un poco más de detenidamente16.
Locke (1623-1704) arranca de un jusnaturalismo racionalista que conserva rasgos religiosos del jusnaturalismo anterior (sobre todo la idea de Dios creador que es muy explícita y sirve para argumentar a favor del destino universal de los bienes, pero también a favor de la propiedad privada, que brota de la naturaleza creada por Dios). Su jusnaturalismo quiere tener un carácter normativo, es decir: los derechos naturales son constitutivos de la condición moral del individuo e irrenunciables. Pero la necesidad de garantizarlos le lleva a ajustar las exigencias jusnaturalistas con las demandas de seguridad, utilidad y bienestar que la sociedad del individualismo impone.
Para Locke, el individuo es libre, independiente y propietario; y la sociedad es el resultado de las relaciones entre individuos libres, independientes y propietarios. Lo que hace luego es elevar a la categoría de natural (en el sentido ilustrado de racional, universal y prepo- lítico), lo que era la sólo forma hegemónica de pensar en aquella sociedad mercantil guiada por la lógica del individualismo posesivo, y vertebrada desde el principio sagrado del derecho natural a la propiedad privada.
Esta sociedad libera de toda atadura la lógica de la “crematística” denunciada por Aristóteles. Con ello el individuo está en disposición de apropiarse de todo cuanto pueda que será, progresivamente, casi todo. Todo se puede comprar y vender. No sólo las cosas, sino también el trabajo de las personas y las mismas personas. El problema de la propiedad privada necesita ahora un discurso legitimador que lo haga presentable. Y dicho discurso presentará una dosis de ambigüedad que pocos autores supieron manejar con tanta lucidez y eficacia, como Locke. Veámoslo.
3.2.1. Del derecho natural al derecho burgués
De forma paradigmática, Locke afirma y legitima el derecho natural individual a la propiedad como el gozne sobre el que debe girar la sociedad humana, civil y política. La naturaleza del ser humano es ser propietario de su vida, de su libertad y de sus bienes. “La finalidad máxima y principal que buscan los hombres al reunirse en estados o comunidades, sometiéndose a un gobierno es salvaguardar sus bienes; esa salvaguarda es muy incompleta en el estado de naturaleza”17. Y en la introducción a su obra: “Entiendo por poder político el derecho de hacer leyes que estén sancionadas [incluso con la pena capital]… para la reglamentación y protección de la propiedad”18.
Pero Locke es consciente de que argumentar a favor del derecho natural a la propiedad privada y, a la vez, legitimar la forma en que la sociedad mercantil de su época defendía y salvaguardaba este derecho, exigía solventar algunas cuestiones poco claras. Pues el jusnaturalismo es una filosofía esencialmente igualitaria, para la que el derecho natural a la propiedad significa (como él mismo reconoce) que: nadie tiene derecho a acumular más de lo que puede consumir; se debe permitir que todos tengan lo suficiente para vivir y la medida de dicha diferencia e incluso de su limitación está en el propio trabajo. Con este vademécum en la mano parece imposible construir una sociedad propietarista como la burguesa que 18
Locke busca legitimar. Pero Locke lo hizo y con éxito.
Textos como el que sigue evidencian su propósito. “Es evidente… que los hombres estuvieron de acuerdo en que la propiedad de la tierra se repartiese de una manera desproporcionada y desigual; es decir, independiente de sociedad y de pacto; porque allí donde existen gobiernos, son las leyes las que reglamentan esa posesión. Por un acuerdo común, los hombres encontraron y aprobaron una manera de poseer, legítimamente y sin daño para nadie, mayores extensiones de tierra de las que cada cual puede servirse para sí, mediante el arbitrio de recibir oro y plata…”19. Locke pasa, sin solución de continuidad, de justificar el derecho natural y universal a la propiedad, a justificar el derecho burgués de propiedad como si fuera natural y universal. Esa falacia no se explica solamente por la mera aparición del dinero o por la necesidad del poder legítimo para organizar la sociedad con seguridad. Hay en él otros presupuestos que conviene explicitar porque todavía hoy gozan de vigencia.
3.2.2. De la lógica humana a la lógica económica
Las limitaciones naturales de la propiedad (echar a perder lo que se acumula, acumular más de lo que es suficiente o fruto estricto del propio trabajo), dejan de serlo. Y se abre un nuevo universo construido no desde la antropología de las necesidades naturales, sino desde lógica economicista del individualismo posesivo. Locke intentará demostrar que actuar conforme a esta lógica es racional y moral, y que cuando el propietario burgués aumenta su propiedad, está cumpliendo con una vocación racional y con un proyecto societario.
Pero, si Locke está pensando en individuos cuyo comportamiento es racional, ¿cómo justifica el acumular dinero y tener más de lo que uno puede utilizar para satisfacer sus necesidades? Según Macpherson, desde el comercio y la industriosidad. Locke ve el dinero como capital, lo mismo que la tierra20. Su objetivo no es proporcionar una ganancia para el consumo, sino engendrar más capital mediante una inversión fecunda. Y explica esa rentabilidad del dinero por “convenio entre quienes tienen posesiones desiguales”. No niega la esterilidad atribuida al dinero, pero la trasciende por el concepto de convenio entre desiguales. Su perspectiva es mercantilista: le interesa más el punto de vista de la riqueza de la nación que el de la riqueza individual. El deseo de acumular no es muestra de avaricia sino afán de generar riqueza nacional. Sin negar los límites del derecho natural original, justifica acumular lo que no se echa a perder. Una justificación típicamente capitalista.
3.2.3. Justificación del dinero
La introducción del dinero se da, para él, por un consentimiento tácito, anterior e independiente al de la sociedad civil. El dinero y la desigualdad en la posesión de la tierra, y el comercio, se dan ya en el “estado de naturaleza” (el cual es una curiosa mezcla de fabula- ción histórica y de abstracción lógica a partir de la sociedad civil). Ni el dinero ni el contrato deben su validez al Estado, sino a la razón natural, a la razonabilidad moral de los hombres.
Hay, pues, dos niveles de consenso en la teoría de Locke: el consenso entre hombres libres, iguales y racionales, en el estado de naturaleza (para atribuir un valor al dinero, y consecuentemente a los contratos comerciales), y el acuerdo mutuo de ceder todos sus poderes a la mayoría. Este segundo es el que crea la sociedad civil. Pero el primero es válido sin necesidad de él.
3.2.4. Justificación de la superación de límites
La superación del límite de la suficiencia, es decir, que se deje lo suficiente para todos, se debe, según Locke, a que cuando se consiente en el uso del dinero, se está consintiendo, a la vez, en sus consecuencias. Está, pues, justificado que un individuo se apropie de la tierra aunque no deje suficiente y de igual calidad para los demás21. Locke argumenta diciendo que quien se apropia de todo lo que puede genera un incremento del fondo común de la humanidad, por lo que, al final, genera más productividad y más riqueza, y compensa la falta de tierra disponible para todos: “Así, cuando las consecuencias de una apropiación que excede el límite inicial se miden por la prueba fundamental (satisfacción de las necesidades de la vida para todos los demás) y no por la prueba instrumental (disponibilidad de la tierra para que los demás hagan frente a las necesidades de la vida con ella), la apropiación más allá del límite adquiere un valor positivo”22.
Superación del límite del trabajo
La limitación que impone el trabajo (sólo es apropiable el producto del propio trabajo), parece la más difícil de superar, pero Locke no parece temerla. Ni siquiera necesitó demostrar la validez de la relación salarial por la que un hombre adquiere legítimamente un título sobre el trabajo de otro, pues se daba por supuesta.
Además, Locke argumentaba que, si el trabajo es propiedad de la persona ha de ser, por definición, alienable. Pues la propiedad, para él, no es solamente un derecho a disfrutar o usar: es un derecho a disponer, a cambiar, a alienar. Así elevaba a categoría de natural lo que era normal en la sociedad de su época: los asalariados, al nivel de subsistencia, eran una clase importante de aquella economía.
Locke niega que haya un derecho natural a alienar la propia vida (pues la vida es propiedad de Dios) y deniega a la sociedad civil el poder de abrogar el derecho natural. Pero no supo reconocer que la alienación continua del trabajo por el salario de mera subsistencia para toda la vida es, en realidad, una alineación de la vida y de la libertad. “Dio por supuesto… que el trabajo era naturalmente una mercancía, y que la relación de trabajo asalariado que me da el derecho de apropiarme del producto del trabajo ajeno era una parte del orden natural”23.
Así se ve que la limitación del derecho de propiedad introducida por el trabajo (derecho a cuanto se pueda producir con el trabajo de uno mismo) no fue ni considerada por Locke.
3.2.5. Resultados
Según Macpherson, la hazaña de Locke fue dar una base moral a la apropiación burguesa24. Minó así la concepción tradicional, según la cual, propiedad y trabajo son funciones sociales y la propiedad implica obligaciones sociales. Apartir de él, la posesión de un bien que proviene del trabajo personal de su propietario se legitima igual que la posesión de un bien que resulta de la apropiación privada de un trabajo que es de otro al que se lo compra.
Desde entonces, la dominación y explotación del trabajo asalariado se considera fuente legítima de propiedad. El propietario de una empresa lo es con el mismo título que el dueño de una casa, aunque el primero se haya apropiado injustamente de parte del trabajo de sus asalariados.
Y no sólo acaba con la descalificación moral que lastraba la apropiación capitalista ilimitada, sino que, además, justifica como natural una diferencia de clases en derechos, dando así una base moral positiva a la sociedad capitalista. La importancia de este tema para entender el alcance desigualitario y exclu- yente de la propiedad burguesa exige, como hace Macpherson, explicar cómo legitima Locke la desigualdad de clases, el sufragio censitario y (cuando haga falta) el ejercicio autoritario del poder. Tener, saber y poder, aparecen ya como la trinidad sagrada que regirá el orden burgués:25.
- Las diferencias de clase en derechos naturales y en racionalidad, se justifican por dos ideas dominantes en su época. La clase trabajadora es necesaria a la nación; pero sus miembros, en realidad, no son miembros con pleno derecho del cuerpo político ni tienen título para ello. Además, los miembros de la clase trabajadora no viven ni pueden vivir una vida plenamente racional.
- La clase trabajadora es incapaz de una acción racional y de vivir con arreglo al criterio moral de los hombres racionales: no es capaz de pensar o actuar políticamente (el derecho a la revolución pertenece a la mayoría, pero no a la clase trabajadora).
- Además, los que no trabajan, los pobres holgazanes, son depravados por propia elección, degradados por su posición, y deben ser objeto de la disciplina y de la purificación de las costumbres (justificándose el trabajo de sus hijos de más de tres años de edad).
Locke está lejos de autores, como Pufendorf, que creen que en el estado de extrema necesidad se anula el derecho de propiedad, y sigue afirmando que este derecho es la forma de garantizar la justicia. En extrema necesidad (y ya que las leyes que obligan al Estado a subvenirles apenas se aplican), apelará a la caridad para socorrerles con los bienes superfluos. En los economistas políticos posteriores a la Restauración es lugar común el envilecimiento moral de la clase trabajadora. La clase trabajadora es una fuente de riqueza disponible para la nación, lo que obliga a hacerles trabajar sin descanso. Pero no es que los intereses de la clase trabajadora estén subordinados al interés nacional (pues dicho interés era monopolio exclusivo de la clase dominante). La clase trabajadora era una mercancía y estaba sometida al estado sin ser miembro del mismo con pleno derecho.
3.2.6. En resumen
– Locke dibuja un estado de naturaleza de libertad e igualdad entre los hombres, pero acaba trasladando a él las desigualdades de su sociedad, por el modo de concebir la propiedad.
– Su tratamiento de los derechos de propiedad implica que los supuestos diferenciales ya están implícitos en la naturaleza humana. El postulado individualista transforma la masa de individuos iguales (justamente) en dos clases con derechos muy diferentes: los que tienen propiedades y los que carecen de ellas. Los segundos dependen de los primeros y son incapaces de modificar las circunstancias en que se encuentran.
– La igualdad inicial de derechos naturales, consistente en que nadie tiene jurisdicción sobre nadie, no puede subsistir tras la diferenciación de la propiedad. Dicho de otra forma, el hombre que no tiene la propiedad de cosas pierde la propiedad plena sobre su propia persona que era la base de sus derechos naturales iguales.
– “La diferenciación de la propiedad es natural, es decir, ajena a los vínculos de la sociedad y al pacto”.
– La esencia del comportamiento racional es la apropiación industriosa. Cuando la acumulación ilimitada se convierte en racional, la racionalidad plena solamente es posible para quienes pueden acumular así. Los que quedan sin propiedad no pueden ser industriosos ni racionales en el sentido original.
– En suma: Locke introdujo en la naturaleza original del hombre una inclinación racional a la acumulación ilimitada; mostró que se hallaba naturalmente frenada en la sociedad anterior al dinero, y mostró que podía eliminarse ese freno mediante un artificio que considera al alcance de los poderes racionales del hombre natural… Debido a que
Locke dio siempre por supuesto que el comportamiento plenamente racional era un comportamiento acumulativo, pudo advertir, cuando el trabajo y la apropiación se volvían separables, que la racionalidad plena residía en la apropiación y no en el trabajo26.
- CONSECUENCIAS: DERIVA TOTALITARIA DEL INDIVIDUALISMO POSESIVO Y DESTRUCCIÓN DEL SUJETO HUMANO
La igualdad y la libertad positiva del iusnaturalismo racionalista deberían exigir una configuración democrática de la sociedad y una afirmación de los derechos y libertades de los individuos. Pero la evolución histórica ha mostrado que, incluso en los momentos más prometedores, el individualismo posesivo y el propietarismo minaron la virtualidad del proyecto democrático, amenazando la adecuada realización del sujeto humano en sociedad. Pondremos algunos ejemplos.
4.1. La Revolución Francesa
La revolución francesa, pese a enarbolar una proclama ilustrada y universalista, siguió siendo desigualitaria y excluyente.
El espíritu burgués, que controló el proceso, siguió imponiendo la mentalidad del individualismo posesivo y sofocando otros proyectos con mayor virtualidad emancipadora y democratizadora. Prueba de lo que decimos es su contundente defensa del derecho de propiedad (afirmado ya en 1789 y reforzado en 1793), del sufragio censitario y de todos los derechos derivados de ellos27.
4.2. El liberalismo doctrinario
Otro ejemplo claro lo tenemos en el liberalismo doctrinario. En países como Francia o España, y desde la hegemonía indiscutible de la mentalidad del propietarismo burgués, el derecho de propiedad se convierte en el referente social más sagrado, desde el que se explica todo y para el que se instrumentaliza todo. Religión, política y cultura, en general, estarán al servicio de la legitimación de un sistema social en que el lema “enriqueceos” no es un mero eslogan para épocas de desarrollo socioeconómico: es un modo de entender la plenitud humana y social en conformidad con el credo de la trinidad burguesa: tener, poder y saber. Inteligencia, riqueza y poder son, para el liberalismo doctrinario, los dones que un providencialismo más o menos explícitamente religioso ha reservado para la burguesía propietaria. Sólo ésta, gracias a su propiedad, puede gozar de los derechos de la cultura y dedicarse al ejercicio del poder.
En España, por ejemplo, difícilmente se entenderá el siglo XIX y buena parte del XX, sin tener presente al liberalismo doctrinario. Donoso y Cánovas son referencias obligadas para comprender nuestra historia. Y hoy sigue siendo un referente necesario para interpretar el comportamiento de los poderes hegemónicos. Para mantener su posición privilegiada, no necesitan éstos renunciar a las proclamas liberales de derechos y libertades. El enriquecerse a toda costa puede ser vocación de “cristianos honorables”. Por fin, se hace compatible lo que el Evangelio presentaba como imposible: que un camello entre por el ojo de una aguja. Por fin, como dirá Le Goff, “la bolsa y la vida” juntas. Una vez más28.
Quienes no son propietarios y no tienen los recursos que el sistema exige para ser ciudadanos activos, no es que sean injustamente excluidos por el sistema, sino al revés: no pueden participar en el sistema porque, al no ser propietarios, carecen de la cualidad esencial que capacita para saber y decidir en las cuestiones del poder29. Tal forma de legitimar el propietarismo será compartida incluso por ideólogos explícitamente distanciados de las posiciones conservadoras. Es el caso de Benjamín
Constant, para quien la propiedad no es un derecho natural, anterior a la sociedad, pero sí que es un “derecho inviolable”: “La propiedad es sólo una convención social, pero el hecho de que lo reconozcamos así no significa que la consideremos menos sagrada, menos inviolable, menos necesaria que los que adoptan otro sistema”30. Constant reitera y profundiza el discurso de Locke.
4.3. Consecuencias
Más tarde, Malthus sacará las consecuencias brutales de este planteamiento, en un texto que conviene citar: Aquél que nace en un mundo ya ocupado, sí no puede lograr medios de subsistencia de sus padres… ni la sociedad necesita de su trabajo, no tiene el menor derecho a pretender la mínima porción de alimento. Está de sobra en este mundo. La naturaleza le indica que se vaya de él, y no tardará en ejecutar su mandato, si la piedad de los comensales no llega a interesarse por él. Si éstos se levantan y le hacen un sitio, pronto otros intrusos se presentarán para exigir el mismo favor. Cuando se extienda la noticia de que se socorre a todo el que llega, la sala se llenará con una multitud. Se romperá el orden y la armonía de la fiesta; la abundancia que antes existía se transformará en escasez. Y la felicidad de los invitados será destruida por el espectáculo de miseria y humillación, que surgen desde todos los rincones del mundo, y por los clamores inoportunos de los que se encolerizan con razón por no encontrar la ayuda que se les había hecho esperar. Los invitados reconocen demasiado tarde su error, por haberse opuesto a la ejecución de las órdenes estrictas dadas por la gran “maitresse” de la fiesta contra la admisión de intrusos: pues, queriendo que la abundancia reinara entre sus invitados, y conociendo la imposibilidad de atender a un número ilimitado de individuos, había rechazado, por humanidad, el admitir en su mesa a los llegados más tarde31.
En total: el pobre es un problema y una amenaza para el banquete del rico. Pero además, el problema del pobre es problema suyo, no del rico ni de la sociedad propietarista. El pobre es responsable de su pobreza. El propietarismo ha logrado eliminar cualquier atisbo de responsabilidad moral en el ejercicio burgués del derecho de propiedad privada. El límite tradicional de la propiedad (el estado de extrema necesidad) queda aquí laminado. El pobre no tiene derecho a vivir.
El proyecto social del individualismo posesivo tiene una clara dimensión ideológica, que se traduce también en el ámbito sociopolítico32. Pretende obviar la mutua relación e interdependencia entre economía y política. Oculta que la primacía absoluta de las leyes económicas (a las que les da categoría ontológica de “naturales”), y las relaciones necesarias que se derivan de estas leyes, sólo son posibles porque quienes disponen del control del poder político legislan conforme a sus propios intereses económicos.
Con palabras de P. Barcellona: “la constitución de una esfera separada de la economía y del cálculo económico, es una operación de gran artificialidad y con gran proyección política. Sólo un gran artificio puede transformar el trabajo humano en mercancía, la necesidad en valor de cambio, el dinero en forma general de la riqueza, y sólo una gran fuerza político-estatal puede instituir al mercado como lugar general y único de las relaciones humanas… El nacimiento de la economía de mercado y del cálculo económico está, por tanto, fuertemente marcado por el rol de la coerción jurídico-política del Estado y de la capacidad de proyecto de un sujeto histórico determinado: la burguesía, la clase de los propietarios”33.
El proyecto propietarista es, pues, ideológico y político, a la vez. Su vigencia fue indiscutible mientras la mentalidad propietarista era hegemónica. Pero, cuando la fuerza universalizadora de la proclama ilustrada se puso al servicio de un proyecto más igualitario y democrático (el proyecto socialista), la plausibilidad del discurso burgués debería haber quedado definitivamente en entredicho y el paradigma del individualismo posesivo burgués debería haber quedado sin razones para seguir explicando y legitimando el orden social vigente.
¿Por qué no ocurrió así? ¿Por qué -aunque ya no sea posible negar la identidad personal del pobre trabajador no propietario, ni su capacidad para el sufragio activo- la cualidad del ser humano sigue hipotecada a su condición de actor económico?
- DIAGNÓSTICO POR CONTRASTE: LA PRAXIS DE JESUS
Desde una óptica cristiana puede ser bueno comparar cuanto llevamos expuesto con la figura y praxis de Jesús. Eso ayudará a cuestionar y desactivar una legitimación del dominio, como la que se ha sacralizado en el imaginario del individualismo posesivo, en nombre del cristianismo.
Los textos bíblicos que se refieren al existencial humano de la propiedad son muchos. Pero hay un evangelista, Lucas, que ha plasmado de forma paradigmática lo que la praxis del Maestro propone como código de conducta. Código tristemente olvidado por influjo de la ideología propietarista y que necesitó de “la profecía exterior” para que el pensamiento cristiano se hiciera cargo de él. La misma Doctrina Social de la Iglesia ha estado más hipotecada por la tradición del jusnaturalismo, que por la propia tradición34.
5.1. Un cambio de perspectiva
En la reconstrucción lucana de la praxis de Jesús sorprende el cambio radical de perspectiva.
En primer lugar, cambia la forma de entender la constante sociológica del binomio rico-pobre. Hasta ahora, el rico era punto de referencia para juzgar todo. La riqueza es un signo de bendición divina y la pobreza de castigo. El rico está en el centro del escenario social como modelo; y el pobre es el excluido al que nadie admira. Entre ambos, como entre Epulón y Lázaro, hay una “sima insalvable”. Pero ahora, en el texto lucano, el pobre ocupa el centro del escenario y, desde él, se interpreta y se valora toda la situación social. Ni el pobre lo es por castigo divino, ni la situación de pobreza es efecto de una fatalidad que condena a los pobres a estar donde están. Lucas vincula la existencia de los pobres a la de los ricos. Hay Lázaros porque hay Epulones que se niegan a ver lo injusto de su situación y el daño que genera su riqueza.
En segundo lugar, contra las legitimaciones ideológicas de la pobreza como castigo divino o ciego destino, Lucas presenta la pobreza como un mal que hay que combatir. Los pobres son víctimas de una situación a superar entre todos. Despreciados por el modelo propietarista vigente, los pobres son, como víctimas, los preferidos de Dios, que oye su clamor. No se trata de que todo el mundo se haga pobre, ni de que los pobres se hagan con el control de la situación para reproducir un esquema en el que las víctimas sean los ricos. Se trata de un nuevo modelo de sociedad solidaria, donde los que tienen comparten con los que no tienen y donde los ricos bajan de nivel, porque han comprendido que todos deben vivir dignamente. La responsabilidad de la pobreza está en que el egoísmo y ceguera del rico alejan al pobre con una “sima insalvable”.
5.2. Consecuencias
Vinculada la existencia de los pobres a la actitud egoísta y excluyente de los ricos, surge la imperiosa necesidad de cambiar la situación. El Magníficat (Lc 1, 48-55) no es sólo un canto agradecido de María por su vocación personal o por la historia de un pueblo, sino la voz de una comunidad de pobres bíblicos que espera el proyecto salvador de Dios, a través de su Hijo. Y las Bienaventuranzas (Lc 6, 20-26) describen la confrontación que vincula a pobres y ricos, propugnando la subversión de valores y relaciones entre ello. La ideología legitimadora del “status quo” es vista como obra de un dios falso (Mammón) y enemiga del Reino de Dios. Por lo que no hay más salida que la conversión.
La función social de los bienes y su uso solidario son la alternativa a la posesión injusta, irracional y socialmente dañina, que encarna la figura del avaro que acumula sin cesar los bienes que todos necesitan. (Lc 12, 13-21). Una de las síntesis más explosivas que aborda todo cuanto tiene que ver con esa dialéctica criminal generadora de una “sima insalvable entre pobres y ricos”, es la función social de los bienes y su uso solidario. Hay una lucha sin cuartel entre Mammón y Dios, entre la ley de muerte que deshumaniza esclavizando (al avaro, al administrador infiel, a Epulón), y la ley de vida que libera y humaniza a quien se deja rescatar su corazón de las cadenas del dinero y de la propiedad injusta. No caben medias tintas: no se puede tener dos amos.
Para el rico, esa conversión es de extrema dificultad, y ésta no reside tanto en la cantidad de lo que poseemos, cuanto en el espíritu de individualismo posesivo que nos lleva a seguir deseando y acumulando lo que no tenemos, en vez de a compartir lo que tenemos. Más allá de la imagen plástica del camello y el ojo de una aguja (que ha servido para distraer la imaginación con cuestiones bizantinas) el pasaje de Lc 18-18-30 cuestiona radicalmente la necesaria legitimación ideológica que el rico produce para garantizar su situación. Allí se denuncia una forma de vida tan irracional, injusta y dañina para los demás, que convierte a los hombres en camellos, es decir: animales destinados a cargar con lo que seres humanos libres nunca deberían echarse encima. Mientras Mammón sea nuestro amo, estamos condenados a ser camellos: objetivados e instrumentalizados por el dominio de otro, abocados a ese nihilismo inmoral y reactivo que Nietzsche denunció con lucidez, ya desde sus Consideraciones Intempestivas. Lucidez para desenmascarar ese ciego “tener que creer a toda costa”, que es la ideología propietarista. Tener que creer que “se puede servir a Dios y a Mammón”, que se puede ganar todo: “la bolsa y la vida”.
Eso explicaba J. Benavente, cuando sugería socarronamente que el burgués moderno había solucionado el terrible dilema evangélico: cree fielmente que el evangelio lleva razón diciendo que es más difícil que un rico entre en el reino de los cielos que el que un camello entre por el ojo de una aguja; pero, a la vez, cree tan firmemente o más que un camello cargado de oro entra por cualquier sitio.
5.3. ¿Conversión posible?
Pero Lucas sabe que para Dios nada hay imposible y muestra los caminos que debería seguir el rico. Su evangelio no sólo denuncia sino que ofrece maneras de ser solidario con los bienes. La construcción de comunidades donde las diferencias sociales se atajan y los ricos pierden la influencia social de que gozan es todo un programa revolucionario. Tras la riqueza injusta se esconde un tipo de sociedad en que las relaciones de dominación y servidumbre son normales. Para Lucas, un corazón que renuncia a Mammón y a su ley, renuncia también al poder y a sus expresiones deshumanizadora (entre ellas el paternalismo del rico, reflejo de relaciones verticales, que le sitúan por encima de los demás y desde las que -con benevolencia arbitraria-, se constituye en benefactor, repartiendo lo que quiere y a quien quiere: Lc 22, 25-26).
Con este evangelio cristiano resulta incompatible cualquier “teología del bienestar” que sirva para legitimar el orden social vigente, donde sigue subsistiendo la “sima insalvable entre ricos y pobres”. Un pensamiento social cristiano debe ser consciente de que para salvar dicha sima no hay puentes levadizos ni atajos, como querrían ser algunos comunismos primitivistas, o algunas llamadas a vivir con ascetismo “los consejos evangélicos”, y otras mistificaciones de la pobreza, que evitan poner en cuestión la injusticia estructural existente. Hay que asumir el reto evangélico de reconstruir las relaciones humanas, pervertidas por el individualismo propietarista, desde la solidaridad y la justicia social.
Demetrio Velasco Criado
Catedrático de Pensamiento Político
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NOTAS
- Se llama existencial a un rasgo que -aunque no pertenece a la esencia o a la definición de un ser, está presente en todos los miembros de esa definición. Vg. en el caso del hombre: la risa, o la sexualidad.
- Attali, Historia de la propiedad, Barcelona, Planeta, 1989, pág. 12.
- Cita tomada del inédito de G. Bordet, Étude sur Proudhon, citado por Attali en Historia de la Propiedad, pág. 316. Proudhon es célebre por su afirmación: “la propiedad es un robo”, en Qué es la propiedad (1840).
- Bob Sutcliffe. 100 Imágenes de un mundo des igual, Barcelona, Icaria/Intermón Oxfam, 2004; J. M. Hernández. “Gigantes y enanos. El contrato social en la era de la Globalización”, Revista Internacional de Filosofia Política, 25 (julio 2005), pág. 109-129.
- Cristianisme i Justícia, “Mundo obsceno”, Papeles, 173 (septiembre 2006).
- Bauman, Las vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias, Barcelona, Paidós, 2005.
- Vítale, “¿Fin de la Modernidad política?”, RIPF, 28 (dic. 2006), pág. 135-147.
- Robínson, “Los derechos de propiedad son derechos humanos”, El País, 1-Vi-2007.
- DE Tocqueville. La democracia en América, México/Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1963; ver D. Velasco, “Tocque- ville (1805-1859), dos siglos después”, Estudios de Deusto (enero-julio, 2005), universidad de Deusto, pág. 183-250.
- Dussel, “Seis tesis para una filosofía política crítica”, en Hacia una filosofía política crítica, Bibao, Desclée de Brouwer, 2001, pág. 43-64.
- de Tocqueville, La democracia…, II, 1a parte, pág. 408-409.
- Así se llaman los escolásticos decadentes de los siglos XIV y XV que creen que la razón no puede alcanzar la realidad de las cosas sino sólo darles un nombre arbitrario (de ahí el título de la novela El nom de la rosa). Esta devaluación de la razón comporta también una inflación de la voluntad.
- Para ver la complejidad y ambigüedad de las explicaciones de los teólogos juristas del XVi- XVii sobre el origen de la propiedad, véase M. F. Renoux-Zagamé, Origines théologi- ques du concept moderne de propriété, Paris, Librairie Droz, 1987.
- Late aquí un problema que se da tanto en economía como en política y que puede resumirse en la conocida tesis de C. Schmitt: “no hay categorías inmanentes apelando a las cuales pueda legitimarse un orden político”. Este punto aparecía también en el diálogo entre J. Habermas y J. Ratzinger que recogió la prensa cuando el segundo fue hecho papa. Y explica el respeto que (pese a la deriva nazi de Schmitt), sentía por él un judío como Jacob Taubes (ver La teologia política de Sant Pau, Madrid, 2007, pág. 149).
- Stephen Holmes, Anatomía del Antiliberalismo, Madrid, Alianza Editorial, 1999, pág. 264.
- Aquí sigo, sustancialmente mi texto “Propietarismo y exclusión socioeconómica y política” a Iglesia Viva 211 (2002). Como resumen rápido puede verse también el capítulo 12 “Teocracia propietaria” de J. I. González Faus, Madrid, Ojo avizor, 2004, pág. 54-57.
- Locke. Ensayo sobre el gobierno civil, Pr. 124. Madrid, Aguilar, 1969, pág. 93-94.
- Locke. Ensayo…, pág. 4.
- Locke. Ensayo…, n. 50.
- Sigo a C. B. Macpherson, La teoría política del individualismo posesivo, Barcelona, 1976, pág. 176ss., y L. Dumont, Homo aequalis. Génesis y apogeo de la ideología económica, Madrid, 1982, pág. 71-86.
- Macpherson cita un texto que aparece en una revisión de la tercera edición del Ensayo, añadiendo un argumento nuevo tras el primer párrafo del n. 37.
- Macpherson, La teoría…, pág. 184.
- Macpherson, La teoría…, pág. 190.
- Comenta L. Dumont que, al desaparecer la subordinación como principio social y quedar el individuo como referente fundamental, se hace imprescindible que éste interiorice un código moral que le impida caer en el libertinaje y le obligue a aceptar las reglas de juego de la sociedad. Se trata, para ello, de hacer ver que el orden social libremente asumido es fuente de felicidad. (pág. 77ss).
- Para ver cómo Locke trata estas cuestiones Macpherson analiza sus obras Ensayo sobre el entendimiento humano y Sobre un cristianismo razonable, además del ya citado Ensayo sobre el gobierno civil. Ver pág. 191-204.
- Macpherson, La teoría…, pág. 202-203.
- Ver G. Peces-Barba, E. Fernández y R. de Asís. Historia de los Derechos Fundamentales. II. Vol. III. Madrid, Dykinson/Institu- to de derechos Humanos Bartolomé de las Casas, 2001, pág. 271-274; 287ss; 362-64.
- Añado “una vez más” porque, ya en los umbrales del individualismo moderno, la Iglesia que, por fidelidad a su fe, no podía sentirse satisfecha con la naciente mentalidad mercantil y usurera, acabó aceptándola. Pasando, como escribe J. Le Goff, “del compromiso con la feudalidad al compromiso con el capitalismo”, no hace más que salvarse ella misma en el capitalismo: la bolsa, es su vida. “La Iglesia transforma así cinco de los siete pecados capitales (avaricia, soberbia, envidia, ira y gula) en valores económicos posibles. o, mejor… deja que esa transformación se realice sin condenarla ya, haciendo que se fusionen las normas de gestión contable del mercader con las normas del comportamiento moral del cristiano.
- Sobre el liberalismo doctrinario, véase D. Velasco, Pensamiento Político Contemporáneo, Bilbao, universidad de Deusto, 2001, pág. 155 ss, y bibliografía citada.
- Constant, Principios de Política, Madrid, Aguilar, 1970, pág. 120.
- Ensayo sobre el principio de Población. Segunda edición de 1803.
- Para ver cómo se plasma en el ámbito jurídico y político el espíritu totalitario del economi- cismo, véase C. Polín, L’esprit totalitaire, Paris, Editions Sirey, 1977.
- Barcellona, El individualismo propietario, Madrid, Trotta, 1996, pág. 113.
- Véase el número monográfico de la revista Bibel und Kirche, 62 (Jahrgang, 1, 1/2007), que he utilizado para redactar este apartado.
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