“El tiempo que se nos ha dado ha de servir para esto: para permitirnos crecer en la cristificación y, esto es, en llegar a ser cada vez más hijos y hermanos. Como se puede fácilmente entender, esto no es una realidad que concierna solo a algunas categorías de personas o que concierna solo a los cristianos. La fe en Cristo la visión del ser humano en el horizonte de Cristo nos hace entender que aquí estamos tocando la realidad y la vocación de cada persona humana y todas las personas humanas.”

 

* Roberto Repole (Arzobispo de Turín y obispo de Susa desde 2022. Enseñó teología a nivel universitario de 1996 a 2022 y dirigió la Asociación Teológica Italiana de 2011 a 2016)

PLANTEAMIENTO

A cinco años de distancia de la Laudato si’, el papa Francisco ha publicado la segunda encíclica completamente suya -dado que, como es bien sabido, la Lumen fidei fue escrita en colaboración con su predecesor Benedicto XVI, a cuatro manos-. Como admite el mismo papa, con todo cuanto ha expuesto en Fratelli tutti no pretende ofrecernos nada radicalmente nuevo e inédito. «Las cuestiones relacionadas con la fraternidad y la amistad social han estado siempre entre mis preocupaciones. Durante los últimos años me he referido a ellas reiteradas veces y en diversos lugares. Quise recoger en esta encíclica muchas de esas intervenciones situándolas en un contexto más amplio de reflexión» (FT5). Lo que constituye una novedad es, entonces, el marco —el de la fraternidad universal— en el que vienen recogidas y ampliadas reflexiones ya antes extensamente desarrolladas.

No debe por tanto sorprendernos el hecho de que los juicios contrastantes que desde hace varios años, acompañan los pronunciamientos y gestos de Francisco hayan marcado también la publicación de esta última encíclica: desde quien ha saludado con entusiasmo, viendo incluso en ella la acogida del gran principio de la masonería moderna (la fraternidad universal, precisamente), hasta quien ha etiquetado como la tumba de la fe cristiana en favor de una pseudorreligión global que haría de la fraternidad un absoluto en sustitución de Cristo. Tal vez, ni los entusiastas ni los hipercríticos sean adecuados para ofrecernos una lectura objetiva y no ideológica de la encíclica.

Además, se puede estar honestamente de acuerdo con quienes se quejan de que la propuesta presentada por Francisco tenga una fundamentación teológica poco explícita, así como también se puede tranquilamente admitir que no todas las temáticas tratadas evidencian siempre el fulcro sobre el que se funda la propuesta cristiana. Esto no significa, sin embargo, ni que las consideraciones de Fratelli tutti carezcan de justificación en la fe cristiana ni que no se pueda mostrar el fundamento cristológico-teológico de lo que nos propone Francisco.

Por tanto, puede ser útil releer la encíclica justamente con la finalidad de indicar cuál es la raíz cristológico-teológica de la perspectiva de fondo que subyace a las diversas consideraciones recogidas en la encíclica, es decir, la de una fraternidad que abraza a todos los seres humanos, presentando asimismo cómo esta perspectiva es todo lo contrario de irrelevante para la fe en Jesucristo. El objetivo es, pues, el de explicitar lo que en la encíclica permanece con frecuencia sobreentendido, en parte por razón de la opción tomada por Francisco de dirigirse a todos, buscando por esto un lenguaje que sirva para que se reconozcan directamente interpelados también quienes no son cristianos. De hecho, en el exordio de la encíclica el mismo Francisco declara: «Si bien la escribí desde mis convicciones cristianas, que me alientan y me nutren, he procurado hacerlo de tal manera que la reflexión se abra al diálogo con todas las personas de buena voluntad» (FT6).

 UNA MIRADA DESENCANTADA, PERO NO NEUTRAL: LA FRATERNIDAD HERIDA

La Fratelli tutti comienza, en un cierto sentido, en tono menor. No parte de lo positivo, sino de un análisis más bien amargo de la realidad social actual. El primer capítulo se titula precisamente «Las sombras de un mundo cerrado». Y su arranque no deja dudas sobre la intención de no endulzar de ningún modo la realidad socio-cultural en que camina la humanidad: «Sin pretender realizar un análisis exhaustivo ni poner en consideración todos los aspectos de la realidad que vivimos, propongo solo estar atentos ante algunas tendencias del mundo actual que desfavorecen el desarrollo de la fraternidad universal» (FT9). Se podría decir, por tanto, que el arranque no se centra tanto en la fraternidad universal cuanto en aquello que la amenaza y la hiere.

La mirada de Fratelli tutti es desencantada y capaz de ver las fuertes cerrazones y los conflictos que caracterizan a la humanidad en esta etapa de la historia. Si en los decenios pasados se pudo soñar con que las trágicas experiencias del siglo XX generaran nuevas energías de integración, una mirada realista sobre la humanidad contemporánea debe, por el contrario, constatar nuevos ostracismos y el surgimiento de identidades egoístas y conflictivas: «la historia da muestras de estar volviendo atrás -dice Francisco-. Se encienden conflictos anacrónicos que

Se consideraban superados, resurgen nacionalismos cerrados, exasperados, resentidos y agresivos» (FT 11). Esto se acompaña, además, de la falta de un proyecto de desarrollo capaz de involucrar a toda la humanidad y, por ello, a cada hombre en particular: el proyecto de un nosotros que habite la casa común (cf. FT 17). En su ausencia, se difunde una cultura de lo inmediato, que favorece el hecho de que una porción de la humanidad venga considerada sacrificable en aras de una minoría, la cual se considera, por su propia parte, digna de vivir sin límites; que hace así que los derechos humanos no sean iguales para todos y que se generen incluso nuevas formas de esclavitud; y que produce esa que, en varias ocasiones, el papa Francisco ha denominado como una «tercera guerra mundial en etapas».

La pandemia que hemos vivido podría representar un estímulo para percatarnos de que nadie puede salvarse solo y tomar conciencia de que somos «una comunidad mundial que navega en la misma barca, donde el mal de uno perjudica a todos» (FT 32). Sin embargo, esto no puede de modo alguno darse por descontado, porque no está asegurado el que se aprenda de la historia. Existe incluso la concreta posibilidad de que estemos saliendo de la tragedia global del COVID-19 dominados por una sensación de náusea y de vacío, a la cual se responda con un consumismo todavía más febril y con nuevas formas de autoprotección egoísta, que no podrían sino incentivar algunas de las otras patologías de nuestro tiempo, como la actitud cerrada hacia los inmigrantes, sostenida con afirmaciones abstractas, que impiden mirar a los ojos la realidad concreta de «muchas vidas que se desgarran» (FT 37), o como la violencia que permea mucha de nuestra comunicación digital, que hace así que cuanto «hasta hace pocos años no podía ser dicho por alguien sin el riesgo de perder el respeto de todo el mundo, hoy puede ser expresado con toda crudeza y permanecer impune» (FT 45).

La mirada de Francisco es, por tanto, una mirada lúcida sobre nuestra humanidad, que no esconde ni tapa nada. No obstante, no es en absoluto una mirada neutral. Esto, sobre todo, porque es la mirada de alguien que pertenece a una Iglesia que se sabe plenamente integrada en la concreta humanidad del propio tiempo y que no puede de ningún modo desentenderse de cuanto la caracteriza. Podría decirse, en este sentido, que se trata de una mirada sim-patética, o sea, que siente como propia la múltiple herida causada a la solidaria fraternidad humana. Al comienzo del capítulo segundo, lo dice claramente el mismo Francisco, retornando el célebre inicio de la constitución conciliar sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, Gaudium et spes, declara el papa: «Todo lo que mencioné en el capítulo anterior es más que una aséptica descripción de la realidad, ya que “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón” [GS 1]» (FT 56). De aquí resulta evidente que los odios, los dualismos sociales, el desprecio de las personas, el racismo, la autodefensa egoísta contra el inmigrante, la indiferencia, la complicidad violenta que caracteriza un cierto uso del mundo digital…, todo esto y mucho más aún no es visto con una mirada neutral de quien quiere cartografiar el actual paisaje social, sino con los ojos de quien llora las lágrimas de todos aquellos que hoy son excluidos, marginados, víctimas de violencias.

Al mismo tiempo, la mirada de Francisco y de la Iglesia de la que forma parte y a la que representa no es para nada aséptica y neutral, porque es la mirada de quien observa lo que amenaza y hiere a la fraternidad universal precisamente a partir de la conciencia de que eso significa una derrota para la humanidad y desde luego, no es aquello para lo que esta existe y a lo que está llamada. En otros términos, es la luz de la fraternidad humana la que permite ver mejor y denunciar con mayor agudeza las tinieblas que representan cada forma de laceración de la humanidad. Y es justo a partir de esta fraternidad, y de este anhelo por una plenitud humana que se realiza en la entrega de sí, como vienen vistas y sopesadas, por así decir, todas las cerrazones y las oposiciones de un hombre hacia otro hombre.

HOMO CAPAX BONI: POR UNA ANTROPOLOGÍA FRATERNA

Como confirmación de cuanto acabamos de decir, tenemos las muy significativas palabras con las que Francisco concluye el primer capítulo: «A pesar de estas sombras densas que no conviene ignorar, en las próximas páginas quiero hacerme eco de tantos caminos de esperanza. Porque Dios sigue derramando en la humanidad semillas de bien» (FT 54). Lo que ha sucedido con motivo de la reciente pandemia viene muy oportunamente asumido aquí como signo de las semillas de bien presentes también en la humanidad actual: a pesar de todos los desmentidos concretos de la fraternidad, representan una invitación a no desesperar. «La reciente pandemia -dice en efecto Francisco- nos permitió rescatar y valorizar a tantos compañeros y compañeras de viaje que, en el miedo, reaccionaron donando la propia vida» (FT 54). En este caso se refiere, de forma concretísima, a médicos, enfermeros y enfermeras, empleados de supermercados, vigilantes, personal de limpieza, transportistas, voluntarios, sacerdotes, religiosos, hombres y mujeres que trabajan para proporcionar servicios esenciales…; en definitiva, hombres y mujeres comunes, de cultura variada y que ejercen las más dispares profesiones. Casi cabe decir que esta capacidad para el bien, aun actuándose en la práctica dentro de vidas concretas y de culturas específicas y aun expresándose en una infinidad de maneras según corresponden a las distintas situaciones de necesidad con las que se encuentra, es una realidad que caracteriza el fondo del ser humano. El papa invita de hecho a la esperanza, que «nos habla de una realidad que está enraizada en lo profundo del ser humano, independientemente de las circunstancias concretas y los condicionamientos históricos en que vive. Nos habla de una sed, de una aspiración, de un anhelo de plenitud, de vida lograda, de un querer tocar lo grande, lo que llena el corazón y eleva el espíritu hacia cosas grandes, como la verdad, la bondad y la belleza, la justicia y el amor» (FT 55)

En consecuencia, si los hombres pueden cerrarse unos a otros, si pueden vivir en la indiferencia recíproca -dando eco a un pensamiento como el de Emmanuel Lévinas (1906-1995)-, llegando hasta a pisotear y destruir al otro, todo eso no expresa al ser humano en su estado sano, por así decir; sino si acaso en un estado patológico. Por esto, pese a todas las amenazas y heridas a la fraternidad, se puede cultivar la esperanza que proviene de saber que la raíz del hombre es otra y que hay en él anticuerpos que se pueden despertar; así como se puede apelar, de alguna manera, a una estructura fraterna y solidaria de los hombres en cualquier parte del globo terrestre que habiten, cualquiera sea el pueblo y la cultura a que pertenezcan, cualquiera sea la religión que profesen.

Que existe una bondad que se puede despertar es lo que postula Francisco recurrir al icono evangélico del buen samaritano, dentro del discurso de esta encíclica dirigida expresamente a todos los hombres. «En el intento de buscar una luz en medio de lo que estamos viviendo, y antes de plantear algunas líneas acción, propongo dedicar un capítulo a una parábola dicha por Jesucristo hace dos mil años. Porque, si bien esta carta está dirigida a todas las personas de buena voluntad, más allá de sus convicciones religiosas, la parábola se expresa de tal manera que cualquiera de nosotros puede dejarse interpelar por ella» (FT 56). Debería de ser evidente lo que está implícito en tal afirmación: la confianza en que cada ser humano puede despertar su capacidad y deseo del bien, escuchando el relato evangélico que narra del samaritano que se hace próximo del hombre maltratado que encuentra en su camino. Esto, sin embargo, solo es sensato esperarlo en la medida en que presuma que, en el ser humano, el fondo de un: bondad originaria es más esencial que su cerrazón al otro y que toda forma d cerrazón a la transcendencia, y en cuanto que se presuma que el pecado, por más devastador que sea, no podrá nunca anular del todo la capacidad de bien y de solidaridad hacia los demás que caracteriza al ser humano y que, si es necesario siempre se puede despertar. Esto también es lo que está detrás y se hace evidente si bien se ve, en la toma de distancia respecto de la pena de muerte, que ha provocado tantas reacciones apasionadas: entre los muchos motivos que vienen presentados, se cuenta el hecho de que ninguna pena -que la autoridad legítima debe poder imponer, precisamente para salvaguardar el concierto de la sociedad humana de aquello que lo desintegra- puede tener un valor vengativo, sino que toda pena debe mirar a la curación y reinserción social de quien ha cometido un delito (cf. FT266); lo cual tiene sentido solo si se considera que el delito, incluido el más atroz, no elimina esa parte del hombre que es capaz de hacerle tomar distancias respecto del mismo delito, en un proceso de sanación y de cambio. Esto mismo se deduce también de la apelación que, hablando de eso, hace Francisco a la autoridad de Agustín de Hipona (354-430), el cual invitaba a evitar pena de muerte, imponiendo en su lugar penas que pudieran favorecer el hecho de que quienes hubieran cometido delitos graves fueran dirigidos, «de su loca inquietud al reposo de la salud»1 (FT 265).

Francisco, en definitiva, recuerda la parábola evangélica y ofrece de ella una fenomenología con el fin de despertar a cada ser humano, por así decir, a su estructura fraterna y solidaria. El ser humano ha sido hecho para el amor y se realiza en la apertura al otro; la cual se declina de muchas maneras: no la menos importante, cuidando las heridas infligidas a quienes son víctimas de esa locura humana que se manifiesta cuando alguien no se siente guardián de su hermano y puede incluso llegar a pisotearlo con violencia. Afirma aún Francisco que el relato: «Nos revela una característica esencial del ser humano, tantas veces olvidada: hemos sido hechos para la plenitud que sólo se alcanza en el amor. No es una opción posible vivir indiferentes ante el dolor, no podemos dejar que nadie quede a un costado de la vida» (FT 68). Es posible ciertamente permanecer indiferente hacia otro hombre y, en los hechos, esto ocurre infinidad de veces; pero, sin embargo, esta no es una opción a considerar, en el sentido de que nuestra libertad no ha sido hecha para negarse al otro y no se realiza en la cerrazón frente al otro. En el alcance del discurso de Francisco, la opción de la apertura amorosa de la persona humana a la otra persona humana y la opción de su cerrazón e incluso del odio hacia ella no son dos alternativas iguales e indiferentes en orden a la realización del ser humano: justamente porque el hombre está hecho para esa plenitud que se alcanza en el amor; justamente porque él tiene, en cierto sentido, una estructura fraterna.

Sobre esta estructura antropológica, se apoya de hecho buena parte de cuanto viene propuesto en la continuación de la encíclica. Si, a pesar de todas las sombras que se desencadenan sobre la humanidad que hoy habita la tierra -nuestra casa común-, se puede continuar sensatamente seguir esperando, es porque el hombre no es una isla, se realiza en la apertura a los demás sin confines y está estructuralmente vinculado a todos los otros seres humanos. Podría decirse, haciéndonos eco del pensamiento de Gabriel Marcel (1889-1973), que para el hombre existir es co-existir: un co-existir fraterno, que implica que eso que concierne a cualquier otro nos atañe, nos incumbe, y exige si es el caso nuestra compasión y nuestro cuidado.

Parece explicitarlo Francisco en el exordio del tercer capítulo de Fratelli tutti: «Un ser humano está hecho de tal manera que no se realiza, no se desarrolla ni puede encontrar su plenitud «si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» [GS 24]- Ni siquiera llega a reconocer a fondo su propia verdad si no es en el encuentro con los otros: […]. Esto explica por qué nadie puede experimentar el valor de vivir sin rostros concretos a quienes amar. Aquí hay un secreto de la verdadera existencia humana, porque «la vida subsiste donde hay vínculo, comunión, fraternidad; y es una vida más fuerte que la muerte cuando se construye sobre relaciones verdaderas y lazos de fidelidad. Por el contrario, no hay vida cuando pretendemos pertenecer sólo a nosotros mismos y vivir como islas: en estas actitudes prevalece la muerte» [Ángelus (10 de noviembre de 2019)] (FT 87).

El hombre se realiza en el éxtasis que lo hace salir de sí mismo (cf. FT 88), estrechando lazos con otros hombres bajo la insignia de la gratuidad, en un dinamismo de amor que -podríamos decir- es siempre más que humano. No es una casualidad, por tanto, que Francisco afirme que «la altura espiritual de una vida humana está marcada por el amor, que -y esto viene dicho citando palabras de Benedicto XVI- es “el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana”[DCE 15]» (FT 92); así como tampoco que, para definir el amor del que está hablando, recurra a santo Tomás y diga: «En un intento de precisar en qué consiste la experiencia de amar que Dios hace posible con su gracia, santo Tomás de Aquino la explicaba como un movimiento que centra la atención en el otro “considerándolo como uno consigo”2» (FT 93). Un amor de este calibre induce a buscar lo mejor para la vida del otro. Pero, sobre todo, el amor deja de ser real cuando pone límites, levanta barreras, delimita ambientes o sectores de la humanidad. Existen, en efecto, grupos humanos que se constituyen y que inclusive pueden experimentar solidaridad en su interior; pero lo que, sin embargo, obliga a distinguir ese tipo de relación estrecha y cerrada de una relación auténticamente marcada y sostenida por el amor es el hecho de que se trata de una relación que separa a un grupo social de los otros. En este caso, nos encontramos delante de la construcción de un mundo de socios (cf. FT 101-111), donde la persona que no forma parte del propio grupo no puede encontrar espacio y ni siquiera sentido (cf. FT 104). El mundo de los socios, o sea, de los grupos restringidos -por más pequeños o más grandes que sean -no es aún un mundo fraterno: es más bien un mundo en el que también los otros dos grandes valores que trajo consigo la revolución francesa, la libertad y la igualdad, están pervertidos. Si no existe posibilidad de una fraternidad que implique a la humanidad entera, sin exclusión de nadie, sucede entonces -dice Francisco- «que la libertad enflaquece, resultando así más una condición de soledad, de pura autonomía para pertenecer a alguien o a algo, o sólo para poseer y disfrutar» (FT 103).

Por otra parte, sin una fraternidad universal, no puede darse ni siquiera la posibilidad de que todos los seres humanos sean realmente iguales. Estamos, por tanto, de frente al auténtico amor cuando la apertura de un ser humano a los otros no pone ninguna barrera y rompe si es necesario todo círculo, extendiéndose siempre más, en un respiro universal, que, desde el pequeño núcleo familiar, se abre a todos los hombres, con la conciencia de que existe un vínculo fraterno que liga a cada hombre con todos los demás hombres. Dice expresamente el papa: «El amor nos pone finalmente en tensión hacia la comunión universal. […]. Por su propia dinámica, el amor reclama una creciente apertura, mayor capacidad de acoger a otros, en una aventura nunca acabada que integra todas las periferias hacia un pleno sentido de pertenencia mutua. Jesús nos decía: “Todos ustedes son hermanos” (Mt 23, 8)» (FT 95).

En consecuencia, es obvio que el hombre se construye sobre la base de este su estructural éxtasis de amor cuando, en un mundo marcado por desigualdades y en una humanidad herida, se hace solidario en el cuidado de todas las vulnerabilidades ajenas y en la integración de quien sea que sufra exclusión. Es igualmente obvio que el derecho a la propiedad privada no puede entenderse a la manera de cierta concepción liberal, sino como «derecho natural secundario y derivado del principio del destino universal de los bienes creados» (FT 120). Así como también es obvio que, si bien deseando que nadie se vea obligado a emigrar, cuando los seres humanos se encuentran en la necesidad de hacerlo deben ser respetados en su justa aspiración a tener una vida digna junto a su familia. Se deduce, por último, que no cualquier política es adecuada a esta estructura fraterna de los hombres; sino solo podrá serlo aquella que no esté dominada por las así llamadas leyes del mercado como si se tratasen de una divinidad a respetar de manera acrítica, y, sobre todo, una política animada ella misma por el amor, que hace amar el bien común y buscar el bien de todas las personas, consideradas no de forma individualista, sino en su dimensión social (cf. FT 182). Esto presupone, además, una opción preferencial por los últimos:

Esta caridad, corazón del espíritu de la política, es siempre un amor preferencial por los últimos, que está detrás de todas las acciones que se realicen a su favor. Sólo con una mirada cuyo horizonte esté transformado por la caridad, que le lleva a percibir la dignidad del otro, los pobres son descubiertos y valorados en su inmensa dignidad, respetados en su estilo propio y en su cultura, y por lo tanto verdaderamente integrados en la sociedad. Esta mirada es el núcleo del verdadero espíritu de la política (FT 187).

Las religiones ofrecen una contribución decisiva a una fraternidad universal así comprendida, especialmente mediante el diálogo recíproco (cf. FT 271 -287). El hecho de que estas deban, sin embargo, tomar siempre distancias de la violencia que pudiera insinuarse en su interior, como también el hecho de que tal perspectiva de fraternidad universal y de amistad social implique el compromiso de los hombres a todos los niveles de su existencia, es signo de que, si es verdad que existe una estructura fraterna de los hombres -como hemos afirmado- esta

No realiza un mundo fraterno de forma automática. Se trata en efecto de una estructura fraterna de seres humanos libres, los cuales deben elegir, en cada instante de su existencia y en cada nueva circunstancia, vivir de acuerdo con lo que ellos realmente son. Incomodando quizá a Menandro (342 a.C.-292 a.C), podríamos decir con él: «¡Qué amable cosa es el hombre cuando es verdaderamente hombre!». Pero, para el hombre, ser verdaderamente él mismo es siempre también el fruto de una opción que debe actualizarse a lo largo del trascurso de los días y en medio del vaivén de las situaciones.

EL FUNDAMENTO CRISTOLÓGICO-TEOLÓGICO IMPLÍCITO

Como ya hemos dicho, Francisco, en Fratelli tutti, dirige su discurso a todos los hombres, creyentes y no creyentes, cristianos y no cristianos. Invita a cada uno a descubrir y hacer emerger, por así decir, esta estructura fraterna de los seres humanos, de modo que florezca y dé todos los frutos posibles. Sabe perfectamente bien, no obstante, que tal fraternidad universal implica siempre, de una manera explícita o implícita, recurrir a una transcendencia metahumana, a una verdad transcendente (cf. FT 273); así como sabe y declara que, en cuanto creyentes en Cristo: «Para nosotros, ese manantial de dignidad humana y de fraternidad está en el Evangelio de Jesucristo. De él surge “para el pensamiento cristiano y para la acción de la Iglesia el primado que se da a la relación, al encuentro con el misterio sagrado del otro, a la comunión universal con la humanidad entera como vocación de todos”» (FT 277).

Esta declaración, sin embargo, no tiene un desarrollo teológico explícito en la encíclica y tampoco ninguna referencia clara que permita evidenciar y mostrar cómo la fraternidad universal no es ni extrínseca ni accesoria a la fe cristiana.

Por tanto, puede ser útil tematizar la raíz teológica del discurso desarrollado por Francisco. Para hacerlo, es prácticamente obligado recordar la contribución que el desarrollo teológico del siglo XX ha aportado a la reflexión sobre el ser humano y sobre su estar estructuralmente conectado y referido a Cristo.

Respecto a una visión antropológica que, por diversos motivos, se había desarrollado sobre la base de la idea de que existiese un hombre que encontraba una felicidad natural a la cual añadía después un fin sobrenatural -pero, a ese punto, del todo extrínseco-, el jesuita Henri de Lubac (1896-1991) aclaró cómo semejante dualismo antropológico no es para nada tradicional3. Protagonista, junto a otros, de una vuelta a las fuentes, él ha mostrado, de hecho, como en la Escritura, en la patrística y en el pensamiento teológico anterior al siglo XVI, se ha pensado siempre que el hombre tal como ha sido creado por Dios tiene un único fin: el sobrenatural. Es decir, no existen dos finalidades, una natural y otra sobrenatural, sino una única finalidad sobrenatural. El hombre, así como ha sido creado por Dios, es un hombre marcado por el deseo de ver a Dios y de la comunión con El. Desea a Dios con todo su ser; no completa la realización de sí mismo hasta que no llega a la unión con Dios. El hombre necesita a Dios para ser hombre, en otras palabras. No se trata, evidentemente, de una necesidad que implique una exigencia, lo cual haría de la intervención de Dios y de Dios mismo una realidad debida y, de consecuencia, no gratuita y no libre: casi como si el hombre pudiera reclamar algún derecho frente a Dios. Se trata, más bien, de la exigencia del amor, que solo es verdaderamente tal si es libre, no debido, no comprable de ningún modo, aun cuando sea necesario4.

Esto implica que el hombre es un ser paradójico. Está amasado por un deseo -el de la vida divina- que lo constituye y lo determina en cuanto hombre, en el sentido de que él no realiza su ser sino realizando ese deseo; pero la realización de tal deseo excede sus posibilidades meramente humanas. El ser humano desea con todo su ser la vida divina, la comunión con Dios, para ser él mismo; pero no es capaz de realizar por sí solo este deseo. Tiene necesidad de Otro para ser hombre. Se realiza solamente con el auxilio de lo que transciende sus solas fuerzas humanas. Él vive de un deseo que solo Dios —que es quien lo ha puesto en él— puede realizar. El hombre es pues un ser de deseo y de espera; y esto explica la inquietud constitutiva que lo caracteriza. No existe entonces más que un fin para el hombre, y es el sobrenatural. Dios no es por tanto una superestructura de lo humano; y la libertad y la dignidad humanas crecen de manera directamente proporcional a la relación del hombre con Dios. Pero -y aquí está todo el alcance de su paradoja— el hombre no puede pensar en alcanzar esa dignidad y esa libertad en sí mismo y por sí mismo.

Esta visión, que podría incluso parecer muy formal, hunde sus raíces -como hemos mencionado- en la Escritura, en la patrística y en la teología medieval. De hecho, si bien se mira, no es sino la proposición en términos más sistemáticos de una lectura atenta del tema bíblico del hombre como imagen de Dios (cf. Gen 1, 26), después ampliamente comentado por los Santos Padres. Esto es, el hombre realmente existente no tiene más que un único fin sobrenatural justamente porque él es, desde la misma mañana de la creación, imagen de Dios; mejor todavía -como dirán muchos Padres, articulando la expresión del Génesis del hombre creado a imagen y semejanza de Dios—, el hombre es desde la creación imagen de Dios llamado a crecer en la semejanza con él. En la persona humana está inscrita la llamada a llegar a ser semejante con Dios; pero esto solo puede realizarse por gracia. ¡He aquí la paradoja del hombre!

La teología del siglo XX, en diversos de sus exponentes, ha llevado incluso a lo concreto este discurso de la única finalidad sobrenatural del ser humano. Mediante esta aportación, se ha clarificado que afirmar que el hombre no tiene más un único fin sobrenatural significa decir que él está desde siempre orientado a Cristo. No existe otro fin para el hombre que no sea Cristo. El nombre, toda persona humana, tiende a él.

El retorno a los himnos de Efesios y Colosenses -en los cuales se afirma que hemos sido elegidos en El y que en El hemos sido creados (cf. Ef 1, 3-14; Col 1, 15 20)- y a la teología de algunos Padres y autores asiáticos y africanos, como Ireneo (t202) y Tertuliano (th.220), ha permitido explicitar que estamos orientados a Cristo porque desde el inicio hemos sido creados en él. Por tanto, no es todavía suficiente afirmar que hemos sido creados a imagen de Dios, como se evidencia del Génesis: releyendo esto a la luz del cumplimiento de esta revelación en Cristo, debemos reconocer que hemos sido creados a imagen de Cristo, o sea a imagen del Hijo de Dios que debía llegar a hacerse hombre, del Unigénito del Padre que debía asumir la carne. Mirando al Hijo de Dios que se habría hecho hombre, fue creado el hombre en la mañana de la creación. Lo dice muy bien Tertuliano, en un pasaje significativo citado en nota por Gaudium et spes 22: «Cualquiera que fuese la forma que se expresaba en el barro, se pensaba en Cristo, que se haría hombre»5.

El hombre ha sido creado porque Dios ha pensado y decidido hacerse hombre. En esta perspectiva, Karl Rahner sj (1904-1984) llega a decir que el hombre es lo que surge cuando Dios decide salir en el vacío del no-Dios6. Si bien es verdad que cronológicamente la encarnación del Hijo acontece después de la creación del hombre y después de su pecado, es también verdad que lógicamente (teo-lógicamente) la creación del hombre tuvo lugar solo porque debía realizarse la encarnación del Hijo.

Esta adquisición teológica -aquí solo apenas mencionada, pero ya incorporada por la mejor y más perspicaz reflexión teológica— reviste un gran peso en la clarificación del discurso de Francisco en Fratelli tutti. Así, todo lo que hemos referido significa, principalmente, que la única vocación del hombre se especifica como vocación filial. En otras palabras, si es cierto que el hombre ha sido creado a imagen del Hijo unigénito de Dios que debía encarnarse, entonces esta imagen del Hijo que ha asumido la carne se encuentra impresa en toda persona humana, y, por lo tanto, para el hombre, llegar a ser él mismo significará asumir siempre con más perfección la forma del Hijo. Además, el hecho de que hemos sido pensados en vista no solo del Logos sin carne, sino del Logos/Hijo encarnado significa que esta vocación filial comprende todo nuestro ser, carne y cuerpo incluidos.

Existe también un segundo significado íntimamente conectado al precedente y que quizá no siempre evidencian lo suficiente los estudios de antropología teológica, aunque es decisivo en este contexto. Si es cierto que hemos sido creados a imagen del Hijo unigénito que debía encarnarse, entonces esto quiere decir que hemos sido creados y pensados llevando en nosotros la imagen del Hijo unigénito que ha decidido llegar a ser, citando la Carta a los Romanos, el «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29). Aquel que, en el corazón de Dios, es el Hijo unigénito del Padre se manifiesta y se revela, asumiendo la carne, como el primogénito de muchos hermanos. Este es un aspecto de su salir-de-sí-mismo. Pero, entonces, si el hombre lleva en sí la imagen del Hijo de Dios que se ha hecho carne, esto significa que lleva en sí precisamente la imagen del Hijo que se ha hecho su hermano. En consecuencia, ser cada vez más conforme a Cristo significa, para la persona humana, ser cada vez más hijo en el Hijo y, al mismo tiempo, cada vez su hermano, siempre más conforme a quien se ha hecho hermano del hombre. Dicho en otros términos, no existe más que una vocación del ser humano, de cada persona humana: la de ser cada vez más conformes a Cristo, es decir, hijos en el Hijo y hermanos entre nosotros. Esto lo dice de manera inequívoca el ya citado Rahner cuando define al hombre como «el posible hermano de Cristo»7. La afirmación de que hemos sido creados en Cristo implica que, en él y por medio de él, somos hijos de Dios y hermanos entre nosotros; y conlleva que ser siempre más hijos de Dios y siempre más hermanos entre nosotros es la vocación impresa en nuestra humanidad.

El tiempo que se nos ha dado ha de servir para esto: para permitirnos crecer en la cristificación y, esto es, en llegar a ser cada vez más hijos y hermanos. Como se puede fácilmente entender, esto no es una realidad que concierna solo a algunas categorías de personas o que concierna solo a los cristianos. La fe en Cristo la visión del ser humano en el horizonte de Cristo nos hace entender que aquí estamos tocando la realidad y la vocación de cada persona humana y todas las personas humanas.

Francisco no explícita, en su encíclica, este fundamento ni lo menciona de forma directa. No obstante, es sin duda esta realidad cristológico-teológica la que hace posible todo eso a lo que él alude, y la que muestra que la confianza y esperanza que proviene de sabernos todos hermanas y hermanos es una dimensión que compromete profundamente a los auténticos creyentes en Cristo.

FRATERNIDAD CRISTIANA Y FRATERNIDAD UNIVERSAL: ¿QUÉ CORRELACIÓN TIENEN?

La puesta a punto de esa visión antropológica permite además comprender bien por qué la experiencia de la salvación, si bien de modo incipiente y al modo del ya pero todavía no, se da en forma eclesial. La Iglesia como porción de la humanidad en la que es posible hacer la experiencia de ser hijos en el Hijo y hermanos entre nosotros, es la realidad en la que se experimenta ya desde ahora en qué consiste la salvación. La existencia de la Iglesia tiene entonces sentido si se piensa que la salvación significa para las personas humanas la plena filiación divina y la plena fraternidad entre ellas. No es por tanto una casualidad que la experiencia incipiente de salvación aparezca, por así decir, en forma eclesial, ni que precisamente la fraternidad marque y distinga en modo profundo a la misma realidad eclesial8.

Tanto el Nuevo Testamento como también muchísimos textos de la tradición cristiana recurren justo a esta categoría para expresar la novedad de la Iglesia, como hecho comunitario que tiene su factor más profundo de socialización en la salvación obrada por Cristo. Puede ser útil, en este contexto, recordar el pasaje de la Primera Carta de san Pedro 5, 9. El apóstol dice a sus destinatarios: «los mismos padecimientos [vuestros] se van cumpliendo en vuestros hermanos [en la fraternidad (adelphótes) extendida] en todo el mundo». Como comenta Romano Pena sobre este texto, con el término de fraternidad no se designa «el valor abstracto de hermandad como ideal a buscar, sino el valor concreto de fraternidad como efectivo grupo cohesionado en base a la que es “la concordia de los hermanos”», que viene designada con otros términos análogos también cuyo campo semántico es en todo caso el de «una realidad familiar, originada incluso por un nuevo nacimiento (cf. 1Pe 1, 3 y 23)»9.

Justamente esta última observación acerca del renacer nos fuerza a referirnos a los textos paulinos sobre el particular, para captar, por un lado, cómo la fraternidad de los creyentes en Cristo representa, por así decir, el fruto mismo de toda la economía salvífica que tiene su cumbre en Cristo y en el don de su Espíritu, y Para evidenciar, por otro lado, la absoluta novedad y singularidad de esa fraternidad. Es sabido, en efecto, cómo en el epistolario paulino se recurre a la idea del cuerpo de Cristo para designar la realidad representada por la comunidad de los creyentes en Cristo y para expresar el vínculo familiar que se instaura entre los cristianos. En la perspectiva específica ofrecida por las cartas deuteropaulinas, resulta claro cómo esto constituye el fruto mismo de la economía salvífica que culmina en la pascua de Cristo. Reviste una importancia particular, a este respecto, lo que expresan los capítulos 2 y 3 de la Carta a los Efesios, en los que el Apóstol declara que el misterio desvelado en Cristo es que ya ha sido hecha la paz y han sido reconciliados en él, por obra de la entrega de su cuerpo, los judíos y los gentiles, expresión simbólica de la humanidad en su diversidad y en su división.

Esto además conduce a reconocer, al mismo tiempo, la cualidad singular que comporta en sí la fraternidad cristiana. El nexo que liga a los creyentes no es de simple solidaridad o ayuda recíproca, ni fruto de una decisión humana o de una afinidad o filantropía cualquiera que sea. Por el contrario, es un vínculo, en un cierto sentido, de inhabitación, en el Espíritu, del uno en el otro. Los textos de la Primera Carta a los Corintios 12,4-31 y de la Carta a los Romanos 12,3-13 muestran como la novedad de la Iglesia reside justo en el hecho de que los cristianos participan de la realidad escatológica de Cristo resucitado, en el Espíritu, hasta el punto de pasar a integrarse en él. Esto sucede no de una manera que anule la individualidad de cada uno en una suerte de fusión despersonalizante con Cristo, sino de tal forma que, al contrario, cada uno encuentra así su más profunda identidad. Tanto que el ser ya cuerpo de Cristo implica para los cristianos la conciencia de que el carisma espiritual recibido por cada uno debe convertirse en don al servicio del cuerpo. Cada quien es, en efecto, miembro de este mismo cuerpo de Cristo: recibe de los demás para ser él mismo y está llamado a donarse a los demás; y en una relación de intimidad tan profunda que el ser en Cristo entraña el ser también «miembros los unos de los otros» (Rm 12, 5). Como advirtió lúcidamente el entonces teólogo Joseph Ratzinger, la perspectiva misma de paternidad divina, y en consecuencia de fraternidad revelada y donada en Cristo, demanda ya un nexo no extrínseco o debido a una elección, sino fruto de una unión «según el ser»10. Por lo tanto, la recíproca fraternidad de los cristianos «se cimienta en nuestra incorporación a Cristo»11. No es casualidad que las realidades sacramentales, mientras producen la actualización del don de Cristo en su cuerpo, realizan e incrementan la unión y la acogida recíproca en el único cuerpo de Cristo. Los estudios en el siglo XX sobre la dimensión social y comunional de los sacramentos y, en particular de la Eucaristía, son de hecho el más claro testimonio de ello: la actualización del don del cuerpo de Cristo tiene como finalidad que nosotros, en el Espíritu, seamos acogidos en él, convirtiéndonos así en miembros y huéspedes unos de otros.

Resta preguntarnos, para concluir, en qué términos debe entenderse el nexo entre esta fraternidad eclesial y la fraternidad universal, a la cual se refiere Fratelli tutti. De modo muy sucinto, se podría expresar así: 1) el vínculo fraterno de los cristianos los liga simultáneamente a todos los demás hombres; 2) en la fe de la se reconoce al Padre de Jesús, que es la fuente de la fraternidad humana y 3) la Iglesia está al servicio de la fraternidad de todos los hombres.

  1. El don divino que origina y constituye a la Iglesia no hace de los cristianos unas personas separadas, una suerte de casta. Los hace ser, más bien, la anticipación sacramental de eso que debe realizarse en toda la humanidad. En otras labras, cuanto hace a los cristianos una comunidad aparte del resto de la humanidad es, al mismo tiempo, aquello que los liga a todos los demás; es lo que manifiesta cuál es la vocación de todos y no solo de los cristianos.
  2. En la fraternidad cristiana, se reconoce luego en la fe cuál es la fuente de la fraternidad humana, sin la cual esta última no podría darse: se trata del Padre je Jesucristo, quien, en él y por medio de él, nos ha revelado que quiere hacernos sus hijos. Adviértase que este reconocimiento en la fe no es poca cosa, sino que es todo lo contrario de indiferente en orden a la vocación fraterna de todos los hombres. Es él lo que nos permite continuar captando el alcance, por así decir, ontológico y no solo ético de la fraternidad de las personas humanas. Y es lo que nos posibilita contar con el criterio de discernimiento para reconocer eso que, en todas las latitudes humanas, se manifiesta como una real realización de fraternidad. Los cristianos pueden, por esto, habitar en todo espacio humano reconociendo y apreciando lo que ya realiza la auténtica fraternidad y bendiciendo al Padre, que es su única fuente. Pueden asimismo tejer relaciones de fraternidad con todos aquellos que, también sin pertenecer a la Iglesia, la viven auténticamente.
  3. Por último, la fraternidad cristiana se reconoce siempre como una realidad en salida, al servicio de la realización de la fraternidad de los hombres. En este sentido, puede ser útil mencionar como conclusión un precioso texto conciliar. En el último párrafo de Gaudium et spes 3 -un número en el que los padres conciliares han expresado el papel que la Iglesia debe jugar respecto del resto de la humanidad-, leemos de hecho así: «Al proclamar el Concilio la altísima vocación del hombre y la divina semilla que en este se oculta, ofrece al género humano la sincera colaboración de la Iglesia para lograr la fraternidad universal que responda a esa vocación»12.

En el fondo, se puede leer e interpretar toda la Fratelli tutti como expresión de esta cooperación. En cuanto representante de la Iglesia, el papa ha ofrecido con esta encíclica una ayuda y un estímulo para que se realice, en todos los hombres, la que es su más auténtica vocación.

Notas

1.- San Agustín de Hipona, Epístola ad Marcellium 133, 1,2: PL 33, 509.

2.- Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 27, art. 2, resp.

3.- Cf. Henry de Lubac, Surnaturel, Études historiques, Aubier, París 1946; Idem, Agostinismo e teologia moderna, Jaca Book, Milán 1978; Idem, Il misterio del soprannaturale, Jaca Book, Milán 1978.

4.- Cf. Idem, Spirito e libertà, Jaca Book, Milán 1980, pp. 255-257.

5.- Tertuliano, De carnis resurrectione 6 (PL 2, 282/848): “Quodcumque enim limus exprimebatur, Christus cogitabatur homo futurus”. Cf. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes 22, p. 1293, n. 28, nr. 1385.

6.- Cf. KarlRahner, Corso fondamentale sulla fede, San Paolo, Cinisello Balsamo 1990 (9ª ed.), p. 293.

7.- Cf. Idem, “Considerazioni fondamentali per l’antropologia e la protologia nell’ambito della teología”, en J. Feiner y M. Löhrer (coordinadores), Mysterium salutis IV, Queriniana, Brescia 1970, (pp. 11-30), p. 25.

8.- Para una relectura de la eclesiología precisamente según esta específica perspectiva, véase R. Repole, Chiesa pienezza dell’uomo. Oltre la postmodernità: G. Marcel e H. de Lubac, Glosa, Milán 2002, pp. 275-301.

9.- Romano Pena, Le prime comunità cristiane. Persone, tempi, luoghi, forme, credenze, Carocci, Roma 2011, [traducción de la cita al español del mismo traductor del presente ensayo].

  1. Cf. Joseph Ratzinger, La fraternidad de los cristianos, Sígueme, Salamanca 2021 (4a ed.), p. 55 [El original alemán de esta obra se publicó en 1960].
  2. Ibidem, p. 73. Sobre estos aspectos, cf. también Michel Dujarier, Église-Fraternité. L’ecclésiologie du Christ-Frère aux huit premiers siècles, I. L’Église s’appelle Fraternité, Cerf, París 2013; II L’Église est Fraternité en Christ, Cerf, París 2016.