La fundamental «orientación para la acción», sobre la que insiste mucho el papa Francisco, desde el inicio del pontificado, pero especialmente durante el año jubilar 2015-2016, es la relación entre justicia y misericordia.

En la bula de convocatoria del jubileo extraordinario de la misericordia, Misericordiae vultus [MV], el papa parte de una premisa: «La Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente y el corazón de toda persona»[1]. En su libro El nombre de Dios es misericordia, ante la grave crisis del mundo actual, añade: «Dije entonces, y estoy cada vez más convencido de ello, que esto es un kairós, que nuestra época es un kairós de misericordia, un tiempo oportuno»[2][3]. En efecto, la nuestra «es una humanidad herida, una humanidad que arrastra heridas profundas. No sabe cómo curarlas o cree que no es posible curarlas. Y no se trata tan solo de las enfermedades sociales y de las personas heridas por la pobreza, por la exclusión social, por las muchas esclavitudes del tercer milenio. También el relativismo hiere mucho a las personas: todo parece igual, todo parece lo mismo. Esta humanidad necesita misericordia»[4].

Así pues, por una parte, la Iglesia está llamada a anunciar y dar testimonio de la misericordia a un mundo que la necesita; pero, por otra parte, el mundo prefiere actualmente hablar de la justicia de los derechos humanos, de la justa distribución de los bienes, de la legalidad a nivel local e internacional, y considera el discurso de la misericordia como diferente al de la justicia, y, en todo caso, menos importante. Sin justicia -se afirma- no hay paz, no hay verdadero desarrollo, no hay futuro para el mundo globalizado. Este es también objetivo de los grandes documentos de la ONU relativos a los derechos humanos y a la justicia en las relaciones internacionales.

En otras palabras, existe una tendencia a separar el discurso sobre la misericordia del de la justicia, hasta el punto de que incluso se consideran opuestos entre sí. De hecho, la justicia exige que cada persona reciba lo que le corresponde, mientras que la misericordia exige que el otro también reciba lo que no le corresponde. La «lógica de la ley» -se insiste-es diferente de la «lógica del don» y la gratuidad. La justicia pide la reparación del daño hecho o la ley infringida, la misericordia en cambio pide el perdón por el daño recibido y por la injusticia sufrida. La justicia es fría y castiga el mal solo después de haber sido cometido, la misericordia, en cambio, es amor que no solo perdona el mal cometido, sino que impulsa -en la medida de lo posible- a prevenirlo y evitarlo.

No obstante, en realidad, misericordia y justicia son las dos caras de la misma moneda; una no puede prescindir de la otra. Se integran y se complementa entre sí. La justicia por sí sola no basta para construir la ciudad del hombre; necesita también la misericordia. A su vez, la misericordia necesita fundamentarse en la justicia, que es el primer peldaño del amor.

Veamos, por tanto, de qué manera, según la DSI, la justicia y la misericordia están destinadas a encontrarse y fundirse 1) a la luz del Evangelio; 2) en la vida social; y 3) en el compromiso político. 1

La justicia y la misericordia en el Evangelio

El rostro de Dios que es revelado en las primeras páginas del Antiguo Testamento es el rostro de un juez justo. A veces es también el rostro de un padre, pero siempre muy severo, dispuesto a castigar a su hijo (el pueblo elegido) en caso de infidelidad[5].

La revelación de Dios como Padre amoroso y misericordioso se produce solo progresivamente y se desarrolla de acuerdo con el crecimiento cultural del pueblo elegido. En la época de la primera revelación divina, las relaciones humanas, entre familiares, entre soberano y súbditos, y el mismo matrimonio, se fundaban no en el amor entendido como vínculo afectivo y sentimental, sino en la cultura de la legalidad, es decir, en la ley, el derecho, el pacto.

Se explica así, por tanto, por qué la categoría principal con la que Israel describe su relación con Dios es la de la alianza, es decir, de un pacto que contempla bendiciones para quien lo cumpla y maldiciones para quien lo viola. Surge así la primera imagen de Dios como garante de la Alianza, que actúa según la justicia: premia al pueblo cuando es fiel y lo castiga cuando transgrede el pacto. Por eso, la religión del pueblo, en el Antiguo Testamento, consiste sobre todo en la rígida observancia de la ley y es concebida como mera cuestión de justicia con respecto a Dios.

La revelación de Dios como amor, es decir, como Padre misericordioso, emerge más tarde y de manera progresiva. La primera vez que se habla de Dios que ama se encuentra en el libro del Deuteronomio: «Si el Señor se prendó de vosotros y os eligió no fue por ser vosotros el pueblo más numeroso de todos -porque sois el más insignificante-, sino porque os ama» (Dt 7,7s).

La manifestación del amor gratuito de Dios -la misericordia- se hace más clara mediante el testimonio de los profetas. Oseas recurre a la imagen del amor conyugal para describir el amor apasionado de Dios por Israel. Isaías y Jeremías hablan de un amor misericordioso, que no es solo hesed(fuerte, fiel), sino también rahamim(materno, visceral): «¿Se olvida una madre de su criatura, deja de amar al hijo de sus entrañas? Pues aunque una madre se olvidara, yo jamás me olvidaré. Aquí estás, tatuada en mis palmas» (Is 49,15s).

Sin embargo, la revelación de Dios como amor gratuito y misericordioso llega a su plenitud en Cristo. Jesús nos ha revelado al Padre. Con Jesús no desaparece la dimensión jurídica de la alianza con Dios, pero la ley es sublimada y encuentra su cumplimiento en el amor. Por tanto, las imágenes de Dios «misericordioso», que no faltan sin embargo en el Antiguo Testamento, adquieren con Jesús el predominio sobre la de un Dios punitivo, vinculado a la primacía de la ley. La nueva alianza no abóle la antigua, sino que la perfecciona, poniendo su fundamento no ya en el temor a los castigos de Dios juez, sino en el amor de un Dios que es Padre, que da a sus hijos el Espíritu Santo, que es Amor, y el «mandamiento nuevo» del amor.

«A Dios nadie lo vio jamás; el Hijo único, que es Dios y vive en íntima unión con el Padre, nos lo ha dado a conocer» (Jn 1,18). «En la “plenitud del tiempo” (Gal 4,4), cuando todo estaba dispuesto según su plan de salvación, -escribe el papa Francisco-, El envió a su Hijo nacido de la Virgen María para revelamos de manera definitiva su amor. Quien lo ve a Él ve al Padre (cf. Jn 14,9). Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda su persona revela la misericordia de Dios. […] Misericordia: es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre no obstante el límite de nuestro pecado»[6].

«La misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. Vale decir que se trata realmente de un amor “visceral”»[7].

Este es el verdadero rostro de Dios revelado visiblemente en Jesús de Nazaret: es el rostro de un Padre misericordioso, que sabe dar solo cosas buenas a los hijos que se lo piden (Mt 7,9-11); que ama al ser humano mucho más que a las aves del cielo, a las que nunca les priva de alimento, y a las flores del campo, a las que viste con esplendor pese a que duren un día (Mt 6,26ss); que hace salir el sol sobre malos y buenos y da la lluvia a justos e injustos (Mt 5,45). Su providencia no llega nunca anticipadamente ni con retraso, sino en el momento justo. Es un Padre que ama gratuitamente con entrañas paternas y maternas (esplanchnísthé) a todos sus hijos por igual, incluso a los rebeldes.

Tal es, por tanto, la «buena noticia», el Evangelio: «Dios es amor» (1 Jn 4,8.16) misericordioso, que perdona todo y siempre, como afirma el evangelista Juan. Para esto se hizo carne el Verbo; no para decimos lo que ya sabíamos, es decir, que los buenos serán premiados y los malvados castigados.

La buena noticia, por consiguiente, es que Dios no razona como nosotros. Para Dios, la justicia y la misericordia no son dos aspectos contrarios entre sí, sino dos dimensiones de una única realidad que se desarrolla progresivamente hasta llegar a su cima en la plenitud del amor gratuito.

El papa Francisco, en la bula citada, resume cuanto hemos dicho sobre la gradual idad de la revelación de Dios, en la que se encuentran la justicia y el amor con las siguientes palabras:

«En la Biblia, muchas veces se hace referencia a la justicia divina y a Dios como juez. Generalmente es entendida como la observación integral de la ley y como el comportamiento de todo buen israelita conforme a los mandamientos dados por Dios. Esta visión, sin embargo, ha conducido no pocas veces a caer en el legalismo, falsificando su sentido originario y oscureciendo el profundo valor que la justicia tiene. Para superar la perspectiva legalista, sería necesario recordar que en la Sagrada Escritura la justicia es concebida esencialmente como un abandonarse confiado en la voluntad de Dios»[8].

«También el apóstol Pablo hizo un recorrido parecido. Antes de encontrar a Jesús en el camino a Damasco, su vida estaba dedicada a perseguir de manera irreprensible la justicia de la ley (cf. Flp 3,6)». Después de la conversión, «su comprensión de la justicia ha cambiado ahora radicalmente. Pablo pone en primer lugar la fe y no más la ley. No es la observancia de la ley lo que salva, sino la fe en Jesucristo, que con su muerte y resurrección trae la salvación junto con la misericordia que justifica. La justicia de Dios se convierte ahora en liberación para cuantos están oprimidos por la esclavitud del pecado y sus consecuencias. La justicia de Dios es su perdón (cf. Sal 51,11-16)»[9].

En conclusión, según la revelación cristiana, la misericordia no se opone a la justicia, sino que expresa el comportamiento de Dios con el pecador, al que le ofrece una posibilidad ulterior de arrepentirse, convertirse y creer:

«Si Dios se detuviera en la justicia dejaría de ser Dios, sería como todos los hombres que invocan respeto por la ley. La justicia por sí misma no basta, y la experiencia enseña que apelando solamente a ella se corre el riesgo de destruirla. Por esto Dios va más allá de la justicia con la misericordia y el perdón. Esto no significa restarle valor a la justicia o hacerla superflua, al contrario. Quien se equivoca deberá expiar la pena. Solo que este no es el fin, sino el inicio de la conversión, porque se experimenta la ternura del perdón. Dios no rechaza la justicia. El la engloba y la supera en un evento superior donde se experimenta el amor que está a la base de una verdadera justicia»[10].

En la vida social

Se puede decir que con el Concilio Vaticano II y la grave crisis mundial se ha abierto una nueva etapa para la humanidad que se está globalizando: la etapa del encuentro entre la justicia y la misericordia, de la nueva «civilización del amor». Se trata de dar un salto cualitativo de la «justicia retributiva» (pensar que la expiación puede obtenerse infligiendo un castigo al delincuente) a la «justicia restaurativa», convencidos en cambio de que la expiación se obtiene no infligiendo un sufrimiento restitutivo al delincuente, sino ofreciéndole la oportunidad de reconciliarse, mediante la libre iniciativa de los que han sufrido el mal. El infractor puede rechazar la oferta y puede aceptarla convirtiéndose él mismo, después de haber reparado lo más posible el mal cometido. De hecho, solo el bien y el amor purifican, no el mal o el castigo infligido. En el crimen, y en particular en el elemento del crimen que es la culpa, está ya inserto el castigo: el sentido de derrota, de fracaso, de humillación (cardenal Martini).

Ciertamente, la observancia de la ley es necesaria, pero hay que superar una visión meramente legalista. La misericordia no es una especie de «buenismo» alternativo a la justicia. Expresa, en cambio, la necesidad del encuentro entre el culpable y la víctima rebasando el legalismo, y ofrece la ocasión al primero de admitir y superar el mal cometido y a la víctima superar el mal recibido, perdonando. La «justicia restaurativa» libera del mal tanto a quien lo ha cometido como a quien lo ha sufrido. Quien se equivoque tendrá que cumplir la sentencia, pero sabiendo que la sentencia no es el final, sino el principio de un nuevo camino de liberación.

No es una utopía. Basta con recordar la experiencia de Sudáfrica; el compromiso de Nelson Mandela y Desmond Tutu en la Comisión de la Verdad y la Reconciliación. O la acción del cardenal Martini (y Adolfo Bachelet), que, tras años de plomo, iniciaron un camino de reconciliación a través del encuentro entre las familias de las víctimas y las Brigadas Rojas. Un camino que continúa y parece prometedor.

Hacia la «civilización del amor»

Esta es también la meta indicada por la DSI a los cristianos comprometidos en la política.

Pablo VI fue el primero en insistir en la necesidad de comprometerse por una nueva «civilización del amor» en la que la justicia fuera integrada y sublimada por la misericordia. En efecto -escribe el papa Montini-, «si más allá de las reglas jurídicas falta un sentido más profundo de respeto y de servicio al prójimo, incluso la igualdad ante la ley podrá servir de coartada a discriminaciones flagrantes, a explotaciones constantes, a un engaño efectivo»[11][12]. Esto -continuaba Pablo VI- es confirmado por las contradicciones a menudo dramáticas del mundo moderno: «Las relaciones de fuerza no han logrado jamás establecer efectivamente la justicia de una manera durable y verdadera […]. El uso de la fuerza suscita, por lo demás, la puesta en acción de fuerzas contrarias, y de ahí el clima de lucha, que da lugar a situaciones extremas de violencia y abuso»”. Por lo tanto, se debe dar prioridad al compromiso de la Iglesia y de los cristianos con una nueva civilización basada en el encuentro entre el amor y la justicia en las relaciones sociales.

Juan Pablo II desarrolla esta enseñanza de Pablo VI: «Una pregunta interpela profundamente nuestra responsabilidad: ¿qué civilización se impondrá en el futuro del planeta? En efecto de nosotros depende que triunfe la civilización del amor, como solía llamarla Pablo VI, o la civilización, que mejor debería llamarse incivilización, del individualismo, el utilitarismo, los intereses opuestos, los nacionalismos exasperados y los egoísmos elevados al rango de sistema»; y concluye: «La Iglesia siente la necesidad de invitar a cuantos se interesan de verdad por el destino del hombre y de la civilización a unir sus recursos y su esfuerzo, para construir la civilización del amor»[13].

El papa Wojtyla ya había afrontado el tema en la encíclica Dives in misercordia: «La experiencia del pasado y de nuestros tiempos demuestra que la justicia por sí sola no es suficiente y que, más aún, puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma, si no se le permite a esa forma más profunda que es el amorplasmar la vida humana en sus diversas dimensiones»[14]. Un amor, insiste el papa, generoso, a ejemplo del amor misericordioso de Dios.

Por su parte. Benedicto XVI insiste en que, para llevar a Cristo a los hombres y mujeres del siglo XXI, la Iglesia debe comprometerse para que el amor del hombre y el amor de Dios, filantropía y caridad, érdsy agápé,razón y fe, justicia y perdón, se encuentren y se integren en la civilización del amor.

En nuestros días, la crisis se ha vuelto aún peor. El propio sistema democrático parece estar en crisis. El abismo entre la sociedad civil y las instituciones democráticas se ha ampliado enormemente. La «antipolítica» se está extendiendo y la clase política, en gran parte corrupta, es denominada ahora «casta».

La llamada «República de los partidos» ha terminado, no solo porque fue decapitada por Tangentópolis, sino también porque, debido al profundo cambio cultural que siguió al fin de las ideologías, la antigua forma ideológica de los partidos ya no permite una participación real de los ciudadanos en la elaboración de la política nacional (como prevé el art. 49 de la Constitución italiana). ¡No es suficiente con votar una vez cada cinco años! La vida democrática ha sido reducida a ingeniería administrativa y a la búsqueda del poder como fin en sí mismo; los viejos partidos han terminado por ignorar la necesidad de las relaciones humanas, interpersonales y sociales que ha madurado en los ciudadanos. Hoy en día la sociedad civil ha crecido; ya no acepta que el bien de los ciudadanos menos favorecidos o marginados dependa de la benevolencia del Estado que interviene para redistribuir la riqueza producida (Estado del bienestar); exige que los ciudadanos participen responsablemente en la vida política y se incluyan activamente en los procesos de producción y redistribución de la riqueza.

La crisis en la que se ha sumido Europa es emblemática. ¿Qué se puede hacer para pasar a la «democracia deliberativa» o a la democracia participativa? Hay que impedir que la política permanezca en manos de los representantes elegidos por el pueblo pero dominados por los poderes fuertes o los grupos de interés, sin referencia a la voluntad del electorado y al bien común:

«Es esencial que la comunidad civil se reapropie de esa función política, que con demasiada frecuencia ha delegado exclusivamente en los “profesionales” de este compromiso en la sociedad. No se trata de superar la institución del “partido”, que sigue siendo esencial en la organización del Estado democrático, sino de reconocer que se hace política no solo en los partidos, sino también fuera de ellos, contribuyendo a un desarrollo global de la democracia al asumir la responsabilidad del control y el estímulo, proponiendo y aplicando una participación real y no solo de palabra»[15].

Necesitamos, por consiguiente, una «civilización del amor» o de la solidaridad. No obstante, debemos estar atentos para que la renovación de la democracia no se reduzca, a su vez, solo a un aspecto pragmático y funcional, es decir, a la necesidad de elaborar nuevas técnicas de diálogo y de «inclusión» de los ciudadanos en las decisiones, pero pasando por alto la parte fundacional o de los valores sobre los que la nueva forma de democracia debe apoyarse para ser sólida. Una democracia más madura necesita una nueva cultura de la participación y de la solidaridad.

Se trata de superar la visión antropológica neoliberal, utilitarista e individualista, que está en el origen del relativismo ético y ha puesto en crisis la «democracia representativa»[16].

Pues bien, en este contexto, la función social de la misericordia (denominada, más comúnmente, «solidaridad») es determinante. El papa Francisco resume su enseñanza al respecto en un libro suyo:

«La misericordia es un elemento importante, mejor dicho, indispensable, en las relaciones entre los hombres para que haya hermandad. La sola medida de la justicia no basta. Con la misericordia y el perdón, Dios va más allá de la justicia, la engloba y la supera en un evento superior en el que se experimenta el amor, que está en la base de una verdadera justicia. […] La misericordia y el perdón son importantes también en las relaciones sociales y en las relaciones entre los Estados. […] No hay justicia sin perdón y la capacidad de perdón está en la base de todo proyecto de una sociedad futura más justa y solidaria. La falta de perdón, el recurrir a la ley del “ojo por ojo, diente por diente”, corre el riesgo de alimentar una espiral de conflictos sin fin. También en la justicia terrenal, en la normativa judicial, se está abriendo camino una conciencia nueva. […] Pensemos en lo mucho que ha crecido la conciencia mundial del rechazo a la pena de muerte. Pensemos en lo mucho que se está intentando hacer para la reinserción social de los presos, para que quien se ha equivocado, tras haber pagado su deuda con la justicia, pueda encontrar con más facilidad un trabajo y no quedar en los márgenes de la sociedad. […] Con la misericordia, la justicia es más justa, se realiza realmente a sí misma. Esto no significa tener la manga ancha […]. Significa que debemos ayudar a que los que han caído no se queden en el suelo»[17].

La Iglesia no puede ni debe sustituir al Estado, ni los sacerdotes a los magistrados. No obstante, la Iglesia «“no puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia”. Todos los cristianos, también los pastores, están llamados a preocuparse por la construcción de un mundo mejor»[18]. En concreto, esto significa que:

«Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres, de manera que puedan integrarse plenamente en la sociedad; esto supone que seamos dóciles y atentos para escuchar el clamor del pobre y socorrerlo. […] “La Iglesia, guiada por el Evangelio de la misericordia y por el amor al hombre, escucha el clamor por la justiciay quiere responder a él con todas sus fuerzas”»[19].

La opción por los pobres «es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica. Dios les otorga “su primera misericordia”. […] Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicamos a través de ellos»[20]: los sintecho, los drogadictos, los refugiados, los ancianos solos y abandonados, los migrantes, los niños sin padres, las personas con discapacidad, las niñas madres, los enfermos.

La opción preferencial por los pobres nos hará asemejamos al Padre misericordioso y contribuirá como signo y fermento a unir la justicia y el amor en las relaciones entre hombres y mujeres que son hermanos. Se trata de tener el coraje de comenzar a dar muchos pequeños pasos en el sentido de la síntesis entre la justicia y la solidaridad, para que llegue la «civilización del amor».

 

NOTAS

[1]      La justicia y la misericordia en el Evangelio. El rostro de Dios que es revelado en las primeras páginas del Antiguo Testamento es el rostro de un juez justo. A veces es también el rostro de un padre, pero siempre muy severo.

[2]         MV, 12.

[3]          Papa Francisco, El nombre de Dios es misericordia,  2016, 22.

[4]         Ibid,30.

[5]          Remitimos aquí a unas reflexiones significativas de mi libro Gesu sorride. Con papa Francesco, oltre la religione della paura,Piemme, Milano 2014.

[6]          MV, 1-2.

[7]          Ibid., 6.

[8]Ibid,20.

[9]         Ibidem.

[10]        Ibid.,21.

[11]       Pablo VI, Octogésima adveniens,23.

[12]       Ibid.,43.

[13]       Juan Pablo II, Ángelus,13 de febrero de 1994.

[14]       DM, 12.

[15]       Commissione ecclesiale «Giustizia e Pace», Notapastorale Educare alia legalitá(4 de octubre de 1991), n. 17, en EC El5/580.

[16]       Benedicto XVI, en la encíclica Spe salvi(30 de noviembre de 2007), analiza cómo se ha formado esta cultura en Occidente a raíz del progreso científico y técnico, estableciendo una relación ambigua entre libertad y razón (nn. 16-23); y concluye: «Si el progreso técnico no se corresponde con un progreso en la formación ética del hombre, con el crecimiento del hombre interior (cf. Ef 3,16; 2 Cor 4,16), no es un progreso sino una amenaza para el hombre y para el mundo», n. 22.

[17]       Papa Francisco, El nombre de Dios es misericordia, op. cií.,89ss.

[18]       EG, 183.

[19]      Ibid.,187s.

[20]      Ibid.,198.

La dirección con la que puedes entrar en contacto con el Aula de Doctrina Social de la Iglesia es: aula.dsi.madrid@gmail.com