El bien común canaliza el gran proyecto de soñar desde la concreción de lo local a través de instituciones comprometidas con la justicia y la solidaridad, y comunidades acogedoras, misioneras, donde todos pueden encontrarse y crecer como personas vulnerables que viven con la conciencia de ser «una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos» (FT 8)

* Julio L. Martínez. (Jesuita. Catedrático de teología moral de la Universidad Pontificia Comillas de Madrid)

La solidaridad se entiende como pertenencia social a una comunidad y se sustancia en los vínculos, lealtades y conexiones que integran a las personas en sus contextos. La pertenencia a la sociedad es la que proporciona los valores desde donde se puede elegir, juzgar, discernir, así como ser libre, justo, solidario… La solidaridad dona identidad fundada unas veces en motivos religiosos y étnicos, otras en la coalición de intereses o en identidades colectivas.  M. Walzer lo ha expresado con nitidez al decir que el bien primario que distribuimos entre nosotros es la pertenencia a alguna comunidad humana, y lo que hagamos respecto de ella será determinante del resto de las opciones distributivas que realicemos.

Ahora bien, hay un riesgo nada desdeñable: si la pertenencia a la comunidad se convierte en la base de la distribución de bienes, los no miembros quedan excluidos. A ello Francisco responde con el evangelio del Buen Samaritano: «Se entendía que la ayuda debía dirigirse en primer lugar al que pertenece al propio grupo, a la propia raza […]. El judío Jesús transforma completamente este planteamiento: no nos invita a preguntarnos quiénes son los que están cerca de nosotros, sino a volvernos nosotros cercanos» (FT 80). La propuesta es hacerse «presente ante el que necesita ayuda, sin importar si es parte del propio círculo de pertenencia» (FT 81). Aún más, «la inclusión o la exclusión de la persona que sufre al costado del camino define todos los proyectos económicos, sociales, políticos y religiosos» (FT 69). Un signo que «no debe faltar jamás es la opción por los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha» (EG 195). Lo que pasa es que el sentido cristiano de la solidaridad todavía nos lleva a profundidades mayores: descubrir la huella trinitaria en la creación hace que el cosmos sea una trama de relaciones y adentra en «una espiritualidad de la solidaridad global que brota del misterio de la Trinidad» (LS 240). Es la solidaridad no solo interhumana sino con toda la creación desde la antropología relacional.

Quiero traer a colación otra idea sobre la solidaridad en relación con la meritocracia. En sus planteamientos a favor de la recuperación del bien común, Sandel concluye que la convicción meritocrática de que «las personas se merecen la riqueza (cualquiera que sea) con la que el mercado premia sus talentos hace de la solidaridad un proyecto casi imposible. Y es que, en este caso, ¿por qué las personas que triunfan iban a deber nada a los miembros no tan favorecidos de la sociedad? La respuesta a esa pregunta dependerá de si se reconoce que, pese a todos nuestros afanes y esfuerzos, no somos seres hechos a nosotros mismos ni autosuficientes; somos afortunados por hallarnos en una sociedad que premia nuestros talentos particulares, no merecedores de ello» (M J. Sandel, La tiranía del mérito.292.)

No parece que sean precisamente las teorías abstractas las que generan sentido de solidaridad. Para despertarla y cultivarla se precisan lazos de pertenencia y cultivos efectivos del vínculo social. La identidad de las personas no se forma solo con la afirmación de derechos iguales de todos los ciudadanos, sino que requiere de esos elementos específicos de cada individuo y de las comunidades a las que pertenecen y donde aprenden formas de vida buena. De ahí que, frente al individualismo y los mínimos de la justicia institucional, los comunitaristas pidan virtudes en el contexto de comunidades de identidad, donde se viven las tradiciones de sentido y de bien. Pero la teología del pueblo de Francisco lleva más allá la demanda: los cultivos efectivos del vínculo social se dan en comunidades donde se arraigan los valores y las tradiciones de sentido; comunidades abiertas e integradoras, no cerradas y excluyentes, donde los vínculos sociales que se tejen solo son genuinamente humanos si capacitan para saltar fronteras y descubrir en cualquier ser humano un hermano. Así podemos reconocer en el otro una persona que, en su diversidad y vulnerabilidad, aporta a la vida en común de todos; no un ser inferior o descartable, que hay que eliminar, o un extraño que hay que excluir o un enemigo que hay que doblegar (FT 107, 121, 124). Con ese enfoque surge una crítica frontal al individualismo del autointerés propio del liberalismo, pero igualmente al comunitarismo que no alcance un sentido universalista y cosmopolita.

Un enfoque de bien común no sacrifica lo universal a lo particular. Más bien entiende el bien común universal como «una dialéctica por la cual el nexo del bien común gana progresivamente tanto en extensión como en profundidad y humanidad; una dialéctica cuya fuerza es la esperanza escatológica de que el bien común universal puede ser real y posible» ( M. Nebel, «Operacionalizar el bien común…», 30.). Y ese horizonte de esperanza que es el bien común «se burla de las fronteras nacionales y se extiende a toda la humanidad. Por ello, el movimiento que crea esta esperanza no se acaba nunca. Mientras vivamos, el nexo del bien común de nuestra sociedad tendrá siempre que ser juzgado por su tensión hacia el bien común universal». La verdadera globalización debe concebirse como un poliedro que permite una multipolaridad de pueblos, y no como una esfera donde todo es igual y equidistante del centro; un poliedro donde los pueblos conservan su idiosincrasia y particularidad, y se unen en la diversidad, a la búsqueda del bien común. Cuando ha aplicado estas ideas a la realidad multipolar que es Europa, le ha recordado que «globalizar de modo original la multipolaridad comporta el reto de una armonía constructiva y libre de hegemonías que, aunque pragmáticamente parecen facilitar el camino, terminan por destruir la originalidad cultural y religiosa de los pueblos» ( Francisco, Discurso al Consejo de Europa (Estrasburgo, 23-11-2014).

En realidad, el bien común canaliza el gran proyecto de soñar desde la concreción de lo local a través de instituciones comprometidas con la justicia y la solidaridad, y comunidades acogedoras, misioneras, donde todos pueden encontrarse y crecer como personas vulnerables que viven con la conciencia de ser «una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos» (FT 8). Eso es verdadera humanidad y auténtica catolicidad.