LA TECNOCIENCIA. ¿Es un bien para la sociedad?

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Se ha difundido la idea de que la tecnociencia es un bien en sí, de suyo positivo y, por tanto, un bien no pro­blemático. En esta opinión influye con fuerza la ética uti­litarista, que se empeña en mostrar que las ventajas de un incremento de conocimiento y de poder son superiores a los posibles inconvenientes. Así, el utilitarismo constituye un cinturón de defensa a priori en pro de la tecnociencia. Y no solo funciona en el plano de los principios, inmu­nizando este maridaje contra las objeciones críticas, sino también en el nivel concreto del mercado y de los resulta­dos económicos, donde se experimentan fuertes presiones para consentir siempre experimentaciones cada vez más amplias, amparándose en la idea de que si no se experi­menta, no se podrá saber si un factor funciona o no.

En la encíclica Caritas in Veritate se subraya el «gran peligro de confiar el proceso entero del desarrollo a la técnica» (n. 14); más adelante, añade que «en la técnica se expresa y se confirma el señorío del espíritu sobre la materia» (n. 69). Pero, ¿es siempre así? La ciencia se dirige al saber, y la técnica al poder, por lo que ni una ni otra pueden reducirse a simples medios para otros fines. Parece que la técnica exacerba en nosotros al máximo la inclina­ción radical al poder, buscando un saber que se traduzca en poder. Tiene sus dificultades creer que la técnica de­pende de una libertad humana intacta, porque en realidad esta libertad se encuentra comprometida por la búsqueda del poder.

Por otro lado, la técnica no puede concebirse como un poder inmenso impersonal que nos domina sin reme­dio, como un aparato que se valida a sí mismo y que se impone. ¿No es la técnica, ante todo, algo que depende del deseo y de la necesidad, en el sentido de una actividad que nosotros, como seres humanos, buscamos y quere­mos para alcanzar objetivos? Si el sujeto no desease satis­facer sus necesidades, sus deseos, e incrementar su poder y su ser útil, no existiría la técnica. Por tanto, esta puede querer ser un poder sin ética, pero no puede ser un poder sin deseo ni necesidad.

De todos modos, la tendencia innegable de la tecnociencia a concebirse como un poder universal y dominante debería despertar más nuestro cuidado de que no quede amenazada la realidad misma de la sociedad política como comunidad de personas libres e iguales, regulada por el de­recho y la justicia. Y de que no prevalezca en su puesto una nueva forma de absolutismo: el tecnocientífico, la biocracia de Comte, entendida como dominio sobre la vida y, a la vez, dominio de los tecnocientíficos sobre la sociedad. El vínculo entre conocimiento y poder ha ido más allá de lo que preconizó Bacon. La democracia constitucional y re­presentativa está hoy llamada a confrontarse con un poder absolutamente no representativo, como el de la tecnociencia, que no nace de una elección.

El carácter de la sociedad moderna como conjunto de sistemas funcionales relativamente autónomos y «autopoiéticos» no se protege del riesgo de la subordinación de la política y del derecho a la tecnociencia, la cual pasa a legitimarse a sí misma por la novedad y el poder de sus aplicaciones. Se pide que el derecho avale a priori todo lo que ofrece la tecnociencia, con la consiguiente mengua de autonomía propia sistémica respecto de la tecnociencia y el mercado. A este resultado contribuye el nihilismo jurí­dico, que pierde el sentido mismo del derecho, se expone a continuas incursiones extrañas, y cede ante el mercado, el poder y la voluntad dominante en un momento dado, volviéndose heterónomo.

La biopolítica y la bioética, en cuanto son una instan­cia con capacidad de discernir en el problema de la vida en sus variadas dimensiones, pueden servir de contrapeso eficaz al biopower. Al decir «eficaz» aludo al fuerte desequi­librio entre el poder de la tecnociencia y el de la ética, que parece un sonido suave de violín en medio del estruendo de una estación de tren descomunal.

El mayor peligro de la tecnociencia es que naturalice por completo al hombre, considerándolo al final un mero objeto. Aunque la técnica no puede transformar la esencia humana ni producir a la persona, puede, en cambio, tra­tar al hombre como un objeto natural, cosa que depende del propio hombre, no de las supuestas intenciones de la técnica. Cuando esto sucede, nos hallamos mucho más allá del proyecto de Bacon, para quien la ciencia y la téc­nica se entendían como una ayuda fundamental de orden redentor-restaurador: «Tras el pecado original, el hombre pierde su estatus y su dominio sobre las cosas creadas. Pero las dos cosas se pueden recuperar, al menos en parte, en esta vida. La primera, por la religión y la fe; la segunda, por la técnica y la ciencia» (Bacon, Novum Organon, L. II, § 52). Hoy el instrumento de redención se ha convertido en el jefe, y la técnica se ha emancipado de la religión. La ideología de la técnica favorece esta separación, como indica el mito de Prometeo. Este, robando el fuego para dárselo a los hombres, inaugura la interpretación ideoló­gica de la técnica como hybris antidivina.

Concluyo: la tecnociencia no es un bien en sí, sino un bien problemático, porque es una realidad que puede llevarnos al bien o al mal, que lleva en sí misma sus con­trarios: el descubrimiento de la energía atómica puede diri­girse tanto a matar de una manera antes desconocida, como a producir energía con fines de bienestar y paz; a devastar la tierra o a remediar la pobreza y el dolor. Allí donde se da una apertura inmanente a los contrarios, hay ambigüedad, entendiendo por ambiguo lo que mira en dos direcciones.

Por consiguiente, no puede haber un imperativo incondicionado a favor del recurso a la tecnología, ni siquiera el de disminuir el sufrimiento y el malum naturae —que se pre­sentaría como el más plausible—, porque su uso ilimitado y, por tanto, incondicionado acabaría por tratar aspectos fundamentales de la dignidad humana como si fuesen medios e instrumentos subordinados. En la práctica tec­nológica nunca es lícito poner en peligro la existencia y la dignidad de la persona.

Es posible llegar a estas conclusiones observando la profunda diferencia entre conocer y obrar. El conocimiento siempre es bueno: no hay conocimientos malos o prohi­bidos. En el ámbito de la acción, las cosas son distintas: domina la división entre el bien y el mal, por lo que hay acciones buenas y lícitas, y acciones malas y prohibidas. Un saber puro para ampliar el campo del conocimiento no solo constituye una exigencia y una nobleza profundamen­te humanas, sino que es algo intrínsecamente bueno. A este saber puro se aplica sin restricciones el axioma de que no existen nunca conocimientos prohibidos. Pero cuando el conocimiento va acompañado de modo indisoluble del hacer tecnológico y la entrada en el ámbito de la vida (hu­mana, pero no solo), la bondad sin restricciones del cono­cimiento no permanece como incondiconalmente válida.

En consecuencia, la libertad de investigación puede dejar de tener valor incondicionado, también cuando per­sigue la curación y la terapia. La forma de adquirir saber y de aplicarlo al hombre por las tecnologías no puede mantenerse al margen de la regulación ética y de los lí­mites marcados por la exigencia de respeto de la dignidad humana. La llamada a la responsabilidad del científico, a su capacidad de autolimitarse, siempre importante, lo es más en especial en las «ciencias técnicas», esto es, en las ciencias que, a diferencia de las estrictamente teóricas, que solo persiguen saber, conocen modificando, transforman­do, manipulando su objeto.

Vittorio Possenti (“La Revolución Biopolítica”)