Quisiera hacer algunas referencias evangélicas sobre la virtud de escuchar, y aunque no me atrevo a escribir todo lo que pienso sobre esta virtud en Nuestro Señor Jesucristo, algo voy a decir.

En primer lugar, veo al Verbo en el seno de la Santísima Trinidad en la disposición exacta que exige esta virtud, o sea, desasimiento total de sí, para estar absolutamente atento a la Sabiduría, al Amor y a la Voluntad del Padre, de quien todo lo recibe.

En el Verbo encarnado veo treinta años de silencio en medio de los acontecimientos tumultuosos que tuvieron lugar en Palestina por aquellos tiempos (vida oculta). En su vida pública veo, por una parte, a los apóstoles que no le escuchaban a Él (ya que todo lo que El les decía lo referían a su propio CODIN) y por esto no le entendían nada. Pero, simultáneamente a su no-escuchar, se sentían no sólo escuchados por Él, sino completamente comprendidos y com-padecidos (co-sentidos), y ahí me parece que radicaba la principal fuerza que les unía a ÉL. En cierta ocasión, ante un elogio a su Madre, el Señor hubo de exclamar: Dichosos los que ESCUCHAN la palabra de Dios y la practican.

En toda la Revelación Trinitaria, que se contiene en el Nuevo Testamento, son escasísimas las palabras de Dios Padre que se nos han transmitido. La mayor parte de ellas son para confirmar la persona y la misión de Jesús de Nazaret, pero hay una (y una sola) que se dirige permanentemente a mí y a cada uno de los nacidos: ESCUCHADLE. Tenemos, pues, del Padre Eterno un solo mandato contenido en una sola palabra (ahí está la perfección de Dios). ¿No es motivo para meditar, esto?

María, la pecadora (tanto si fue una sola como si fueron dos; recuérdese la escena con Marta y la de la comida con el fariseo), creo que fue de los pocos que verdaderamente escucharon al Salvador. El caso típico fue el de Dimas, el ladrón. Quizá también la Samaritana.

Pero el caso más destacado me parece que fue el de María y el de José. De este último los evangelios no nos transmiten una sola palabra de su boca, y ahí creo ver, junto con su obrar, la raíz de su santidad inaudita. En cuanto a la Santísima Virgen, que guardaba todas aquellas cosas en su corazón, no es menester razonar para probar que fue la gran escuchadora; ello es evidente.

En el extremo opuesto veo a Herodes Antipas, el egoísta refinado hasta el paroxismo (y así murió como murió), ante el cual Jesús permaneció absolutamente mudo. El pensar en esto me hace estremecer, pues el Jesús que está en el «otro» tampoco me ha dicho a mí nada, hasta hoy. ¿Tengo o no tengo motivo para inquietarme ante mi total carencia de la virtud de escuchar?

 

Extracto del libro “La Virtud Escuchar”

Puedes descargarte completo el libro “la Virtud de escuchar” de Guillermo Rovirosa  en esta dirección:

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