José Ramón Peláez Sanz.
El Concilio Vaticano II busca renovar la Iglesia volviendo a las fuentes y a los primeros siglos orientándose en el Nuevo Testamento y en los santos padres, un momento en que los laicos no eran la masa de la cristiandad, en la que algunos se hacen religiosos o curas para vivir la santidad, sino un pueblo de conversos bautizados, que en medio de una cultura pagana hacía presente la novedad de la vida de Dios manifestada en Cristo y el don del Espíritu Santo. (LG 32, 2; AA 1).
Por eso el Concilio define la Iglesia desde el misterio de la Trinidad una comunión en la que todo el Pueblo de Dios está llamado sin distinción a la santidad, según diversas vocaciones, carismas, estados de vida y ministerios, pero todos consagrados en el Bautismo para vivir en santidad y con una misión apostólica que es común a todos ellos: dar testimonio de Cristo, anunciando el Evangelio y llamando a la conversión, y transformando el mundo hacia su Reino de justicia. (LG cap V; AA 2). De esta única vocación y misión de toda la Iglesia participan los laicos desde su vida en medio de las instituciones del mundo.
Los laicos antes del Vaticano II
Esta comunidad de conversos de los primeros siglos fue desapareciendo con la conversión del imperio romano y la evangelización de los bárbaros (hecha de desde arriba, según el principio de que la conversión del rey es la conversión de un pueblo), va desapareciendo la vivencia de las primeras comunidades y se entiende la fe como un sistema establecido.
Esto supone que se relegan tres elementos muy importantes: El catecumenado que cultiva la conversión bautismal desaparece, y sólo se establece para territorios de misión. Se bautiza a los niños y la catequesis y la piedad popular va dando los contendidos de la fe. La conversión no se exige, ser creyente es vivir como “buenas personas” en unas “costumbres” que se suponen ya cristianizadas. No es ya frecuente el martirio y las persecuciones se dan ocasionalmente. Y la misión es algo que se hace en nuevos territorios fuera de la cristiandad.
En estas circunstancias se da la huida al desierto de los que quieren vivir la santidad bautismal. Una situación que se ratifica siglos después con la teoría de los “estados de perfección” según la cual los obispos y religiosos pueden vivir la santidad y los que están en el siglo (los curas seculares y los seglares) en menos medida, en especial los laicos que están en el matrimonio que se considera un estado inferior a la virginidad.
Aun así se mantiene una cierta tensión para que los laicos puedan acercarse a una vida cristiana con cierta intensidad: las cofradías, en torno a alguna devoción, o en torno al trabajo en los gremios; e las aldeas al toque de campana imitan la vida del claustro (rezo del ángelus o el rosario en vez del Oficio Divino); predicadores ambulantes con las misiones populares. Para algunos se dan ejercicios espirituales, dirección espiritual,… pero son formas reservadas a las élites. Para vivir la santidad se entiende que un laico debe asociarse a una forma de vida religiosa, mediante órdenes terceras os cofradías devocionales (el Carmen, el Rosario, Corazón de Jesús, la Milagrosa, etc.) Un camino retomado hoy ante la falta de vocaciones bajo el nombre misión compartida, sin autonomía adulta de los laicos.
El laico se define por su ser en Cristo
El Vaticano II vuelve a poner en el centro la santidad de todo el Pueblo de Dios y define al laico desde el misterio de Dios en el que participa por el Bautismo. El cristiano se ha incorporado a Cristo, es miembro de su Cuerpo que participa de la vida de la Trinidad. Dentro de esta dignidad común lo peculiar del laico es su índole secular.
Se define entonces al laico por lo que es y vive. Por su propio ser personal, familiar, profesional, político… y por la consagración que recibe en el Bautismo: está inserto en el mundo: la familia, el trabajo, la política, etc.. y es miembro de Cristo y de la Iglesia por el Bautismo. Su vida cotidiana es parte de la vida de la Iglesia, una piedra viva del Templo del Espíritu Santo, Iglesia en el mundo, es el misterio de Dios en medio del mundo. Ambos elementos marcan por igual su vocación, porque en su vida convergen la gracia redentora de Cristo y el mundo, que debe ser transformado para hasta que todo le tenga por Cabeza (LG 31).
De este modo la vida y las responsabilidades que el laico tiene por lo que es, bautizado y ciudadano, trabajador, consumidor, vecino, padre, votante, etc. que son la materia de su vocación. Su conversión personal y el ejercicio de sus responsabilidades en las instituciones van unidos, haciendo de su vida y su misión un entramado que está llamado a la unidad y a ser fermento con su vivir. Unidad en la que encontrarán respuesta tanto la llamada que Dios le hace a la santidad, como el anuncio del Evangelio y la transformación del mundo, que son propios de su misión.
Como en el laico convergen la Iglesia y el mundo, esto exige también distinguir lo que hace al interior de la Iglesia o representándola en ocasiones a lo que hace bajo su responsabilidad en campos como la ciencia, la política, la economía… y en especial la política, ya que tienen su autonomía y en ellos debe tomar decisiones técnicas o políticas entre las muchas posibles INSPIRADO en los principios morales de la fe, pero sin atribuirse la representación de la Iglesia, pues otros cristianos, con una conciencia igualmente bien intencionada, se posicionaran en otras decisiones técnicas o política diferentes. Los confesionalismos quieren acaparar el prestigio de la Iglesia (la instrumentalizan) tanto para silenciar a otros creyentes que piensen distinto, como para usar a la Iglesia a su servicio. Por eso, en política, los rechaza el concilio (GS 43)
Normalmente vivimos en otras claves
Todos estos temas sobre el laicado nos cuesta entenderlos y más vivirlos en la Iglesia de hoy por su novedad histórica y porque se ha definido al laico desde y para el interior de la Iglesia y no por su ser y misión en el mundo. La falta de tensión misionera da excesivo peso a las tareas intraeclesiales y a la participación en la organización eclesiástica mediante consejos, delegaciones episcopales y cosas semejantes. Se habla de catequistas, voluntarios de Cáritas, agentes de pastoral, profesores de colegio de religiosos… más que de laicos en el mundo. Con ello se los define por lo que son en relación al clero o a tareas y preocupaciones clericales. Por ejemplo, desde Roma se llamó la atención a la Iglesia en Iberoamérica por insistir demasiado en los ministerios de delegado de la Palabra, catequista, etc. pues impedían madurar la militancia laical.
También nos aleja de comprender la vida del laico el espiritualismo desencarnado, la separación entre fe y vida, que separa el cultivo de la espiritualidad de la vivencia concreta y la responsabilidad misionera que conlleva. Un fenómeno que muchas veces desgarra a esos catequistas, voluntarios, liturgos… ya que, por un lado, están los quehaceres eclesiales y por otro temas fundamentales como el trabajo, la educación, la hipoteca… en los que parece que nada aporta la fe; ni han oído siquiera que haya una Doctrina Social de la Iglesia que los orienta para dar una respuesta evangélica a esos problemas. Así que muchos cristianos comprometidos y con su agenda llena de tareas eclesiales pueden no cumplir del todo la misión laical de evangelizar la vida y las instituciones en las que están.
Los laicos llamados a vivir la misión de la Iglesia
El concilio deja claro que todo lo que se dice del Pueblo de Dios se dice de cada uno de sus miembros. Por eso la misión de los laicos no es una misión delegada por la Jerarquía (como se decía desde Pío XI), sino un deber y un derecho del Bautismo y la Confirmación. No son los ejecutores de una estrategia emanada del Vaticano (expresión de los tiempos de san Pío X) sino cristianos adultos, responsables que hacen su discernimiento de la situación en comunidad (ver, juzgar y actuar) para hacer presente el Reino de Dios en el mundo.
El misterio de Dios se manifiesta en la Iglesia-sacramento, consagra a cada uno de sus miembros, y por cada uno de ellos se hace presente Dios en el mundo, allí donde se desarrolla su vida. Así, igual que en su conjunto la Iglesia representa a Cristo lumen gentium en la historia, cada bautizado es la Iglesia en el mundo, esa levadura, luz, sal… escogida y enviada por Dios para hacerse presente en ese preciso tiempo y lugar. No es un encargo de una tarea, sino que SER iglesia, por su misma naturaleza, la vida del laico está llamada a ser apostolado. (AA 2). Su origen es el vínculo con Cristo que se produce en el Bautismo donde cada uno hemos sido injertados en Cristo. Esta relación con Cristo es la fuente de nuestra identidad y de nuestra eficacia. El texto más citado para ello (por Pío XI, por Cardij, por Eugenio Merino… y hoy por el concilio y la Christifideles laici) es Jn 15, 5: sin mi no podéis hacer nada. Una unión que no es individual, sino comunitaria y eclesial pues la otra referencia constante es el Cuerpo místico.
Lo que insiste el concilio es que esta unión con Cristo fundamenta una vocación a la santidad en la vida personal y en las tareas que se desempeñan en el mundo institucional. Una vocación que no es sólo la santificación individual (como habían propuesto san Francisco de Sales o san Josemaría Escribá), sino que incluye la transformación del mundo institucional; que no es sólo una circunstancia en que se desarrolla esa vida personal, sino que también debe ser consagrado para que tenga a Cristo por cabeza y toda realidad política, cultural, económica o social cante la gloria de Dios.
Transformar el mundo como la levadura
Los laicos tienen como propio el vivir esta consagración bautismal en la vida ordinaria, en sus responsabilidades profesionales, familiares, políticas… esto que es parte de su ser es el centro de su identidad y misión, pues ellos son el fermento llamado a transformar el conjunto de la masa del mundo con sus instituciones. Y no olvidemos que en una panadería el fermento es un puñado de harina que se amasa la tarde anterior, se le echa levadura y se deja reposar. Así somos la Iglesia, la nueva humanidad, sacada de cada generación con sus pecados, defectos y posibilidades y fermentada por la gracia bautismal para ser metida en la masa y transformarla. Una primicia se anticipa la Humanidad Nueva que anticipa los Cielos Nuevos y la Tierra Nueva.
Esta levadura va a fermentar la masa del mundo que no es ajena al plan de Dios pues ya ha sido creada y redimida en Cristo, pues la redención de Cristo no abarca sólo a la humanidad, sino a todo el universo y todo está llamado a tenerle por cabeza (Ef 1, 10; Col 1, 18), a ser rescatado de la esclavitud del pecado… de modo que toda la creación –nos dice san Pablo- gime con dolores de parto esperando la manifestación de los hijos de Dios (Rm 8, 22). Por eso cuando se trata de la técnica, la política, la economía… el concilio subraya que las realidades creadas tienen un dinamismo propio, una autonomía, y también que su misma naturaleza las orienta a su plenitud en Cristo. Todas tienen como fin estar orientadas al servicio del hombre, para que este cumpla su vocación personal y el bien común universal. Por el pecado se convierten en cauda de injusticia por lo que el hombre debe ponerlas de nuevo al servicio del plan de Dios, para canten su gloria y extender así su Reino (1Co 2, 23).
Así los laicos que gestionan estas diversas realidades deben ir haciendo esta transformación, que desentraña el sentido profundo de cuanto existe, el sentido para el que ha sido creado por Dios. Es un proceso en el que Dios ha liberado a los creyentes por la fe y el bautismo, y estos como soberanos sobre todas las cosas y esclavitudes, están llamados a entregar todo a Cristo cumpliendo su voluntad (la justicia de Reino que todo lo ajusta al plan de Dios). Para que todo, con las leyes propias e internas que tiene la naturaleza, la política, etc. se ajuste al Reino y su justicia. (LG, 36; AA 7). En definitiva, su vocación es obtener el Reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. (LG 31)
Esta vocación que tiene dos pilares que requieren una formación cuidada y en intensidad, basada tanto en la competencia profesional como en la caridad. De las dos cosas hablan mucho los textos conciliares. Pues al hablar de la autonomía de la política, o la ciencia o la economía… estas tienen sus leyes que una formación científica o profesional con visión de fe, humanista, solidaria… debe dominar. Esta competencia profesional no debe alejarse de una visión de fe que une contemplación y lucha. Pues lo que es cada profesión por su propia naturaleza (la biología, la educación, la construcción, la economía, la política…) responde al plan de Dios sobre el mundo. Así en ella –aunque desvelada por el pecado y por intereses que la deforman en estructura de pecado, está lo que Dios ha querido que sea. Y estamos llamados a descubrirlo y hacer que sea lo que deben en el plan de Dios: elevarlo y santificarlo hasta que sirva al Reino de Dios y su justicia.
Esto exige mayor competencia profesional, no conformarse con lo establecido, y, menos aún, conformarse con afrontarlo individualmente. Con otros profesionales del mismo campo, creyentes y hombres de buena voluntad, buscar todo lo que de verdad y de posible servicio al hombre y al bien común hay en ese campo del saber y de la técnica. Las posibilidades revolucionarias que tiene esa profesión para hacer solidaridad y poner en el centro a la persona. Como quien las lleva de fuera sino como quien es capaz de descubrir –como contemplativo en la acción- que en esa profesión Dios ya las puso desde el comienzo de los tiempos.
En esto de la profesión vivida con sentido de fe y de evangelización, creo que es en lo que peor nos las juega la dualidad de vida y de mirada que padecemos. No estaría mal retomar los discursos de Pío XII a cada profesión ofreciendo este camino. O el jubileo del año 2000 donde Juan Pablo II a cada profesión le marcaba sus posibilidades de santidad y lucha por el Reino.
Unas vocaciones profesionales impulsadas por la caridad, por el amor de Cristo que pone a los pobres en primer lugar. No tanto como destinatarios de atenciones –que son necesarias- sino como protagonistas de su propia liberación. Por eso el concilio al hablar de la caridad vivida por laicos apunta unas condiciones muy claras a este servicio al pobre, en la línea de la caridad política, que lucha contra las causas y les devuelve el protagonismo (AA 8).
Esta dimensión política es intrínseca a cada sector de la vida porque toda la vida humana se desarrolla en común a través de instituciones. La cultura se vive en un sistema educativo, en los medios de comunicación, etc.; la sociedad está vertebrada por asociaciones vecinales, profesionales, de familias,…. La economía en empresas, en el mercado… de modo que el mundo institucional y las decisiones políticas que lo organizan están ya en la vida del laico se mueva donde se mueve. Participar en ello es hacer política desde la sociedad, por lo que familia, la profesión… tienen ya su dimensión política con la necesaria transformación de las instituciones hacia el Reino. Además del existir lo que se suele llamar más propiamente “la política” encaminada a lograr el poder y la gestión en las instituciones del Estado, como un sector propio, con partidos que aspiran a lograr el poder e influir en la vida de todos los demás sectores.
Comprender esta dimensión política/institucional de toda la vida humana supone asumir la aportación de las asociaciones del Movimiento Obrero que tanto han subrayado tanto Juan Pablo II (LE 8) como Benedicto XVI (DCE 26) Solo asociados y en clave de hacer una revolución moral e institucional se vive esta caridad política. Asociación o muerte.
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