No hay duda que el capitalismo liberal coincidió con una era de intenso desarrollo económico, debido por una parte, a grandes descubrimientos técnicos y, por otra, a la multiplicación de los mercados; y es cosa segura que la persecución, libre y encarnizada, de tantos pequeños patronos de la industria y el comercio tras su interés personal, no ha sido ajena, ni mucho menos, a la maravillosa expansión de que actualmente nos beneficiamos.
Pero podemos preguntarnos si estas ventajas de orden material no han sido pagadas bien caras, y, sobre todo, si no las hemos adquirido en perjuicio de toda una parte de la población, a costa de la clase obrera.
Es un hecho que, en el siglo XIX y en los países capitalistas, gran parte de la clase obrera vegetó en la miseria. Ello es cierto por lo que atañe a Inglaterra, país liberal por excelencia; muy a menudo se ha hablado de la desgracia material y moral en que vivía hace cien años la población obrera de Londres y de las grandes ciudades industriales del Noroeste; una encuesta solicitada por el gobierno en 1840 aportó espantosas revelaciones sobre la vida en las fábricas y las minas; y en ciertos barrios de Londres era tal la miseria, que se habían convertido en lugar de paseo para los turistas, deseosos de conocer las curiosidades más características de la gran capital.
No era mucho más brillante la situación en Francia, y la revelaron especialmente dos encuestas, la de Villermé y la de Buret, cuyos resultados fueron publicados en 1840. Villermé era médico, y a petición de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, de la que era miembro, investigó acerca del estado físico y moral de los obreros textiles en toda Francia. Empleó muchos meses visitando las regiones textiles del Norte, de Alsacia, Normandía, el Gard, el Loira y el Ródano… He ahí un rápido resumen de sus descubrimientos :
La duración efectiva del trabajo oscila alrededor de 13 horas diarias; los salarios apenas si bastan, por lo común, para vivir de forma muy mediocre; en numerosos lugares las viviendas son insalubres e incluso inmundas; no es sin repugnancia que leemos la descripción de esos sótanos de Lille en los que se hacinan tantos desgraciados en horrible promiscuidad… Pero lo que más lamentable nos parece son las condiciones de trabajo de los niños, que son admitidos en las fábricas a partir de la edad de seis años. Villermé, el médico filántropo, querría que la ley prohibiese contratarles antes de haber cumplido los nueve (!), y creemos soñar al leer esta frase entusiasta: «En la inmensa y admirable manufactura de Vesserling, donde, por estar alejada de las otras, se pueden encontrar tantos niños como se desee, raramente se les admite antes de cumplir los nueve años…»[i].
¿Mejoró, por ventura, la situación de los obreros bajo el Segundo Imperio? Tal vez. De todos modos, está permitido dudarlo, una vez hemos leído el importante libro publicado hacia 1950 por Georges Duveau sobre La vida obrera en Francia bajo el Segundo Imperio[ii]. En esta época en que Francia se cubre de líneas férreas y en que se extiende la concentración industrial, Haussmann, prefecto del Sena, nos informa de que en París, el año 1862 se cuentan 1.700.000 habitantes, de los cuales 1.070.000 se hallan en un estado cercano a la indigencia y que «tendrían indiscutible derecho a recibir bonos de pan si la administración municipal se resignara a repartirlos»[iii]. Así, pues, al comprender el conjunto de las familias obreras parisienses alrededor de 1.300.000 personas aproximadamente, hasta admitiendo que la masa de indigentes enumerada por Haussmann incluya cierto número de personas pertenecientes a otros medios sociales, debemos concluir de ello que las familias populares que escapan a la miseria no son muy numerosas que digamos[iv].
La vida del trabajo sigue siendo dura; ciertamente que una ley de 9 de septiembre de 1848 había fijado en 12 horas como máximo el tiempo de trabajo efectivo; y en los años siguientes, la jornada de trabajo sería, por lo común, de 12 horas en provincias y de 11 en París. Pero muchas son las excepciones a esta regla; las jornadas de 13 horas no son raras; veamos un solo ejemplo: «En Tarare, en un establecimiento que funciona bajo el control de unas religiosas, las obreras de la seda inician su jornada a las 5, Ib h. y la terminan por la tarde a las 8,15»[v]. En cuanto a los niños, la ley de 22 de marzo de 1841 intentó mejorar su suerte, fijando en 8 años la edad mínima de entrada al trabajo, y limitando a 8 horas la duración efectiva del trabajo de 8 a 12 años, y a 12 horas de los 12 a los 16. Según una encuesta de 1868, citada por Duveau:
… 99.212 niños son regidos por la ley de 22 de marzo de 1841, y se distribuyen como sigue: 5.005 tienen de 8 a 10 años, 17.471 de 10 a 12 y 76.736 de 12 a 16 años. Por otra parte, 26.503 niños de 8 a 16 años trabajan en talleres donde se sustraen a la ley[vi](se trata de talleres con menos de 20 obreros).
Inútil sería insistir más. De todas formas, tal vez no sea esto lo más grave, ya que, más allá de estos sufrimientos materiales, hay otros que pesarán más en las futuras luchas: cada día se acentúa la diferenciación de las clases; se va constituyendo un medio patronal, a medida que se desarrolla la industria, a medida que las empresas aumentan de dimensiones, y el obrero se encuentra apartado de él. Tal como dice tristemente Duveau:
La evolución misma del capitalismo convierte al obrero en un proscrito social. Puede el obrero sufrir elementalmente cuando compara su pobreza con la opulencia, con la riqueza de los patronos; pero sufre más aún cuando comprueba que a su alrededor vatomando cuerpo un sistema económico que ensancha el foso existente entre las clases sociales, que confiere a la condición obrera o patronal un carácter hereditario, fatal y definitivo[vii].
Las reacciones de la Iglesia
Hablando del capitalismo en general, declara Louis Salieron que es fácil comprender que, ya desde sus orígenes, le haya resultado
…sospechoso al catolicismo… Este —añade— descubría en el capitalismo, sin dificultad alguna, todo lo que constituye un antagonismo frente a ella: Mammón en lugar de Dios, el interés en lugar de la justicia, la acción sin medida en vez de la contemplación, las jerarquías del dinero en el lugar de las jerarquías humanas, la selva de la libertad sin freno en lugar de la regla de la ley, el milenarismo del bienestar en lugar del Reino de Dios, el Progreso inmanente en lugar del Ser trascendente[viii].
Parece ser que esta desconfianza instintiva estaba especialmente justificada en el caso del capitalismo liberal, en razón de la miseria obrera a que acabamos de aludir….
Reacciones antiliberales de cierto número de obispos:
ALEMANIA
Debemos hacer mención aquí de un muy grande obispo, Monseñor Ketteler (1811-1877). Salido de una familia feudal de Westfalia, Guillermo Emmanuel de Ketteler, tras una juventud bastante tempestuosa, formó parte de la administración de justicia de su país; vuelto a la práctica religiosa, entró en el seminario de Münster a la edad de 32 años. En 1850 fue nombrado obispo de Maguncia y siguió siéndolo hasta su muerte. Era también diputado en el Reichstag.
Ketteler es sin duda el hombre que mayor influencia ejerció en la elaboración de la doctrina social de la Iglesia. Murió un año antes de la elevación de León XIII al solio pontificio; pero hombres como Manning y Gibbons (de los que vamos a hablar en seguida) se inspiraron en su enseñanza, y el año 1870 conoció, en la misma Maguncia, a La Tour du Pin y a Albert de Mun, que estaban allí como prisioneros de guerra y a quienes guió en sus primeros pasos en los descubrimientos sociales; A. de Mun llamó a Ketteler «el inmortal iniciador del catolicismo social». Finalmente, su influencia fue directa sobre las escuelas católicas sociales de Alemania y de Austria. En suma, podemos decir que casi todos los sociólogos, clérigos o seglares, que inspiraron el pensamiento de León XIII, deben declararse en gran parte como vinculados con Ketteler.[ix].
Lo que le distingue de algunos de los obispos que hablaron de la cuestión social antes de León XIII, es que Ketteler consideró simultáneamente las primacías del liberalismo y las consecuencias de la economía liberal para la clase obrera: de forma que la condena formulada por él contra el capitalismo de su tiempo es doble, pues le afecta a la vez en algunos de sus postulados y en los abusos que engendró. Además —y también ese rasgo le es particular—, Ketteler busca ampliamente los remedios que podrían poner fin a la opresión de que la clase obrera es víctima.
La condenación del liberalismo económico
El año 1869, en presencia de todos los obispos de Alemania que se habían reunido en la conferencia de Fulda, Ketteler declaraba:
La cuestión social afecta al depositum fidei. En efecto: aun cuando no fuera evidente que el principio de la doctrina económica moderna —que ha podido ser calificado con exactitud, de guerra «de todos contra todos»— está en contradicción flagrante con la ley natural y la doctrina de la caridad católica, aun así está fuera de duda que, habiendo llegado a cierto desarrollo, ese sistema, que ha producido en varios países, y muy lógicamente, una clase obrera enferma de cuerpo, de espíritu y de voluntad, y enteramente inaccesible a las gracias del cristianismo, es absolutamente contrario a la dignidad del hombre y, con mayor motivo aún, del cristiano… y, por encima de todo, a los mandamientos de la caridad cristiana, que deben regir, no solamente los actos del individuo, sino aun toda la organización de la vida social. Este sistema merece, pues, ser rechazado por razones dogmáticas.
Esta declaración reviste una importancia excepcional por dos motivos: en primer lugar, por haber sido presentada al conjunto del episcopado alemán y luego, porque en 1869, Ketteler, cuenta con 58 años y es obispo de Maguncia desde hace ya diecinueve, y ha reflexionado mucho acerca de los problemas obreros: su experiencia es, pues, considerable.
Ketteler ataca en primer lugar el conjunto de postulados del liberalismo económico, y dice que están «en contradicción flagrante con la ley natural y la doctrina de la caridad católica». Ketteler, en distintos fragmentos de sus obras, ha criticado principalmente dos «dogmas» esenciales del liberalismo:
1.” la noción liberal de la propiedad es formalmente condenada por Ketteler:
La falsa teoría del derecho absoluto de propiedad es un crimen perpetuo contra la naturaleza… La Iglesia católica nada tiene de común, en su doctrina del derecho de propiedad, con este concepto corriente en el mundo, según el cual el hombre se considera como dueño absoluto de su propiedad.
Ketteler expone entonces claramente la doctrina de santo Tomás sobre el derecho de propiedad:
…Todos los bienes terrestres, por su naturaleza, sólo pueden pertenecer a Dios… Si, pues, se trata alguna vez de un derecho natural de propiedad para los hombres, no puede jamás tratarse de un derecho de propiedad verdadero y completo, el cual sólo podría pertenecer a Dios, sino siempre y simplemente de un derecho de usufructo. Pero de ahí deriva igualmente esta consecuencia necesaria, de que el mismo derecho de usufructo no puede ser considerado jamás como un derecho ilimitado, como el derecho de hacer con los bienes de la tierra lo que al hombre le plazca, sino siempre y únicamente el derecho de utilizar estos bienes tal como Dios lo quiere y tal como El mismo lo estableció.[x]
Ahora bien, la voluntad de Dios es que el conjunto de los bienes de la tierra sirva para satisfacer las necesidades del conjunto de los hombres ; quien se halle en posesión de bienes terrestres, estará, pues, rigurosamente obligado a utilizarlos en beneficio de toda la humanidad.
Y llega Ketteler a declarar que el concepto liberal de la propiedad:
…mata los más nobles sentimientos en el pecho de los hombres, fomenta una dureza y una insensibilidad ante la miseria humana, tales eximo no las conocen parecidas los animales, pues llama justicia al robo organizado… La famosa frase «La propiedad es un robo» no es una pura mentira…
Y todo esto se dice en 1848 desde el pulpito de la catedral de Maguncia…
2.º En segundo lugar, ataca Ketteler el dogma de la competencia desenfrenada. En lo que atañe a las relaciones entre el patrono y el trabajador, el régimen de competencia tiene como resultado que «…no están ya regidas por las leyes morales, que respetan la dignidad del hombre, ni por la benévola simpatía y la caridad cristiana»[xi]. En adelante, el trabajo se convierte en una mercancía cuyo precio se fija según la oferta y la demanda; y, para procurarse ese trabajo indispensable a la vida, los obreros, que se hacen competencia en el mercado, están prontos a aceptar salarios de hambre:
Actualmente no cabe ya duda posible: la existencia material de la casi totalidad de la clase obrera, es decir de la gran masa de ciudadanos de todos los Estados modernos, la de su familia, el pan que necesita el obrero, con su mujer y sus hijos, todo ello está sometido a todas las fluctuaciones del mercado y del precio de la mercancía. ¡Es el mercado de esclavos de la Europa liberal![xii].
Contra esta fijación del salario por el simple juego de la oferta y la demanda, contra esta asimilación del trabajo a una mercancía, reaccionó Ketteler toda su vida, de una forma vigorosa y hasta violenta. Algunos años antes de morir, en 1869, todavía recordaba, situándose en el plano doctrinal, que «la religión reclama que el trabajo humano no sea tratado como una mercancía, ni evaluado puramente según las fluctuaciones de la oferta y la demanda», pues, caso de no ser así, es el hombre mismo, con su potencia de trabajo, quien es «considerado en conjunto como una simple máquina».[xiii]15
Consecuencias del capitalismo liberal
Con esto Ketteler se adhiere (en 1869 como en 1864) a la famosa ley de bronce de los salarios que el socialista Lasalle enunciara en estos términos: «Limitación regular de las necesidades indispensables, habituales en una nación determinada, para conservar la existencia y reproducirla: tal es la ley de bronce, la ley cruel, que, en las actuales condiciones, rige el salario».
Según frase de Ketteler, la economía liberal tenía que llevar a un inmenso empobrecimiento de los trabajadores; por ello, «la cuestión obrera es esencialmente una cuestión de subsistencia». Comprobando el creciente dominio del capital, termina Ketteler con estas líneas pesimistas:
¿Podemos imaginar acaso algo más lamentable que la situación de la clase obrera, tan numerosa sin embargo, onecida todos los días como una mercancía en el mercado, mendigando el salario que debe proporcionarle el pan? Y el obrero piensa: «Mañana no tendré ya pan que ofrecerles a mi esposa y a mis hijos hambrientos, estaremos desnudos y sin techo». En esta situación, la humanidad se parecerá a un mar azotado incesantemente por el huracán, cuyas olas agitadas lo destruirán todo a su paso.[xiv]
Remedios a la opresión de la clase obrera
A este respecto, el pensamiento de Ketteler evolucionó ampliamente y se hizo cada vez más realista.
En 1864 cifra sus esperanzas en la Asociación, especialmente en la de producción, en la cual «el obrero es simultáneamente empresario y obrero y de esta forma alcanza parte doble en el beneficio propiamente dicho».[xv]17 Hoy diríamos que Ketteler veía un remedio poderoso en el desarrollo de las cooperativas de producción; pero pronto comprendió que ello no podía bastar, pues la situación de la clase obrera era tal, que era menester encontrar remedios inmediatos, era necesario apelar a la ley para satisfacer sus reivindicaciones más esenciales.
Estas reivindicaciones las enumera Ketteler por dos veces durante el año 1869: en su discurso en N. D. des Bois y en la asamblea de obispos alemanes reunida en Fulda; y se refieren particularmente a la reglamentación del trabajo de los niños en las fábricas, a la separación de los sexos en los talleres, a la reglamentación de las horas de trabajo, al descanso dominical, a la indemnización para la invalidez temporal o perpetua, ocasionada en el trabajo… Para todo ello, Ketteler apela evidentemente a la autoridad de la ley, e incluso le pide al Estado que asegure el control de la aplicación de las leyes sociales, instituyendo un cuerpo de inspectores oficiales de fábricas.
Subraya finalmente Ketteler que la Iglesia tiene la obligación de intervenir en favor de la clase obrera. Debe intervenir «ex charitate» (por amor), ya que esos trabajadores se encuentran en el mayor de los peligros y no se hallan en estado de liberarse por sí mismos… Es necesario que la Iglesia actúe con su misericordia y su caridad desbordante».[xvi]
Pero es a título de la propia misión de salvar las almas que le confiara Cristo, como actuará la Iglesia. Y aquí hallamos —quizá por vez primera— una dolorosa afirmación, que Pío XI repetirá en Quadragesimo Anno: la Iglesia debe aplicarse con todas sus fuerzas para liberar a las masas obreras de una situación que constituye una verdadera occasio próxima peccandi (ocasión próxima de pecado), situación que ya ha conseguido o que amenaza la degeneración de dichas masas, y que les hace moralmente imposible el cumplimiento de sus deberes de cristianos.[xvii]19
Al leer estas palabras, recordemos una vez más que no fueron pronunciadas al azar en un mitin, sino que iban dirigidas a la asamblea de los obispos de Alemania.
EN INGLATERRA
Aquí encontramos al cardenal Manning (1808-1892). Pastor de la Iglesia anglicana, Manning se convirtió al catolicismo en 1851. Una vez sacerdote y colaborador íntimo del cardenal Wiseman, le sucede en la sede arzobispal de Westminster en 1865. Diez años más tarde, o sea en 1875, Pío IX lo eleva al cardenalato.
En sus notas autobiográficas escritas al final de su vida, declara Manning que siempre ha sentido «fuertes tendencias populares»[xviii]:
Yo he visto, he oído y he conocido las necesidades de los trabajadores, sus sufrimientos, sus miserias, y el fracaso de sus reclamaciones y de sus esperanzas, y mi alma entera está con ellos.
No obstante, es principalmente después de 1870 cuando Manning tomará posición franca en el plan social. Interviene de dos maneras:
1.º Primeramente, expone un verdadero programa de «política social» (la expresión es suya), en varios escritos y en distintas conferencias, siendo la más conocida la que pronunciara en Leeds el año 1874 sobre la dignidad y los derechos del Trabajo, que luego fue editada. Espantado ante la miseria obrera, en un país que va industrializándose y enriqueciéndose cada día más, exclama:
Si el fin supremo de la existencia consiste en multiplicar los metros de lana y de algodón; si la gloria de Inglaterra se cifra en fabricar sin medida y sin cesar ciertos productos al precio más bajo posible, para desafiar así la competencia de los otros pueblos: entonces todo va bien, y no tenemos más que seguir así. Pero si la vida de familia es una cuestión capital y primordial; y la paz y la pureza del hogar, la educación de los hijos, los deberes de mujer y de madre y las obligaciones de padre y de esposo son cosas inscritas en la ley natural; si estos objetivos son sagrados y superan en importancia a todos los géneros que se venden en el mercado; en este caso afirmo que, si las horas de trabajo, efecto de un convenio desigual en el que se venden a vil precio la fuerza y la habilidad del obrero, llevan a la ruina de la familia y al abandono de los niños, y convierten a las mujeres y madres en máquinas y a los padres y esposos —¿cómo diríamos?— en acémilas, que se levantan antes de la aurora para volver a casa cuando el sol se ha puesto ya, extenuados, apenas con fuerzas para comer un poco y acostarse: entonces la vida doméstica ha dejado de existir, y no tenemos derecho de perseverar en este camino.
Y en otro lugar declara que «en parte alguna son tan extremas la riqueza y la pobreza como en Inglaterra… La condición de estos desgraciados clama al cielo».
Aquí aparece ya el parentesco del pensamiento de Manning con el de Ketteler. La conferencia de Leeds es posterior en diez años a La cuestión obrera y el cristianismo, y el cardenal de Westminster es, indiscutiblemente, un discípulo fiel del obispo de Maguncia. Como éste, afirma Manning ser adversario de la economía liberal, y no cree en la virtud soberana y universal de la libre competencia; «la dependencia de los obreros es tan absoluta —escribe— que la lucha entre el capital muerto y el capital vivo es de las más desiguales, y la libertad de contrato de la que tanto se envanece la economía política, por así decirlo no existe».
También, como Ketteler, piensa Manning que la economía debe estar centrada alrededor del hombre y que el objetivo no consiste en producir las mayores riquezas que sea posible, para el lujo de una selección. Y se asemeja principalmente a Ketteler cuando traza un plan de reformas a promover para arrancar el proletariado a su suerte, acudiendo ampliamente a la intervención del Estado. Es menester que el Estado ponga fin a este odioso sweating-systemo explotación, que le impone al obrero unas agotadoras jornadas de trabajo por un salario ínfimo; tiene que ordenar el descanso dominical, prohibir todo trabajo nocturno a las mujeres y a los niños y fijar en los 12 años, como mínimo, la edad de contratación de niños para las fábricas; e incluso tiene que prohibir que las madres de familia trabajen en las fábricas, pues el salario del padre ha de ser «familiar». Así, pues, a los ojos de Manning, el salario no debe considerarse ya exclusivamente como el precio de un trabajo.
Manning —al igual que Ketteler—, con este programa que hoy nos parece casi tímido, anuncia ya a León XIII. Y le anuncia, sobre todo, cuando el año 1890, o sea uno antes de la Encíclica, le escribe a Monseñor Doutreloux, obispo de Lieja, con ocasión del Congreso que va a celebrarse en su ciudad episcopal. Subraya Manning —de una manera asaz obscura, que le obligó a explicarse luego— que la paz entre patronos y obreros no será posible, sin duda, en tanto no se recurra a lo que hoy denominamos convenios colectivos, por los cuales «se fijaría y establecería públicamente una medida justa y conveniente, reguladora de los beneficios y los salarios».
Opinaba Manning que en este campo no convenía recurrir al Estado, más que en última instancia, y que su intervención, puntualizaba el Cardenal, «debía ser evitada en lo posible tocante a esta materia». Creemos útil recordar aquí que la primera ley francesa sobre los convenios colectivos data de 1919 y que hasta 1936 no se generalizó en Francia esta institución, por medio de una ley debida al Frente popular.
2.° Pero Manning no fue sólo un teórico en materia social. Lo cierto es que también desarrolló, en diversas formas, una lucha ardiente contra los abusos que tenía ante sus ojos: contra el alcoholismo, contra las barracas de Londres, en favor de los niños pobres («una lágrima de niño que no se enjuga clama a Dios tan fuerte como sangre derramada»), y contra la prostitución. Su intervención más espectacular se produjo en 1889, con ocasión de una huelga sumamente grave de los obreros portuarios de Londres, que amenazaba con degenerar en revolución. Manning consiguió que las dos partes firmaran un acuerdo que mejoraba sensiblemente la condición inhumana de los obreros.
A consecuencia de esta «paz del cardenal», Manning se convirtió en el hombre más popular del país y fue llamado el «cardenal de los obreros». Hasta uno de los jefes socialistas de los Portuarios le rindió el hermoso homenaje de declarar que «había despertado en ellos la conciencia de su dignidad de hombres». De todas laneras, no será la única vez en la historia que Uri conflicto social tan violento no se haya podido solucionar más que gracias al prestigio y al talento conciliatorio de un Príncipe de la Iglesia.
El 15 de mayo de 1891, León XIII promulgaba la Encíclica Rerum Novarum, a la que tan ampliamente había allanado el camino el cardenal Manning. El cardenal podía desaparecer, su obra estaba terminada; murió el 14 de enero de 1892, durante la misa que se estaba celebrando en su presencia.
Su entierro patentizó cuan amplia era su influencia; y lo que más llamó la atención, escribe Thureau-Dangin,
… fue la multitud prodigiosa de hombres del pueblo, trabajadores y hasta pordioseros de todas clases, que siguieron el cortejo, desde la iglesia al cementerio, o bien se colocaron a lo largo de las calles, y que, todos —católicos, protestantes y socialistas— se inclinaban o hasta se arrodillaban al paso de la carroza fúnebre, para testimoniar su agradecimiento y su respeto por aquel que les había amado y les había servido. Jamás demostración popular parecida había saludado, en suelo inglés, los restos mortales de un príncipe de la Iglesia romana.[xix]
Fuente: Extracto del libro La Iglesia y el Capitalismo (VILLAIN)
Notas al pie:
[i] Villermé:“Tableau de l’état physique et moral des ouvriers employés dans les manufactures de coton, de laine et de soie”. Los dos volúmenes de esta encuesta son sumamente raros, pero se halla un amplio resumen de los mismos en : Deslandres y Michelin, It y a cent ans, témoignage de Villermé.
[ii] Georges Duveau, La vie ouvrière en France sous le Second Empire.
[iii]Haussmann, citado por Duveau, p. 217
[viii]Louis Salleron, Les catholiques et le capitalisme, p. 34.
[ix]Las ideas sociales de Ketteler se encuentran principalmente en los escritos siguientes: dos sermones sobre el derecho de propiedad (catedral de Maguncia, 1848); La question ouvrière et le christianisme (libro, 1864); informe a la asamblea de obispos de Fulda (q869), y Proyecto de reformas políticas (fiscales y sociales) presentadas por Ketteler al Centro alemán (1873).El conjunto de las obras de Ketteler comprende tres volúmenes y las principales han sido traducidas al francés; los textos esenciales se hallan en el Ketteler de Georges Goyau.
[x]La question ouvriére et le christianisme,1864.
[xii]La question ouvrière et le christianisme, 1864.
[xiii]Discurso en N. D. des Bois, 1869.
[xiv]La qwuestion ouvrière et le christianisme, 1864.
[xvi]Informe a la asamblea de obispos de Fulda (1869).
[xviii]Esta cita y algunas de las que siguen han sido sacadas de la grande obra de THUREAU-DANGIN:La Renaissance catholique en Angleterre, tomo III.