La política del bien común trabaja con una idea de espacio público donde existe el pluralismo, el reconocimiento efectivo de los derechos de ciudadanía y la igualdad fundamental de todos ante la ley, pero una comunidad así no supone una libertad absoluta, sino una «libertad ordenada». Ninguna sociedad política puede fundarse sobre «el principio de los derechos absolutos de la conciencia individual y de todas las conciencias individuales. Esta es categoría del individualismo y sostenerlo revelaría un malentendido sobre la verdadera naturaleza de la comunidad política.
La comunidad política constituye la base para la valoración social de las concepciones de lo bueno, y la importancia que se concede a las preferencias de un individuo depende del grado en que dicha persona se adecúe o contribuya al bien común. Así, la prosecución social de los fines compartidos que definen el modo de vida de la comunidad no queda limitada por el requerimiento de neutralidad. Lo común prima sobre la pretensión de los individuos acerca de los recursos y las libertades necesarias para alcanzar sus propias concepciones de lo bueno, pero no anula el valor capital de la realización personal libre. El bien común más que adaptarse a las preferencias de las personas, proporciona el criterio para evaluar tales preferencias.
Lo que sucede en esta política del bien común es que el reconocimiento y la identidad no reposan en una comprensión eminentemente personal de la autorrealización, como sucede en el liberalismo, que convierte a las asociaciones y comunidades en las que entra el individuo en instrumentales, toda vez que la relación es secundaria a la autorrealización de sus miembros. Al contrario, la vulnerabilidad vital depende del grado de organización comunitaria; por consiguiente, los esfuerzos fundamentales deberán orientarse a tejer comunidad, a favorecer respuestas comunitarias, que necesariamente llevan una alta dosis de proyectos de vida buena. El impacto depende, tanto de la intensidad, como de la organización (ejemplo de los terremotos): la capacidad personal para dar sentido está en relación con la identidad cimentada comunitariamente, en definitiva, con la calidad del reconocimiento que la persona vive.
Son necesarios algunos límites sobre la autodeterminación, para mantener las condiciones sociales que la permiten. Sin estructuras —instituciones y prácticas— el propio sentido de uno mismo y el valor del mutuo respeto no se podrían sostener. Ahora bien, las instituciones y prácticas sociales que generan y sostienen esos valores primordiales no son las gobernadas según el principio de neutralidad que disuelven los criterios compartidos acerca del bien. Esta realidad del bien común, como un bien compartido que se considera importante en sí mismo y no solo instrumentalmente para el logro del bien de cada uno o el de todos colectivamente, ha sido destruida por una política cultural de neutralidad estatal en la que las personas son libres de elegir sus bienes con independencia del modo de vida común, y son capaces de abandonar la prosecución de este bien común en caso de que el mismo vaya contra sus intereses, según el modelo de los derechos que corresponde con una conciencia más atomista (individualista moral) en la que se entiende la dignidad simplemente como la de un individuo portador de derechos.
Charles Taylor pone sobre el tapete la afilada cuestión de cómo afectaría a nuestra capacidad de sujetos morales si desapareciese el debate público sobre asuntos políticos y morales o si se derrumbaran los intentos de traer a la vida presente la cultura del pasado o los impulsos a la innovación cultural asentada en la tradición. Así de tajante se muestra: «El individuo libre o el agente autónomo solo puede conseguir y mantener su identidad en un cierto tipo de cultura»[1]. Esa cultura se refiere a los cultivos prepolíticos de las tradiciones de civilidad que generan valores, los cuales sostienen las prácticas sociales cívicas y las instituciones de una democracia que hace posible una comunidad política pluralista y abierta.
El bien común nos pone ante la necesidad de encontrar buenos cultivos de ciudadanía democrática y participativa. Habermas no tiene duda de que la orientación al bien común requiere virtudes políticas, de las cuales llega a decir que, «aunque solo se las recaude como calderilla, son esenciales para la existencia de una democracia». Por eso los ciudadanos «están en cierto modo insertos en una sociedad civil que se nutre de fuentes espontáneas… “prepolíticas”». El filósofo alemán ha constatado que estos procesos de aprendizaje no surgen ni por el azar, ni siquiera por imposición legal o política; nacen de actitudes mentales que ese Estado mismo «no puede generar a partir de sus propios recursos». El Estado puede existir y garantizar la paz y las libertades solo si los ciudadanos conviven por convicción (no solo por modus vivendi) en un orden democrático; por esto es necesaria una solidaridad entre los ciudadanos. Habermas no piensa en una solidaridad demasiado costosa para los ciudadanos y grupos. Por ejemplo, exige la disposición de «escucharse mutuamente y aprender unos de otros en debates públicos», para lo cual se necesitan virtudes cívicas básicas (actitudes de escucha, respeto…) que se pueden aprender (pero no forzar o imponer legalmente). Por eso el Estado liberal razonablemente ha de presuponer que estas actitudes —exigibles tanto a los grupos laicos como a los religiosos—ya se han formado como resultado de procesos de aprendizaje históricos. Las mentalidades fundamentalistas ignoran o rechazan estas actitudes, y cuando polarizan la sociedad y se echan de menos en un porcentaje significativo de los ciudadanos, el riesgo es la quiebra de la democracia y la desintegración de la politeia. Pero tampoco son buenos cultivos los del terreno laicista, ni siquiera —me atrevo a añadir yo— cuando reclaman clases obligatorias de educación para la ciudadanía laicista/neutral.
La política del bien común no puede aceptar el ideal característicamente liberal de la neutralidad del Estado frente a distintas concepciones de bien que aparecen dentro de una determinada sociedad. Así lo describe la profesora Benhabib: «En el campo político, la deontología se traduce en que los principios básicos de un orden justo deben ser moralmente neutrales, tanto en el sentido de permitir que sus ciudadanos admitan y sigan diversas concepciones de la vida buena, como en el sentido de que las libertades básicas de los ciudadanos nunca deben limitarse en pos de alguna concepción específica del bienestar social o el bien común».
Frente al Estado neutral, la política del bien común concibe —análogamente a como hacen los comunitaristas— un Estado activista, promotor de un ambiente cultural rico que mejore la cualidad de las opciones de los individuos, custodio de ciertas prácticas y tradiciones consideradas definitorias de la comunidad, creador de foros para la discusión cívica, proveedor de información de interés público e incluso —según los casos— con una cierta no indiferencia ante la esfera personal de la virtud o carácter de lo^ individuos. Eso no significa que el Estado sea responsable de todo el amplísimo mundo del bien común, sino de la parcela de este —orden público— que favorece la diversidad, libertad y participación social. El bien común consiste en el completo rango de condiciones que facilitan la realización humana, mientras que el orden público atañe a un grupo de condiciones restringidas, las necesarias e imprescindibles para la coexistencia de las personas en una sociedad. No se trata de un Estado ético, sino de un Estado responsable del orden público, cuyo fin es activar al máximo la libertad en la sociedad. Retomaremos esta materia en el siguiente capítulo volviendo a los debates conciliares sobre la libertad religiosa.
En efecto, la política del bien común contempla un Estado social activista en tanto que promotor de la civilidad, pero no en el sentido de un Estado perfeccionista que hace una valoración social de las diversas formas y estilos de vida. En las sociedades reales, al no haber una sola comunidad de sentido, el Estado ha de crear espacio para diferentes opciones dentro de unas condiciones comunes. El activismo del Estado se expresa en los adjetivos social y democrático junto al complemento de derecho, y pone en marcha de modo eficaz la detección de necesidades y el reparto de responsabilidades dentro del marco de la ley en una sociedad democrática. Como mínimo tiene que contar con la distinción señalada por Taylor «entre las libertades fundamentales, que nunca deben ser infringidas y que, por tanto, deben encontrarse al abrigo de todo ataque, por una parte, de los privilegios e inmunidades que, a pesar de su importancia, se pueden revocar y restringir por razones de política pública —aun cuando necesitemos una buena razón para hacerlo—».
Podríamos expresar esta idea capital con la frase que tanta importancia y valor tuvo para Murray: «tanta libertad como sea posible, solo la restricción que sea indispensable». Esta máxima se vuelve crucial para la política del bien común. Todo lo que está sucediendo en torno a la lucha contra la pandemia, donde la in vocación a la responsabilidad individual a todas luces se considera insuficiente, nos dejar ver hasta qué punto es importante defender la libertad, pero también cuán esencial es crear las condiciones para que la libertad individual se disponga hacia el bien común, esto es, actúe con responsabilidad social. También vemos qué difícil es determinar cuándo se vuelve necesario el control social y la restricción de las libertades. No queda otro camino que la deliberación y el discernimiento públicos para ir alcanzando decisiones correctas. Eso sí, con una continua evaluación de lo hecho y de adonde nos conduce lo decidido.
Se trata de generar procesos que de manera permanente (re) creen redes cívicas y (re)descubran valores que producen el tejido social y moral, y permiten cultivar una vida cívica que regenera instituciones, comunidades y prácticas sociales. Pero a la vez mantener en forma las instituciones ayuda a intensificar la creación de redes, de ecosistemas sociales y el fortalecimiento de los valores de las personas. Eso es especialmente cierto en las instituciones sociopolíticas que tienen responsabilidades sobre el conjunto de la sociedad. Hoy hay una honda conciencia de que para regenerar las instituciones tenemos que hacerlas más abiertas, accesibles y transparentes, así como evaluarlas y abrirlas a la colaboración de otros para detectar e impedir conductas inadecuadas. Se trata, en fin, de dotar a las organizaciones de métodos y medios eficientes para prevenir los malos usos que de ellas se hacen y las corrupciones diversas que dentro y a través de ellas se pueden generar. Y no solamente para evitar efectos negativos, sino para mejorar la calidad de los procesos y resultados alcanzados. Que las instituciones funcionen bien es esencial para la sociedad, que se generen prácticas a la altura de las necesidades del tiempo, también, y que la gente pueda confiar en ellas es capital para que haya una ciudadanía activamente comprometida y participativa.
En lo que vengo diciendo se contiene un reproche, más o menos explícito, al liberalismo: el de haber abandonado la esperanza de la comunidad política, si por tal comunidad entendemos una sociedad política unida en la afirmación de unas verdades que se comparten y de unas tradiciones donde se va formando progresivamente la vida cívica. Compartir verdades no supone una concepción de comunidad política que exija la afirmación de una sola visión de la vida buena, pues, el pluralismo religioso, político, cultural y moral forma parte indisputable del proyecto de comunidad política con una propuesta reflexiva y compartida. El planteamiento es precisamente que sin una mínima sustancia moral pública no es posible la civilidad y, por tanto, tampoco el pluralismo; y que la diversidad de asociaciones es una fuerza positiva a favor del bien común para enriquecimiento del conjunto de la comunidad. Así, pues, lo que en un primer momento puede parecer que, desde una óptica liberal, va contra el pluralismo, a la hora de la verdad es todo lo contrario.
Fuente: Por una política del bien común. Julio L. Martínez (extracto)