LIBERALISMO y SOCIALISMO

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movimientoobreroSECCION: HISTORIA DSI

        Ante el proceso de industrialización y el cúmulo de cambios que se producen, surgen ideologías y sistemas que justifican o critican el nuevo estado de cosas.

        El Liberalismo fue el crea­dor del Nuevo Régimen (liberalismo político) y de la doctrina económica que hizo avanzar a la industrialización: liberalismo económico o capitalismo. En definitiva, hay un valor supremo —la libertad— al que se somete todo. Este valor se plasma en unas estructuras políticas —el Estado liberal— y econó­micas: el mercado y la empresa libres, bases de la industria y el comercio ca­pitalistas.
        Los teóricos son bien conocidos: Hobbes (1588-1672), Locke (1632-1704), Montesquieu (1689-1755) y Rousseau (1712-1778) para la po­lítica, Adam Smith (1723-1790) y David Ricardo (1772-1823) para la eco­nomía.
        A la afirmación de la libertad como valor supremo es preciso añadirle dos concreciones más. No sólo la aplicaron a la creación de empresas y al co­mercio, sino también al mercado de trabajo, a la determinación del salario. Éste debía ser regulado libremente por la ley oferta-demanda. Se esperaba que una «mano invisible» lograse así la justicia, olvidando que la libertad, cuando no hay igualdad o semejanza entre los que contratan es «la tiranía de los privilegiados».
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        Y, de hecho, no había igualdad. Un ejemplo claro es la reiterada negativa de los gobiernos liberales a conceder la libertad de asociación a los obreros, reivindicada por estos desde los comienzos del movimiento obrero. En Es­paña no se llegó a ella hasta la víspera de RN, 1887.
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        Las teorías, y sobre todo la realidad del liberalismo en todos los terrenos, fueron discutidas por pensadores a los que genéricamente llamamos socia­listas.
• El socialismo premarxista fue la primera reacción contra el nuevo orden de cosas. Roberto Owen (1771-1858) en Inglaterra y EE.UU., Saint-Simon (1760-1825), Fourier (1772-1837) y Cabet (1788-1856) en Francia son los pa­dres del socialismo al que Marx denominó peyorativamente «utópico». Tan cierto como la utopía de algunas de sus ideas es que son los primeros en des­cubrir la injusticia del sistema capitalista y en plantear una alternativa, en la que, junto a análisis parciales y soluciones imposibles a corto plazo, algunas merecieron más atención de la que cosecharon: la reforma moral, por ejemplo, y su intuición de lo que serían las futuras cooperativas, fusión de capital y tra­bajo. Son también enormemente críticos con la teoría política liberal y denun­cian con realismo las libertades meramente formales o la ineficacia de las re­formas políticas que no solucionan la miseria de los trabajadores. En todos ellos y en Proudhom (1809-1865) se detecta una desconfianza innata en la po­lítica. Tras ellos, en torno a la revolución de 1830 en Francia, surgen pensado­res que insisten más que los utópicos en la reforma política: L. Blanc (1811- 1882) es su principal figura.
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• Corresponde a Karl Marx (1818-1883) haber concebido una ideología que permitió a la clase proletaria analizar la situación desde una perspectiva propia, de clase, y, a la vez, descubrir que el cambio deseado sólo sería posible ocu­pando el poder político. Con la colaboración de F. Engels (1820-1895) elaboró una teoría económica y, aunque más sucintamente, también política. Su crítica al capitalismo la realiza desde un doble punto de vista. Moralmente le acusa de injusto e inhumano por haber producido una sociedad donde una minoría —la clase dominante— posee el poder económico y político, mientras que la mayo­ría —la clase dominada— no posee más que la fuerza de su trabajo. Pronostica además la inviabilidad y ausencia de futuro del capitalismo por tres razones: engendra necesariamente crisis por estar presidido por el lucro egoísta; es ana­crónico, por querer mantener un sistema arcaico —la propiedad privada de los bienes de producción— y caerá arrastrado por la fuerza del proletariado, que saltará ante las presiones a las que se ve sometido. Puesto que la clave del capi­talismo es la propiedad de los bienes de producción, el propósito de Marx es desprivatizarla. Desaparecida la propiedad, desaparecerán también las clases sociales, los trabajadores percibirán el fruto íntegro de su trabajo y el Estado perderá buena parte de su razón de ser.
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Junto a esta ideología, Marx propició la divulgación de sus ideas a través de la AIT, la Asociación Internacional de Trabajadores, que más tarde se conocería co­mo Primera Internacional, fundada en Londres en 1866. Convencido de que la revolución era imposible entonces, decidió prepararla, dando una ideología y alentando a obreros de diversos países que, a través de sindicatos y partidos, hiciesen posible un día la posesión del poder político por la clase trabajadora, para, desde ahí, acabar con la propiedad privada y el poder económico de la cla­se dominante. Es claro que, actuando así, Marx ofrecía a los proletarios la po­sibilidad de pasar a ser actores y no sólo espectadores pasivos de la historia. Y que en esto está la raíz de su influjo.
Es también cierto que Marx no vio su esfuerzo coronado con el éxito. En 1872 se separó de él M. Bakunin (1814-1876), que dio origen al anarquismo, cuyo fin era  acabar no sólo con la propiedad privada de los bienes de producción, sino también con la forma de Estado. Esta escisión acabó con la Primera In­ternacional. En 1883 murió Marx sin ver realizados sus sueños ni unido al mo­vimiento obrero. Sólo a los seis años de su muerte, en 1889, un grupo de segui­dores suyos daba vida —ya sin los anarquistas— a la Segunda Internacional.

LOS TOTALITARISMOS

        La Segunda Internacional duró desde 1889 hasta la primera guerra mun­dial. A lo largo de estos veinticinco años el socialismo se fue desarrollando en Europa al amparo de la libertad que los regímenes democráticos conce­dieron a las asociaciones políticas y sindicales. Con el aumento del número de sus afiliados, los partidos y sindicatos de inspiración socialista experi­mentaron también una acusada tendencia al realismo, al centrismo o a posi­ciones más conservadoras y menos radicalmente revolucionarias. Fueron aceptando el sistema político y económico liberal e incluso pactaron alianzas electorales con partidos de inspiración burguesa, alejados de las tesis de Marx. Mantuvieron, eso sí, una oposición decidida a toda lucha que no fue­ra la de clases. Así fueron expresándose en sus sucesivos Congresos hasta 1912.
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        Con todo, cuando estalló la primera guerra mundial (1914) las mayorías dentro de cada partido socialista apoyaron la entrada en la guerra de sus pro­pios países. Junto a la tendencia conservadora ya apuntada, esta contradic­ción práctica acabó por minar su prestigio.
Avanzada ya la guerra, en 1917, Lenin encabeza la «revolución de octu­bre», que acaba con el régimen zarista e impone la dictadura del proletaria­do, ejercida a través del partido comunista. Aunque el régimen derrocado era feudal y estaba basado en una economía primordialmente agraria, la re­volución comunista se considera como un cumplimiento de las profecías de Marx: la clase obrera acabaría derrocando al capitalismo. Para exportar la experiencia rusa —presunta aplicación de las tesis de Marx— se crea la Ter­cera Internacional, comunista, en la que se invita a ingresar a los partidos socialistas que quieran abandonar las ambigüedades socialdemócratas de la Segunda Internacional y abrazar decididamente las tesis marxistas. A partir de 1925 Stalin se hace con el poder en Rusia.
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        En la misma década de los veinte, dentro del mundo occidental, surgen tendencias totalitarias, que atribuyen todo el poder al Estado. En Italia (1922) Mussolini, a través del fascismo, y Hitler en Alemania (1930), por medio del nacionalsocialismo, ocupan el poder político y acaban con la de­mocracia. El gran argumento que manejan es la eficacia con la que han re­montado la crisis económica entregando todo el poder al Estado.
La crisis del capitalismo, simbolizada en la caída de la Bolsa de Nueva York el «Jueves negro» (24 de octubre de 1929) afianza la idea de que el li­beralismo económico y el político han dejado de ser útiles y deben ser susti­tuidos por una política y una economía que concedan más atribuciones a los Estados.
La Segunda Guerra Mundial enfrentó a las dos potencias totalitarias eu­ropeas, Alemania e Italia, más Japón, con los países democráticos (Francia, Inglaterra y Estados Unidos sobre todo), a los que se añadió la Rusia comu­nista. Tras la derrota de las potencias totalitarias y el descubrimiento de los crímenes que se realizaron amparándose en su ideología, se gesta un pano­rama nuevo. En el mundo occidental se imponen la democracia en política y el capitalismo en economía. Con todo, al contarse entre los países vencedo­res la Rusia soviética, cuyos ideales, inspirados en el marxismo-leninismo, son opuestos a los de Occidente, surge la llamada «guerra fría» entre ambos bloques.
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En los años siguientes a la Guerra Mundial se produjeron dos fenómenos:
⦁  La reconstrucción económica de Occidente, lo que se empieza a llamar ya «pri­mer mundo», mientras que en los países dominados por el comunismo («se­gundo mundo») el desarrollo es mucho más lento y la forma política es el do­minio del partido único.
⦁  El proceso de descolonización, o la independencia de los países que antes esta­ban sometidos a potencias colonizadoras, Inglaterra y Francia principalmente. En 1948 se logra la independencia de la India y se crea el Estado de Israel. In­dochina y Egipto se suman a los países descolonizados en la década siguiente. En 1955 la Conferencia de Bandung reúne a 29 países afro-asiáticos que con­denan el colonialismo y el racismo. Nace aquí la expresión «tercer mundo» y también el concepto «países no alineados». Y a partir de 1960 (independencia del Congo Belga) el mapa político de África y Asia se transforma radicalmente. Buena parte de estos pueblos y otros más, situados mayoritariamente en el he­misferio Sur del planeta formarán el «tercer mundo».
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        Pero la independencia política no va acompañada por la económica. Las dos superpotencias (los EE.UU. y la URSS) encabezan bloques distintos y en­frentados entre sí, formados por países del «tercer mundo» que se han visto colocados en una de las dos órbitas.
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En los años sesenta y setenta se emprenden programas de desarrollo que, en gran parte, no consiguen su objetivo. A partir de 1973 surge la «crisis del petróleo», que ralentiza la economía occidental. A comienzos de los años ochenta aparece el problema de la Deuda Externa que los países empobrecidos no pueden pagar. Y se acentúa el enfrentamiento entre los dos bloques —con la consecuencia del abismo cada vez mayor entre el Norte y el Sur— hasta que el hundimiento del marxismo en Europa (1989) cambia de nuevo el escena­rio político.