Si tenemos necesidad de pensar y escribir constantemente sobre ella, es porque, si no estamos entre sus víctimas, su realidad se desvanece y se aleja de nosotros. Tenemos que hablar de la pobreza porque las personas, aisladas por su propia comodidad, dejan de verla.

 

** Extracto del libro “Panes y peces” (Dorothy Day)- Historia del Catholic Worker Movement.

La pobreza es extraña y elusiva. Hace treinta años que intento escribir sobre ella, sobre sus alegrías y sus tristezas, y probablemente podría seguir escribiendo otros treinta sin transmitir como me gustaría los sentimientos que suscita en mí. Condeno la pobreza y la recomiendo; la pobreza es a la vez simple y compleja; es un fenómeno social y un asunto personal. La pobreza es una realidad huidiza y paradójica.

Si tenemos necesidad de pensar y escribir constantemente sobre ella, es porque, si no estamos entre sus víctimas, su realidad se desvanece y se aleja de nosotros. Tenemos que hablar de la pobreza porque las personas, aisladas por su propia comodidad, dejan de verla. Así, muchas buenas almas que nos visitan nos explican que se criaron en la pobreza, pero que, gracias al duro trabajo y a la ayuda mutua, sus padres consiguieron pagar los estudios de todos los hijos, incluso dar sacerdotes y monjas a la Iglesia. Sostienen que las costumbres sanas y una situación familiar estable permiten escapar de la pobreza, por humilde que sea el entorno en que se ve uno obligado a vivir. Ésta es una teoría al uso, pero entonces ¿por qué no le funciona a todo el mundo? Pues, sencillamente, porque quienes la enuncian no saben nada de los pobres. Su concepto de la pobreza es tan pulcro y está tan pulcramente ordenado como la celda de una monja.

La pobreza tiene muchos rostros. Una persona puede ser pobre, por ejemplo, en espacio. El mes pasado estuve hablando con un hombre que vive en un piso de cuatro habitaciones con su mujer, cuatro hijos y varios parientes. Tiene un empleo estable y ‘ puede mantener a su familia, pero es pobre en luz, en aire y en j espacio. Todos sabemos lo que esto puede significar. En una ocasión, en la granja «Peter Maurin» nos encontramos con que el dormitorio de las mujeres estaba tan atestado que cuando llegaba alguien más tenía que instalarse en medio de la habitación.

Luego están quienes viven en condiciones económicas aparentemente aceptables, pero siempre al borde del desastre. Durante una visita que hice a Georgia y Carolina del Sur vi los campos de caravanas que hay a las afueras de Augusta, cerca de la planta de bombas de hidrógeno. Las familias de los obreros de la construcción que viven en continuo movimiento constituyen una parte considerable de nuestra gran población migratoria. Es posible que posean caravanas confortables, pero son pobres en las cosas físicas necesarias para llevar una vida adecuada. Aunque los sueldos sean muy altos, una enfermedad repentina y una acumulación de facturas del médico y del hospital, por ejemplo, pueden significar una caída, igualmente repentina, en la indigencia. Todo el mundo se estremece de tal modo ante la idea de la inseguridad que muchas personas, presas del miedo, sucumben mental y físicamente a su presión y terminan inundando los hospitales de todo el país. Ésa es, ciertamente, otra cara de la pobreza.

El comerciante que cuenta sus beneficios en centavos y el millonario, con sus asesores expertos en rentabilidad, han aprendido a amasar riqueza. Según ellos, si una persona sigue su ejemplo, siempre que esté sana mental y corporalmente, no tiene por qué ser pobre hoy en día. Pero eso no impide que todas las casas de acogida sigan llenas. Las familias nos dirigen cartas conmovedoras pidiéndonos ayuda, y a nosotros nos gustaría tener más espacio.

Más evidente y conocida es la pobreza de los barrios bajos. Nosotros vivimos en uno de ellos, que cada día está más poblado debido a la llegada de puertorriqueños, que tienen los peores sueldos de la ciudad y realizan los trabajos más duros y serviles. Han estado mal alimentados durante generaciones de explotación y miseria. Antes solíamos tener problemas a la hora de repartir las ropas de tallas pequeñas que llegaban a «The Catholic Worker». Los que comen carne y ensalada y se mantienen esbeltos nos entregan ropas, y Anne Marie, que se ocupa de esta sección, acostumbraba a decir: «¿Por qué los que están gordos son siempre pobres? Nunca tenemos suficientes ropas que les vayan bien». Es posible que algunos de los pobres que acuden a nosotros estén gordos por las féculas que comen, pero los pobres puertorriqueños están delgados. De hecho, ahora las ropas de la casa de San José encuentran más fácilmente nuevos usuarios.

Los puertorriqueños sufren carencias no sólo en alimentación y ropa de vestir, sino también en vivienda. Sus familias se hacinan en casas oscuras, plagadas de parásitos. Pero este problema no afecta sólo a los puertorriqueños, ni mucho menos. En esta era de prosperidad proclamada a los cuatro vientos, la vivienda, una necesidad básica, es lo más difícil de encontrar en la ciudad. En 1933, cuando empezó su actividad «The Catholic Worker», se podían encontrar todos los pisos que se quisiera. Cualquier persona podía tener un hogar en las «viviendas de renta antigua», que, después de todo, tenían agua y un lavabo y podían calentarse perfectamente con estufas de gas o de leña. (En muchas ocasiones, aquel calor era más satisfactorio que el de la calefacción por vapor, que se extinguía demasiado pronto de noche o, por el contrario, se dejaba sentir en días calurosos de primavera y otoño).

Pero la reforma de las viviendas ha comportado el cierre de los edificios viejos, no su reparación y adecuación para que puedan ser ocupados, mientras que las viviendas construidas no han sido suficientes para alojar a las familias desahuciadas. Los albergues municipales están llenos de familias y de hombres solos que no tienen trabajo o están de paso. Las viviendas de renta antigua que subsisten están más abarrotadas que nunca por haber sido derribadas muchas de ellas.

Años atrás no resultaba difícil encontrar un piso de alquiler, aunque la familia tuviera cinco hijos. Ahora es muy diferente. La mayor parte de las familias jóvenes que nosotros conocemos hoy en Nueva York han tenido que «comprar» un piso o una casa pidiendo un préstamo a un banco, o bien recurriendo a los beneficios proporcionados por el «G.I. Bill of Rights», o a familiares o amigos. En algunos casos, las familias, en un gesto de terca abnegación, deciden prescindir de todo lo que no es esencial hasta que consiguen ahorrar el dinero para comprarlo. El hecho es que ya no somos una nación de propietarios de casas y arrendatarios de pisos, sino una nación de personas que tienen  deudas e hipotecas, y estamos esclavizados, por éstas y por la compra a plazos hasta tal punto que las familias viven ciertamente en la pobreza, sólo que es una pobreza con otro rostro.

Cuando escribo tengo ante mí una imagen de san Vicente de Paúl obra de Fritz Eichenberg, un cuáquero que realiza los grabados en madera para The Catholic Worker. El santo tiene en sus brazos a un niño rollizo, mientras otro niño, delgado y pálido, se aferra a él. Sí, los pobres siempre estarán con nosotros -lo dijo Nuestro Señor- y siempre será necesario que compartamos lo nuestro, que nos privemos de algo para ayudar a otros. Es, y será siempre, una labor constante. Pero estoy convencida de que Dios no pretendió que hubiera tantos pobres. La lucha de clases depende de lo que nosotros, no él, hagamos y consintamos, y está claro que debemos hacer lo que esté en nuestras manos para cambiar el mundo. Por eso en The Catholic Worker impulsamos medidas como la creación de sindicatos y cooperativas crediticias, asociaciones de ayuda mutua y comunas agrícolas, así como la realización de reformas agrarias voluntarias.

¡Tantos pecados contra los pobres claman al cielo! Uno de los pecados más graves es privar al trabajador de su salario. Otro pecado es inculcarle deseos viles, pero tan compulsivos que quiera vender su libertad y su honor para satisfacerlos. Todos somos culpables de concupiscencia, pero los periódicos, la radio, la televisión y legiones de publicistas (desgraciada generación) estimulan deliberadamente nuestros deseos, cuya satisfacción a menudo significa el deterioro de las condiciones de vida de la familia. Tenemos que hacer todo lo posible para combatir estos males sociales tan difundidos atacando sus causas. Pero por encima de todo debemos tener presente que la responsabilidad es siempre personal. El mensaje que se nos ha encomendado procede de la cruz.

En nuestro país nos hemos rebelado contra la pobreza y el hambre en el mundo. Nuestra respuesta ha sido típicamente norteamericana: hemos intentado poner todo en orden, construir asilos y hospitales mejores y más grandes. Aquí, loado sea Dios, la miseria va a ser tratada de una manera más eficaz y ordenada. Sí; nosotros hemos intentado hacer mucho, mientras el Estado asumía más y más responsabilidades en la atención a los pobres. Pero la caridad tiene estrictamente la fuerza de quienes la administran. Cuando las ropas de cama no pueden ser revueltas por los miembros deformados por la vejez, y las mesitas de noche no contienen la mísera barahúnda de quienes tratan de crear un hogar en tomo a sí con sus escasas pertenencias, sabemos que no estamos atendiendo como debemos a nuestros semejantes.

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