Papa Francisco.  Discurso a los participantes en el encuentro de «Economía de Comunión»

En el Evangelio, las palabras más rotundas sobre el poder que pronuncia Jesús se refieren al dinero. ¿Es casualidad?

Él mismo otorga dignidad regia al dinero, ya que solo identifica a dos soberanos en este mundo: Dios y Mammona: «No acumuléis tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los corroen y donde los ladrones descerrajan y roban; acumulad más bien tesoros en el cielo, donde ni la carcoma ni la herrumbre los corroen y donde los ladrones no descerrajan ni roban. Porque donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón. La lámpara del cuerpo es el ojo; por tanto, si tu ojo está limpio, todo tu cuerpo estará en la luz; pero si tu ojo está enfermo, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Por tanto, si la luz que hay en ti es tiniebla, ¡qué grande será la oscuridad! Nadie puede servir a dos amos. Odiará a uno y amará al otro, o preferirá a uno y despreciará al otro; no podéis servir a Dios y a Mammona» (Mt 6, 19-24).

Una paradoja aparente: ¿cómo es posible que el propio Jesús haya elevado el dinero a soberano? En realidad el Nazareno sabía bien de lo que hablaba, era en cierto modo un experto en dinero: las metáforas con fondo económico son numerosas en el Evangelio, de lo que se deduce que Jesús conocía bien el «mercado» de su época. No hay más que pensar en el episodio del administrador deshonesto (Lc 16, 1-13) probablemente una historia real sucedida en Jerusalén en aquellos años y que el evangelista Lucas cita intencionadamente antes de exponer él también la necesidad de elegir entre Dios y Mammona.

Conociendo el dinero, comprendía su fuerza persuasiva: el dinero promete una vida mejor y más larga, incluso feliz, como solo Dios sabe dar. De este modo el dinero puede convertirse en objeto de una forma de culto.

Existe una auténtica religión del dinero, o más bien una idolatría. Si con la cirugía estética, con la adquisición de un riñón, de un útero o de una rodilla, y con posibilidades de desplazamiento prácticamente ilimitadas, con la increíble capacidad de lucro que ofrece Internet, el dinero confiere un poder muy grande a quien lo posee, la idolatría gana terreno.

A fin de cuentas, el dinero es lo que más permite acercarse a la eternidad y realizar promesas semejantes a las de la religión, promesas de omnipotencia y de felicidad. Por eso Jesús propone estas metáforas como experto en humanidad, siempre siguiendo la gran tradición de los profetas, a la que acude continuamente, tanto en el tono como en la sustancia.

En ciertos ambientes no se puede dejar de hablar del dinero como un ídolo, como el ídolo por excelencia.

La Biblia nos lo explica de diversos modos. No es casualidad que el primer acto público de Jesús en el Evangelio de Juan sea la expulsión de los mercaderes del templo: «Habiendo entrado en el templo, se puso a echar a los que vendían y compraban en el templo; volcó las mesas de los cambistas y las sillas de los vendedores de palomas y no permitía que se trasladaran cosas a través del templo. Y les enseñaba diciendo: “¿No está escrito: ‘Mi casa será llamada casa de oración para todas las gentes?” ¡En cambio, vosotros habéis hecho de ella una cueva de ladrones! ”. Lo oyeron los sumos sacerdotes y los escribas y buscaban el modo de darle muerte. Le tenían miedo porque todo el pueblo estaba admirado de su enseñanza».

¿Qué significa? Que no se puede especular con la fe, que hay que mantener bien separados el ámbito religioso y el profano, que la verdad da miedo a los poderosos, y otras cosas más.

Efectivamente, hay muchas enseñanzas contenidas en este breve relato evangélico. Pero quizá la más clara es que no se puede comprender el Reino que trajo Jesús si no nos liberamos de los ídolos, empezando precisamente por el dinero, que es importante en la vida de las personas humanas sin convertirse en un ídolo, sobre todo cuando no hay; porque de él dependen la comida, el colegio y el futuro de los hijos.

El dinero se transforma en ídolo cuando se convierte en el fin de nuestra vida. La avaricia, que por algo es un vicio capital para la Iglesia Católica, es un pecado de idolatría, porque la acumulación de dinero se convierte en el fin de nuestro obrar.

«Nadie puede servir a dos amos» (Mt 6, 24), está escrito en el Evangelio. O sea, que existen dos amos, Dios o Mammona, Dios o el dinero: el anti-Dios, el ídolo.

Entonces, cuando la economía capitalista hace de la búsqueda del lucro su único fin, se expone a convertirse en una estructura idolátrica, una forma de culto. Miremos la plaga de los juegos de azar: la «diosa fortuna» es cada vez más la nueva divinidad de ciertas prácticas financieras y de todo ese sistema de apuestas que está destruyendo a millones de familias en el mundo.

Este culto idolátrico se presenta como un sustitutivo de la vida eterna. Cada uno de estos productos (automóviles, teléfonos móviles, paquetes de vacaciones, casas) envejecen y se gastan, pero si tengo el dinero o el crédito necesario, puedo sustituirlos inmediatamente, y con eso me creo que soy omnipotente, inmortal, que puedo retar incluso a la muerte.

Pero entonces, ¿cuál es el modo mejor y más concreto de evitar hacer del dinero un ídolo?

Es sencillo: basta compartirlo con los demás, sobre todo con los pobres, dar estudios y trabajo a los jóvenes, crear lugares de confianza y humanización, considerar nuestra riqueza como parte del patrimonio común de la humanidad, y no solo de nuestra familia, de nuestro propio clan, de nuestra etnia, de nuestro lobby. Cuando compartimos el dinero, cuando los empresarios comparten sus beneficios con los pobres, con las instituciones públicas o privadas que trabajan por el bien, realizamos un acto de alta humanidad, y le decimos al dinero con hechos: «Tú no eres dios, tú no eres señor, tú no eres el amo».

Tampoco hay que olvidar esa alta filosofía y esa alta teología que hacía decir a nuestras abuelas: «El diablo entra por los bolsillos».