Papa Francisco, Encuentro con el mundo del trabajo – Establecimiento siderúrgico Ilva – (27 de mayo de 2017)
La crisis de valores en el mundo del trabajo es grave. Muchos de estos nuevos principios no son coherentes con la dimensión humana y, por consiguiente, tampoco con el humanismo cristiano.
RIVALIDAD
Por ejemplo, el énfasis que se suele poner en competir dentro de la empresa no es solo un error antropológico, sino también un error económico, porque olvida que la empresa es ante todo cooperación, asistencia mutua, reciprocidad.
Cuando la dirección y administración de una empresa crea un sistema despiadado de incentivos individuales que ponen a los trabajadores a competir unos con otros, a corto plazo quizá pueda dar buen resultado, pero pronto acabará minando el tejido de confianza que es el alma de todo organismo social.
Y así, apenas llegan las primeras señales de crisis, la empresa se deshilacha e implosiona, porque ya no hay nada arraigado y profundo -o sea, humano- que la mantenga unida.
Hay que decir con fuerza que esta rivalidad excesiva entre los trabajadores dentro de la empresa es un grave error que se ha de corregir si se desea el bien de la empresa, de los trabajadores y del orden económico en su conjunto.
MERITOCRACIA
Otro valor emergente que en realidad es un antivalor es la tan alabada meritocracia, que fascina porque usa una palabra de por sí hermosa y rica: mérito. Pero la instrumentaliza y la utiliza de modo ideológico, desnaturalizándola y pervirtiéndola.
En efecto, la meritocracia está convirtiéndose en una legitimación ética de las desigualdades y las exclusiones, y el nuevo capitalismo, a través de la meritocracia, da una apariencia moral a esa desigualdad, porque interpreta los talentos de las personas no como un don sino como un mérito. De esta estrategia deriva un auténtico sistema de ventajas y desventajas que se acumulan.
Así, si dos niños nacen diferentes por talentos u oportunidades sociales y económicas, el mundo económico interpretará los diversos talentos como méritos y los remunerará diferentemente. Y cuando esos dos niños se jubilen, la desigualdad entre ellos se habrá multiplicado. ¡Qué lejos están los tiempos en los que el pueblo judío, por medio del año sabático y del año jubilar, llevaba a cabo la condonación de las deudas, el barbecho de los campos, la devolución del patrimonio familiar! (CDSI 24).
Otra consecuencia de la meritocracia es que se considera al pobre como una persona sin mérito, y por tanto, culpable. De este modo, si la responsabilidad del estado de indigencia es culpa del pobre, los ricos están exonerados de hacer algo por ellos.
Bien mirado, esta es la vieja lógica de los amigos de Job, que lo querían convencer de que era culpable de su desventura. Pero esta no es la lógica del Evangelio, no es la lógica de la vida humana.
En el Evangelio encontramos la meritocracia, una vez más, en la riquísima parábola del hijo pródigo (Le15, 11-32), especialmente en la figura del hermano mayor, el cual desprecia a su hermano menor cuando este vuelve a casa después de haber despilfarrado su parte de la herencia, y piensa que tiene que seguir siendo un fracasado porque se lo ha merecido. En cambio, el padre, que no quiere la meritocracia, piensa que ningún hijo se merece las bellotas o las algarrobas de los cerdos. Los hijos, más allá de su devenir histórico, no dejan de ser hijos con igual dignidad.