LA NUEVA ÉTICA MUNDIAL- Retos para la Iglesia –
Marguerite A. Peeters,
Directora del Institute for Intercultural Dialogue Dynamics
Para leer el texto en PDF: NUEVA -ETICA-MUNDIAL-retos-para-la-iglesia
Resumen
Este folleto ofrece una visión de conjunto de los retos a los que se enfrentan los cristianos ante la nueva ética mundial que se ha ido imponiendo desde el final de la guerra fría. Inmediatamente después de la caída del muro de Berlín, se produjo una revolución cultural global: nuevas palabras, nuevos paradigmas, normas, valores, estilos de vida, métodos educativos y procesos de gobernabilidad, pertenecientes a una nueva ética, se extendieron por todo el mundo y lograron imponerse. Se trata de un sistema ético postmoderno y, en sus aspectos radicales, post- judeocristiano. Se trata, además, de una normativa global: ya rige las culturas del mundo. La mayoría de los intelectuales y de los responsables de la toma de decisiones tienden a seguir las nuevas normas sin analizar cuidadosamente su origen y sus implicaciones, mientras que una minoría ha sido reaccionaria. No se ha realizado un ejercicio de discernimiento.
El contenido de la nueva cultura no es evidente por sí mismo. Bajo la apariencia de un «consenso suave», la ética mundial esconde un programa anticrístico enraizado en la apostasía occidental e impulsada por minorías poderosas que llevan el timón de la gobernabilidad mundial desde 1989. Algunos cristianos ya confunden los paradigmas de la nueva cultura con la doctrina social de la Iglesia. El peligro de que los cristianos se alineen con la nueva ética es particularmente real en los países en vías de desarrollo que afrontan ahora de pleno los efectos de la globalización. Por otra parte, los cristianos no pueden poner en duda que Dios dirige de modo providencial los acontecimientos del mundo. Están llamados a discernir los signos de la acción del Espíritu Santo en la nueva cultura y a evangelizarla, ofreciendo así una alternativa a la deconstrucción postmoderna.
La ignorancia de lo que realmente está en juego – en términos tanto sociopolíticos y culturales como antropológicos y teológicos – es abismal. Ahora bien, la ignorancia siempre es mala consejera. Un estudio serio de la revolución cultural global en sus contenidos y procesos permitirá a los cristianos ejercer sus responsabilidades. Este esfuerzo corresponde a la misión evangelizadora de la Iglesia.
Una revolución cultural mundial
Al final de la guerra fría, centenares de conceptos nuevos se extendieron como un reguero de pólvora hasta las partes más remotas del planeta, expresándose a través de un nuevo lenguaje. Demos unos cuantos ejemplos en desorden:
globalización con rostro humano, ciudadanía mundial, desarrollo sostenible, buen gobierno, construcción de consenso, ética mundial, diversidad cultural, libertad cultural, diálogo de civilizaciones, calidad de vida, educación de calidad, educación para todos, derecho a elegir, elección informada, consentimiento informado, género, igualdad de oportunidades, principio de equidad, criterio dominante, atribución de poder, ONG, sociedad civil, colaboración, transparencia, participación de los beneficiarios, gestión responsable, holismo, consulta extensa, facilitación, inclusión, sensibilización, esclarecimiento de valores, creación de capacidades, derechos de la mujer, derechos del niño, derechos reproductivos, orientación sexual, aborto sin riesgo, maternidad segura, enfoque de derechos humanos, beneficio para todas las partes, entorno favorable, igualdad de oportunidades, preparación para la vida, educación impartida por los pares, integridad corporal, internalización, apropiación, agentes de cambio, prácticas óptimas, indicadores de progreso, enfoque sensible a la cultura, espiritualidad secular, Parlamento de Jóvenes, educación para la paz, derechos de las generaciones futuras, responsabilidad social corporativa, comercio justo, seguridad humana, principio de precaución, prevención, etc. …
Ya no se puede negar la predominancia de estos conceptos en la cultura contemporánea, cuya principal característica es que es mundial.
Este revoltijo aparente de palabras y conceptos no puede ser ni condenado ni apoyado en su totalidad. Las genuinas aspiraciones humanas y los valores perennes se han enmarañado con los frutos amargos de la apostasía occidental que han corrompido el proceso de globalización desde dentro.
Sin embargo, el nuevo lenguaje mundial tiende a excluir palabras que pertenecen específicamente a la tradición judeocristiana, como por ejemplo:
verdad, moralidad, conciencia, razón, corazón, virginidad, castidad, esposo, marido, mujer, padre, madre, hijo, hija, complementariedad, servicio, ayuda, autoridad, jerarquía, justicia, ley, mandamiento, dogma, fe, caridad, esperanza, sufrimiento, pecado, amigo, enemigo, naturaleza, representación.
¿Acaso no sugirió Jacques Derrida, el maestro de la deconstrucción postmoderna, en una entrevista concedida al periódico francés Le Monde, poco antes de morir en 2004, que se eliminara la palabra «matrimonio » del código civil francés para resolver el problema del estatus jurídico de las parejas homosexuales? La exclusión de ciertas palabras es un factor que debe tomarse en consideración cuando se analizan los retos de la ética mundial.
Algunos de los nuevos conceptos se ha transformado en paradigmas mundiales. Se ha pasado así de la generación espontánea de conceptos a un proceso normativo a través del cual las minorías en el poder han logrado imponer a todos sus interpretaciones ideológicas de los nuevos conceptos: el proceso normativo ha sido acompañado por un proceso de radicalización ideológica. Definir públicamente la homosexualidad como pecado, por ejemplo, equivale ahora a violar una de las normas supremas de la nueva cultura: el derecho absoluto a elegir o el principio de no- discriminación.
Los nuevos paradigmas reflejan unos cambios culturales dramáticos que marcan el paso de la civilización occidental de la modernidad a la postmodernidad. Los nuevos paradigmas postmodernos desestabilizan los antiguos paradigmas modernos. Veamos algunos ejemplos de estos cambios:
de desarrollo como crecimiento se pasa a desarrollo sostenible,
de gobierno a gobernabilidad,
de democracia representativa a democracia participativa,
de autoridad a autonomía y a derechos individuales,
de esposos a pareja,
de felicidad a calidad de vida,
de lo dado a lo construido,
de la familia a todas las formas de familia, de padres a reproductores,
de necesidades materiales objetivas y cuantificables a un enfoque arbitrario de los derechos,
de la caridad a los derechos,
de la identidad cultural a la diversidad cultural,
de voto mayoritario a consenso,
de confrontación a diálogo,
de seguridad internacional a seguridad humana,
de valores universales a una ética mundial, y así seguido.
Los cambios culturales que se han producido desde el final de la guerra fría tienen la magnitud de una revolución cultural mundial. Sus implicaciones son extremadamente complejas y deben ser estudiadas una por una con cuidado.
La influencia de las nuevas normas no se ha limitado a la adopción de un nuevo marco conceptual: los nuevos paradigmas se han transformado en principios dinámicos de acción que ya han llevado a transformaciones concretas e irreversibles en todos los sectores de la vida socioeconómica y política. Estas transformaciones nos afectan directamente, ahí donde nos encontramos, en nuestras vidas diarias, especialmente en las áreas que son más importantes para la moralidad personal y social, como son la educación y la sanidad: nuevas leyes y políticas, cambios radicales de mentalidades y estilos de vida, códigos de conducta para empresas e instituciones, cambios en el contenido de los planes de estudios y los libros de texto, nuevas normas y método de toma de decisiones en la política, los sistemas de sanidad y la educación, nuevas prioridades estratégicas para la cooperación internacional, modos radicalmente nuevos de enfocar el desarrollo, una transformación a fondo de los principios y mecanismos democráticos – una nueva escala de valores impuesta a todos.
La eficacia del proceso revolucionario ha sido tal que los nuevos conceptos ya son omnipresentes. Empapan la cultura de las organizaciones internacionales, supranacionales y regionales, la cultura de los gobiernos y de sus ministerios, de los partidos políticos (tanto de izquierdas como de derechas) y de las autoridades locales, la cultura corporativa, la cultura de los sistemas de sanidad y de educación, la cultura de los medios de comunicación, la cultura de las innumerables redes de ONG y la gobernabilidad transnacional. En diversos grados, el nuevo lenguaje también ha penetrado el mundo de las religiones, incluso en ONG y organizaciones benéficas cristianas.
En todas partes del mundo, las sociedades y las naciones viven ahora en una cultura gobernada por los valores del consenso, la diversidad, las colaboraciones, la sostenibilidad, el holismo, la elección, la igualdad de género, la participación de las bases, etc. Para mejor o peor, seamos o no conscientes de ello, la cultura mundial nos educa a todos. Ahora bien, insistimos en que el contenido de esta cultura, que externamente resulta atractiva, no es evidente. No es neutro -la neutralidad es un mito en el que nadie ha creído nunca verdaderamente. Los nuevos valores son ambivalentes. La posibilidad de un auténtico consenso coexiste con un programa radical. La ambivalencia no significa tolerancia y elección, aunque la mayoría tienden a creerlo. La ambivalencia es un proceso de deconstrucción de la realidad y de la verdad que lleva al ejercicio arbitrario del poder, a la dominación y a la intolerancia. La paradoja de la postmodernidad es que se trata de deconstruir las formas modernas de ejercicio del poder y a la vez de introducir formas nuevas, más sofisticadas y sutiles, de hacerse con el poder.
Integrados en una cultura, los nuevos conceptos no resultan confusos. Forman parte de una dinámica, están regidos por una lógica interna. Los nuevos conceptos están interrelacionados, son interactivos, interdependientes, indivisibles y se refuerzan mutuamente. Pertenecen a un sistema, un todo que lo contiene todo. Por ejemplo, en el nuevo sistema, la buena gestión de los asuntos públicos, que presupone la construcción de consenso y la participación de las ONG desde la base, es el instrumento mediante el cual se aplica el desarrollo sostenible, y éste pasa por la igualdad de géneros, de la cual el acceso universal a la salud reproductiva, a su vez basada en la elección informada y el derecho a elegir (es decir, el derecho a abortar), es un prerrequisito. Los nuevos paradigmas son holísticos, hasta el punto de que se incluyen totalmente los unos en los otros.
Una nueva ética proporciona a los nuevos paradigmas su configuración unificadora. La ética es mundial. La ética mundial ha sustituido a los valores universales sobre los que se fundó el orden internacional en 1945 y que ahora se consideran obsoletos. El punto de partida y la meta de la ética mundial no coinciden con los del tradicional concepto de universalidad: la ética mundial está corrompida por la radicalización. Es imposible comprenderla sin relacionarla con la «nueva teología» que precedió a la revolución cultural y que empujó la trascendencia de Dios «al otro lado», colocando lo inmanente en manos del hombre.
La mayoría de las nuevas normas todavía no se integran formalmente en el derecho internacional y por lo tanto aún no son vinculantes. Sin embargo, el poder de la revolución ha sido tal que vinculan de otra manera, no sólo a los gobiernos sino sobre todo a las mentalidades y comportamientos en el seno de las culturas del mundo. La nueva ética es un Diktat. En términos de eficacia y eficiencia, parece más poderosa que la ley y que el derecho internacional. ¿Qué jefe de estado ha propuesto, articulado y definido alternativas a los nuevos paradigmas? ¿Qué organización se ha atrevido exitosamente a cuestionar sus principios subyacentes? ¿Qué cultura ha planteado una resistencia eficaz? El hecho es que los actores políticos y sociales influyentes en todas partes del mundo, no sólo no han opuesto resistencia sino que han interiorizado los nuevos paradigmas y se han apropiado de ellos. El alineamiento ha sido general.
A pesar de su eficacia devastadora, la revolución cultural ha pasado prácticamente desapercibida. Ha sido una revolución silenciosa. Se ha llevado a cabo sin derramamiento de sangre, sin confrontación abierta, sin golpe de estado ni derrocamiento de instituciones. No se ha producido en ningún país del mundo un debate abierto, sostenido y democrático sobre el contenido de los nuevos conceptos. No se ha manifestado ninguna oposición ni resistencia. Todo ha sucedido sigilosamente, mediante la búsqueda de consenso, campañas de concienciación y sensibilización, procesos informales, asesoramiento entre iguales, esclarecimiento (los «expertos» supuestamente esclarecen los valores de las culturas y tradiciones, y dicen cuáles son aceptables, integrando en ellas su propio programa), diálogo, colaboraciones, procesos paralelos, ingeniería social, ajustes culturales y otras técnicas blandas de cambio social que son manipuladoras en la medida en que esconden y tratan de imponer a todos el programa de unos pocos.
La revolución se ha producido por encima del nivel nacional (en la ONU), y por debajo (a través de las ONG, en lo que se ha denominado «movimiento de la sociedad civil»). Los verdaderos propietarios de la nueva ética no son ni los gobiernos ni los ciudadanos a quienes representan, sino grupos de presión que persiguen intereses especiales que, como veremos más adelante, se han hecho con el poder normativo mundial a hurtadillas. Estos grupos han sido la punta de lanza de la revolución, los pioneros, los expertos que han forjado el nuevo lenguaje manipulador, los sensibilizadores que han liderado «campañas mundiales», los constructores de consenso, los facilitadores, los principales socios de la gobernabilidad mundial, los ingenieros sociales, los campeones de la ética mundial.
Al esquivar los principios democráticos, la revolución no ha afectado a las estructuras externas de las instituciones políticas. No ha cambiado por ahora su mandato. No ha instaurado un nuevo régimen político. Es en el seno de instituciones, empresas, escuelas, universidades, hospitales, culturas, gobiernos, familias, dentro de la Iglesia, donde se han producido cambios radicales de mentalidad y de comportamiento. La fachada institucional se mantiene en pie, pero el interior ya lo ocupan extraños. El enemigo se encuentra dentro: el campo de batalla del postmodernismo es interno.
Marco histórico
¿Cómo se produjo la revolución? Las circunstancias históricas tras la caída del muro de Berlín facilitaron la toma de poder por parte de los agentes de la revolución. A principios de los 90, la ONU desempeñó un papel importante, aunque no exclusivo, como catalizador de los cambios culturales en el mundo. Hoy, los socios de la ética mundial son tan numerosos, tan diversos y tan poderosos que su programa seguiría penetrando el tejido de la sociedad aunque la ONU desapareciera.
Al finalizar la guerra fría, la gente estaba preparada para un cambio. Aspiraban a la paz, a la democracia, a la libertad, a la libertad religiosa, a la reconciliación entre pueblos, a un nuevo consenso genuino, a un desarrollo real, a la solidaridad entre norte y sur, a la participación de la base, a una visión holística de la realidad, a una integración consciente de las preocupaciones humanas y medioambientales en la elaboración de políticas, a la descentralización, a la subsidiariedad, a la igualdad, a un proceso de globalización centrado en la persona, a un auténtico diálogo entre culturas y al respeto mutuo. El desarrollo sostenible, la atribución de poder a las mujeres, el buen gobierno, la educación por la paz, el diálogo entre civilizaciones y la mayoría de los otros nuevos paradigmas adoptados en los 90, parecían responder a lo que la humanidad esperaba. Pero las aspiraciones de la humanidad han sido secuestradas. La ética mundial, la solidaridad, el altruismo y el humanitarismo ahora sirven frecuentemente de tapadera para un programa de deconstrucción humana y social.
El final de la división este-oeste coincidió con la rápida aceleración de la globalización económica. El poder financiero y económico de las multinacionales creció exponencialmente, mientras que el poder de los estados-nación parecía disminuir. La ONU trató de fortalecer sus instituciones y de posicionarse en el centro estratégico de la gobernabilidad mundial. Proclamando que había recibido un mandato ético y declarando que gozaba de un monopolio sobre la ética en la era de la globalización, la ONU se presentó como la única institución capaz de humanizar la globalización y de hacerla ética y sostenible. Ofreció una «autoridad moral universal» que contrarrestara el poder económico mundial del mercado. Además, la ONU argumentó que los «problemas globales» no sólo requerían soluciones globales, sino también valores globales – una ética mundial que sólo la ONU sería capaz de forjar y de aplicar.
En cuanto terminó la guerra fría, la ONU organizó una serie de conferencias intergubernamentales sin precedentes. La finalidad del proceso de conferencias era la de construir una nueva visión integrada del mundo, un nuevo orden mundial, un nuevo consenso global, en relación con las normas, los valores y las prioridades que debía tener la comunidad internacional en la nueva era: la educación (Jomtien, 1990); la infancia (Nueva York, 1990); el medioambiente (Río, 1992); los derechos humanos (Viena, 1993); la población (El Cairo, 1994); el desarrollo social (Copenhague) ; la mujer (Beijing, 1995); el hábitat (Istambul, 1996); y la seguridad alimenticia (Roma). Las conferencias fueron concebidas como un continuo, y el consenso global como un paquete que integraba todos los nuevos paradigmas en una nueva síntesis cultural y ética.
El nuevo consenso sólo tardó seis años en ser construido y apoyado mundialmente. La fase de implementación empezó en 1996. Desde entonces, los agentes de la revolución se han asegurado de que ningún debate vuelva a abrir o cuestione el supuesto consenso.
La revolución de Internet de mediados de los 90, el crecimiento exponencial de colaboraciones y de redes transnacionales informales de gestión de los asuntos públicos (que agrupan a fundaciones multimillonarias, a políticos de ideología afín, a ONG, a representantes del mundo de las finanzas, a empresas, a académicos…), la globalización bajo todas sus formas y la estrategia de descentralización y regionalización de la ONU han contribuido a que el programa global se aplique efectivamente a nivel local, pasando por los niveles regional y nacional.
Por su mandato, la ONU es una organización intergubernamental. Se suponía que el «consenso global» debía reflejar la voluntad de los gobiernos y que éstos a su vez debían representar la voluntad del pueblo. Pero en la práctica, las normas mundiales fueron construidas por «expertos» elegidos en función de su orientación ideológica.
¿Cómo pudieron los ideólogos hacerse con el poder normativo global? En 1989, se razonaba como si el «final de las ideologías» hubiera establecido automáticamente un estado de consenso en el mundo. En el nuevo esquema de ideas, los problemas de la humanidad eran ahora de tipo únicamente pragmático. La «neutralidad» de las nuevas cuestiones que se encontraban en el centro de la cooperación internacional se consideraba evidente: la degradación medioambiental, la desigualdad de sexos, el crecimiento poblacional, los abusos de los derechos humanos, la pobreza creciente, la falta de acceso a educación y sanidad, etc. Además, la ONU argumentó que estos problemas son «globales» por naturaleza. De acuerdo con esta lógica, lo que los gobiernos necesitaban no era un debate democrático sino la experiencia del terreno y los conocimientos técnicos de las ONG. La mayoría cometió el error de adherirse al mito de la neutralidad sin interesarse por el fundamento antropológico e ideológico de estas cuestiones.
En realidad, la generación de mayo del 68, el poderoso lobby de control poblacional y su industria multimillonaria, los movimientos ecofeministas y otras ONG seculares occidentales, así como los académicos postmodernos, ocuparon puestos clave en las Naciones Unidas y en sus agencias especializadas desde los años 60. Mientras que los gobiernos occidentales se centraban en tratar de contener la amenaza soviética durante la guerra fría, una minoría de ideólogos afines ente sí, trabajando en las burocracias internacionales y operando en redes, adquirían unos conocimientos indisputables en las diversas áreas socioeconómicas que se abordaban en las conferencias. Después de 1989, se presentaron como los expertos que la comunidad internacional necesitaba para afrontar los nuevos retos de la cooperación internacional. Al no encontrar ninguna oposición, estos ideólogos ejercieron un liderazgo normativo mundial bajo la tapadera de sus conocimientos técnicos. El programa oculto de una minoría de tecnócratas ideológicos era el de lograr un cambio cultural global acorde con sus objetivos de ingeniería social.
El hecho político principal de la revolución cultural es el control efectivo que adquirieron distintos grupos de la sociedad civil (sobre todo las ONG) sobre la maquinaria de la ONU, así como el control por parte del Secretariado General de la ONU sobre los estados miembros. La influencia de ONG poderosas en la formación y dirección de políticas “globales” tras la caída del muro de Berlín creció de modo dramático. Los “actores no estatales” se convirtieron en los principales impulsores del cambio cultural. Las ONG han sido el socio primario del Secretariado de las Naciones Unidas y de las agencias especializadas de la ONU en toda su actividad, desde la fijación de prioridades hasta la construcción de consenso, pasando por la aplicación de políticas y la “monitorización del progreso”.
La interacción entre la ONU y las ONG pronto se convirtió en un principio: el principio de partenariado. Este principio estipula que los actores gubernamentales y no gubernamentales deben ser tratados como socios iguales. La condición para formar parte de una colaboración es la de adherirse a una visión y a una estrategia preestablecidas: los socios deben tener ideas afines. Cualquier fuerza que no esté alineada con esta visión queda excluida de antemano. Las colaboraciones son exclusivas. En la práctica, la ética mundial y sus diversos componentes han sido la única visión común de todas las colaboraciones existentes.
El reclamar cada vez más poder político para los “socios” en detrimento de los que lo ejercen legítimamente pertenece a la lógica del principio de partenariado. Por lo tanto, es razonable preguntarnos si este principio de partenariado contribuye de modo determinante a la deconstrucción de la democracia. No obstante, el principio se ha impuesto con tanta fuerza que ha engendrado una cultura mundial de colaboraciones entre socios.
El principio de partenariado a su vez ha creado nuevos patrones políticos: entre otros, los principios de buena gestión de los asuntos públicos, de democracia participativa, de consenso de múltiples interesados y de redes transnacionales de gobernabilidad. Estos patrones no brotan del principio de representación democrática (a su vez ligado a valores universales), sino del principio de partenariado que depende de facto de la ética global. El peligro de estos patrones es que la legítima autoridad moral de los gobiernos electos se redistribuye a grupos de interés no electos que no sólo no tienen legitimidad política sino que además pueden ser radicales. La democracia participativa y la buena gestión de los asuntos públicos no se integran en la democracia representativa ni son controladas por ella. Considerados como sus complementos, se desarrollan en paralelo a ella.
El consenso mundial tiene, en términos de la ONU, múltiples interesados. Esto significa que todos los “ciudadanos globales” deben involucrarse, apropiarse del orden del día, defenderlo, enseñarlo, aplicarlo y hacerlo respetar: no sólo los gobiernos, sino también las ONG, los “actores de la sociedad civil”, los grupos de mujeres, las empresas y la industria, así como las comunidades científica y tecnológica, las familias, los niños y los jóvenes, los académicos, las organizaciones paraguas, los sindicatos, los expertos, las autoridades locales, los agricultores, las poblaciones indígenas, los medios de comunicación, los imanes y pastores… La ética mundial se posiciona por encima de la soberanía nacional, por encima de la autoridad de los padres y de los educadores, e incluso por encima de las enseñanzas de las religiones del mundo. Traspasa toda jerarquía legítima. Establece una conexión directa entre ella y el ciudadano individual, lo cual es propio de una dictadura.
La postmodernidad y el programa radical de la ética mundial
La revolución cultural encontró su equilibrio en la postmodernidad. La postmodernidad desestabiliza y deconstruye ante todo la modernidad, la síntesis cultural que ha prevalecido en occidente desde los tratados de Westfalia (1648). En la medida en que la postmodernidad deconstruye también los abusos de la modernidad, es decir, el racionalismo, el institucionalismo, el formalismo, el autoritarismo, el Marxismo y el pesimismo liberal, resulta providencial. Pero la postmodernidad también impulsa la apostasía occidental más allá que la modernidad. Igual que en la modernidad, en la postmodernidad no todo es blanco o negro.
El alzamiento de mayo del 68, su rechazo de la moralidad y de la autoridad, su exaltación radical de la libertad individual y el rápido proceso de secularización que siguió precipitaron la transición de las sociedades occidentales a la civilización no represiva que defendía Herbert Marcuse, el padre postmoderno de la revolución cultural occidental. La postmodernidad implica una desestabilización de nuestra percepción racional o teológica de la realidad, de la estructura antropológica que dio Dios al hombre y a la mujer, del orden del universo tal y como fue establecido por Dios. El principio básico de la postmodernidad es que toda realidad es una construcción social, que la verdad y la realidad no tienen un contenido estable y objetivo, y que de hecho no existen. La realidad vendría a ser un texto que hay que interpretar. A la cultura postmoderna le es indiferente que el texto sea interpretado de tal o cual modo: todas las interpretaciones tienen un valor equivalente. Si no hay nada “dado”, entonces las normas y estructuras sociales, políticas, jurídicas y espirituales pueden ser deconstruidas y reconstruidas a voluntad, según las transformaciones sociales del momento. La postmodernidad exalta la soberanía arbitraria del individuo y su derecho a elegir. La ética mundial postmoderna celebra las diferencias, la diversidad de opciones, la diversidad cultural, la libertad cultural, la diversidad sexual (distintas orientaciones sexuales). Esta “celebración” de hecho es la de la “liberación” del hombre y de la mujer de las condiciones de existencia en las que Dios los ha situado.
Pero el concepto de libre voluntad contradice el carácter normativo de los valores postmodernos, y en particular del derecho a elegir, el valor supremo de la nueva cultura. El radicalismo postmoderno estipula que el individuo, para ejercer su derecho a elegir, debe liberarse de todo marco normativo, ya sea semántico (definiciones claras), ontológico (el ser, lo dado), político (soberanía del estado), moral (normas trascendentes), social (tabúes, lo que está prohibido), cultural (tradiciones) o religioso (dogma, la doctrina de la Iglesia). Esta supuesta “liberación” se convierte en un imperativo de la nueva ética. Pasa por la desestabilización y la deconstrucción (dos palabras clave de la postmodernidad) de las definiciones claras, del contenido del lenguaje, de las tradiciones, del ser, de las instituciones, del conocimiento objetivo, de la razón, de la verdad, de las jerarquías legítimas, de la autoridad, de la naturaleza, del crecimiento, de la identidad (personal, genética, nacional, cultural, religiosa, etc.), de todo lo que se considera universal y, por consiguiente, de las valores judeocristianos y de la revelación divina.
Cuando se aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948, la cultura occidental todavía reconocía la existencia de una “ley natural”, de un orden “dado” al universo (y por lo tanto de un “dador”): “todos los seres humanos han nacido libres e iguales en dignidad” (artículo 1). La Declaración Universal habla, por lo tanto, de una dignidad inherente a todos los miembros de la familia humana. Si es inherente, la dignidad humana debe ser reconocida, y los derechos humanos deben ser declarados, no fabricados ex nihilo. En 1948, el concepto de universalidad estaba relacionado con el reconocimiento de la existencia de estos derechos. La universalidad tenía una dimensión trascendente y, por lo tanto, implicaciones morales.
Los derechos humanos universales se hicieron radicalmente autónomos de todo marco moral objetivo y trascendente. El principio puramente inmanente del derecho a elegir es el producto de ese divorcio.
La postmodernidad reclama el derecho a ejercer la libertad personal contra las leyes de la naturaleza, contra las tradiciones y contra la revelación divina. Vuelve a fundamentar el imperio de la “ley” y la democracia sobre el derecho a elegir, en el que incluye, en nombre de una nueva ética, el derecho a tomar decisiones intrínsecamente malas: el aborto, la homosexualidad, el “amor libre”, la eutanasia, el suicidio asistido, el rechazo de cualquier forma de autoridad legítima o jerarquía, la “tolerancia” obligatoria de todas las opiniones, un espíritu de desobediencia que se manifiesta de múltiples maneras. El derecho a elegir interpretado de este modo se ha convertido en la norma fundamental que rige la interpretación de todos los derechos humanos, y es la referencia principal de la nueva ética mundial. Suplanta y “trasciende” el concepto tradicional de universalidad. Se posiciona a un meta-nivel. Se impone y reclama para sí mismo una autoridad normativa mundial.
La ausencia de definiciones claras es el rasgo dominante de todos los términos y expresiones del nuevo lenguaje global, de todos los paradigmas postmodernos. Los expertos que han forjado los nuevos conceptos se negaron explícitamente a definirlos claramente, alegando que una definición concisa limitaría la posibilidad de cada uno de elegir su propia interpretación, lo cual contradice la norma del derecho a elegir. En consecuencia, los nuevos conceptos no tienen un contenido estable o único: son procesos de cambio constante que se amplían tan a menudo como cambian los valores de la sociedad, tan a menudo como surge la posibilidad de nuevas opciones. Los ingenieros sociales afirman que los nuevos paradigmas son “holísticos”, porque incluyen todas las opciones posibles.
Demos un par de ejemplos: la salud reproductiva y el género. La salud reproductiva, concepto clave de la Conferencia del Cairo de 1994, se “define” en el párrafo 7.2 del documento del Cairo. La pseudos-definición es un largo y vago párrafo carente de sustancia, ambivalente, que lo engloba todo. La ausencia de claridad es estratégica y manipuladora. El objetivo es permitir la coexistencia de las interpretaciones más contradictorias: la maternidad, la contracepción y el aborto; la esterilización voluntaria o la fecundación in vitro; las relaciones sexuales dentro o fuera del matrimonio, a cualquier edad, en cualquier circunstancia, mientras se respete el triple precepto de la nueva ética: el consentimiento de la pareja, su “seguridad” y la prevención de enfermedades, y el respeto a la libertad de elección de la mujer. La salud reproductiva es el caballo de Troya del lobby pro aborto y de la revolución sexual mundial. A pesar de su carácter eminentemente incoherente, la salud reproductiva se convirtió paradójicamente en una de las normas más aplicadas de la nueva ética mundial.
El género, que fue el concepto clave de la conferencia de Beijing de 1995, integra plenamente el concepto de salud reproductiva. Se “define” como el rol variable del hombre y de la mujer, en vez de como su inalterable función reproductiva. La intención detrás de esta vaga definición es la deconstrucción de la estructura antropológica del hombre y de la mujer, de su complementariedad, de la feminidad y la masculinidad. El rol de la mujer como madre y esposa y su misma naturaleza de mujer no serían más que una construcción social: “una no nace mujer, se convierte en mujer”, dijo Simone de Beauvoir. La deconstrucción del ser humano como hombre y mujer lleva a una sociedad asexual, a una sociedad neutra, sin masculinidad ni feminidad, que sin embargo coloca la libido en el centro de la ley. El proceso de deconstrucción acaba llevando a una sociedad sin amor. El concepto de género es la caballo de Troya de la revolución feminista occidental en sus aspectos más radicales, una revolución que ya se ha extendido exitosamente a las cinco partes del mundo. El género está en pleno centro de las prioridades de desarrollo global, y en particular de los Objetivos de Desarrollo del Milenio.
Existe una conexión directa entre el deconstruccionismo del género y la ideología de la “orientación sexual” (bisexualidad, homosexualidad, lesbianismo, heterosexualidad. ). La ética mundial posiciona todas estas “opciones” en el mismo nivel. La conferencia del Cairo introdujo el concepto de familia bajo todas sus formas: este concepto supuestamente holístico incluye a las familias tradicionales, a las familias reconstituidas, y a las familias con “padres” del mismo sexo. Las naciones occidentales parecen adentrarse cada vez más en el camino de esta “diversidad”.
En la postmodernidad, el individuo se convierte en el creador “libre” de su propio destino y de un nuevo orden social. Puede elegir ser homosexual hoy y bisexual mañana (orientación sexual). Los niños pueden elegir su propia opinión, independientemente de los valores que reciban de los padres (derechos del niño). Son tratados en pie de igualdad como “ciudadanos” y participan en las decisiones políticas que afectan a sus vidas (Parlamentos de Jóvenes). Los estudiantes eligen su propio currículo en la escuela y se educan los unos a los otros, mientras que los profesores actúan como “facilitadores” (educación por los pares, educación para todos, formación en técnicas de vida). Las mujeres desempeñan los roles sociales de los hombres (igualdad de géneros, sociedad unisex). Las ONG determinan políticas mundiales, y los gobiernos se conforman a sus valores (buena gestión de los asuntos públicos). Grupos de mujeres “esclarecen” la doctrina de la Iglesia y democratizan la Iglesia (esclarecimiento de los valores, democracia participativa). El lobby de la eutanasia se convierte en un firme defensor de la “dignidad humana”. La salud reproductiva conlleva el derecho a no reproducir (aborto “seguro”, acceso universal a “la más amplia gama de anticonceptivos”). Todos somos ciudadanos con igualdad de derechos, unidos por relaciones contractuales, sin amor. El mundo está al revés. Lo que deconstruye la ética global es la misma estructura antropológica del ser humano.
La ética postmoderna de la elección se jacta de eliminar jerarquías. Sin embargo, al imponer mundialmente la “trascendencia” de la elección arbitraria, engendra una nueva jerarquía de valores. Coloca el placer por encima del amor, la salud y el bienestar por encima de lo sagrado de la vida, la participación de grupos de interés especiales en el gobierno de los asuntos públicos por encima de la representación democrática, los derechos de la mujer por encima de la maternidad, la atribución de poder al individuo egoísta por encima de cualquier forma de autoridad legítima, la ética por encima de la moralidad, el derecho a elegir por encima de la ley eterna escrita en el corazón del hombre, la democracia y el humanismo por encima de la revelación divina; en pocas palabras, lo inmanente por encima de lo trascendente, el hombre por encima de Dios, el “mundo”, por encima del “cielo”.
Las nuevas jerarquías expresan una forma de dominación sobre las conciencias, lo que el papa Benedicto XVI, antes de su elección, denominó la dictadura del relativismo. La expresión puede parecer paradójica: una dictadura lo es porque hay una imposición de arriba hacia abajo, mientras que el relativismo implica la negación de absolutos y reacciona contra cualquier tipo de imposición desde arriba, como pueden ser la verdad, la revelación, la realidad, la moralidad. En una dictadura del relativismo, lo que se nos impone es una deconstrucción radical de nuestra humanidad y de nuestra fe a través de un proceso de transformación cultural aparentemente neutro e inofensivo. El relativismo lleva una máscara: es dominante y destructivo.
En el pasado, lo que el occidente llamaba “el enemigo” (como, por ejemplo, el marxismo-leninismo o las dictaduras sangrientas) solía ser algo claramente identificable, único, externo a las democracias occidentales, agresivo, centralizado, ideológico, regional. Ese “enemigo” utilizaba métodos autoritarios, brutales, como eran la toma del poder por la fuerza, un régimen político represivo, encarcelamientos y asesinatos. El resultado eran regímenes totalitarios nacionales o regionales. En el mundo postmoderno, el enemigo es indefinido, oculto, descentralizado, sutil, silencioso, global. Sus estrategias son suaves, culturales, informales, internas, operan desde la base. El resultado final de la dictadura global del relativismo es la deconstrucción del hombre y de la naturaleza, y la propagación cultural de la apostasía en el mundo y en particular en los países en vías de desarrollo.
Al igual que los sistemas ideológicos del pasado, la ética mundial terminará deconstruyéndose. Al estar repleta de contradicciones, no es sostenible. Los cristianos no deberían dar por hecho, sin embargo, que la civilización mundial que está emergiendo volverá por sí misma al sentido común y a los valores cristianos: la nueva cultura debe ser evangelizada.
La especificidad cristiana ante la nueva ética
La civilización mundial está llamada a ser la civilización del amor. La nueva cultura es la cultura que la Iglesia está llamada ahora a evangelizar. En palabras de Jesús, estamos en el mundo pero no somos de este mundo. Sin embargo, la realidad es que en todas partes del mundo los cristianos se ven tentados, a menudo por ignorancia, a confundir los paradigmas y valores de la nueva ética con la doctrina social de la Iglesia, los “enfoques sensibles a la cultura” con el respeto por la cultura, el “principio de equidad” de la nueva ética con el concepto judeocristiano de justicia, la “sensibilización” con la educación moral y teológica de la conciencia, la “perspectiva de género” y la “atribución de poder a la mujer” con las enseñanzas judeocristianas sobre la igual dignidad del hombre y de la mujer, el principio del “pensamiento positivo” con la vida imbuida por la esperanza teologal, la arbitraria “libertad de elección” con la libertad en Cristo, la dignidad humana con la ley eterna escrita en el corazón del hombre, la “salud reproductiva” con la procreación sana, la “maternidad sin riesgos” con una maternidad sana para madres y niños (nacidos o no), las campañas de “cambio de actitud” diseñadas para fomentar el uso de preservativos y anticonceptivos con la educación por la abstinencia y la fidelidad, la democracia participativa con una verdadera participación democrática, los “derechos humanos” y la “no discriminación” con la buena nueva del amor misericordioso de Dios, el programa de conferencias de la ONU y los Objetivos de Desarrollo del Milenio con un desarrollo integral que respete los valores y las culturas de la gente, etc. …
Los cristianos no siempre distinguimos entre el nuevo sistema ético, construido y supuestamente “holístico”, y los designios de salvación de Dios, que son holísticos y eternos. No se dan cuenta de que las dos lógicas van en direcciones opuestas. Se implican en innumerables colaboraciones impulsadas por agentes partidarios de la ética mundial. La Iglesia debe mantenerse al margen del programa radical. Una línea vital separa el humanismo post-cristiano de la nueva ética del humanismo cristiano genuino y completo impulsado por la salvación en Cristo y promovido por la Iglesia. En la práctica, esta línea ya no se aprecia con claridad. La iglesia tiene la misión urgente de recobrar la idéntica cristiana y disociarla de programas ambivalentes.
El confundir la especificidad cristiana con la nueva ética mundial conlleva un doble peligro. En primer lugar, los nuevos conceptos tienden a ocupar el espacio que debería ocupar la evangelización. Los cristianos preconizan los derechos humanos, el desarrollo sostenible y los Objetivos de Desarrollo del Milenio en vez de predicar el Evangelio. Poco a poco, se dejan seducir por valores seculares y pierden su identidad cristiana. En Redemptoris Missio, ¿no habló Juan Pablo II de “la progresiva secularización de la salvación”?
En segundo lugar, si los líderes cristianos utilizan los conceptos de la nueva ética sin aclarar explícitamente qué es lo que los distingue de la doctrina social de la Iglesia y del Evangelio, como suelen hacer, los creyentes se quedarán desorientados y ya no distinguirán la diferencia. La confusión resultante puede llevar a una progresiva erosión de la fe de los cristianos. En Novo Milenio Ineunte, Juan Pablo II nos invitó a coger a Cristo como punto de partida: éste es el nuevo inicio al que estamos llamados.
NOTA AL PIE
1 Entre los filósofos posmodernistas más influyentes podemos citar a Sigmund Freud, Friedrich Nietzsche, Michel Foucault, Herbert Marcuse, Jean-Paul Sartre, Jürgen Habermas, Jean-Frangois Lyotard, Richard Rorty, Jacques Derrida, Michel Onfray.