La elaboración de una genuina «doctrina social de la Iglesia» se remonta a finales del siglo XIX, coincidiendo con la explosión en Occidente de la llamada «cuestión social» después de la Revolución Industrial. Se planteó entonces, con urgencia, el problema de cómo presentar, hacer creíble y aceptable la enseñanza social cristiana en el seno de una sociedad culturalmente pluralista e ideológicamente dividida, cada vez más secularizada, y, en muchos aspectos, poscristiana.

Con el cambio de la «cuestión social» y con el progreso de la reflexión teológica, también la DSI ha pasado por diversas fases, renovando continuamente tanto su método de lectura de las situaciones históricas como la respuesta ético-religiosa que debía darse a los nuevos problemas que iban emergiendo.

Al mismo tiempo, se ha ido afirmando, histórica y teológicamente, la tarea, cada vez más importante, de los fieles laicos, que dejaron de ser los ejecutores pasivos de las orientaciones de la jerarquía para llegar a ser colaboradores activos y responsables en la elaboración misma de la DSI.

Veamos, por consiguiente, cuáles han sido las fases principales de la evolución paralela de la «cuestión social» (desde el punto de vista histórico) y de la DSI (desde el punto de vista ético-teológico).

a) Fase de la «ideología católica» (1891-1931)

La primera fase de la DSI es la de León XIII. Al comienzo, la «cuestión social» se presenta sobre todo como un conflicto ideológico entre socialismo y liberalismo, y tiene su manifestación más aguda en la lucha de clases entre «proletarios» y «patrones». La Rerum novarum (1891) de León XIII -la primera gran encíclica social, preparada en gran medida por el trabajo de centros sociales católicos que ya actuaban en diversas naciones- toma posiciones frente a los dramas de la clase proletaria. Condena las dos «filosofías» del liberalismo y del socialismo, y afirma la primacía de los valores morales, proponiendo como solución la «filosofía perenne» cristiana, fundada en la revelación y en el derecho natural. La DSI se sitúa en el mismo plano filosófico que las ideologías que condena, contraponiéndoles la ideología católica (la «cristiandad»). El magisterio no percibe aún la importancia del análisis sociológico y científico, que comenzaba a desarrollarse en aquellos años, para un conocimiento adecuado de los problemas sociales, que en la encíclica de León XIII se reducen sustancialmente a una mera cuestión de ética filosófica. En cuanto tal, le corresponde intervenir a la jerarquía. Los laicos son aún considerados solamente los ejecutores pasivos de las indicaciones magisteriales.

b) Fase de la «nueva cristiandad» (1931-1958)

Es la fase de Pío XI y Pío XII. Después de la Revolución de octubre de 1917, la «cuestión social» cambia y se transforma de confrontación filosófica e ideológica sobre la lucha de clases (que obviamente no desaparece) en una confrontación entre dos modos de entender la democracia, entre dos sistemas socioeconómicos contrapuestos: capitalismo y comunismo. Pío XI, con la encíclica Qudragesimo anno (1931), refuerza la condena de las dos ideologías opuestas y propone una «tercera vía» concreta, la «civilización cristiana», como una nueva actualización del modelo medieval, que traduciría los principios religiosos y éticos del magisterio social en un sistema (diferente del liberalismo y del comunismo), en una forma de organización cristiana de la sociedad, alternativa a las otras dos. Pío XII, retomando las tesis de J. Maritain, intentará elaborar una forma de «nueva cristiandad». Sin embargo, con el Concilio Vaticano II esta hipótesis llegaría también a superarse definitivamente.

Durante esta fase, la «doctrina social» sigue estando reservada solo a la jerarquía. Sin embargo, Quadragesimo anno introduce una primera distinción significativa entre «doctrina sobre materias sociales y económicas» (reservada al magisterio) y «ciencia social y económica», que es competencia también de los laicos, cuya acción comienza por tanto a ser reconocida. No obstante, esta acción deberá desarrollarse siempre «bajo el magisterio y la guía de la Iglesia», limitándose a «aplicar con más eficacia la doctrina inalterada e inmutable de la Iglesia a las numerosas necesidades» .

La visión continúa siendo la de una iglesia clerical, en la que los laicos son considerados como meros «auxiliares de la Iglesia» .

c) Fase del«diálogo» (1958-1978)

Es la fase de Juan XXIII, del Concilio Vaticano II y de Pablo VI. La «cuestión social» cambia de nuevo y asume dimensiones planetarias. Ya no se trata solamente de la lucha entre dos clases, ni de la confrontación entre dos modelos socioeconómicos opuestos (liberal y socialista), sino del equilibrio mismo de la humanidad, entre el Norte rico y el Sur pobre del mundo. Se impone, en consecuencia, la construcción de un nuevo orden mundial. Las ideologías empiezan a entrar en crisis mientras que se inician los procesos de globalización mundial.

La Iglesia, por su parte, se renueva por medio del Concilio Vaticano II (1962-1965). De la propuesta de una «tercera vía» (Pío XI) y de una «nueva cristiandad» (Pío XII), el magisterio pasa ahora a pensar en la necesidad del «diálogo». Determinantes en esta dirección son las intervenciones de Juan XXIII, con las encíclicas sociales Mater et magistra (1961) y Pacem in terris (1963); las del propio Concilio, especialmente con las constituciones Lumen gentium (1964) y Gaudium et spes (1965); y las de Pablo VI, con la encíclica Populorum progressio (1967) y con la carta apostólica Octogésima adveniens (1971).

Es sobre todo importante notar que con Pacem in terris de Juan XXIII, uno de los “papas profetas”, y con Pablo VI cambia el método en la elaboración de la DSI: se pasa del «método deductivo», característico de las fases precedentes, al «método inductivo», es decir, no se parte ya de los grandes principios de la revelación y del derecho natural para deducir de ellos un modelo de sociedad cristiana, válido para todos los casos y que debe ser puesto en práctica en todo tiempo y lugar, sino que se parte de la lectura de los «signos de los tiempos», confiada a las diversas comunidades cristianas, para interpretarlos después a la luz del evangelio y de la enseñanza de la Iglesia y deducir en consecuencia las opciones que se deben tomar, junto con todos los hombres de buena voluntad (se trata del método de «ver, juzgar, actuar», iniciado por Mater et magistral confirmado por la encíclica Pacem in terris y por la constitución Gaudium et spes y estandarizado finalmente por Pablo VI en Octogésima adveniens 4.

d) Fase de un nuevo «humanismo global» (1978-2013)

Es la fase de Juan Pablo II (1978-2005) y de Benedicto XVI (2005-2013). En las últimas décadas del siglo XX, la «cuestión social» trasciende ya también las dimensiones «cuantitativas» planetarias y se convierte sobre todo en un problema de «calidad» de vida. Los desequilibrios y los problemas rebasan las fronteras geográficas y materiales del mundo y remiten a la vida humana misma, en sus valores y sus derechos fundamentales. El bien común no es ya solo el bien material, sino que abarca también los bienes relaciónales. Juan Pablo II, con sus encíclicas sociales -Laborem exercens (1981), Sollicitudo rei socialis (1987), Centesimus annus (1991)- y con todo su magisterio, se dirige por ello a todos indistintamente, más allá de las diferencias culturales y de los diferentes sistemas políticos, económicos y sociales.

La enseñanza social de la Iglesia, que en las primeras fases se dirigía sobre todo a los países desarrollados del Occidente de tradición cristiana (los más capaces de llevarla a la práctica), a partir del papa Wojtyla (especialmente después de la caída del muro de Berlín en 1989) se dirige indistintamente a todas las naciones y puede ser comprendida y compartida por creyentes y no creyentes, en Oriente y Occidente, en países desarrollados y en los que están en vías de desarrollo.

La etapa más importante es obviamente la del Concilio Vaticano II, en el que se afirman abiertamente, entre otras cosas, la responsabilidad y la autonomía de los laicos en su compromiso temporal, ya enunciadas por Juan XXIII en la encíclica Mater et magistra (1961). Gracias a la profundización en la eclesiología de comunión, el Concilio supera definitivamente la antigua concepción clerical de la Iglesia como «sociedad perfecta» y, gracias a la teología de las realidades terrenales, revaloriza plenamente tanto la tarea insustituible de los laicos en la Iglesia (no entendida ya como «sociedad perfecta», sino como «pueblo de Dios que camina en la historia») y en el mundo, como el concepto mismo de laicidad.

La caída del muro de Berlín, en 1989, pone fin al enfrentamiento entre modelos de sociedad inspirados en ideologías diferentes: la «democracia liberal-capitalista», inspirada en la cultura liberal; el «socialismo real», inspirado en el marxismo, y la «nueva cristiandad», inspirada en la cultura judeocristiana (elaborada sobre todo por Jacques Maritain). Uno tras otro, estos tres modelos ideológicos son superados (y refutados) por la historia. En 1989 implosiona el modelo del «socialismo real»; en 2008, junto con la burbuja económica, explota el modelo del «capitalismo económico liberal»; con anterioridad, había entrado en crisis el modelo de «nueva cristiandad» (la denominada «tercera vía» entre liberalismo y socialismo), a raíz de la extensión del fenómeno de la secularización y de las adquisiciones doctrinales y pastorales del Concilio Vaticano II. El vacío dejado por la crisis de estas ideologías clásicas es llenado por la nueva ideología «libertaria» y «tecnocrática», que ha llegado a convertirse en el «pensamiento único» dominante en el mundo globalizado.

Benedicto XVI escribe Caritas in veritate (CV, 2009) precisamente para hacer frente a los numerosos desafíos que proceden de la difusión de este «pensamiento único» y de los procesos de globalización. La «cuestión social» cambia de nuevo. La encíclica del papa Ratzinger, por tanto, constituye un giro decisivo en la historia centenaria de las encíclicas sociales, y se presenta como la carta magna para afrontar el verdadero desafío del siglo XXI: elaborar un nuevo modelo de desarrollo mundial fundamentado en un humanismo nuevo que lleve a los pueblos de la tierra a vivir unidos en el respeto a la diversidad.

Con Caritas in veritate. Benedicto XVI, sin quitar nada a la importancia histórica de Rerum novarum de León XIII, que los pontífices anteriores conmemoraban cada década, considera, sin embargo, que el magisterio social de Pablo VI es el más adecuado para los problemas sociales de hoy. Por eso toma la encíclica Populorum progressio (1967) como punto de referencia, hasta llegar a definirla como «la Rerum novarum de la época contemporánea». Consolida así la elección hecha por Juan Pablo II, que, al publicar la encíclica Sollicitudo rei socialis (1987) en el vigésimo aniversario de la encíclica de Pablo VI, había mostrado ya que la consideraba más adecuada que Rerum novarum para inspirar la DSI en el tercer milenio. De hecho, explica el papa Ratzinger, después de la refutación histórica del «socialismo real» y ahora también del «capitalismo liberal», la «cuestión social» no es ya la originaria de la «lucha de clases» entre proletarios y capitalistas, ni la de la contraposición entre modelos opuestos de economía marxista y liberal, ni la de la búsqueda de una justa distribución de los recursos entre el Norte y el Sur del mundo. En la actualidad, la cuestión social se ha convertido en «cuestión antropológica». El desafío reside sobre todo en el modo de concebir la vida humana, que -a través del recurso a las biotecnologías de las que dispone el hombre- puede ser manipulada de muchas maneras: desde la fecundación in vitro hasta la investigación con embriones, la clonación y la hibridación humana.

Es decir, lo que ha ocurrido es que, en lugar de las ideologías políticas del siglo XIX y del siglo XX, se ha impuesto una cultura libertaria, la nueva «ideología tecnocrática». El hombre está hoy como ebrio por el poder del que dispone. Gracias a la ciencia y la técnica, está «convencido -escribe Benedicto XVI- de ser el único autor de sí mismo, de su vida y de la sociedad […]. La convicción de ser autosuficiente y de lograr eliminar el mal presente en la historia solo con la propia acción ha inducido al hombre a hacer coincidir la felicidad y la salvación con formas inmanentes de bienestar material y de acción social». Por eso, Benedicto XVI, después de criticar en profundidad la «ideología tecnocrática» dominante, evoca algunos principios éticos, culturales y políticos de un humanismo nuevo, universalmente compartidos, sobre los que fundar el desarrollo humano integral de un mundo globalizado.

El mérito principal del magisterio social de Juan Pablo II y de Benedicto XVI es el de haber señalado que el desafío fundamental del siglo XXI y del mundo que se globaliza es la superación del individualismo imperante: es necesario, en cambio, aprender a vivir juntos respetando nuestras diferencias. Para hacerlo no hay otro camino que partir de aquella «gramática ética» que -como dijo Juan Pablo II hablando en la ONU en el 50.° aniversario de su fundación- está escrita en el corazón de todos. La DSI, por tanto, se compromete a explicitar las principales reglas éticas, personales y sociales comunes a todos: la dignidad de la persona humana, la solidaridad, la subsidiaridad, la calidad de vida. Son los pilares sobre los que se apoyan la convivencia civil y la misma democracia.

El límite de esta tercera fase de desarrollo de la DSI (que ha sido, no obstante, notable desde el punto de vista doctrinal) se encuentra en que Juan Pablo II y Benedicto XVI prefirieron regresar al método deductivo, invirtiendo el camino inaugurado por Mater et magistra de Juan XXII, reforzado por el Concilio Vaticano II, sobre todo con Gaudium et spes, y reconocido oficialmente por Pablo VI en Octogésima adveniens (n. 4). Esta vuelta a lo anterior fue también un síntoma del largo período de «normalización» que caracterizaría la vida de la Iglesia desde de la muerte del papa Montini hasta la elección del papa Francisco.

e) La «revolución» del papa Francisco

No podemos olvidar el ambiente de «concilio inacabado» que se respiraba en los dos o tres últimos años del pontificado del papa Ratzinger. La Iglesia aparecía visiblemente agotada y cansada, replegada sobre sí misma. Por un lado, estaba preocupada por la disminución notable de la práctica religiosa y por la generalizada caída de la fe, y, por otro, estaba postrada y humillada por numerosos escándalos, arrojados como carnaza a la opinión pública: desde la lacra de los sacerdotes pedófilos a la falta de transparencia en algunas operaciones financieras del Banco Vaticano o a los casos de «carrerismo» mundano y a los desgarros profundos en las instancias superiores de la Santa Sede. La situación parecía aún más deteriorada tras la dimisión del papa Ratzinger.

La elección inesperada del papa Francisco puso fin de hecho a la época gris de la «normalización», realizada durante los dos pontificados precedentes. Desde el comienzo, el papa Bergoglio no ocultó su deseo de conectar con el impulso profético del papa Roncalli, con el Concilio Vaticano II y con Pablo VI. En particular, sin negar la función insustituible de la doctrina en el anuncio de la fe, Francisco mostró su preferencia por la fuerza «renovadora» del evangelio vivido, testimoniado con la vida. Francisco está convencido de que el testimonio vivo del evangelio es más eficaz que un tratado teológico; vivir el evangelio hace comprender el mensaje de Cristo mucho mejor que una larga encíclica. Esto no significa en absoluto disminuir la importancia de las intervenciones doctrinales del magisterio, sino que más que anunciar la verdad con los términos abstractos de la filosofía y la teología, el nuevo papa prefiere testimoniarla mediante el lenguaje concreto de la vida que todos entienden.

Es necesario, por tanto, «volver al evangelio». El nuevo obispo de Roma, con esta sorprendente «elección evangélica», no solo ha cambiado el ambiente dentro y fuera de la Iglesia, sino que muestra visiblemente a la humanidad el rostro renovado de la Iglesia, como ya lo había vislumbrado sobre todo el Concilio, es decir, el rostro de una Iglesia libre, pobre y sierva, que trabaja unida interiormente con un espíritu sinodal. El documento fundamental donde se expone extensamente esta «elección evangélica» del papa Francisco es la exhortación apostólica Evangelii gaudium (2013). No obstante, una señal particularmente significativa de la voluntad de Francisco de reconectar con el espíritu del papa Juan, del Concilio y de Pablo VI es el retomo (después de 35 años) al método inductivo en la DSI, aplicado en los documentos publicados hasta ahora: la exhortación apostólica Evangelii gaudium (2013), la encíclica Laudato sí (2015), la exhortación apostólica postsinodal Amoris laetitia (2016), la exhortación apostólica Gaudete et exsultate (2018) y la carta encíclica Fratelli tutti (2020).

 

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