PADRE NUESTRO Y DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA

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Ricardo Antoncich S.J (Experto en D.S.I).

La oración del Padre Nuestro es el momento evangelizador privilegiado, el contacto directo del Hijo con el Padre. Lo que allí se dice, se pide, se agradece, se ofrece, es el resumen mismo del Evangelio, su “breviario” en frase feliz de Tertuliano.

Hagamos un breve recorrido del Padre Nuestro, dejándonos cuestionar en orden a subrayar los aspectos más originales del mensaje social de la Iglesia.

La oración comienza con dos palabras que son fuertemente cuestionadoras por el vínculo relacional que establecen entre el que ora, a quien se ora y lo que esta relación implica. Se habla de “Padre”, palabra que sólo tiene sentido cuando es pronunciada por un hijo; se habla de “Padre nuestro” que nuevamente no tiene sentido sin la peculiaridad de hijos de un mismo padre, es decir, de hermanos.

Orar el Padre Nuestro es ante todo hacer un examen de conciencia: yo, que dirijo esas palabras a Dios, ¿me defino a mí mismo como “hijo” y “hermano”? Si rezo de verdad, estas dos palabras me revelan infinitas lagunas de filiación y fraternidad que existen en mi vida; me revelan también las exigencias del pedir perdón y de cambiar de conducta para que mi vida sea digna de un hijo-hermano. Todas las peticiones siguientes me explican lo que las dos primeras palabras quieren decir, y en el decurso de ellas hay que situar el mensaje social, propio de la Iglesia.

La primera petición es el deseo de que el Nombre (es decir, el ser mismo de Dios; recordemos el respeto de la cultura judía por el nombre de Dios, verdadera presencia del Señor) sea santificado, alabado reconocido como “santo” y como “santificador”.

La oración del Padre Nuestro comienza a cambiar si percibimos que el “nombre cristiano de Dios” es ”El Padre de Nuestro Señor Jesucristo”. Dios no es sólo el Jahvé que está con su pueblo, sino el Padre de Jesús, el Padre eterno que ha engendrado al Hijo cuya encarnación confesamos. Por tanto, el “nombre” que pedimos que sea glorificado, no es simplemente el nombre de Dios, del Creador del Ser Supremo, sino de aquel cuyo misterio consiste en ser el que engendra al Hijo y de cuyo amor mutuo dimana la persona del Espíritu. Queremos glorificar a Dios como Padre; tal glorificación no se puede separar de los hijos y de sus acciones que glorifican al Padre; queremos que Dios sea conocido por todos los seres humanos como el Padre de Jesús y nuestro Padre, el Padre de todo ser humano llamado a la vida, vocacionado a recibir de la Iglesia esta verdad salvífica.

A partir de allí cada petición del Padre Nuestro se va uniendo con la primera en forma de una cascada, como explicándola y desentrañando su sentido.

En efecto, la glorificación del padre consiste en que su Reino venga a nosotros, lo cual implica no sólo el don, que Él ya está dispuesto a darlo generosamente, sino la aceptación y acogida por parte nuestra. El Reino es el “eterno sueño de amor del Padre” sobre cada uno de sus hijos y sobre todos ellos en conjunto. Es una realidad que pedimos para esta tierra (¡sin limitarla a ella!). La prueba de ello es que pedimos que su voluntad “ sea hecha en la tierra como en el cielo”. Un Rey reina en la medida en que su voluntad es realidad; en eso consiste su Reinado. No pedimos a Dios un “reinado honorario”, “nominal”, algo así como la añoranza de un rey en el exilio; sino un reinado efectivo, operante, determinante de las conductas de aquellos que se afirman como su pueblo.

La vinculación entre la tercera petición: “hágase tu voluntad” y las otras dos siguientes, “danos el pan”, “perdona nuestras ofensas”, me parece decisiva desde la perspectiva que estamos comentando de la doctrina social de la Iglesia. Si la palabra “Padre” marca el tono de la oración, como parece que Jesús la vive intensamente, entonces hay que entender qué queremos cuando pedimos que el nombre que ha de ser santificado sea el Padre; que el Reino que pedimos que venga, sea el del Padre; que la voluntad que queremos que sea cumplida así en la tierra como en el cielo, es así mismo la voluntad del Padre.
Ahora bien, no hay con certeza ningún padre o ninguna madre que lo sean de verdad, cuya voluntad, en cuanto tales no sea la de la felicidad de los hijos. Papá y mamá pueden tener “además” otras voluntades por ejemplo el éxito profesional de la carrera del padre, o deseos y valores que tiene la mujer en cuanto tal en la vida social. Pero si prescindimos de todas estas voluntades, la que los constituyen como padre y madre, es la voluntad de la felicidad de los hijos.

Por eso las dos peticiones del pan compartido y del perdón ofrecido, dado y aceptado, son la mejor y más profunda definición de la “felicidad de todos los hijos de Dios”; la clave de la felicidad humana.

¿No resulta revelador que los grandes ejes del magisterio social giren precisamente en torno a estos dos temas: el uso responsable de la propiedad, admitida como derecho legítimo, pero al mismo tiempo gravada por una “hipoteca social” de la responsabilidad solidaria; y el de la negativa a entender el sentido de la vida como permanentes y definitivas conflictividades que contraponen a clases, razas, naciones?

Considero que estos dos temas son básicos, centrales, articuladores de todo el resto. Entendida así la DSI aparece como una “traducción” al lenguaje del pensamiento, de las ciencias, de las prácticas del mundo moderno, sobre el sentido del poseer y del manejo de las confrontaciones, de modo que el compartir del pan y la reconciliación sean dos hechos decisivos.

Cuando la Iglesia ha defendido el derecho de propiedad, incluso privada y de los medios de producción, ha querido defender el derecho de sus hijos más pobres. El argumento “ad hominem” que León XIII esgrime contra el socialismo es exactamente este: “Los socialistas empeoran la situación de los obreros todos en cuanto tratan de transferir los bienes de los particulares a la comunidad, puesto que privándolos de la libertad de colocar sus beneficios, con ello mismo los despojan de la esperanza y de la dificultad de aumentar los bienes familiares y de procurarse utilidades” (RN 3). Este argumento en RN es perfectamente lógico porque antes el Papa ha defendido el salario justo, que es el que permite tener beneficios, y no la explotación cruda de un salario mal remunerado.

Hay que ver pues en el conjunto de la DSI un permanente reclamo para que el “pan sea nuestro”, de toda la humanidad. Por ello se insiste en dar lo superfluo, en la simplicidad de vida como reacción ante las tentaciones de la sociedad de consumo. Pablo VI y Juan Pablo II han extendido la obligación de compartir lo superfluo del campo tradicional de los individuos, al nuevo campo de los pueblos. Estos avances doctrinales no han sino explicitaciones de las exigencias de pedir el “pan de todos” los seres humanos, convocados en Jesucristo a la filiación.

En un mundo de economía globalizada ya podemos soñar en las posibilidades de un “pan nuestro” para la humanidad entera. Ya existen las posibilidades técnicas para que ello sea realidad; está ya el pan, pero falta la voluntad de “hacerlo nuestro”. Los “profetas del progreso” anunciaban que cuando el ser humano controlara por la técnica los bienes del mundo, la oración sería superflua porque ella refleja sólo la impotencia de una era precientífica. En realidad la oración no será nunca superflua, porque incluso con el progreso tecnológico, percibimos el gran vacío del progreso en la solidaridad; éste nace de nuestros corazones y es allí donde sentimos la impotencia de nuestro amor, y tenemos que pedir la gracia de hacer “nuestros” los bienes abundantes que ya algunos poseen.

Aunque la DSI debe estar informada de los problemas técnicos del progreso e incluso de la razón ética secular, tiene un doble campo que le compete en exclusividad: la denuncia de ser contraria a la voluntad de Dios la existencia de la marginación y de la pobreza de los seres humanos (nadie puede pues argumentar que sea voluntad de Dios esa situación, ¡ni mucho menos pedir la bendición de Dios para las estructuras que causan la miseria!). Aquí la Iglesia actúa en el campo propio de presentar el verdadero rostro de Dios como Padre que ha tenido siempre sus preferencias en los últimos, los pobres y los humildes. La opción preferencial por los pobres dimana de la preferencia del mismo Dios, en el repetido gesto que es narrado en la Escritura.

Pero además, la DSI tiene la gran misión del anuncio. Es decir, anunciar que es posible vivir la fraternidad del pan compartido y del perdón dado y recibido en la reconciliación. No anuncia sólo una realidad posible para el futuro, sino una realidad viva ya en el presente. No a nivel macro-social, pero si a nivel micro-social en las comunidades cristianas que viven de verdad el ser discípulas de Jesús; en la Iglesia que como Esposa se identifican totalmente con los valores del Esposo, los valores del Evangelio, distantes de los valores del mundo que nos rodea.

Anunciar una posibilidad humana que se vuelve realidad por la presencia de la gracia no es cuestión de palabras sino de hechos; cristianos que viven consecuentemente su cristianismo, aunque sean minoría en una masa de cristianos inconsecuentes.

No se trata de formar ghetos de personas perfectas; todo lo contrario, sentimos todas las tentaciones y angustias de nuestra historia. La DSI es para lo macro-social, porque de ese nivel nos vienen los problemas estructurales que hay que resolver; y ese nivel es el que hay que transformar para erradicar las causas de muchos problemas. Pero cuando se hacen “propuestas morales” surgen los escepticismos sobre lo irrealizable “de esas utopías”. Este escepticismo no tiene base científica; nace de una “creencia” que generaliza los casos empíricos del presente. Contra una creencia, hay que oponer otra: la del creyente que se fía de la Providencia del Padre y de las enseñanzas de Jesús y pone su colaboración efectiva en realidades que son ya históricas, aunque no sean todavía macro-sociales. ¿Tendremos fe suficiente para creer que nuestro mundo puede ser cambiado por miles de “granos de mostaza” llamados a crecer y a transformarlo todo?

La DSI creo que debe plantearse este tipo de problemática. El valor testimonial de una conducta colectiva es el verdadero lenguaje del futuro.

Pero ese lenguaje ya ha sido dado y sigue ofreciéndose en cientos de comunidades cristianas, sobre todo entre los pobres, pero no sólo entre ellos. Comunidades donde el compartir y el perdonar son signo de la presencia del Reino, de la confianza de hijos en el Padre. En algunas de estas comunidades, sus líderes han sido exterminados. Han dado su vida por testimoniar que nuestro Padre ama la justicia para con los pequeños, que no quiere que sus derechos sean despreciados por los poderosos de este mundo.

La pedagogía de la fe de la Iglesia acompañó los dogmas con las imágenes de nuestros templos. Cuando no había libros para todos había pinturas en las iglesias representando los misterios de la fe. En un nivel más rico todavía, esa pedagogía de la fe nos presentó los testimonios de las personas que encarnaron la fe hasta el martirio. De esta manera la Iglesia enseñaba el valor absoluto de la fe por encima hasta de la misma vida propia. Esta secular pedagogía debe reavivarse hoy ante los testigos (mártires) de la justicia que nace de la fe. Hay mártires -cuyo sentido de fe fue el inspirador de su entrega- que dieron su vida por fidelidad al evangelio de la justicia y del amor de Dios.

Esperemos que en el futuro, la DSI se enseñe no sólo con la atención a las ciencias sociales, al pensamiento filosófico, a los avances de una ética secular como conquistas colectivas, sino también a las tareas de la Evangelización, a las experiencias de la Espiritualidad y finalmente con el testimonio de un rico santoral de ejemplo vivos de seguimiento de Jesús.